¿MUSEOS POSMODERNOS?



LOS MUSEOS, EN O TRAS LA POSMODERNIDAD.

Vayamos de museos. Pero no de museos cualquiera. Visitemos los museos vivos, los museos que quieren vivir, los que desean revivir, los que en cierto modo se niegan a ser museos.
En el Extra de Arte de Babelia, El País 10 de Diciembre, Ángela Molina firma un reportaje con el título “El arte de reescribir la historia”. En efecto, partimos de la idea de que el Museo tiene la facultad de reescribir la historia, que tiene como objeto el reescribirla, que es el ente revolucionario a través del cual la historia muta. En el fondo, a lo que vamos es a la crítica del Museo tradicional, personalizada en tres muestras de interés que surgen, curiosamente, en fechas muy señaladas.

¿Cuál es la crítica en cuestión? “Las lecturas de la historia son siempre evasivas” –dice la colaboradora de Babelia cuando indaga en las nuevas filosofías que mueven al museo- (como si los museos de organización diacrónica estuviesen en este sentido condenados a la unidimensionalidad). Las nuevas colecciones, los museos, podríamos decir, buscan y se recrean en la fuga, poseen ahora una naturaleza centrífuga, es más, parece que deben poseerla. ¿Verdad o apariencia? Un asunto muy posmoderno, por cierto, este de la “dislocación” de fondos y muestras. Tal vez nos ha tomado el prejuicio del discurso contra el pasado. Una idea muy posmoderna también. Pero desde mi punto de vista, no menos cargada de prejuicios y cegueras. Resulta que ahora la colección de un museo ha de ser un coup de dés, un órdago, una modesta afirmación de existencia: fugas.
En este sentido es en el que Ángela Molina retoma las tres aventuras de los tres museos (que no son precisamente anónimos ni desconocidos, que no están fuera de los circuitos modélicos de lo que se entiende por arte, por lo último reconocido … eso, lo ultimo (algo tan, tan posmoderno) ¿Y qué es lo último sino la cola del fantoche cronológico? Al final, los prejuicios del pasado que tanto se someten a revisión, persisten, se entreveran con lo emergente, no están tan claros, ni resultan tan sinceros para con el arte.


Primero.
En el Museo Reina Sofía, según la experiencia de Borja-Villel, su director, tenemos “De la revuelta a la posmodernidad”, tercera parte de la Colección exhibida y conformada por esta institución. Ángela Molina reconoce en esta la filosofía de los nuevos tiempos, “su aceptación de que la producción y exhibición de arte va más allá de la elaboración de un objeto y su presentación en una institución”. Lo que –deberíamos decir- no anula que se haga. Siempre pienso en los infinitos creadores que quedan al margen del Museo, flotando en la sustancia informe de la sociedad: poetas, pintores, escultores, video-artistas, ciberartistas, creadores de videojuegos. Al margen de la posmodernidad. Al margen de lo que diseñe el curator, el director, el ideólogo, el museo de turno, el crítico. Y pienso en el músico callejero, el pintor de bodegones de la escuela local, el ceramista del pueblo abandonado, el graffietero, el vándalo urbano que graba sus acciones … en la red, pienso también en la red, en su emergencia directamente fruitiva.
Pero volvamos a nuestra crítico. Se trata de un claro posicionamiento, dice, contra el arte elevado –otro síntoma sin duda de la crítica posmoderna-, contra la figura de autor, contra la forma y la materia como configuradores artísticos. En fin, vanguardia aún es “ir contra”. Nos hemos movido poco, muy poco por este camino desde el siglo XIX. No sé qué pensarán ustedes.
Eso sí, nuestra autora valora en su reportaje la importancia de los procesos y de la significación, no se lo discutiremos: repetición, dispersión, dislocación, el cuerpo como herramienta creación, las tendencias deskilling, lo pobre, lo underground … donde la crítico de Babelia atina a ver “la noción posestructuralista del discurso fragmentado”. Y donde adivina –y esta es acaso la noción fundamental desde nuestro punto de vista- el pretexto de las nuevas compras realizadas por la entidad, el MNCARS. Lo que el museo busca es su propia legitimación, nada más, esta es la verdadera “tirada de dados”, la legitimación del museo como jugador de dados, como aventura, como dios. El nuevo dios del arte que juega a los dados. ¿Trucados o no?

Segundo.
El Macba, retrata bien su colaboración con la Caixa en la titulada “Volumen”. Volumen es, en cierto modo, el resultado de esa colaboración y simbiosis “mercoártística”. Idea de Bartomeu Marí, el filósofo director del museo catalán: presentar el arte desde los 50 hasta hoy. Enfocado desde la perspectiva de lo que se ha estimado sustancial e “impepinable” en el arte contemporáneo: la mercantilización del arte. Para nuestra autora existe un hueco de prestigio en esta muestra para “los falsos supervivientes de la catástrofe”, salas dedicadas a Barceló, Sicilia, Kiefer, García Sevilla. Así que, desde su punto de vista, la exposición trata de conciliar el aburguesamiento del arte y el radicalismo (en esta concitada orquestación de Molina por volver los ojos a lo revolucionario y marxista).
Destaca también en esta exhibición del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona la prioridad que se da al sonido y a la voz: poesía sonora, instalaciones, videos, con Muntadas, Muñoz, Nauman, Oppenheim, Samuel Beckett...
La del Macba, pues, representa un ejemplo de connivencia de lo nuevo, lo revolucionario  y dislocado, con la tradición. Pero sobretodo, lo que hay a mi modo de ver, es una mayor sinceridad a la hora de poner en paralelo lo que es la colección, la filosofía y la naturaleza del nuevo arte: menos aspavientos, menos circunloquios, menos, eso, menos intenciones de configurar un futuro y de minar un pasado.

Tercero.
Claro que para el caso de aburguesamiento, suponemos, a vista de nuestra crítico, estará La Fundación Barrié de La Coruña, “La Colección” es el título de la muestra. Pintura internacional de la última década según la visión del comisario David Barro, tal cual se recogen en el reportaje: “… a pesar de que la pintura se expande o reencarna en lo escultórico, podemos seguir hablando de composición, espacio, color y ritmo”. ¡Pues claro! ¿Alguien duda realmente de estas categorías? Entonces … La crítico, sin embargo, acusa: anacronismo de coleccionar un único formato. ¡Espectacular observación! La pluralidad de formatos se convierte pues en uno de los objetivos prioritarios del Museo, el museo posmoderno claro está. Ya no vale eso de llevar a cabo el relato de la historia reciente mediante el método de ensartar firmas. Eso sí, algo salva a la muestra en última instancia, la voluntad pedagógica. Y preguntamos ¿deben los museos tener voluntad pedagógica? ¿Qué tipo de pedagogía ha de imperar? Porque a fuer de ser creativos, tal vez el museo inventivo acabe por configurar su propia pedagogía.

Conclusión.
Según Ángela Molina: “en una época en que el mercado lo invade todo, está en juego la alternativa entre la colección como atesoramiento y una cultura artística que trata de recuperar las diferentes historias para abrir nuevo futuros”.
Nuestra pregunta: ¿Ha hecho el museo algo distinto desde la existencia de los gabinetes de cosas curiosas? O ¿debe y puede el crítico “desposmodernizarse”? La quimera del museo.

Federico GALLEGO RIPOLL. Nuevo libro.








Dentro del día, acaso.


1.


Dentro del día la luz transcurre.
Es lo que dice el poeta. Dentro la luz, la luz encerrada en el frasco del día, la luz observada en su transcurrir, como ojos ávidos que contemplan el comportamiento del insecto atrapado. ¿El niño o el entomólogo? La magia de la luz en su comportamiento caprichoso yace ahí contenida. Allí puestos sus ojos, observando. Esto es el acaso, acaso. Luego, en el adentro van aconteciendo las cosas que, iluminadas, se desdoblan, enriquecen, huelen y se escuchan.

Dentro del día todo acontece pleno.
Es lo que dice el poeta. Las cosas adquieren entonces la plenitud de su ser en el presidio del día, se expanden como lo que son y no quieren ni desean ser lo que no son ni pueden. Las cosas son justamente ellas; el día, que las tiene encerradas en su caprichoso panóptico, las va mostrando, las va exhibiendo con la delicadeza de las madres: huelen su olor, suenan su son. Se muestran y desnudan, espeluznadas de luz. Pero no escapa al poeta que, al igual que las madres no miran más allá de la vida, alguien está asintiendo a esta luz de escaparate.
A esa luz del trasluz todo se aparece en la eternidad infatigable de la juventud. ¡Dichoso aquel que tenga entre sus manos el frasquito transparente! Porque de él será en cierto modo el secreto de la ilusión.

Cada ser que respira
recibe su ración de primavera
(… )
más allá de la efímera piel de la belleza
Nadie, ni nada, engaña al poeta entomólogo y niño que, expectante, persigue los movimientos de la inanidad atrapada en sus vuelos circenses. La vida tiene mucho de circo, de fuego artificial, de fiesta, de luz en fin.

Pero dentro del día la luz transcurre, y vamos
a su rueda espigando los fragmentos ardidos
disolviendo en la tarde la eternidad mentida
Todo se torna y trastorna y de la condición de eterno se desprende el velo de la mentira. La mentira ni es mala, ni maléfica, ni malévola. La mentira es simplemente la tarde en que la luz declina. ¿Y ahora? Golpeados por la verdad y la mentira, golpeados por la fatalidad y la esperanza, vamos dando vueltas al frasquito observando tercos la frugal danza. Hechizados, hipnotizados de la salomé iridiscente que se va apagando, muriendo, envejeciendo, en su contradanza: ¡ancla! –dice el poeta, como aquel otro dijo ¡luz, más luz! Ancla, repito …

que habremos de elevar con nuestro esfuerzo.

Regresamos entonces a la infancia. Aunque todo regreso sea ya infancia. Volvemos sobre los pasos de lo ardido, dice el poeta. Volver que es un empezar. Un abril.

Siempre nos vence abril por goleada,
y aguardamos la noche para cantar su ausencia
.

