LA CASA VACÍA DE TEO SERNA.



LA CASA VACÍA de Teo Serna, nuevo poemario del escritor y artista manzanareño. Publicado en la editorial Alfonsípolis de Cuenca. Fue presentado en Manzanares el Miércoles pasado, día 18 de Febrero, por el también poeta manzanareño Cristóbal López de la Manzanara. Con videos de Jesús López Mozos y la voz lectora de Tomás Fernández Arroyo.





SOBRE LA CASA VACÍA.

La casa llena. El lugar.

La casa no está vacía, no. Está llena. Tiene una verja oxidada que la separa del mundo, del camino, del atardecer incluso. Tiene un sendero lleno de hojas. Un jardín con rosales. Una puerta que pese a estar cerrada se deja abrir. Un salón. Polvo, como todas las casas viejas. Una copa. Un jarrón con una flor seca también de porcelana. Un reloj. Una fotografía. Un espejo en la sala. Una vela. La carta desangrada de tinta azul. La ceniza en la chimenea. Una moneda oxidada. Un pequeño piano. El armario cerrado de los secretos. El gramófono. El diván … ¡Tantas cosas!
Y sin embargo, en el óxido de la verja se esconde una verdad, y en el sendero, las hojas son jeroglíficos viejos, muertos signos. Los rosales son rosales de otro tiempo. La puerta que se deja abrir guarda un aliento de antes. El salón huele “a alga seca, a paseo de carcoma, a plegaria de reloj”. En la copa quedó el recuerdo del agua, el residuo. La flor seca es fósil. En el reloj solo late la noche. Un quién vaga en la fotografía, un quién que no es sino resultado ocre del olvido. El espejo de la sala está muerto y la vela consumida. En la carta, recuerdo, deseo, instante, signos en el tiempo. La ceniza dejó fuego muerto. La moneda oxidada no tiene ni cara ni cruz. En el piano juega a ser Chopin un escarabajo en su soledad. El armario calla sus secretos “con la insistencia propia de la muerte”. El gramófono detenido es un impotente laberinto. En el diván queda la voz sin boca y la palabra ausente.
Las cosas de que la casa está llena son vaciedad. Remiten a otro tiempo, a otro lugar. La casa vacía es casi una heterotopía, una alteridad casi radical. Porque la plenitud de ellas no es de este tiempo, es decir, del tiempo que vive el poeta que es un melancólico atardecer de paseo. Las cosas, con ser, están sin embargo más allá, son lejanía. Y si bien las cosas y el poeta parecen compartir el espacio, en realidad el poeta se halla envuelto en un espacio otro, en un lugar otro. La alteridad obliga a pasado. Y las cosas así se convierten en huella de lo que fueron en realidad cuando el tiempo fue el suyo y el espacio fue el que fue. Son cosas-huella, cosas en negativo de las que el poeta no puede impregnarse; o mejor, puede impregnarse pero solo de ausencia. Y por eso, la casa plena está vacía.

Un Injerto: La experiencia de Rachel Whiteread: House.
Hogar victoriano, 193 Grove Road. Hogar impenetrable. Densa masa de hormigón que invierte el espacio: lo de dentro a fuera, como si fuese un relieve, un friso. Una barrera inhabitable. Antes que el espacio, sin duda es el lugar. Es esa una casa imposible, es una casa inhabitable. Sí, casa de otro tiempo, casa alterada radicalmente.
La de Teo Serna es, como la de Rachel Whiteread, saltadas las obvias diferencias que van de la poesía a la escultura, la misma experiencia. Solo que la de la escultura sí que es una experiencia espacial, puramente espacial, y más que espacial, local. El tiempo se queda a vista, desnudado en sus vísceras.
Teo Serna, el poeta, nuestro trascendental y a priori poeta, siente en esa espacialidad, que no hay espacio, sino lugar –o eso a mí me parece- y la pesadez del tiempo, por lo tanto, es la de un tiempo que no es breve; no se trata aquí de la fugitiva naturaleza del tiempo, sino de su enfermiza persistencia, una persistencia devaluada, decaída, parásita. Esa persistencia hace como el hormigón macizo de la escultura de Whiteread: ¡es impenetrable!

La casa vacía. El tiempo.

Todo remite a un pasado pletórico, que fue. ¿Que fue o que el poeta imagina que fue? Esto es a resultas del carácter curioso, peculiar y caprichoso de la huella.

