JULIAN OPIE: La ambigüedad.






OPIE. ¿Frivolidad o compromiso?

La crítica, indistintamente podrá tomar la obra de Opie como una obra frívola, o como una obra comprometida.
Julian Opie, visto desde la perspectiva jovial y alegre, despreocupada, parecerá al tiempo un artista muy contemporáneo y muy extemporáneo. Facetas contradictorias, no cabe duda, pero que coinciden sin embargo en mantenerse ambas al margen del compromiso no solo con el arte de hoy, sino con el Arte, con el “gran arte”.
Julian Opie, visto desde la perspectiva seria, profunda, implicada y radicalmente contemporánea, sería el ejemplar artista que busca una salida al vicioso círculo del arte contemporáneo, esa inapetente esfera del reloj por la que van pasando las horas de la creación, de la exposición, del mercado, de la expectación, de los medios, de la crítica, y que vuelve a empezar incansable sin aportar nada más que giros y giros, y de vez en vez, el sonido de una peculiar alarma.
Claro que, podría ser que por frívolo, nuestro artista señalase una salida al nuevo arte, un resquicio por el que abrirse a nuevos horizontes, rompiendo las cadenas del conceptualismo que apresa y atenaza casi todas las obras postvanguardistas, que las agarrota en ese “complejo de Consolación de la filosofía” que tiene gran parte del arte que se exhibe y crea hoy. Por lo mismo, cabe que una excesiva implicación en romper esas cadenas, le hiciese dar vueltas y giros en el laberinto, en persecución de algo que no es sino la danza a que invita la música de los tiempos.
El caso es que la obra de Opie posee unos distintivos que son por igual vicio y virtud, no por su propia naturaleza, sino según la perspectiva que sobre ella se desee tomar. Esta es sin duda, la peculiaridad enriquecedora, yo creo que la gran peculiaridad, no de Opie probablemente, sino de su obra.
Pues bien, en busca de esta peculiaridad, voy a referirme ahora a esas grandes esculturas que se plantan en el espacio, esculturas que no lo son del todo, porque acusan una desusada “bidimensionalidad”; esculturas que no obstante, están ahí, ocupando ese espacio y definiéndolo, soltando cuatro frescas al corsé tradicional de las disciplinas pictórica y escultórica, pero también a la novedosa performance, o a la instalación; generando pues otra suerte de relaciones con el ambiente y con el espectador.

Son pintura. La pintura de Opie no es una tendencia a la abstracción. Es más bien una asunción de la elementalidad, un desprendimiento de todo cuanto puede ser confuso en la lectura de la obra. No hay un sentimiento, hay gesto. No hay una formalidad, hay una reducción de notas. Pocas cosas son necesarias para asumir la elementalidad del comunicado al tiempo que la reducción de notas: la línea, el color. La gruesa línea negra que enmarca colores que se acusan y complementan. Ahora bien, para que la línea y el color configuren un comunicado suficiente, la obra ha de estar en connivencia profunda con el espectador. Las pinturas de Opie no son solo POP porque recurran a temáticas populares, de la cultura popular, ni porque acusen los colores de los que el POP abusó, tampoco porque recuerden el mundo del comic; lo son precisamente por esta estrecha connivencia, por la que el gesto del guitarrista es ese gesto expresado en la elementalidad de la linea, porque ese es el pañuelo que suele vestir el guitarrista, porque no hay posible ambigüedad en el comunicado, ni posible interferencia, sea sentimiento o sombra. La elementalidad de Opie es POP, y no es minimalismo, porque la voluntad reductiva y exclusivamente formal de lo mínimo no tiene mucho que ver con la capacidad evocadora de los elementos mínimos en la gestualidad. La reducción de notas del minimalista es una operación intelectual, noética. La reducción para configurar el gesto, es entrañablemente intersubjetiva y cultural.

Son escultura. Porque no son solo interrelación con el espectador en el nivel de la cultura popular, de masas. También porque salen al espacio y establecen una nueva concepción de la escultura, alejada del monumento. Ahí están, sin mantener un diálogo preciso con el espacio. Simplemente buscan establecer su relación con quien pretenda contemplarlas, exigiéndole cierta frontalidad, recortándose contra un fondo, contra un horizonte, como si fuesen nada más que paréntesis en la realidad. Porque no son recortes de dos dimensiones acusados en un espacio tradicional, son algo más, son un gesto al margen del espacio. A veces, estas esculturas se crean su propio horizonte, contraponen la línea de su dibujo a otra línea, geométrica o no, que las envuelve o delimita, como si cargasen con la pesada carga de su contraste espacial. Desde luego, esto otorga un papel sobresaliente a la línea (allí donde reposa el gesto, la connivencia) y la hace elemento indisoluble donde darse cita autor, obra y espectador.