Ocurre entonces que necesitamos del fulgor apagado más que del apagado fulgor. Recomponemos a partir de las cenizas y con ellas forjamos, más grises si cabe, extrañas figuras, ilusionados figurantes, esperanzadas figuraciones, antes, antes de apagar la luz definitivamente e irnos a acostar. He aquí que los tomamos y las tomamos: figuras, figurantes y figuraciones, y con la precisión del entomólogo y la ilusión del niño, volvemos a guardar en otro frasco la iridiscencia marchita, en espera del mañana. Silencio, que es ya la noche.

Dentro del día, acaso, la esperanza
(…)
Abril como promesa
Y, delante del ánimo, el camino.


Es lo que dice el poeta, el poeta se llama Federico Gallego Ripoll, que es niño y entomólogo.



2.

Dentro del día, acaso. Es la última publicación del poeta Federico Gallego Ripoll (Manzanares, 1953). XXIX Premio de Poesía Ciudad de Badajoz. Ocho poemas de reflexión e intensión. Reflexión que vuelve la mirada a lo recorrido. De intensión expresa del tiempo. El pasado vuelve y se revuelve, acaso.



La reflexión de Gallego Ripoll es una reflexión, más que del tiempo, de las posibilidades que el tiempo da. El tiempo, elástico, dimanante, que permite el desandado como un recuerdo. El proyecto como la inevitable esperanza. Tiene esta poesía algo de élan vital. Distensión e intensión encuentran el punto de apoyo en la experiencia poética. El verso, el poema, el poeta mismo, se tornan transubstanciación del mundo, expresión, materialización del espíritu.
Veo a Federico y en cierto modo veo a Bergson. Es verdad. No veo únicamente al 27, Lorca, Cernuda, Aleixandre … ni veo sola y atolondrada la prosa profunda de la Zambrano. Veo, inevitablemente, al francés del bigotito, y veo la distensión-intensión del mundo concentrada en un poema. Esta creo que es la supuesta “reflexión” de la poesía última de Gallego Ripoll. Una concentración inusitada de espíritu en el punto del verso, del poema: una regreso del todo, de la experiencia del poeta, a la poesía.
Dentro del día, acaso, contiene pues ocho largos poemas de la intensión y de la extensión. Poemas del recuerdo y de la esperanza concentrados en la experiencia del ahora. Este es el uso del tiempo que el poeta nos hace. En la luz del tiempo (porque la luz permanece asociada al tiempo como luminaria del recuerdo y luminaria del proyecto) los ojos de Gallego Ripoll se posan como los del entomólogo que gusta de la historia natural, y con la avidez del niño que se llena los bolsillos de futuros. “Un recuerdo como un pañuelo blanco”, es uno de estos ocho poemas, que no es necesario referir con largueza, pero que nos dice así:
Habitan los recuerdos nuestra casa./Son lo que de nosotros nadie puede/volcar, prender, cambiar por agua fresca/o usurpar, pues su trono nada vale:/nuestro es su territorio y suyos nuestros pasos.
Estos recuerdos –dice- se pliegan en cuatro dobleces, se planchan y son el pañuelo blanco de otros tantos recuerdos: Yo tengo un recuerdo pequeño como un pañuelo blanco./ (son versos de los más intensos de este libro recoleto) A veces mi madre me dice:/“Con este pañuelo/habrás de taparme la cara cuando muera/(…) Lo terrible es que hay distintas concepciones del pañuelo, distintas rayas dibujadas por la plancha: Y es que mi madre cree que este recuerdo/está tejido con la memoria antigua de la tierra distante/de cuando cada emoción era de estreno/y pensábamos que más allá de la llanura estaba el mar/ …Calculando que en la ausencia de la luz blanca del pañuelo quizás sólo seamos el hueco donde acaso/tuvo cabida la emoción humilde/de un pañuelo doblado …/¡Este acaso! Terrible acaso.

El acaso se desnuda en otros poemas, porque los poemas son experiencia de intensión y extensión, más si cabe que de reflexión. “Los niños del Pireo” es un poema de amor que se abre a la eternidad, al pasado y al futuro en la imposibilidad del presente. Poema del recuerdo que lleva hasta una melodía, a las imágenes que retraen a la infancia en una tarde de cine, a los olores, tactos, colores vividos; al tiempo, añoranza del presente, ausencia y melancolía. Se van hilvanando las experiencias del pasado reciente y añorado y el pasado remoto y recordado. El presente incierto y melancólico y el futuro esperanzado. El futuro con su gran secreto: la posibilidad de revivir. El poeta quiere, desea que el futuro sea recuerdo. Cada inicio de estrofa en este poema nos da la clave de la melancolía de futuro ¡extraña paradoja!:
Voy a morirme un poco solamente/para ver que respiras a mi lado (…)/Un poco solamente para oír que tus pasos/siguen llenando de alma las estancias (…)/Voy a morirme sólo lo preciso/para que puedas desplegar tus alas (… )Voy a morirme tan pequeñamente/que no te des ni cuenta, y no sepas llorarme (…) Voy a morirme, amor, tan cuidadosamente/que cuando llegues tú dentro de muchos años ( …)Todo será, en cierto modo, recuerdo.

Respecto de otras experiencias poéticas de Gallego Ripoll, la poesía del acaso que ahora se inicia es una concentración de energía, no ya sólo de sensibilidad, no ya solo de palabra. Es todo el ser del poeta puesto en la materia del verso. En ese verso está “Lo aún no amanecido” que es el poema con que se inicia este libro, es decir, lo que no es todavía pero en cierto modo ya está, concentrado, dispuesto a desplegar sus alas. En ese estar las palabras heredadas, las sensaciones revividas en otras letras que no son las propias, la experiencia venida, la humanidad en fin vivida por el poeta. De manera que el poeta puede reflexionar en los dos últimos versos:
Faro quieto en el tiempo, obstinada memoria./Por cuantos fueron soy lo aún no amanecido.
En largas estrofas agrupadas en tiradas de diez y once versos de tendencia alejandrina, el poeta se entrega a la filosofía poética. A cuestionarse la herencia, lo que uno pone, lo que ha de poner y cómo lo pone en la urgencia del verso, de manera que el poeta bien puede decir, como dice el primer verso “Yo escribo con palabras que he robado a los muertos”. De manera que este robo es, después de todo, morir un poco: ¡Vivir! … para que no se pudra mi voz de estar callada.
“Las palabras” viven de esta tesitura, el ser herencia del tiempo y materia maleable en que alguien, el poeta, deja en cierto modo su ser.


Aderece el lector con un buen 27, añada el gran poder del símil, de la metáfora, y de la imagen, sobre todo de la imagen, y tendrá la dosis perfecta de lo que el poeta hereda y hace con palabras. Luego ponga el recuerdo y le nacerá el acaso, el acaso de Gallego Ripoll.
Dentro del día, acaso somos lo que somos. Dentro del día. Dentro del frasquito que alguien de mirada limpia contempla sin saber del todo el drama que se genera allá en su interior, el drama de lo translúcido que el poeta se empeña en expresar: que el día nos viene, que el acaso lo pone cada cual.

La isla y los demonios. CARMEN LAFORET



NARRAR CATEDRALES… CATEDRALES DE VIDA INTERIOR.

Carmen Laforet fue una narradora precoz. Sus primeras novelas tienen algo de curiosa catedral de entresijos psico-sentimentales. Se elevan estos hasta las bóvedas, iluminados por discretos ventanales y sostenidos por unos haces de nervios que se entrecruzan allá en lo alto, sin demasiado aspaviento, y que descansan sobre austeros capiteles, acá, en lo más cercano. No hay más. Ocurre con Nada, pero más aún acontece con esta La Isla y los demonios. Toda una experiencia desde el adentro, desde el adentro de los demás, absoluto adentro, clavado, como un pilar ahíto de nervios que se descubren luego en entrelazos y fricciones en lo alto de las crujías sucesivas. Segunda obra de la escritora y ejercicio extremo de profundización en el carácter. Más que ante una novela estamos ante un drama, un teatro de la vida que se desarrolla en el escenario de una isla o en el escenario de unas almas.

La isla.
La isla, en efecto, es el espacio continente de los personajes. La Gran Canaria es como una caldera en que se cuecen las relaciones personales de estas almas. Ella es exilio y madre. A ella llegan huyendo de los rigores de la Guerra Civil la peculiar familia de los Camino que en ella van a adquirir categoría de refugiados. En la isla les esperan sus sobrinos que residen en una casa lejos de Palma, los anfitriones.
Y la isla tiene sus demonios. Como sus paisajes, su clima, sus singularidades. La isla tiene presentes incluso –pero esto hay que saber sentirlo y pocos personajes están para ello- los dioses de la mitología guanche, que tendrían que ser, rigurosamente, los únicos demonios de la novela. Pero no. Los demonios verdaderos son de otra suerte, lo son de espíritu.
Algunos de ellos reposan en los cuadernos de apuntes y poesías de la protagonista, la jovencita Marta, en la que late una escritora en ciernes. Alcorah, dios canario, cuya voz “llena de oro los barrancos, crea nombres y deshace nieblas” subyace a toda pretensión de la niña.
Es difícil sustraerse a la impresión de que, esta Marta, es la Propia Laforet rediviva. Y que estas leyendas que acaban en cenizas y pasado, no son sino escritos menores, suyos, de esa edad difícil que es la adolescencia. Y desde esa adolescencia compartida de Marta-Laforet, los demonios salen y penetran en la novela cuando se habla de las leyendas de gigantes de la isla, como “ … Bandama, la montaña negra, la que Marta tiene delante de sus ojos, … Bandama es el gigante que instaló en los días del caos de la isla la gran caldera, donde hizo hervir el fuego infernal los primeros componentes de la vida de los diablos. Hervor y locura…” Hervor y locura de los que Alcorah se ríe. Porque la caldera acaba por ser un gran nido de pájaros. Y Alcorah dice a Marta que algo así ocurrirá con su corazón.
El corazón de la niña es un revolar de pájaros, sí, pero también un hervidero de demonios, demonios que a veces tomamos de otros, que se contagian como enfermedad; hervidero de demonios que apenas nos deja estar y que de continuo nos invita a huir. La isla acaba también por ser prisión.
La isla está presente como paisaje continente. Pueblos sacados a la roca, de gentes hoscas y un tanto oscuras, vertidas hacia dentro, verdaderos trogloditas. Pueblos de pescadores que se evaporan en los plomizos días y calurosas noches, de gentes reacias que y casas que huelen a pescado seco. Paisajes enigmáticos, únicos, singulares. Cráteres o luna. Playas o puertos. O el olor de los eucaliptos. O el paseo por Las Palmas, con Triana, San Telmo, Ciudad Jardín o el puerto, su olor yodado, su frugal lindeza. El mar, la llamada del mar que es como una llamada a la carne. Por esto puede decirse que la isla se toca, se huele y se ve. Hasta puede saborearse. La isla explota en discretas sensibilidades que van tomando al lector, quien, abrumado, se deja tomar por ella.
La isla es, pues, carácter continente; escena continente. Horizonte entorno sin el que difícilmente cuajaría el drama catedral. Y recuerdo. Recuerdo viviente que viene como un fluido desde dentro a la literatura. La isla es el conjunto de sensaciones que alguna vez vivió Laforet-Marta, la estrechez de la soga, la belleza singular, los demonios y Alcorah, el trogloditismo y las gentes hechas a sobrevivir; conjuro de una tierra madre y muerte. Esta ambivalencia recorre toda la novela y hace de ese horizonte, una línea ambigua en la que es difícil adivinar qué pueda ocurrir.