Queda en el diván la huella de un cuerpo,
el negativo, el aire de un cuerpo
[XXVII]

Porque este poemario es ante todo un ejercicio de semiótica, de interpretación de huellas, un traer a la mente la plenitud supuesta de las cosas. Y ese traer es un embarcarse en el tiempo. La poesía pues, nace desde el tiempo. No, no se trata de la memoria. La memoria es un almacén de experiencias que acaso reinterpretamos. No, a lo sumo, la poesía es un viaje en el tiempo, en el que el viajero poeta es impulsado por el viento de los recuerdos y arriba al continente extraño, al continente otro; y esto es ya otra cosa.

Todo, entonces, es huella de lo otro. El óxido de la verja es “una cicatriz lenta del tiempo” [I], y esa es la verdad que esconde, la verdad: que todo se oxida. Y es la verdad -reveladora y brutal- de que parte el poeta cuando decide adentrarse en los ámbitos extraños de la vieja casa. “Mis dedos se manchan de ocre y de niebla” [I]; la mancha de óxido en sus manos es la marca iniciática de la ceniza, de las sombras, del polvo, de la huella, del continente por descubrir. Esa verja abre, en efecto, a un cúmulo de cosas oxidadas, a esa verdad abre. No hay constancia precisa de que las cosas hayan muerto, de que no sean, solo es que pasan a ser menos gloriosas, menos dignas de la funcionalidad para la cual nacieron. Pero esa vejez que permanece, esa disfuncionalidad, esa falta de presente es lo que les da poso poético, les da “fantasma”, les da “ultravida”; en fin, les da la posibilidad de la vida poética que es la más digna de las vidas.
Lo que ha hecho Teo con las cosas es lo que hizo Duchamp con su “Fuente”, algo muy similar: cambiarles el lugar, el lugar físico, la casa llena, por el lugar poético: La casa vacía.
Por eso, todas las cosas remiten a un pasado, ellas son testigos de aquel, cuando allí se vivía realmente: la experiencia poética, al final, siempre remite a la vida, aunque sea la otra. ¡Terrible paradoja!, la de la casa vacía.

La intersección espaciotemporal: hic et nunc.
Demostrativos, el adverbio aquí, otros deícticos. Porque todo este viaje es un ir señalando las cosas que fueron y son.
Sí el amor habitó, habitó aquí/ (… )/Y durmió con ella aquí [XXXIII].
Alguien comió aquí, pensaba que el verano incendiaba el campo [XXX].
El tiempo era circular aquí: rozaba la esfera de porcelana [XXVIII].
Mientras, esta luz susurra otras tardes [XX].
Toco la ceniza fría: aquí estuvo en fuego [XV].
Alguien escribió esta carta [XIV].
La luz consumió esta vela, su espacio vertical [XIII].
¿Quién sonrió en esta fotografía? [XI]. Y de esta vamos impulsados por el viento del recuerdo hacia la casa llena, al aquella: ¿A quién amó, a quién besó aquella tarde?
La noche late en este reloj con desesperanza/de planeta muerto [X].
Y nos dice que aquí hubo unas manos, una pureza/ y una mirada [IX].

Y los indefinidos, los interrogativos, los pronombres, borran, difuminan aún más la huella del pasado; lo enajenan, lo despersonalizan y, curioso, lo dramatizan. Porque la despersonalización del presente es el drama del pasado. Y es este sin duda el gran drama.

Sea [VIII]:
En esta copa queda el recuerdo del agua hecho círculo.
De esta copa huyó el agua evaporada
(…)
Aquí quedó el residuo, la cal, el alma,
(…)
Aquí queda, epicéntrica, la promesa de la sed
en la redoma blanca de este hueco
que añora el labio
(…)
El drama en la añoranza de labio. Un labio singular otrora vivo y sediento. Ahora hueco, residuo y alma del que ha huido la vida, el agua. Y todo, todo lo que ya no es, está aquí, aquí. Recuerdo, evaporación, residuo, promesa, hueco, añoranza… todo formas negativas, categorías de no presencia, de incompletud. Es lo cuanto hay aquí y ahora.
Y entonces, el poeta, el yo “experiencial”, se torna intermediario, bisagra de dos mundos paralelos, distantes, apenas conexos. El mundo del fue y el mundo del aquí y ahora. No hay poema más revelador acaso que [XLVI]:

Si rozo una cosa, mi mano estremece
otra mano en alguna parte:
(…)
Si rozo una cosa (un mantel, por ejemplo,
o una cuchara, o el óxido extremo
de una pluma)
otra mano reclama mi calor en la distancia evaporada
que resume a los muertos.
Queda la huella de mi mano
junto a esta huella desgajada de otra mano,
esperando, como un pájaro aterido,
la posible mano que vendrá a rozar
lo que he rozado.
El poeta es el mudo testigo del hilvanado del mundo. Un mundo de espejos reduplicados, casi infinitos, redivivos por el último calor que los acaricia. ¿O son mundos, mundos distintos además de distantes? Por eso, aunque no quisiéramos, aparece la muerte; porque el mundo frío que roza con su piel el poeta, es metáfora y símil del poeta frío que alguna vez será rozado por la mano cálida que venga.
No es extraño, pues, que el poeta se “experiencie” a sí mismo como un ser-no ser en el doblez de la luna rota de un armario, “hombre que mira y animal callado” [XXXV]. Que se propague por los mundos al escribir sobre el polvo, huella, que es letra impresa en la huella: “soy como Cristo/escribiendo en la arena olvidada del tiempo” [XLIV]. El poeta está, en el trance poético, a medio camino entre la casa llena y la casa vacía: ¡Extrema metáfora, después de todo, de lo que es este libro! Y toda creación artística: un medio camino entre la realidad y lo realizado.
Y de ahí, la importancia de silencios, de espacios vacíos, de huellas, sombras … Son los huecos, las bocas por donde entran los poetas, las almas sensibles; por donde el presente entra en el pasado.

Partes.

Grosso modo, pueden distinguirse distintas partes en el poemario. Pudieran ser aleatorias, pero inciden sobre distintas metodologías, esto es, distintas relaciones de las cosas entre sí y del poeta con las cosas. Son las fases por las que ha de pasar todo viaje iniciático. Y digo metodologías porque el poeta hace ciencia, ciencia de lo ausente. No está demás; la ciencia sólo puede hacerse desde lo ausente.
Hay una física de las cosas, en los poemas que van de I a XXVIII. Se trata de una ontología, de ir a la cosa singular como metáfora de tiempo, paso, olvido, decadencia, recuerdo. Luego ciertas acciones (especialmente desde XVII, cuando “el banquete del silencio está servido”) irrumpen en las cosas, sobre las cosas. El momento culminante de este proceso es en XXVIII y sucesivos: fuerzas, potencias actúan sobre las cosas, vienen de lejos, de fuera y ejercen sobre ellas, las cosas, poderosas causas: el mar, el sol, el tiempo, alguien. Y desde XXXI, se evidencia algo que también se nos había adelantado: todo se torna experiencia del poeta; es ya una distancia científica la que media entre las cosas y él, una distancia que la sensibilidad y la poesía habrán de salvar. Irrumpe pues el yo, y Teo es ya capaz de, incluso, dialogar con aquel mundo, el otro, el alter con toda la familiaridad que da el arribaje.

Una teoría de la Ciencia.
Ni lo gótico, ni la memoria. Porque ni hay presencia real y física fuera de la intuición y de la sensibilidad del poeta. Porque nada hay en la mente del poeta que sea experiencia vivida. ¿De qué se trata pues? A lo sumo, de una estética trascendental, de una fría e ilustrada teoría de la experiencia. La estética trascendental kantiana que proclama la imposibilidad de vivir la experiencia más allá del espacio y del tiempo, los a priori de nuestra sensibilidad. Lo que viene después no son sino ejercicios del entendimiento, terribles exposiciones de sus categorías, entre ellas, la de causa, todo cuanto aquí llena, proclama su causa, una causa que retrae al vacío, que lleva a lo que fue; todo remonta y todo vuelve, y cuanto hay aquí, en su naturaleza periclita y gastada, es un allí que ya no es. “Quiero caminar hacia el silencio” -dice en [I]-. La poesía, pues, es como mucho, un ejercicio de experimentación poética. Una predisposición al newtonismo ficticio, un galileísmo de la palabra, un descubrir las causas, las leyes, pero causas y leyes del sentir pasado, del vivir pasado, del sentir de otros en el pasado, del vivir de otros en el pasado. Triste sino, porque “¡Hay tanto misterio en esta caída!” [L], es decir, en la caída del tiempo. A lo sumo, el poeta es médium. Medio transmisor entre lo que hubo, lo que allí hubo, y el lector. En esta actitud de intermediario, es normal que el lenguaje sea mínimo y la sintaxis, despojada …