Son collage. Ready made en la misma costura de lo real. En la calle, en el espacio compartido. Y esto es lo singular también, porque no es collage sobre el espacio estético, porque no es solo un objeto hipostasiado que cobra sustancia artística, que se revaloriza espiritualmente al ser descontextualizado. No, se trata de una expresión artística sobredimensionada en la realidad. Y digo por qué. En “expresión sobredimensionada”, porque todas las citas del arte que porta, ese guiño al POP, los trasuntos del comic, esas apreciaciones reductivas de la abstracción, del minimalismo, el ser propiamente pintura, escultura, salen a la dimensión real de la calle, al espacio vital del transeúnte (de ahí que sea la itinerancia, el transeúnte, el ciudadano, el nómada urbano, el urbanita, parte de su obsesión). Ahora se invierte la torna del collage, y el arte sale a la realidad, se hace realidad. Opie demuestra de esta manera que lo estético no es una sobredimensión de la realidad, sino que cabe hacer de lo estético una “infradimensión” que en cualquier momento puede hacerse realidad.

Por ello son también instalación y performance. Porque mueven toda una suerte de nuevas interrelaciones entre autor, obra y espectador, en especial entre estos dos últimos (acaso sea este el gran secreto de Opie), y entre ellos y el contexto en que se encuentran, demostrando al tiempo que cualquier intervención no ha de ser en exclusivo dinámica, teatrera y ruidosa, provocativa y demencial, que la dinámica está ya puesta en la realidad, y por la realidad, y que ésta es la realidad del espectador.


Opie en el IVAM.

Por eso hemos de seguir preguntándonos si son estas obras maravillosos eventos de la ingenuidad creativa o son creaciones inteligentemente ingenuas. No es extraño que el crítico Vicente Jarque haya dicho de Julian Opie que representa el arte de la ambigüedad.

De "Invisible" y espectros.



Tópicos: Fantasmas y Teoría de la novela. Además, una visión de Enrique Vila-Matas.


Castillo con fantasmas.

Los fantasmas de Paul Auster merodean, impertinentes, por sus novelas. Arrastran sus pesadas cadenas una y otra vez. Aparecen insólitos cuando menos se espera. Acechan en trasteros, corredores, galerías, escaleras. Y si no, su presencia se siente, se los siente atisbar, vigilar, y de vez en cuando hasta castigar en las ciudades de cristal, en las habitaciones cerradas, en Riverside.
Son los tópicos de su castillo novelado, los típicos fantasmas para turistas lectores. El escritor un tanto maldito, la literatura, la Universidad o el profesor de universidad, el intelectual marginado, el joven que recorre Estados Unidos, el anónimo ser de la Ciudad de Nueva York.
Walker, el de Invisible, puede ser Benjamin el de Leviatán o Fogg, del Palacio de la Luna. Un Stillman padre, de la Trilogía en Nueva York, puede ser el Born de Invisible. Los fantasmas se pasean con su pesada carga de jóvenes sobradamente intelectuales, de amantes de la literatura universal que son reducidos a mendicantes en una sociedad materialista y hecha a marginar lo improductivo. Seres estos personajes, también, automarginados, que no encuentran su nicho, porque entre otras cosas es como si la literatura no tuviese nicho. Todos lectores, escritores, nómadas de espíritu que no saben bien a qué aferrarse. Personajes veteranos cargados de enigmáticos pecados, terribles pecados que solitarios rumian su propia esencia, que más que comprendidos necesitan ser leídos, como el inverosímil Effing. Manuscritos exquisitos que viajan de acá para allá y recalan en manos de profesores de literatura, de escritores afamados, de pendencieros que pueden darle edición. Literatura y tipos típicos hacen el castillo fantasma de Paul Auster. Reiterada, pesadamente, una tras otra, las novelas guardan tras sus puertas alguno de estos fantasmas. Son los espectros que acompañan la singularidad capacidad creadora de Paul Auster, los fantasmas de su vida, de su alma, de su castillo interior, de él mismo: estudiante con ganas de maldito y marginado, insatisfecho, insumiso de la sociedad que le rodea … repite el tópico de su vida, el joven estudiante, la literatura, la escritura, la novela de fama, el viaje por Estados Unidos, los antiguos indígenas, algún viaje a París, y el escritor reconocido que rumia sus propios tópicos, es lo que le ocurre a Jim, el que conocemos en la Segunda parte de Invisible, que no es sino el alter ego de Adam Walker, el protagonista de la historia.

Una teoría del novelar en Invisible.

Adam Walker es el maldito. El maldecido por los elementos, por las circunstancias, por el sino, el azar, por la sociedad, sus padres, su hermana. Maldito por el hecho crucial de la novela, el impune y terrible asesinato de Williams. Jim es el afamado, el establecido, el reconocido afortunado hombre de literaturas, el escritor con cierto renombre. Es Jim quien definitivamente se encargará de dar forma a las memorias de Walker, el nómada Walker, para entregarlas al lector, al amante de los recorridos turísticos por las filigranas austerianas.
Jim el establecido, y Walker el andarín, nómada, son el Jano Auster. El escritor que circunda geografías y el escritor de silla, estufa y paredes. Son dos de los tópicos del atlas austeriano, dos espectros que novela a novela suelen aparecer, difuminados, entre las sobras, con distintas figuras, que están, que se los siente.
Entre estos dos personajes se enreda la madeja de la Universidad, de la ciudad, de Estados Unidos, de París, la literatura, la escritura, la publicación … El castillo, el terrible castillo fantasma. Paul Auster gira insistente entorno de él.