La Guerra.
Todos, tanto quienes huyen, como quienes disfrutan del paraíso de las afortunadas, están presos de esta. La guerra, la guerra civil española los tiene también tomados. Están encadenados a su mentira, los pobres caracteres. Por mucho que quieran escapar y huir, la guerra persigue a los personajes; les siembra el alma de cadáveres. En La isla y los demonios, la guerra es como un trasmundo, como un peso en el consciente e inconsciente de los personajes, que da zarpazos en la realidad, que agria, araña y hasta mata. Chano, el cantarín y alegre jardinero es una de sus víctimas. Orgulloso alistado, como quien busca algo serio y trascendental, un mañana tal vez, un salir de la isla, no sé, acaba sus días muerto, cuando ya la guerra estaba a punto de finalizar. No hay fantasma, pero esa sombra de Chano recorrerá ya el jardín y la casa de los Camino, recorrerá toda la novela, como una ausencia, como una constatación, como una especie de sacrificio en aras de los demás. He aquí otra expresión de los demonios: la guerra.

¿Personajes o caracteres?
Pero, más que nada, las víctimas son víctimas de sí mismas. Porque lo que le ocurre a estos seres es que no consiguen escaparse de sí mismos. Para Marta, escapar es alejarse de su hermano y de su cuñada, alejarse de la isla y hasta del dios Alcorah. En esa huída, que bien pudiera ser una huida de sí, de su breve pasado que se nos hace inmenso, sólido, pertinaz, extraño y enigmático; en esa huida –digo- está dispuesta a echarse en brazos de su joven amigo, o novio, Sixto, en cuyos besos apenas encuentra un divertimento o un dulzor de olvido y herejía; o en los del maduro e interesante pintor, Pablo, acercamiento que llega a tomar tintes obsesivos y que dará lugar al radical desengaño, al último, el extremo, al definitivo. De su familia peninsular en la que guarda una mínima esperanza, esa esperanza de volver con ellos al continente. Pero lo que fuera esperanza se va tornando en terrible desesperanza, al paso que en su familia descubre las vergüenzas y debilidades de unos caracteres pusilánimes; nada más lejos del ideario que sobre aquellos había levantado cuando el barco que los traía se aproximaba al Puerto de la Luz. Todo entonces resulta camino inviable, Sixto no supone nada en su vida. Pablo, que parece suponer todo, es una terrible desilusión. La familia una mueca irónica, un esperpento.
Su hermano José también pasea sus demonios; el egoísmo vengativo le supura. Recubierto bajo una costra de tiránica animadversión, de censor de la mediocridad de sus allegados, en el momento de la verdad es un hombre acosado de sus prejuicios y miedos, apegado a lo material, falto de valores. Su mujer, Pino, es un retrato de la histeria permanente; de la infelicidad. Gime, insulta y grita. Daniel Camino es un viejo rijoso, músico falto, falto de carácter, falto de lo que se le supone, sensibilidad. Su esposa, una mujer marcada por la triste decisión de haberse casado con él. Su hermana, Honesta, peca de deshonesta y cojea de las mismas partes que su hermano. Pablo, el pintor, hombre que parece cargar con un drama personal, hombre de cultura, supuesto de profundidad, está en relaciones con Hones. Don Juan, el doctor amigo de la familia, Sixto, el novio, la madre de Pino, amante del doctor … todos guardan el secreto de la suciedad. Y eso es lo que los hace sucios: el guardar. Otra cosa es “la majorera”, Vicenta, mujer de carácter y algo bruja a la que todos temen de alguna forma. O la madre de Marta, la loca Teresa, que guardan en una habitación de la casa, de la que Pino fue enfermera y que la majorera cuida con abnegada devoción. Son distintas porque su dolor ha sido inmenso. Un dolor que se guarda en el pasado y que con grave detenimiento, la narradora acaba por contarnos. Son historias, las de estas mujeres, que adquieren tintes de tragedia, más cerca del drama que de la novela. Es por eso que pueden tomarse como historias dentro de la historia, dentro y en la periferia, como cercando, estrangulando a los restantes personajes en su anodina mediocridad.

Una recapitulación.
La tercera parte de esta novela es una recapitulación. La trama pone a todos los personajes, a todos los caracteres, ante el cuerpo presente de Teresa. Ante ese cuerpo, que el acaso lo único que finalmente los vincula, todos van supurando las suciedades hasta llegar al extremo. Estamos ya en las bóvedas de la narración y alcanzamos el nivel de la ambigüedad metanarrativa. Ya no solo se cuenta lo que todos llevan por dentro, como se contó lo que hacían. Además se cuenta lo incontable. Y lo incontable viene a través de sugerencias, de nuevas comprensiones que quedan colgadas de interpretación del lector como insinuaciones. Es aquí donde la narrativa de Lafortet alcanza ese sutil nivel digno de la pura sensibilidad, una sensibilidad que se nos antoja fina, muy fina y femenina. Insinuaciones como rumores no confirmados que recorren las páginas, los pensamientos, las acciones, las melancolías y arrepentimientos de estos seres que ahora, turbados se tornan fantasmales y para nuestra protagonista, más muertos que el cuerpo yacente de su madre. La relación de José con su madrastra. Los sentimientos de Marta hacia Pablo. La relación de Pablo con Honesta. La muerte de la madre posiblemente causada por Pino. Las crisis de Pino. El real papel de la majorera que interpela como una pesadilla a los pecadores. Relaciones que son estúpidas superficiales, hechas de decisiones imbéciles.

Mujeres.
Por encima de todo, las mujeres. Desde la tierna juventud hasta la adusta madurez. Desde la desengañada y escéptica hasta la más optimista y despreocupada. Las mujeres que se mueven constreñidas en un mundo de hombres, un mundo ciertamente hostil, duro, agrio, incomprensivo que tiene mucho de responsabilidad en las vivencias de su infelicidad. La riqueza psicológica de las mujeres de esta novela es todo exceso. Vencidas o luchadoras. Abandonadas al azar o luchadoras por su destino. Entre todas ellas se debate como una barquichuela sin rumbo la jovencita Marta, la que tiene aún su camino por hacer, amarrada a la incomprensión de su hermano.
Excesivas ellas porque han de reventar en ese mundo estirado y almidonado, ignorante de sus sentimientos y deseos. Las mujeres son los más ricos personajes. Recios. Profundos. No obstante versátiles y plásticos. Lo son en un espectro plural que va en retahíla del mal al bien, de lo negativo a lo positivo moral. En una suerte, además, de evolución de uno a otro extremo. Los caracteres se entrecruzan, friccionan, interactúan y van enriqueciéndose y envileciéndose ante los ojos de un espectador que ve desde dentro de la carne de mujer, que siente desde ellas. Esta es la gran virtud, la imponderable virtud de la narradora Carmen Laforet, la de meternos, nunca mejor dicho, en la carne de sus personajes, y más, de sus mujeres.

72 EXPOSICIÓN INTERNACIONAL DE ARTES PLÁSTICAS

VALDEPEÑAS: Imágenes y palabras bastan.




Un nuevo espacio. Creo que acertado nuevo espacio. Las salas amplias, sin exceso de amplitud. Montaje pulcro, sencillo, luminoso, transitable sin molestias. Bueno, digamos que, para el caso de la escultura ... pues eso, lo que pasa con la escultura ¡qué dificil es guardarla bajo techo! ¡Qué difícil darle oxígeno! Si, un tanto constreñida. Aunque parece tener un curioso remedio: darle privilegio expositivo a las esculturas de Belmonte, que ocuparon el hall central.


(Abajo) La artista invitada: ELENA LAVERÓN.
Gustará el ritmo de su escultura. Pero eso, el ritmo. Elena Laverón es escultura que debe mucho, demasiado a sus fuentes. Sea.






(Arriba) La Escultura ganadora, Tropismos N40 W04, obra de Mayte Alonso. Sí, muy a propósito la foto de arriba. Porque con ser una escultura curiosa, mínimamente curiosa, es, desde mi punto de vista, una escultura boceto, esto es, que demanda formato arquitectónico. Poca cosa en la escala real: escultura que ganó la Medalla de Oro de la Exposición.





Buena, discreta pintura y poco humo, la verdad. Hay que atinar mucho para ver en esta suerte de concursos una obra que lo eche. Ya saben, que impacte. Les supura la maniera. Por eso, con ser muy estética, por traer aromas del paisajismo romántico y del tradicional chino, diremos eso, que la obra ganadora no está mal, que destaca de sus acompañantes, que, en efecto, mereció ganar: "Sin título. Serie Lost" de Aitor LAJARÍN. (Arriba en su contexto: el cuadro azul).






(Arriba) Las populares obras de Belmonte, como otros visitantes cualquiera de la exposición, pintorescos desde luego. (Abajo) Algunas de las obras escultóricas seleccionadas, menos privilegiadas en cuanto a espacio.