La sintaxis del despojamiento.
Hay un lenguaje mínimo. Alguna vez dijo Teo Serna que su labor era la de despojar, desprender, purificar. En fin, ir a la esencia. Por eso puede decirse que el lenguaje es mínimo, un minimalismo, que no mínima comunicación. Es claro el lenguaje, es preciso; alejado de toda oscuridad y retorcimiento, brama a veces con la claridad expresiva de los enunciados científicos. Otras, los verbos, retorcimientos de actividad en el lenguaje, son suprimidos, para que las cosas floten en su sustancia: “La puerta cerrada”; “La flor seca en el jarrón de porcelana …” Y cuando aparecen, son rotundos, sin salvedad ni medias caras, francos, directos en la expresión de su acción: “Alguien escribió esta carta”; “Subo despacio la escalera” … exteriorizando su carácter personal, su carácter temporal, su referencia. Reiteraciones y repeticiones, anáforas con pretensión de claridad. Comas. Puntos: precisión. Algún hipérbaton es apenas un niño juguetón, no más, las descolocaciones son colocaciones del interés del poeta, premisas de su sensación, preferencias.
Corolarios de la claridad, a veces, los últimos versos cierran como moraleja; como conclusión circuncidada; es así en X, o en XXIII.


El capricho de los astros.
Y así como empezó todo, todo termina, si bien el poeta, en su experiencia, ya no volverá a ser el mismo. Atrás queda la casa vacía, ahora realmente vacía: “Sé que ya no están las manos que las usaron, /que los ojos que las vieron son ya ojos de la tierra/ (…)/ Sé que ya las voces son latidos mudos/ (…)” Pero abierta, terriblemente abierta a la esperanza de esos mundos hilvanados: “Sé que están aquí. Nada se pierde” [XLIX]. Y el poeta vuelve sabio, con la reveladora verdad de la termodinámica bajo su brazo. Tras de él, capricho del tiempo que nos llena de experiencia y recuerdos, se cierra de nuevo la puerta, se vuelve al sendero de las hojas secas, “la verja gira y dibuja un estertor en el silencio”. Y así, al cerrar aquella verja oxidada, se guarda la casa vacía en la caída última de la tarde. Muere la luz, las sombras se expanden. Se cierra el ciclo con el poeta de regreso y con una experiencia que no es tal en el bolsillo. [L]

LA GEOGRAFÍA SENTIMENTAL DE PAUL AUSTER








¿Le ocurre a Auster con Nueva York lo que a Azorín con Castilla? No se alarme nadie. La comparación es burda, y más que intencionada es malintencionada. Pero sí, en general y en abstracto, Auster podría tomarse como ejemplo paradigmático de un 98 norteamericano. La Geografía sentimental es una fatalidad, un sino, una necesidad. Al menos una fatalidad de la narrativa de Auster, un sino de su escritura, una necesidad del autor.


Descuellan, eso sí, como sublimes recreaciones de ambiente, La trilogía en Nueva York y Brooklyn Follies. No menos es El Palacio de la Luna, o la reciente Sunset Park. Pero es que casi toda obra de Auster es un canto, una alabanza al territorio en el que reposa la vieja y la nueva historia de Estados Unidos. Leviatán, Mr. Vértigo o el mismísimo El Palacio de la Luna, son libros de viaje, algunos de ellos viajes iniciáticos, encubiertos movimientos que van descubriendo la geografía, ya inhóspita, ya enigmática, del mito americano.
Y así es, ¿cuántas veces no vuelve la vieja historia de la América indígena? ¿Cuántos paseos, viajes intentan ser reencuentro del protagonista, consigo mismo, con su pasado? El oeste, los parques, las calles y avenidas, los barrios, la “river side”.
De esos espacios, a veces recreados con un extraño amor, el extraño amor de quien los ha vivido, va conformando el oxígeno, no solo del personaje, sino también de la historia. La trilogía que sucede en Nueva York es una amalgama interconectada de historias que difícilmente podría acontecer en otro lugar. Es el propio Nueva York el que hila las historias y no la mera coincidencia de algún personaje en ellas. Es el ambiente un tanto ácido y deshumanizado de la gran ciudad el que respiramos, pero al tiempo gozamos del amor de la gran ciudad, saboreamos el pecado con un bocado de su sabrosa fruta, tal vez de las gentes, las anónimas gentes que hacen lo mismo, reiteradamente, fantasmalmente, distantemente, en la cercana, muy cercana lejanía.
La trilogía tiene demasiado de jungla en la que los personajes juegan al laberinto. En un determinado momento de sus historias, el enigma de los personajes está registrado en los trazos de los paseos sobre un plano. O la vida se desarrolla como una extraña observación del mundo entorno a través de la ventana, desde el refugio del apartamento o la habitación en donde, casi siempre, el cuerpo y la mente se descansan del alma urbana, cuando no reposa el pasado, el más desconocido de los pasados. En las calles, en las casas, entre las gentes, tal vez anda parte de nuestra biografía, y las vidas se cruzan como finos hilos de nylon que a veces son trampas mortales. Es el nuevo hado del contemporáneo mundo. Contemporáneo mundo en el que Nueva York es la gran manzana, no hay duda. ¿Qué mejor manera para expresarlo que los títulos de la propia trilogía?: "Ciudad de Cristal", "Fantasmas", "La habitación cerrada".