Desde aquí, nace una teoría de la novela. Y tal teoría justifica una novela, justifica Invisible.
Cuando Adam Walker no encuentra perspectivas posibles para sacar adelante sus memorias (es, en cierto modo, lo que le pasa a esta novela) Jim se atreve a escribir en connivencia con el lector:

En cuanto al muro que él había mencionado (se refiere a la imposibilidad de continuar el relato), le aseguré que todos chocamos con alguno, y que la mayoría de las veces la circunstancia de quedarse bloqueado se origina en un erróneo proceso mental: esto es, el escritor no entiende plenamente lo que trata de decir o, dicho de forma más sutil, se ha equivocado al enfocar el asunto. A modo de ejemplo, le hablé de los problemas con que me había enfrentado en un libro anterior mío –también de memorias (en cierto modo)-, estructurado en dos partes. Escribí la primera parte en primera persona, y cuando acometí la segunda (que trataba de mi vida de forma más directa que la anterior), escribiendo también en primera persona, fui quedándome cada vez más insatisfecho con los resultados … y entonces una noche se me ocurrió la solución. Comprendí que me había equivocado de enfoque. El hecho de escribir sobre mí mismo en primera persona había obligado a contenerme, haciéndome invisible, impidiéndome encontrar lo que andaba buscando. Me faltaba distanciarme, dar un paso atrás y crear un espacio entre mí mismo y el tema (que no era sino mi propia persona), así que volví al principio de la segunda parte y empecé a escribirla en tercera persona. Yo se convirtió en Él, y la distancia establecida por aquel pequeño cambio me permitió acabar el libro”.


Es la gran confesión de Invisible, última de Paul Auster, de su invisibilidad. Pero no cuela. Los tópicos cantan como las sirenas. El Paul Auster, Jim, que teje y desteje en la espera, como Penélope, adecenta la trama en que quiere meternos el Odiseo Walker.
Aunque después de todo hay quienes no tapan con cera sus oídos.

A propósito: Una visión de Enrique Vila-Matas.

http://www.enriquevilamatas.com/autobiografia.html

Enrique Vila-Matas escribe en Relecturas de Babelia, número 966, (el especial dedicado a La feria del Libro de Madrid), un artículo titulado Un día hay vida, que reza en entradilla: “No hay lugar más mítico en la obra de Paul Auster que el cuarto del número 6 de la calle Varick: Allí escribió El libro de la memoria, la segunda de las dos partes de La invención de la soledad que se inaugura con una frase que ha vencido al tiempo”. Un día hay vida. Tal descubrimiento de la vida, hace decir a Vila-Matas que Auster es cervantino, solo porque la frase sintoniza con la loa vital del moribundo Cervantes en el Persiles. Crasa diferencia vital ésta. Cervantes está hecho de madera nómada. Nunca está entre paredes, apenas crea fantasmas, si crea, crea vida. Pero fuera de estas pequeñas diferencias, hay en el artículo de Vila-Matas reveladoras vicisitudes intelectuales que pueden mover a reflexión.

- “No hay Auster –dice- sin la invención de un cuarto cerrado y sin la invención de la soledad en ese cuarto, del mismo modo que no hay soledad sin la escritura, ni escritura sin un lugar”.

De ahí la trascendencia del 6 de Varick. Pero no, no se trata únicamente del cuarto de tan singular lugar, sino del castillo, el castillo de Auster que es el topos verdadero del escritor, su tópico crucial, el lugar que verdaderamente habita y rumia.

- “Auster enlaza sutilmente la reflexión acerca de su papel de hijo con su propia paternidad y con la soledad del escritor, y logra así que invención y aislamiento se hermanen en un encuentro doblemente trágico”.

Y tan trágico, que el escritor se desdobla en escritores, sus propios fantasmas. Y el desdoblamiento configura una teoría de la novela. En este sentido, sin duda, el aislamiento de Paul Auster es más que proverbial.

- “…que una habitación es tanto el espacio central del drama humano … Porque no todo lo que ocurre entre las cuatro paredes de la conciencia es tedio, angustia, pesadumbre, desesperación”.

No lo es, porque Auster no puede ser romántico. No vive de sus experiencias sentimentales, ni de sus anhelos. Vive únicamente de sus invenciones. Pero sus invenciones adquieren la naturaleza de fútiles espectros.

- “…certeza que, a decir verdad, se acopla como un guante al ritmo de los trayectos mentales construidos por nuestros propios pasos y termina por acercarnos siempre a la vida”.

Pero el acercarse a la vida de Auster es, al tiempo, un alejarse de la misma. Un obligarse a novelarla. Este es el drama vital y creativo de Paul Auster.

Por qué sea lo aventuramos … pero hay escritores que pueblan sus obras de espectros. Auster es uno. A lo mejor esta es una de las claves de sus éxitos.