En fin, algo pasa con esta suerte de "competiciones" artísticas. Algo que las llena de buena pintura, si, buena escultura tal vez, pero que carecen de eso, del calor del arte. ¿O el arte ya es así?




Dentro y fuera. Paradoja de la realidad. Antonio López.

Andrés Corriendo. Escayola, cera y estructura metálica. De Antonio López. (2004)



Andrés corre ilusionado –fascinado en realidad- hacia alguien, hacia una referencia que está fuera del contexto artístico, fuera de la obra de arte. Fuera y dentro a la vez.Su menudo cuerpo descansa en el impulso de las piernecitas, en tanto el gesto de los brazos nos pone en la situación del difícil equilibrio, en el momento, quizás, de la recepción de otros brazos, en la inestabilidad de un corredor aún poco experto.
Es su rostro sin embargo lo que nos embarga, expectante ilusionado, tomado de la alegría: los ojos bien abiertos, mirada al frente, la pequeña boca entreabierta a punto de emitir no sabemos si un grito, unas risas, un nombre …
Fuera y dentro. Este cuerpo es expresión de una fuerza física que lo impulsa en pos de una ilusión. Este cuerpo es expresión del alma en el momento en que el alma no es ella misma ni depende de ella, el alma de un niño entusiasmado. Dentro su propia energía, esa energía que rebosa, corporal y mental en la materia barata de cera y escayola. Fuera, un motor inmóvil que gestiona toda esta energía, que atrae con su fuerza la sonrisa del niño y el impulso de su cuerpo y que por lo tanto, en cierto modo, está dentro.
La escultura es lo patente. La obra de arte, la física presencia de la destreza del artista, lo hecho, lo definitivo, lo que el espectador ve, al menos, en un principio. Aquel motor inmóvil que la despierta toda, es lo latente; lo que no está pero actúa realmente sobre el movimiento de Andrés, lo que le enerva y consume, lo que le da en cierta forma la vida. Es la excusa de la obra de arte, la excusa de su física presencia, la excusa de la necesidad de su representación; la excusa que sale más allá de la obra real, a lo “transreal”, a lo surreal, a lo que está más allá de lo real. Lo que está fuera y sin embargo dentro.
¡Qué curioso! ¿No es precisamente a ese más allá al que se encamina el pequeño Andrés?
Porque si nos quedamos con la obra física, no veremos sino la magnífica, maravillosa gestación de la realidad, la mímesis de la realidad ungida por las manos del gran escultor que es Antonio López; el manchego Antonio López. Pero si miramos allá donde mira Andrés, nos sentiremos catapultados a otro lugar que no es del todo el lugar del arte sino su excusa.
En el dentro de la obra, adoramos este cuerpecito en movimiento inestable, inestimable estudio de la realidad de los pequeños semovientes. Sentimos simpatía por este gesto cargado de positiva disposición, de alegría, que es la que aligera su carrera y aminora los riesgos de inestabilidad. Loamos la maestría de la mano que nos ha legado para el disfrute este vínculo de cuerpo y alma, de forma externa y expresión interna. El cuerpo apenas rematado, carente de detalles, con la materia expresa en su brutalidad, es el delirio de los cuerpecitos que alguna vez hemos conocido. Eso sí, el detalle de su zapatitos, cuya oscuridad resalta sobre la materia blancuzca y lechosa. Los zapatos son otra expresión de lo real, como un “ready made” de aparatoso afán que explicita la transmutación de lo ente vulgar en ente arte, a la vez que hace de mágica presencia-ausencia de quien los tuvo. Al final son lo más real. Lo más real que nos sirve de contraste … con el arte.
Sí, acaso estamos ante una de las grandes iniciativas que el escultor Antonio López ha tenido en estos tiempos. Porque Antonio López es sin duda un gran escultor. Muchas de sus inquietudes en las tres dimensiones se las ha llevado, últimamente, la expresión de los pequeños, de los niños, en un intento de ir más allá de lo superficial y adquirir el corazón latente de la pureza, que reposa recóndita y prístina en el ser humano. Porque Antonio López nunca se conforma con lo que sus ojos ven. Va más allá. Y una cabeza durmiente puede tornarse en proyección moral de la perfecta esfera de Parménides.
Por ello estimo que es, precisamente en la escultura, donde este más allá adquiere tintes excepcionales, mucho más si cabe que en su pintura, que paga un alto precio a la representación figurada de la realidad. Sólo hay que ver que las pinturas que más explotan este carácter, son las que más se asemejan al bulto; las que pretenden representar el bulto redondo, las que ponen al espacio en un brete, las que se saltan y tensionan la norma renacentista de la perspectiva; en fin, las que son pintura-espacio volumétrica del objeto: las que a veces encuentra Antonio en viejas neveras y sucios cuartos de baño.
En el pasado, estas predisposiciones se intuían en las apariciones, asociaciones y surrealismos varios de su pintura. Hoy es mejor recurrir a la escultura para intuirlo con toda su contundencia. Porque representar la realidad tal cual es y se ve para decir la realidad tal cual es pero no se ve, ha sido siempre, en el fondo, el motivo que movía su obrar de artista.
Claro está entonces que esta escultura de Andrés es algo más que una simple representación de la realidad. Es un afuera. Andrés corre entre sus espectadores encaminándose hacia ese algo que podría estar entre ellos y que ellos no pueden ver. ¿A dónde va Andrés? Andrés ignora a los ignorantes espectadores que lo observan (tan abstraídos, tan atentos a él, como él atento a lo que no está presente). Andrés es una paradoja del arte.

¿Paradoja decimos? ¿De dónde viene la paradoja? La paradoja de la realidad es ya una constante en el hacer manchego. No vamos a traer a colación a Don Quijote, ni a Almodóvar. López Torres, ni pinturas metafísicas y gregorios prietos y otras posibles fuentes… no. La realidad de lo manchego ha estado siempre transida de enigma. Es su condición. Trasunto que aún se vive en el silencio de las siestas trémulas del verano: vacío en el que todo tiembla. El frío llano en la nonada de los inviernos promete también, como la siesta del estío, una latencia imperceptible: una ausencia imposible. La austeridad del manchego, lo frugal de lo manchego, excita la bacanal de los fantasmas. Este sentir late en las pinturas y esculturas de Antonio López y es digno de loa, de recibirlo y de amarlo. ¿Qué más da que “Andrés corriendo” no sea –o no parezca- obra definitiva? Ninguna obra de Antonio López puede ser definitiva.

JORGE VOLPI. NOVELAS Y FICCIONES


Las tantas definiciones que de la ficción y de la novela hace Jorge Volpi.

Sí, definiciones de Novela y de Ficción, que a fin de cuentas son lo mismo, o mejor, son de lo mismo. Volpi lo sabe, por eso lo dice, y lo dice como lo dice. Lo dice muchas veces, para que quede claro, y porque decir la ficción requiere mucho decir.
En esa obrita un tanto piadosa que es Mentiras contagiosas, se lanza Volpi al abismo de la novela, de la ficción, de lo mucho que decir. Ensaya múltiples definiciones. Ejercita metáforas, mitos, recreaciones
.

En “Réquiem por la novela”.
Ficción que habla de la realidad de la ficción, lo que es la novela. Relato “futurido” –ni mucho menos futurista- en donde dice que ésta, la novela, es “engaño similar a la magia o la hechicería …” o que son, las novelas “volúmenes plagados de fantasías” Y que las novelas son delirios -delirios de novelistas hemos de suponer- que generan delirios en los lectores; que son mentiras, que generan no confusión, sino mentiras en los lectores. Que son distracción, no sólo para quien lee, también para quien escribe.

Pero Volpi ensaya definiciones más científicas si cabe, como la que dice que se trata de la “forma legítima de explorar la realidad; por un acercamiento oblicuo a lo real”. Otra vez la aproximación oblicua a lo real, es decir, la aproximación de la doble visión, bizqueante. Esta manía que tienen los ficcionistas, novelistas y creadores de poder mirar con un ojo a la ficción y con otro a lo real, nada menos que a lo real. Oblicuidad tan de moda como modosa … pero ¿qué es oblicuo? Por regla general miran a lo real con el ojo izquierdo, porque es la moda; como antes se usaba el monóculo, casi siempre puesto en el ojo derecho tal que adquiría tintes desorbitados. Ahora se usa el bizqueo en el novelar. ¡Ay la novela!
Toda ella con su gran pecado, y es que, la aproximación oblicua “empezó a regodearse en sí misma con el único fin de entretener”. Y esto supone la muerte de novela. O peor, que se usó el ojo derecho para ver la realidad y el izquierdo la ficción, la creación, la forma … ¡o yo que sé!

En “Informe sobre falsarios”.
Vuelve Volpi sobre la mentira; eso que preside toda buena creación novelística. La novela puede ser entonces un amasijo de “falsedades contidianas”. Elaboradas por esas personas que no saben vivir sino para “maquinar fantasías”. Las fantasías que nos alejan de la realidad –hemos de suponer- para acercarnos luego a ella con una nueva lente, una lente más potente y transgresora. La nueva lente de la mentira, claro está. Por eso se ha licenciado Volpi en plagas.