Brooklyn Follies, como me dijo Juan Miguel, “es una novelita, bien, curiosa, entretenida, nada extraordinario”. Sí, es curiosa, entretenida. Un curioso y entretenido retrato del barrio, “descorazón despalpitante” de la grandísima urbe. Sede de románticos y vencidos, sede de viejos vecinos, que por viejos ya son algo distinto del ciudadano anónimo del trilógico Nueva York. Nathan Glass renace en Brooklyn. No es extraña la fascinación de este personaje por las curiosidades paradójicas de la vida, lo que le lleva a escribir “El libro de las locuras de los hombres”, la alter historia de Brooklyn Follies. Las casas, los restaurantes, las bibliotecas, son el perfecto universo del Brooklyn austeriano. Frente a la trilogía, la humanidad, extraña humanidad, supura por estos personajes. Y si la trilogía es un enredo por donde la muerte asoma, Brooklyn rebosa vida y optimismo, pese a sus alocadas vicisitudes.
Lo que ocurre con estas dos obras de Auster, es que recrean ambientes, unos ambientes sentimentales, y cuyo sentimiento descansa en el estrecho vínculo que ata a los personajes con el espacio, un espacio casi desprovisto de historia. Ya sea Nueva York, ya sea el rincón de Brooklyn.
Otra cosa es el sueño americano que se desviste en los grandes y largos viajes. Pero esta es ya otra historia de la que alguna vez trataremos.
Por eso decíamos, malévolamente –cómo me gusta abusar de los adverbios terminados en “mente” una vez que supe de la antipatía que hacia ellos guardaba García Márquez- que hay algo de azorinesco en muchas de las obras de Auster, y es que, en efecto, los personajes no funcionarían las más de las veces sin el espacio que los envuelve, sin el ambiente del que respiran. Que el verdadero protagonista sea, tal vez, ese espacio, esa geografía. Un espacio envolvente que no requiere de grandes descripciones, no, todo lo contrario, breves, concisas y escuetas, soslayadas las más veces, insinuadas. Se las siente porque son objeto del amor, a veces del odio del propio Auster, quien las vive y ha vivido, a través de los personajes. Adivino a nuestro escritor, esta idea de progreso en la narrativa del americano, descubriendo cada día personajes, sintiéndolos en el sentir del lugar que pasea. Pero creo que este sentir tiene más de ensoñación -y vuelve mi malicia- es la ensoñación de un romántico que ve en Brooklyn, en Nueva York, lo que quiere ver; un extraño halo de “schopenhauerismo” y desidia finisecular recorre estos ambientes, como le pasaba a la literatura de Antonio Ruiz. Más que un sentir, es un modo de sentir. El modo personal de sentir de Paul Auster. Este sea acaso uno de los grandes secretos de la literatura austeriana.

A PROPÓSITO DE UNAS CONFERENCIAS SOBRE EL GRECO.

Prosiguen los actos y actividades que adelantan el centenerio de la muerte del Greco. Entre ellas, la exposición que ya reseñamos, así como un ciclo de conferencias de la que ahora nos hacemos eco, ambas celebradas en Ciudad Real. Otro se abre próximamente en Burgos.



DOÑA PALMA MARTÍNEZ BURGOS. UCLM Facultad de Humanidades de Toledo.
Antiguo Convento de la Merced. Diciembre de 2010, Ciudad Real.