En “De parásitos, mutaciones y plagas”.
La ficción será un “producto de la evolución: una avance tecnológico”, en fin, progreso, futuro, mañana. Tierra de promisión. Esta tierra del nuevo amanecer estará presidida por la nueva “especie de la ficción”; ser que dará a luz un cosmos fictocéntrico. Pero no crean que Volpi lo dice como si la suerte evolutiva del “fictus sapiens” como rey de –nunca mejor dicho- la creación, supusiese la consumación de “lo contrario de la realidad”. No, la mutación del fictus, “por más que esté construida como una mentira intencional, no busca perseverar en el engaño, sino construir verdades distintas, autónomas y coherentes con sus propias reglas”. Hay que aprender a leer a Marx o Freud como si fuesen novelistas –tal cual dijo Borges-. Yo digo que todo. Todo ha de ser leído como si fuera una gran novela, la gran novela de Dios: los prospectos de los medicamentos, los manuales de uso de electrodomésticos, los discursos políticos. Incluso a Borges mismo. Sí, como si fuesen una gran novela o la parte de una gran novela. ¡Mentiras verosímiles! Si es que ya lo verosímil es una mentira, una gran mentira. ¿Y de la mentira, no diremos que es verosímil? Y a mayor verosimilitud, mayor mentira. ¿Es eso Jorge?
¿Cómo habremos de entender entonces la siguiente definición de novela?: “Algoritmos, procesos que llevan ciegamente de un origen a un resultado, máquinas ciegas … capaces –gracias a la lectura- de hacer cosas por sí mismas”. Lo que más me abruma de esta definición es lo de la ceguera. ¿Qué es esto de “ciegas” y “ciegamente”, Volpi? Arrastran, llevan, manipulan sin saber a dónde, a quién. Qué triste falta de consideración hacia el lector. Pecado mortal de quien se considera por sobre todas las cosas escritor. Claro. Subestimación del lector, quien en realidad, sí, realidad, pone la novela en sus sitio, la lleva, la zarandea, la falsifica, la rehace a fin de cuentas. Es ciega porque requiere de un lazarillo, lazareto final de esas mentiras verosímiles: ser leídas, deglutidas en el vientre de esa ameba que es el lector, a veces solo número, ajeno, alteridad, bolsillo.
De aquí que debieras, debiéramos replantearnos tu juego metafórico de plagas, tus definiciones como las que siguen: “parásitos inocuos que mueren a las pocas horas de haber infectado a sus anfitriones …”. La verdad es esa: inocuo. Todo lo demás es verosímil.
“Vehículo para la transmisión de ideas y emociones”. ¿Vehículo? Mas bien, excusa que genera ideas y emociones imprevisibles.
“Modelos o mapas que permiten entrever los motivos de los otros seres humanos”. Mapas, en consecuencia, que responden a la cartografía limitada del autor. Cartografía que exige ser complementada, recorrida.
“Hace que el lector se enfrente a situaciones imprevisibles y le permite ensayar respuestas frente a los problemas que experimentan los personajes”. ¡Una teoría de modelos! Virtual, claro está.
“Ser verosímil e infectar con sus ideas”. Bien está. Pero ¿alguien pensó en la realidad de los anticuerpos? Y en su caso, ¿qué relación guarda lo verosímil con las ideas. Las ideas son verosímiles. Lo verosímil es una idea. Sólo hay una suerte de ideas realmente infecciosas: las verdaderas, las que contienen verdad, pero ¿dónde están estas? ¿quién las monopoliza? No cabe duda, el novelista que ve muy bien con el ojo izquierdo. O el ciego.
“Vehículo de supervivencia ideal de memes”. También de memos.

Pero, cuidado con la naturaleza de estos virus y bacterias. Porque los hay y las hay de dos clases. Los hay auténticos, los de marca. Y los hay que son simple copia, falsificación kitsch. Una cosa es la “Novela plaga” y otra muy distinta “la novela artística”. Esta es una herramienta indispensable para la humanidad, la otra es meramente contingente. El señor Volpi ha decidido no pertenecer a la novela plaga. Pero ¿lo decide él?

En “Pobladores de mundos extraños”.
Dirá que la ficción “inventa un universo paralelo para que nosotros lo habitemos”. ¿Es esto posible? Si claro, lo es. Pero la definición más precisa es la de “inventa un universo paralelo”, y ya. Y una vez que tenemos el universo paralelo, ¿qué hacemos con él? ¿En dónde lo metemos? No, mejor nos metemos en él. Y ya solo queda esperar a que otro novelista, en el nuevo universo paralelo del que ya somos parte, nos cree el universo paralelo en el universo paralelo. ¡Pues claro que Volpi es partidario también del multiverso de la física, ¡faltaba más!
De ahí afirmaciones notorias como la que hace del Big Bang: el relato más preciso, inquietante, poderoso y fantástico, según Volpi. Eso sí, después de arrastrar por los suelos el mito religioso, que al parecer no tiene nada de verosímil, ni de creativo, ni de ficción, ni de universo paralelo, ni de realidad ficticia que abre a una realidad trascendente (al parecer esto solo se ve con el ojo derecho y Volpi lo usa poco).
Y el novelista habrá de reproducir la sociedad como el físico ejerce una comprensión del cosmos. Sea. Tratemos con la singularidad de cada cual … ¿o seremos simplemente electrones?
Lo veremos, porque la novela es la máquina del tiempo, como la que ideara Wells, tal es su poder, tal su capacidad de persuasión, tal, su esperanza en que en un futuro alguien venido del pasado nos eduque. Pero ¿qué seremos? Morlocks sin duda.
En fin, y esto sí que es la gran verdad: Una novela es la M de la Teoría M, desveladora de misterios. Sí, porque a fin de cuentas la novela es un cúmulo de teorías que solapan unas a otras y que gracias a Dios, no se reducen a las definiciones que Volpi nos da en su obra “Mentiras contagiosas”.

RATZINGER. Los fundamentos.




JESÚS DE NAZARET. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Joseph Ratzinger.

Este es uno más de los tres libros que Joseph Ratzinger dedicará a la vida de Jesús, uno más. Es decir, un libro más sobre la vida de Jesús de Nazaret. Es como si la figura y presencia de este hombre se perpetuase por los innumerables espejos de la historia. De hecho, la trilogía papal sobre su figura no es sino eso, la necesidad de esa multiplicación en las fugas de su divinidad, humanidad y anonimato.
En esta fuga, la que se enmarca entre la entrada en Jerusalén y la resurrección, Ratzinger pretende ir a Jesús a través de los Evangelios, para llegar al hombre histórico. El hombre histórico que no puede ser otro que el de los hechos esenciales y el de las palabras sustanciales. El libro da pie, por lo tanto, no al hombre que se llamó Jesús y vivió en Nazaret, sino al hombre que abrió a Dios; o a Dios mismo.
Cuando se ha seguido el discurso que el Papa dirigió a los profesores universitarios con motivo del JMJ en la basílica del Escorial el pasado 19 de Agosto, uno puede sentir latiendo bajo este libro, bajo aquel discurso, algunas ideas sustanciales que acaso reporten lo más granado de su visión del mundo, una visión del mundo abierta a las circusntancias de nuestro absoluto presente y a sus problemas candentes, que serán los que en cierto modo definan el mañana. En este sentido es el amor, la fe, la que compromete a los hechos, y son los acontecimientos de la realidad los que nos llevan, nos dan, nos ofertan el sentido. Ese sentido que es el tener sentido nuestras vidas. Crítica precisa esta de una mentalidad que cree poner orden en el caos, que estima la ignorancia como desconocimiento de la realidad, una sociedad que no atiende por lo tanto ni al sentir, ni al amor, ni a la fe, que están ahí y que son parte insoslayable de nuestra naturaleza. De ahí que, como dijo el Papa, no pueda darse una razón, un conocimiento, sin amor, sin sed de verdad, y que esa sed es una suerte de sentir, de fe, de esperanza en algo, ese algo que realmente nos mueve y nos hace mejores.

Por ello vamos a destacar algunos de los valores singulares y profundos que se dan en la obra de Benedicto XVI sobre la figura histórica de Cristo.

Primero, aceptar que estamos ante una nueva historia, esto es, una obra que pretende ser nueva exégesis y hermenéutica. Puesto que aquí se nos propone que la interpretación de las escrituras ha de hacerse desde la fe, no en un sentido tradicional, esto es, buscando a partir de la la certificación positiva de los acontecimientos en un tiempo y lugar; no, mas bien dando un paso más allá. Este paso rigoroso consiste en emprender nuestro viaje no desde la racionalidad, sino desde el sentir, el sentir en este caso de una fe inconmovible que busca la realización del hecho. Y este es el método empleado para la introspección en la vida de Jesús de Nazaret. “ … es importante para nosotros –dice Ratzinger- determinar si las convicciones de fondo de la fe son históricamente posibles y creíbles, incluso frente a la seriedad de los actuales conocimientos exegéticos.” (p. 127)
De manera que nos encontramos ante el intento de reconstruir la figura divina y divinizante de Cristo sin eximir la historicidad real. La figura de Cristo que es en todo caso una figura de trasposición metahistórica, sobredimensional, que anida en nuestro corazón; y esto es lo primario y fundamental.
Yo creo que esta sobredimensión de la fe en que se ampara el método del Papa Ratzinger, es un sentido incardinado e inevitable de la naturaleza humana. “Sentido” en su rotunda acepción: la de sentir-algo-sentirse-en-algo. En este caso sentir la gran verdad de Cristo en uno mismo como la verdad de la vida, en tanto que en ese sentir reposa la verdad misma. Por eso, ir a la historia, es algo subsecuente, no primario, pero inevitable, porque ese hecho propone nuestro sentir. Es la historia entonces la que se desvela.
La historia, curiosamente, que es la transmisión por tradición y escritura de las palabras de Cristo, ese Cristo Jesús con el que conformamos nuestra fe, la fe, el sentido. En consecuencia el cuerpo real que adquiere el sentido-que-se-siente. Dice Ratzinger: “… partimos del presupuesto de que la transmisión de las palabras de Jesús no existe sin su recepción por parte de la Iglesia naciente, que se sabía rigurosamente comprometida en la fidelidad en lo esencial, pero que también era consciente de que el ámbito de resonancia de las palabras de Jesús, con sus correspondientes alusiones sutiles a textos de la Escritura, permitía algún retoque en los matices …”
Por eso, las palabras de Cristo, la interpretación de las palabras de Cristo, los hechos en la vida de Cristo interpretados a la luz de la palabra, los textos veterotestamentarios interpretados a la luz de los nuevos hechos y de la palabra de Cristo, todo ello, es un cosmos moviente, hermenéutico, en el que las virtudes sentidas, el sentido de la fe va poniendo orden, va poniendo –reiteremos- sentido.
Tomemos como ejemplo, esta incidencia de los hechos y palabras de Jesús de Nazaret sobre el Antiguo testamento. Toda una serie de conexiones hilvanan las viejas escrituras a la vida de Jesús, y en consecuencia a la nueva palabra, al Nuevo Testamento. Se conforma así toda una corriente espiritual de la que se alimenta la fe. Los evangelios, por caso, están impregnados de “alusiones y citas del Antiguo Testamento: la Palabra de Dios y el acontecimiento se compenetran mutuamente. Los hechos, por decirlo así, están repletos de palabra, de sentido; y también viceversa, lo que hasta ahora había sido solo palabra –a veces palabra incomprensible- se hace realidad, y sólo así se abre a la comprensión” (p. 237).
A la luz de Cristo lo viejo cobra nuevo sentido. Y Cristo es sentido como lo nuevo. Es en la figura de Cristo en la que se abre lo anterior, lo posterior y nuestro sentir actual. Ese es pues el sentido: Cristo.

No vamos a negar que hay en toda este pensamiento un peso sesgado del “acontecimiento” heideggeriano. Algo de Heidegger, un Heidegger vivificado en el sentido religioso, supura en estas apreciaciones del Papa Benedicto. Acontece la realidad, lo oculto se desvela como un acontecer que ofrece el ser y que obliga a estar atento a esa oferta que nos ofrece la realidad, el acontecimiento mismo. Solo que Cristo es la realidad y el acontecimiento definitivo. En este sentido, cobra un papel fundamental la resurrección de Cristo, pues, “a la luz de la resurrección … se tuvo que aprender a leer el Antiguo Testamento de modo nuevo …” (p 238), al tiempo que los hechos, el acontecimiento, llevaba a una nueva comprensión de la palabra.
Aquí reside, supuestamente, la credibilidad de la Iglesia y su relevancia histórica.

Hay otro soporte interesantísimo en el libro de Su Santidad. Se trata de la concepción de la Universalidad.
Se afirma de manera continua que en Cristo, el Antiguo Testamento adquiere carácter de universalidad. Jesús “asume” y “traspone”. Recoge la tradición y su reto mesiánico, y lo pone en el mañana, un mañana humano. Al asumir y trasponer los viejos escritos en la nueva palabra, Cristo está realizando un ejercicio de fidelidad y de novedad. Cristo es fiel a lo antiguo, al tiempo que es novedoso, esto es, abre lo antiguo a la realidad universal, universaliza lo que carecía de una perspectiva abierta, y en consecuencia estaría condenado. El discurso escatológico de Jesús se abre al tiempo de los paganos. “Él sabía que en su persona se cumplía la misión del siervo de Dios y la del Hijo del hombre …” (p 163). Esta es la meta cósmica de su misión. El “muchos” de que habla Isaías, esos que se salvarán gracias a la labor del Siervo del Señor, será el “todos”, al amparo de los hechos y la palabra de Cristo que hará la interpretación posterior. Esta es labor y papel privilegiado de la Iglesia.

Pero reconozcamos que no puede haber esa Universalidad sin el reconocimiento de una absoluto, nunca relativo, Humanismo. Porque no hay, no puede haber Universalidad sin Humanidad.
No vamos a extendernos en las presentaciones hartamente humanas de Cristo que recorren el libro, sobradamente se conocen los hechos de la pasión, la turbación de Cristo, el Ecce homo… No es este el humanismo en el que Ratzinger quiere hacer hincapié, sino en el humanismo de todos, en la humanidad pues. Tomando como base palabras de San Pablo, aventura la “incompletud” de la persona misma, ser con un lastre inevitable de humanidad. Hay que buscar al hombre en su absoluta universalidad, la que sólo puede encontrarse en Cristo: “… atraer constantemente a cada persona y al mundo dentro del amor de Cristo, de modo que todos lleguen a ser, juntos con Él, una ofrenda “agradable, santificada por el Espíritu Santo”” (pp.277-278). Esa incompletud humana reside en que “nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera correcta” (pág 274), asunto que abre de nuevo al carácter universal de la Iglesia y de su misión. Pero no sólo, porque abre también a una nueva visión de la existencia, del hombre vivo, que entrega su cuerpo a esa realidad primaria, completa, primera, a esa realidad ciertamente inabarcable que es la divina. En la entrega a Cristo, esa su asunción radica la humanidad misma. El hecho privilegiado de que Dios es carne humana, que resucita.
La incompletud mama de la incomprensión de la realidad. Y es que por sobre la lógica humana, esa capacidad racional abarcante y comprensiva, está la lógica de Dios. Igual que Cristo insertó sus palabras en la lógica de Dios, el hombre ha de entregarse, insertarse en ese abismo del acontecer que es la lógica de Dios. De esta manera, la palabra de Cristo, la lógica de Dios, son también la lógica de la historia de la salvación. “En la resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad” (p 284). No es poca cosa, no es únicamente un acontecimiento universal, sino que es una trasmutación de lo humano, que abre así a una nueva dimensión de la realidad humana: si Dios es hombre y Dios resucita … El grano de mostaza que hace posible esa verdadera humanidad universal, es la resurrección de Cristo, ofrecida como hecho a unos pocos privilegiados que dieron fe. Como acontecimiento histórico la resurrección, por lo tanto, no es del mismo carácter que el nacimiento o la crucifixión en la biografía de Jesús. Está por encima de la historia y ha dejado su huella no obstante en la historia. Es más, es la huella que marca el camino de una nueva humanidad, y de una nueva realidad, la eterna.

Por eso estamos obligados a distinguir la verdad funcional (la verdad de la ciencia) de esa otra verdad sentida como verdad eterna. Peor, la verdad funcional, deshumanizada es la que nubla, oculta a esta otra. No nos engañemos, la realidad permanecerá ilegible a la lógica de la Ciencia, la realidad siempre la supera, porque es inconmensurable. La docta erudición ha de ser siempre corregida por el reconocimiento de la profunda ignorancia, porque hemos de aceptar que es, precisamente el saber, ese saber carente de amor, lo que oculta la visión de la simple verdad. Se puede ser sabio y permanecer ciego –dice Ratzinger. Hay pues que estar atentos a la sed de verdad, y esa sed puede saciarse en el hecho difícil, extremo pero histórico, de la resurrección, en esa acontecer de la humanidad universal.

ANTONIO LÓPEZ EN EL THYSSEN



ANTONIO LÓPEZ: La exposición.

Otro gran atractivo del Madrid estival: Una exposición de pintura y escultura de un artista de renombre. En un museo de renombre también. Antonio López, pintor, escultor manchego, uno de los más valorados creadores vivos. Excelso paradigma de lo que se ha llamado realismo, en el paradójico y ni poco mercantilista Thyssen.


Madrugue, recréese en el frescor de los paseos del Prado y si le es posible y tiene suerte evite los problemas de las colas y las visitas tumultuosas. Pague discretamente sus 10 € de entrada y disfrute de las nuevas y viejas creaciones del pintor.
La última retrospectiva, la retrospectiva que fue en el preciso momento de la obra (porque para nuestro caso conviene distinguir entre la retrospectiva de la obra y las retrospectivas del autor), la inigualable con toda probabilidad retrospectiva, decimos, fue en el Museo Reina Sofía, en 1993. Fue su momento, porque fue el momento de la consolidación y del reclamo de ese problema que siempre será la denominada pintura realista. Fue el clímax heroico de una obra a la par de la definitiva consagración de este pintor menudo de taimada paciencia y adustos ademanes.
Pero ahora estamos aquí, casi veinte años después, ante una de esas grandes exposiciones que han de servir de disparaderos de la cultura, en la que, respecto de aquella del Reina Sofía, cobran aire las nuevas obras de Antonio López, sus nuevas visiones, sus nuevas inquietudes, sus nuevas preocupaciones. Nos referimos, claro está, a las obras que han ocupado la Planta Baja del Museo. Y es que no son tanto obra definitiva como “nuevas resoluciones”, pues allí está todo in status nascente. No decimos nada si decimos que la pintura de nuestro manchego es una pintura de proceso lento. Pero no nos referimos a esto, a la metafísica de la lentitud, o al hecho de que la nueva obra sea a veces de tamaño descomunal y por lo tanto de tiempo ciclópeo, que sus objetivos sean calibrados al mínimo detalle (no sabría decir a ciencia cierta si en la pintura de Antonio López hay detalle o lo parece) … el caso es que son pinturas no definitivas, sino indicativas en el horizonte artístico de este creador. Y esto es lo que da más sentido a la exposición del Thyssen, que de esta manera ha quedado no en exposición sino en intención, casi pura intención.
En efecto, esta exposición vive del fantasma de la precedente. Para aquellos que ya tienen una cierta edad, y el lastre de aquella experiencia ¿no les parece haber vivido una reviviscencia?
Tal vez la cabeza de entrada a la institución quiera quitarnos de la cabeza que hay un Antonio López nuevo, un ahora de Antonio López. Esto es indiscutible. Pero iniciado el paseo por las primeras salas, esas que rezan “Memoria”, uno ya sabe a lo que se enfrenta. Se enfrenta a los fantasmas.
Si la pretensión de esta muestra es que la “nueva trayectoria” de Antonio López nos permita revisar la consagrada, mal andamos, porque esta reposa si cabe, hondamente en la pasada, y a mí, personalmente me pareció un pergeño vital montado sobre el ayer, una consciente variación sobre el mismo tema, proceso e inquietud. En efecto, la nueva obra pictórica de Antonio López resulta un tanto cargada de maniera. No discuto el frescor de ciertas vistas madrileñas. Pero son vistas que tratan de corregir las vistas madrileñas que todos conocemos: la vista del Campo del Moro, o Madrid desde la Torre de bomberos son, nunca mejor dicho, grandes obras. Esas grandes obras que recuerdan a las de los trazadores de planos de siglos pasados, pero con un aliento desorientador, expresionista e impresionista a un tiempo: este in-ex de la obra artística estaba ya más que presente en los años 60, lo único que había que sacudirse eran las dosis de surrealismo y de mágico, de gris, de fotografía. Y parece que ahora se ha logrado, o se va a lograr.