La Doctora Palma Martínez Burgos, Profesora de la Facultad de Humanidades de UCLM, incidió en el extremado ambiente culto de la capital de Toledo cuando en ella se asienta el Greco allá por los inicios del último cuarto del XVI. Es este un factor en el que también abunda el clásico, Cossío. En efecto, pero entre las tesis de Palma y las de Don Bartolomé, media una pequeña distancia. La pretensión de la Doctora Martínez Burgos era mostrar en todo momento que el ambiente pictórico de Toledo andaba lejos de ser pobre, como corresponde a la que hasta hacía poco había sido la capital del gran Imperio. Además, algo en lo que abundar que no es de poca enjundia, era Toledo sede de la Catedral primada, de la que brota como hontanar el mecenazgo de la iglesia. Cossío por su parte no niega en abundar que Toledo tiene su importancia, aunque “no era ya esta ciudad en aquel tiempo capital política de la monarquía”. Y en este ambiente más laico, afirma “… al lado de tanto esplendor arquitectónico, escultórico y decorativo, contrastaba la pobreza en pintura …”
Es aquí donde cobra importancia la intervención de Palma Martínez, porque a redropelo, y merced a ciertas imágenes se puso en evidencia la conexión de temática y pictórica de las obras del cretense con otras de autores como Navarrete “el mudo”, o Luís de Velasco, o Blas de Prado. Es curioso, a propósito de estos dice Cossío: “… lejanos aún los espléndidos días de Ribera y Velázquez, cuando el Greco llegó a España, e insignificantes y vulgares, si los hay, entre todos, eran aquellos oscuros pintores de la catedral, Luís de Velasco y Blas de Prado, de quienes nadie se acuerda ya, y a quienes no podría menos que mirar con desdén nuestro Dominico en Toledo”.
Bueno, la verdad es que esto demuestra que, por supuesto, todo está siempre por estudiar. En breves pinceladas pareció a todos que, en efecto, Dominico tenía alguna conexión con su hacer, y con su proceder. Esto no quita para reconocer que tal vez la verdadera pretensión del Greco fuese la de participar como pintor en la obra del Escorial. Pero hace sospechar que en Toledo se afincó y que trató de agradar a una clientela que ya tenía ciertos gustos consolidados. No obstante, el Greco no renunció a ser el Greco.
De hecho, Velasco, o de Prado, estaban también vinculados al Escorial. El Greco abundó en otra suerte de originalidades, digamos, como ya se reconocería en su época, excentricidades.
Para la Doctora Palma estas salidas del tono en la época y el lugar, estas fábricas extemporáneas del raro Greco, se mostraron en distintas vertientes; las principales, a decir de la conferenciante fueron el paisaje, el tratamiento del desnudo, y la recurrencia al mito clásico.


Lo del paisaje es bien cierto. Toledo se convirtió en una obsesión de fondos, de espacios complementarios, de motivo por sí. Toledo inicia en el Greco la historia del paisajismo español. Un Toledo onírico a veces, real, extremadamente recreado otras. Un Toledo sin duda obsesivo.
El tratamiento del desnudo, que pasa a ser en ocasiones tema central (San Sebastián) no es menos llamativo para la profesora Martínez. Un desnudo que ha movido a reflexiones ambiguas pero que se sale sin duda de la mentecatez de época, y de la situación mojigata de la espiritualidad española, sustituida aquí por una sensibilidad más que carnal. ¿Era el Greco ese pintor atrevido y desafiante que nos quieren vender? Pero bien podemos pensar que la tradición pictórica en la que mamó el cretense era esta, al menos desde sus tiempos italianos. No era extraño que impostase ese proceder en la negra España.
Curioso es el Greco amante del mito. El caso de Laocoonte y sus hijos es notable. Aunque debemos reconocer que no es el asunto el mito, así, a verdad desnuda, sino el trato enigmático y extraño que ese mito adquiere. Cuadro raro, cuadro paradójico en el que, precisamente se mezcla eso, paisaje, mitología y desnudo.




MARI CRUZ DE CARLOS BARONA Y FERNANDO MARÍAS.
Antiguo Convento de la Merced. Ciudad Real. 12 de Enero de 2011.

La Doctora de Carlos introdujo al planteamiento de la exposición El Greco: los apóstoles. Santos y locos de Dios, celebrada en el Antiguo convento de la Merced y previamente en el Palacio del Infantado de Guadalajara. Dos espacios que por su naturaleza, habían requerido dos distintas resoluciones en su formato.
Las pretensiones eran dos. De un lado Relacionar el Apostolado con distintas estampas de la época, no por la inspiración formal, ni porque pudieran servir de modelo al Greco, sino simplemente para evidenciar la importancia que esta temática adquirió en la época. Sin duda, según Mari Cruz de Carlos, era un acompañamiento perfecto a los trece óleos del Greco.
En esta relación, la iluminación se erigía como el problema fundamental a resolver, especialmente, insistió, en las estampas.
De otro lado, abrir a la curiosa interpretación que sobre estos Apostolados del Greco se ha vertido en la historiografía desde que Cossío insinuase los parecidos de estos apóstoles con los enajenados. Sea. En este sentido la clave radicaba en los paneles pedagógicos y en los juegos que se derivaban de las distintas citas.