Suponiendo que podamos dividir el recorrido por la obra de Antonio López en los grandes temas de sus inquietudes que aquí se han planteado (nos referimos aún a la Planta Baja: la ciudad, Madrid, el árbol o la figura humana). Es poca aventura esta, por mucho que se la quiera asociar a los distintos procedimientos, de la pintura (la ciudad como pintura), el dibujo, (el árbol como dibujo), la figura humana (la figura humana en cuanto escultura). Un poco pacata la visión. Porque la verdad, tal tipo de interrelaciones empobrece la muestra, no aventura nada. Tiene si cabe, más tintes de panel de recuerdos del propio Antonio López que de retrospectiva. En efecto, consiguen constreñir incluso la visión creativa del artista entorno de unos temas recurrentes, en permanente contraste de pasado y presente. El viejo Madrid con el nuevo Madrid. Las nuevas neveras con las viejas neveras. Los nuevos de la familia con los viejos de la familia, ambientes de antaño … y los de hogaño …
Se ha estigmatizado ya a Antonio López como un fetiche en vida. Al tiempo, se ha querido dar un toque de novedosa virtud a la muestra.
No negamos que de todas maneras merece la pena ver buena pintura, que después de todo es de lo que se trata. Aunque, seamos rigurosos ¿no sorprende más la escultura? ¿No da precisamente, esta, más que pensar? Porque las condiciones del Antonio López dibujante ya las conocíamos y aquí se corroboran con creces. La del pintor, igual. Tal vez sea el escultor el que aflora con más carácter, con mayor sensatez, con más sentido.
Por eso, los estudios de desnudos femenino y masculino, de parejas humanas, resultan de los más interesante de la muestra, al igual que la exposición de sus correspondientes procesos constructivos.

¿Y qué diremos de la exposición bajo Planta? Carente de espacio. Carente de luz. Desventurada en el montaje. Invitando al apelotonamiento de espectadores convertidos en transeúntes (¿pasarán por estos trámites los señores críticos?).
Esta segunda parte de la Exposición pretende ser la verdadera retrospectiva, en la que por igual se mezcla la escultura, la pintura y el dibujo. Las intervenciones recientes sobre cuadros del pasado, los cruces temáticos … un pequeño y constreñido cajón de sastre, en el que hay mucho, demasiado que hilar. Observen detenidamente la presión que se ejerce sobre los tres grandes relieves de “Mujer durmiendo” a costa de iluminación, falta de espacio en vertical … duerme sin duda la pesadilla, pobre señora. Pero en cuestión de espacio, mención especial merece “Alimentos”, donde la estrechez del pasillo, no sala, el amalgamado de técnicas, temas, proyectos, tendencias, sume definitivamente al espectador en un desasosiego extremo … como ocurre con la vitrina de cabezas de niño, colofón y despedida que tiene más de improvisado muestrario arqueológico que de estudio. Estrella representativa de lo que son los nuevos proyectos, últimos, populares y exitosos, junto con otras esculturas de tiernos infantes y algunas pinturas con el tema de la rosa, dibujos y relieves de casas maquetadas y fachadas de casas. Mejor no hablar demasiado en este sentido, por eso tal vez, porque son proyectos, sentidos y orientaciones. Aunque no olvidemos una cosa, empezábamos esta crítica de exposición diciendo que la muestra era, eso precisamente, intencionalidad. Nada definitivo. ¿No será este el demonio de Antonio López?

LAS ATLÁNTIDAS. El problema de LAS CULTURAS



En 1924 Ortega y Gasset firmaba Las Atlántidas, texto de un “librote” curioso en el que el protagonismo se lo lleva la cultura o la etnografía, o por mejor decir, las culturas, las otras culturas. Esas lejanas en el tiempo, y en el espacio, “culturas otras” en las que merced al inusitado interés que habían despertado allá por los inicios de siglo, así como por las formas de recepción que tomaron, sirvieron al curioso Don José para certificar un diagnóstico en firme de la mentalidad europea. Daba cuerpo de esta manera a algunas de las sospechas que venía barruntando su joven filosofía. Más que nada, se trata, con las Atlántidas, de las quimeras, de los sueños de la civilización occidental contemporánea puestos al desnudo, exhibidos, ante la perfecta excusa de la exhibición de lo distinto, de lo “alter”.

La moda entonces. Una moda que perdura.
En un principio afirma Ortega que este interés tal vez se deba a una moda, como todas las modas pasajera y caprichosa. Es la moda de las Atlántidas, de la atracción por esas “culturas sumergidas o evaporadas” que de repente destellan en la atención del europeo. Un capricho, una atracción de lo remoto en el tiempo y el espacio, que, no obstante –señala- hay que analizar, pues resulta aún más curiosa si la enfrentamos con la incapacidad que los europeos muestran en la resolución de sus conflictos domésticos, es decir, los políticos y económicos. Tendríamos que preguntarnos entonces ¿Son las Atlántidas una huida del presente? Si, una huida del presente de 1924, pero ¿y si las Atlántidas siguieran presentes en nuestro tiempo, casi cien años más acá? ¿Y si Europa aún fuese incapaz de resolver sus problemas domésticos y mirase sin embargo allende, al otro? Las Atlántidas serían todavía nuestro problema, persistirían como el mismo problema, o un problema muy aproximado al que diagnosticara Ortega.
Y de hecho, aún tenemos el miedo a lo distinto metido en el cuerpo. El miedo y la veneración, todo sea dicho. Aunque también la incapacidad para mirarlo como distinto, porque aún no se sabe qué hacer con el otro, y peor, se duda de lo propio. Y en tanto, Europa es incapaz de resolverse.

El horizonte histórico.
Para el mal del otro, Ortega halló cierto consuelo intelectual en el concepto de “horizonte histórico”. Horizonte histórico participa grosso modo de su teoría del “perspectivismo”. Los individuos, las culturas en este caso, no son otra cosa que posibles perspectivas del absoluto humano, del humano universal. Proyectos limitados de todas las posibilidades. Las perspectivas son, sin embargo, no límites, sino visiones ciertas de esa verdad que es la verdad del hombre y del universo. Por eso recomienda Ortega, acaso bajo el amparo de las doctrinas de Dilthey, que conviene fijar el horizonte “de la vida que queremos entender”, es decir, se trataría de ser capaces de comprender las otras perspectivas, las otras culturas, las Atlántidas; y no solo de comprenderlas, también de explicarlas.
El horizonte histórico, no obstante padece de curiosa paradoja, que a lo mejor es la curiosa paradoja de toda la cultura occidental y europea, y es que se trata de una perspectiva en exclusivo europea, de una concepción que no tomada lo suficientemente en serio nos atribula, porque nos sume en la sospecha de que la “multiculturalidad” acaso sea una ideación cultural, de una sola cultura, de la cultura occidental, por más que quiera contrastarse ahora con hechos, los hechos de un mundo interconectado.
No sé si estas dudas son o no las que aún permanecen a la hora de responder a qué es esto que llamamos, por caso, UE, esa supuesta heredera de la europeidad de que habla Ortega. Porque, en fin, supuestos sus valores multiculturales, su volteriana tolerancia, no se los valora, no se los asume, no se los cree. Se duda. Y en cuanto que se tolera a quienes no toleran, esa Europa sufre de vahídos, mareos, angustias.

Futurición.
Europa, según Ortega, manifiesta su culturalidad en pretensiones de futuro. Frente al resto de culturas (no diremos que todas), es la cultura que mira por el porvenir, por la liberación del pasado, por la esperanza futura, por haber colocado la Edad dorada en el mañana, por ser la instigadora de lo que denominaremos a partir de ahora “futurición”. “Ahora bien; el europeo tiene pasado, lo lleva en sí, acaso lo arrastra. Su futurismo es más bien un deseo de ser futurista. Esta dualidad … ha hecho de Europa el territorio revolucionario por excelencia” –dice Ortega-. Y en efecto, Europa es una entidad bizca. Bizqueamos entonces; de un lado miramos la tradición como quien mira un lastre, un lastre que no puede quitarse y que además, últimamente da miedo mirar, porque más que asumir ese pasado estamos solo dispuestos a rehuirlo.
Esto es terrible, porque con ser Europa la cultura de la comprensión, resulta que no se comprende a sí misma. Un ejemplo, estúpido, pero ejemplo: ¿Quién hoy se atreve a reconocer las raíces cristianas de esta civilización? ¿Quién se atreve a reconocer su singularidad? ¿Quién establece que fue de las primeras en dar el grito a favor de la liberación universal? Pareciese que tales reconocimientos fueran contra esas ideas de futuro y universalidad. Esta es tal vez esa dualidad de que habla Ortega, esa paradoja frumentaria que cuesta tanto transportar en el mundo globalizado.
Europa ha mirado tanto al futuro en los últimos doscientos años que, estimo, es conveniente ya que se haga una revisión. Que revise su pasado. Me dirán que esto se hace de continuo con la historia. Ya, ya. La historia tiene también un ojo puesto en el futuro, no les quepa duda.

La alteridad. Un reto.
Frente a la cultura, el europeo, que apenas se reconoce, reconoce sin embargo la existencia de culturas, del alter, del otro, del distinto y de su derecho a la singularidad. Y esto lo reconoce porque el europeo parte de un hecho singular, sabe de la paridad de las culturas. Y este es el caso, porque acaso esto sea fundamentalmente europeo, porque al día está, que las más de las culturas no reconocen tal paridad, esto es, se reconocen a sí mismas como prioritarias, como superiores o como únicas. Otras culturas creen que sólo ellas existen como tales, o que sólo ellas deberían existir como tales. O ignoran lo distinto. O consideran que lo distinto debe de ser transitorio (por cierto, que esta es una idea que cunde mucho ya en Europa, y que, encierra, eso sí, una de las más terribles concepciones del absolutismo, la cancha que considera que la universalidad es la uniformidad). Esta es la gran conquista del la cultura europea, según Ortega, considerar la distinción, paridad y derecho de las otras culturas. No obstante, esto, según nuestro filósofo, empieza a conquistarse justo con su generación, justo con su filosofía, cuando se descubre la tiranía inmersa en las doctrinas de filósofos como Spengler o Toynbee, o en las doctrinas etnográficas de Frobenius, que se disfrazan de universalismo, de pluralidad pero que son, en fin, perspectiva unitaria.

Es verdad que la cultura tiene un carácter de orbe cerrado hacia dentro. Lo que sin embargo ocurre es que en todas ellas radica el sentido de lo humano. El intelectual, el historiador, no puede partir del hecho de la unidad humana (lo hizo el positivismo y el evolucionismo). El hecho real es la pluralidad. Esto es lo que ha aprendido el siglo XX. Por mucho que se hable de la globalización, de la interconexión, de la aldea intercultural, “la intuición del pluralismo universal, como puro hecho, como fenómeno es la gran innovación en la cultura europea”. Por eso es conveniente no quedarse en el relativismo, como se quedaron –a decir de Ortega- las obras de los intelectuales reseñados. Hay que procurar no hacer historia europea, asunto del que no se está libre a pesar de tomar un punto de vista universal y plural a un tiempo. No es solo tomar el punto de vista universal, sino tomar lo que vale, lo que se valora, lo que hemos comprendido como valorable e interpretable de las otras culturas. Lo que es capaz de enriquecernos. Esto es, hay que estar obligadamente abierto al otro.
No lo dice Ortega, pero es evidente que esto obliga también a saber desechar lo que es perjudicial, empobrecedor o no válido, es decir, los intentos fallidos de las otras culturas, como se descartan, igual, las excrecencias propias o las malas impostaciones. Pero, ¿cuáles serán esos intentos fallidos? Pues no cabe duda, la exclusividad amenazante, y toda manifestación de odio intercultural. Y terrible, curioso, ¿no lo será también la uniformidad extrema? ¿No es la globalidad abstracta, inmeditada, una suerte de odio extremo a las culturas y por lo tanto al hombre?

Ortega critica de forma ácida la peculiar idea del progreso que ha preponderado en la cultura europea; la tocada de futurición, la que estima el progreso como lo verdadero sin atender a razones de distinción o perspectiva. La que descarta, en fin, todo aquello que no considera forma de progreso. La que de continua habla del mañana sin atender a la vida hoy, al disfrute, al vitalismo. Y ¿qué es el progreso? ¿Qué supone? Miedo a la futurición. A echarse en brazos del mañana es lo que Europa debería tener miedo. Porque en tal pretensión late una ceguera que es ceguera de sí misma. En efecto, usemos el horizonte histórico para tener sentido histórico.

El sentido histórico.
El sentido histórico es transmutar la historia en razón histórica. Y la razón es razón vital, una razón incardinada en la vida, llena de sentir, una razón sensible, comprensiva y gozadora del presente, una razón que da sentido a la vida. Dice Ortega que con tal fin, necesitamos la percepción de la distancia psicológica con otros pueblos (desde luego ferviente crítica al evolucionismo, que mitiga las diferencias, al progresismo ciego … etc. ).
En vez de explicar, en vez de proyectar, “mañanear”, lo que hay que hacer es entender. Entender y comprender todas las manifestaciones lejanas, otras … “Tenemos que distanciarnos del prójimo para hacernos cargo de que no es como nosotros; pero a la vez necesitamos acercarnos a él para descubrir que, no obstante, es un hombre como nosotros, que su vida emana sentido …”
Es lo que nos enseña la historia como razón histórica. “… Periodos y razas … son los órganos gigantes que logran percibir algún breve trozo de trasmundo absoluto”.
He aquí el carácter bifronte que aún late en el corazón de Europa. Es que en la cultura europea está la relatividad de sus caprichos, de sus propensiones espontáneas, más o menos ricas, pero también –y es lo fundamental- la propensión al absoluto que son las verdades y normas de los otros, como una perspectiva más del súmmum humano, una posibilidad de enriquecimiento.

Este es el problema de las Atlántidas, un problema que persiste, camuflado ahora bajo la capa de la globalidad, y bajo la tiranía del ciego progreso.

"EL JOVEN RIBERA". Un vademecum elemental.

Iniciativas interesantes. Contrastes reveladores. Esta exposición rehabilita al Ribera de antes de Ribera. Pone en genio a un pintor genial que se ha quedado a la sombra de los en exceso geniales. Debate, polémica. ¿Pintura española? ¿Naturalismo? ¿Caravaggismo? Ribera vis a vis: el de la firma orgullosa, el del cuadro anónimo. Pintorazo, no quepa duda... Por él, es por él que la exposición no falla, no puede fallar ... Y en efecto, "El joven Ribera" en el Museo del Prado, pese al exceso de especialización, ha sido un notable acierto. En ese acierto conviene no olvidar que junto a esta muestra está la permanente. Juzgue y compare.




PREVIOS DATOS DE INTERÉS PARA LA EXPOSICIÓN “EL JOVEN RIBERA”.

Resulta a la par que chocante, interesante, muy interesante, tener esta exposición temporal justo al lado de las obras reconocidas, las de la exposición permanente del Museo del Prado, en las que sí está bastante clara la autoría, sobre todo, cargadas de esa rúbrica singular que dice Jusepe de Ribera, español.
Las primeras son 32 obras nada vistas, ejecutadas por Ribera entre 1612 y 1624, en la que al parecer El martirio de San Lorenzo es la rutilante estrella.
Motivos para realizar esta exposición los habría, pero la historia respira de un proceso más lento y pragmático. Podríamos decir que se inició con la compra de La resurrección de Lázaro por el Prado, a instancias de José Milicua, ahora, comisario de la exposición junto con Javier Portús. Aquella adquisición aprovechó la subasta de una famosa galería neoyorkina celebrada en el 2001. Se vino a poner así una pica aventurada en la desconocida juventud de un excepcional pintor, por donde enriquecer la oferta del Prado.
A nivel de historia del arte, de filosofía, esta exposición tiene su base ideológica no solo en los interesantes juicios, apreciaciones y estudios del Señor Milicua, sino también en los estudios que últimamente ha desarrollado uno de los atroces perseguidores de la juvenil actividad de Ribera, Giani Papi.
Según Calvo Serraller [Vida & Artes, El País, 2 Abril 2011], la muestra es clave para comprender la identidad artística de Ribera, del caravaggismo internacional y de la escuela de lo español y de la pintura española, del naturalismo español. Pero tanta tesis, tan compleja si cabe, variada, tan histórica, pone excesivos compartimentos estancos, ítems y penoso rigor en un trayecto que debería ser de puro gozo. La exposición es un trayecto de recovecos, paréntesis y suposiciones. No es extraño que haya quien piense que “concebida como un constructo adolece de cierta rigidez … al ir forzada por la tesis que trata de acreditar …” Lo dice Alejandro S. Peinado en La Gaceta, 2 de Abril de 2011.
No hay que olvidar que los trabajos de Giani Papi han ido rescatando al joven Ribera a partir de obras que yacían bajo el disfraz de otros autores coetáneos, por caso el llamado “maestro del Juicio de Salomón” ¡Esa perversa costumbre de no firmar hasta ser artesano reconocido! Que la geografía italiana recorrida por el españolito abría a diversas influencias y perspectivas; en fin, que el desconocimiento hace a cualquier tema complejo. Y por supuesto que esta exposición ayuda a la comprensión de uno de los grandes de todos los tiempos.
Hay algo, sin embargo, que no puede escapar al avisado espectador, es el encrespado vigor con que Jusepe tomó el caravaggismo naciente, un vigor que habla a las claras de lo fácil que se hacía esta predisposición a una mentalidad hispana.

ALGUNAS FECHAS INTERESANTES PARA UN JOVEN RIBERA.

Nace en 1588, en Játiva. Es el segundo hijo de Simón de Ribera, zapatero, natural de Ruzafa. Aquí se acabaron los documentos que puedan acreditar algo interesante sobre la tierna vida de nuestro artista. Según Palomino recibió educación artística de la mano de Ribalta. Es tan posible como poco probable.
Posible, muy posible es que en fecha temprana como 1610 estuviese ya en la Lombardía y en Parma, donde estudiaría al detalle la obra de Correggio. Fruto de estos atrevimientos es Limosna de San Martín.
Lo que sí se sabe de cierto es que en 1615 lo tenemos ya en Roma, residiendo en la Calle Margutta. Entre sus frutos son alabados Los cinco sentidos, serie de cinco cuadros de figuras alegóricas de medio cuerpo. Ya estas le dan cierto renombre. Del mismo modo pintaría el Descendimiento, obra digna y alabable. Este reconocimiento tal vez tenga que ver con su conexión con la Academia de San Lucas, sin poder certificarse si fuese miembro de ella.
En 1616 lo tenemos ya en Nápoles donde sucesivos virreyes ejercerán un estimulador mecenazgo del artista: Don Pedro Téllez Girón, o el cardenal Gaspar de Borja. El primero, tras su regreso a España, extenderá su fama de pintor por la patria que le vio nacer.
No obstante no habrá obra firmada hasta 1921. Son un San Jerónimo y un San Pedro penitente.
Documentos de 1622 demuestran que el pintor tiene ya una notable posición, alta estima, favor y reconocimiento, entre los pintores y la aristocracia local. Uno de los grandes frutos de esta actividad pictórica es el Martirio de San Bartolomé, obra de 1624 que contaba con el mecenazgo de Filiberto de Saboya, primo de Felipe IV.





PERTINENCIAS E IMPERTINENCIAS.

Desde luego que es conveniente, como afirma Calvo Serraller, introducirse, vía el joven Ribera, en el debate de la posibilidad de la existencia de una escuela española, es más, de una escuela naturalista española. Aunque hablar del naturalismo en esta tesitura es hablar de Caravaggio, y entonces el supuesto naturalismo y/o españolismo, se torna problema de caravaggismo. Y en efecto, Ribera se despliega como uno de los prontos seguidores del modo de hacer de Caravaggio.
Algo de esto pueden acreditar sus pinturas sobre los sentidos. La media figura, la no exención de lo alegórico, el claroscuro, la copia del natural, la economía de medios, el regusto por lo grosero, las perspectivas difíciles con sutiles juegos de escorzo; también hay que decirlo, la deleitación en las uñas sucias y en las profundas arrugas de la frente que más parecen surcos. Este es el genial Ribera.
Si sus juveniles obras muestran ya una predisposición a la aceptación de este extremo claroscuro, de este irreverente naturalismo es cosas que el visitante habrá de experimentar con el alma en vilo y no escasa y sutil sensibilidad.