Por su parte, el Doctor especialista en el Greco, y gran conocedor de la Historia del siglo XVI, Don Fernando Marías, analizó la tesis extraordinaria de la vinculación entre locura y los cuadros del Apostolado.
Es el San Bartolomé el apóstol del Greco que da pie al famoso comentario de Cossío con el que se inicia esta historia, es verdad. Curiosa ocurrencia que iba a dar que hablar en un futuro y cuyo bagaje peregrino Don Fernando trataba de demostrar. Por tesis similares desde luego, pasaron autores como Camón Aznar, ansioso tal vez de vincular al greco con el misticismo del solar hispano, esos locos místicos. Pero va a ser el Doctor Gregorio Marañón quien lleve la relación hasta la absoluta perplejidad. Si bien el doctor no considera al greco un loco, sea, si considera que debió de inspirarse en locos. ¿Qué iba a ser si tan cerca estaba el Hospital del Nuncio? El Greco retrata, pues, místicos, enfermos de locura.



A tal extremo llevó la tesis el bueno del psiquiatra que retrató a locos con las indumentarias correspondientes al los personajes del Greco. Canta la similitud, Pero canta demasiado. La tesis, señalaba Fernando Marías era una vía perversa, un mundo de ficción con aires historiográficos, acaso cargado de buenos deseos, pero nefasto. Difícilmente, dijo, el Greco accedió a estos locos.
Fue curiosa a este respecto alguna intervención desde el público, sugestionado por este poder y proceder de la locura. No cabía duda, señaló el anónimo, que el procedimiento historiográfico y anecdótico de Gregorio Marañón peca de aventura. De esto no se deriva sin embargo que Domeniko no sintiese cierta atracción por personalidades tan diversas. Salió así a luz la labor de contemporáneos, cuya preocupación anduvo por esos derroteros, sea el caso de la locura tratada por Cervantes. O los locos que Velázquez y otros anteriores a él, también pintores de corte, habían pintado otorgando honorabilidad a las sabandijas de palacio. O las comedias que tenían al Manicomio del Nuncio como disparatado lugar de la trama, por caso en Lope de Vega. Ello demuestra sin duda una curiosa atracción por la locura en el siglo de Oro español.
Fernando Marías contestó desvinculando las pinturas del Greco de esas pretensiones, ciertamente humorísticas, y alejadas de un posible retrato de la locura misma, que es lo que parece presidir los cuadros del apostolado. Sólo hasta Goya, y el romanticismo hemos de suponer, señaló, no se da una atracción por la locura como tal. Sea digno de estudio, sin duda.

ART PROJECT de Google




Entre la realidad y la virtualidad: la virtud del Arte.

Ni Rembrandt ni Van Gogh crearon sus obras para ser contempladas en internet. Claro que nadie elige el uso de aquello que crea o inventa. El uso es algo, como diría Zubiri, que atañe al sentido de la cosa, y el sentido no es la nuda realidad, sino un modo de la realidad. El uso siempre viene después. Por lo mismo, la visita a un Museo virtual, pongamos por caso el Reina Sofía, no es, desde luego, la visita al tal museo, sino que, diríamos, participamos “en cierto modo” de esa visita, hacemos, pues, un uso de la visita real, este uso es la visita virtual.
Aún así, es verdad, podría decirse que, a pesar del carácter virtual de la visita, aún mantenemos en nuestro vocabulario museístico, ese valor que tanto nos gusta recrear y exaltar: “la emoción estética”. Pero ¿de qué emoción estamos hablando? ¿Se trata de la emoción derivada de la visita real al cuadro, o se trata de la emoción de la visita virtual, evidentemente distinta? ¿O bien podríamos decir que ambas emociones son la misma supuesto que la obra es la misma? ¿Aceptaremos que una emoción estética puede ser modal, plural? ¿Que hay muy distintos modos de gozar un mismo cuadro?
En efecto, ya el directo, museo, es un modo de contemplación Un modo distinto, sin duda, al de contemplar el cuadro en el lugar específico para el que fue ejecutado. Algo de esto vimos en una entrada precedente de este blog, a propósito de la Exposición del Greco en Ciudad Real. Desde luego, hay una realidad que es, parafraseemos a Ortega y Gasset, “la realidad del cuadro”. Una realidad inevitable que sobrevive a la circunstancialidad y al modo de conectar yo y él. El cuadro mantiene una serie de relaciones en su forma, estructura, técnica … el cuadro es el que es y sus relaciones se mantienen por igual dentro de su propio marco, ya sea en la coqueta iglesita apenas iluminada, ya sea en el gran museo de muros blancos, en el saloncito burgués o en el espacio virtual que dibuja mi pantalla de ordenador desde el Google Art Proyect. Por estas relaciones internas, propias de la obra de arte, yo puedo decir que este cuadro es de Juan Gris, o “La ronda de noche” del áureo Rembrandt. Es más, puedo decirlo porque ése, y no otro, es el cuadro que Gris o Rembrandt dieron por finalizado, según su voluntad creativa. Son “su” cuadro y no el cuadro del medio o el cuadro del espectador.

Dirán en efecto, y con acierto, que existen cualidades que están dentro del cuadro y que solo pueden apreciarse en el contacto visual directo, sin ningún tipo de intermediarios. Por lo mismo que puede decirse que el cuadro es algo que completa el espectador y que nunca termina el autor, que la experiencia estética es la de cada cual. Por lo tanto, que para ciertas exquisiteces perceptivas, la desaparición de intermediarios entre obra y contemplador resulta esencial. Sí, es cierto. Sea la tactilidad, sea cierto brillo en la materia impregnada … sean mil cosas, muchas que, sin duda, pudieron pasar desapercibidas incluso al propio autor. No obstante, esta justificación del directo no es muy distinta de otra según la cual la relación con una obra de arte también depende del estado de ánimo, o de la predisposición estética del espectador, en fin, de la sensibilidad. O quién sabe … ¿es que la buena y delicada iluminación de un lienzo en un pulcro museo es garantía de no estar falseando las pretensiones del Caravaggio de turno?

Esta problemática se perpetúa en las distintas aplicaciones que el ingenio fotográfico virtual nos permite realizar con Art Project. Uno puede crear su “Museo virtual” y jugar a ser Malraux, más que Felipe IV. Y por qué no, podemos jugar a ser Duchamp y pintar bigotitos en cuantas obras nos apetezca. Son proyecciones más o menos ricas del museo imaginario, nada más, multiplicaciones virtuales y reduplicaciones permutables de los fondos museísticos.

Asistimos, también, a la descomunal importancia que adquiere el detalle y la “micromirada”. Es como entrar con prismáticos en el lienzo, trasunto que sin duda nunca fue el objeto del artista; a no ser el de ese excéntrico de Leonardo. Ahora bien, trasunto que nos sirve a todos para adquirir información sobre la técnica, sobre el proceso, sobre las condiciones, etc.; esto es, para hacer ciencia de una obra creada y ya irrectificable. No se trata de anular la visión general (que es la predominante) sino de complementarla, o eso parece. ¿En qué sentido podría ser la micromirada el sentido del cuadro? Las dimensiones físicas y reales, se supone, siempre tienen algo que decir, si no es que dicen lo principal. Y estas, casi nunca están presentes en la mayoría de los medios. Baste citar que la carrera de Historia del Arte es más que nada una carrera de manuales y de reproducciones. ¿Diremos que la emoción derivada de la micromirada, por no hacer de todo ciencia, es la misma que la que se deriva del cuadro de tamaño real? ¿Diremos que es distinta? ¿Qué la complementa? ¿O que, simplemente, no es emoción?

Difícilmente puede nuestra época escapar al proceso de la reproductividad técnica. ¡Bendito Benjamin! Pues bien, es este el mismo que el de la “virtualización de la realidad”. Y ambos forman parte de un problema aún mayor que por el momento los deja insolubles, es el problema de la definición de qué sea la realidad. No se preocupen, no se resolverá la virtualidad así como así. Adelantemos no obstante una hipótesis: ¿existe en realidad lo virtual? ¿Puede existir la realidad virtual? Y entonces el lío se agranda porque, ¿qué otra cosa es el arte, y ha sido, sino realidad virtual? La realidad del cuadro no es sino la virtualidad del cuadro. En fin, que tamaño problema no se resuelve si no nos ponemos de acuerdo sobre qué es la realidad. Y luego sobre qué sea la realidad del arte. Total nada. En tanto, estamos en la época del “todo vale”, y el Project Art de Google es eso, una radical expresión de ese “todo vale” en la época de la reproductividad técnica. Allá cada cual. Tal vez esto dé libertad al espectador, y si cabe, más áurea al original. ¿O ya no existen originales? ¿Estaremos pasando de la versión platónica a la inversión platónica? Saludemos a esta inversión del platonismo: ¡salve Art Project!