TODO ES MERCADO, mercado del arte, por supuesto.



SYLVIE FLEURY: Golden Supermarket cart.


Ginebrina de 49 años, Sylvie Fleury es una artista. Apenas puede decirse algo más. Los artistas viven del arte, su objeto, su vocación y el motivo de sus desvelos es el arte. En general, el Arte. Y el Arte, hoy, conforma un cosmos, un espacio, una geografía. Así que el artista debe de explorar, conocer, describir, y a ser posible, recrecer ese cosmos, ese espacio, esa geografía. Sylvie sale al cosmos del arte con su carrito de la compra. Este es el asunto de su arte y el objeto de nuestro escrito, porque ¿qué es este carrito?


El carrito de la compra.


El carrito de la compra es de oro. Apoya sobre un pedestal y espejo que lo refleja. Dice Francisco Javier San Martín: “… el vulgar carro de compra de una gran superficie se encuentra instalado sobre una peana de cristal giratoria, como el último modelo de una marca de automóvil, … en lugar del vulgar aluminio, el carrito de esa compra ideal es de oro, de oro puro. ¿Qué productos meteríamos en ese carro? Evidentemente no un manojo de puerros y el pack de doce botellas de leche, sino un frasco de Chanel 5, unas sandalias de Gucci y cosas parecidas …” [Arte y parte, nº 91]

¿Y por qué no el manojo de puerros? Después de todo, cuanto decida la autora echar al carrito será ya arte. El carrito es, de hecho, el gran convertidor. Lo que ha hecho Fleury ¿no es acaso idear el perfecto aparato transmutador? El convertidor de lo real en simbólico, de lo vulgar en artístico. El carrito es un espacio vacío digno de ser llenado. Es como el vano retrato de Xanadú, el continente palacio que el pobre Kane se creó y en el que revivía su soledad duplicada en los espejos. Aquí el carrito de oro se reduplica sobre el pedestal exhibidor, deseando transmutar cuanto pase a formar parte de él. Pero no nos engañemos, Kane tira del carro. Y a nadie le gustaría ser Kane. O sí, y llenar el espacio de antojos millonarios, de caprichos inservibles y vacíos; como unos zapatos de Gucci tal vez. (Nadie se alarme, no, porque el crítico use esta terminología, ambigua, extraña, y tocada de la ironía. No, ocurre que la crítica no ha de ser ni más ni menos que lo criticado. Y la obra de Silvia se nos antoja ambigua, extraña, irónica. La crítica es un pedestal espejo).

Pero prosigamos. Que las miras de nuestra artista estén puestas, muchas veces, en los diseños de Gucci o Prada, no quiere decir que los puerros no puedan entrar a formar parte del carrito. No sabemos si deberían ser, eso sí, “Carretilla”, o con denominación de Navarra o La Rioja, o simplemente a granel; lo que parece es que la “marca” ha de ser motivo de importancia. Muy importante en la obra de la suiza: la marca, diremos, marca. Aunque no debemos dejarnos engañar, Fleury expone un carrito, no la mercancía. Estamos invitados a contemplar el carrito con el que se hace la compra. Invitados a contemplar, pero no a hacer la compra, esto es lo doloroso del carrito. Bueno, a no ser que el avisado contemplador decida comprar este exultante aparato. Podría entonces disfrutarlo por sí mismo, o disfrutarlo como herramienta transmutadora, esto es, como carrito para ir de compras, para hacer arte. En rigor, este carrito podría ser un ready made, sí, pero más que ello es un símbolo, un icono, un icono áureo. No se conforma únicamente con suplantar la realidad, es decir, con invertir la función y pasar de práctico a contemplativo. No, aquí hay algo más, hay una terrible voluntad de dorar lo que no es dorado, de empolvar de arte lo que no lo es. Tiene de táctica, lo que el bizantinismo tiene de técnica representativa: el dorado lo es todo, el oro es lo metafísico, lo trascendental: lo que hace al icono, al símbolo.

La fuente de Duchamp necesitaba de la sala del museo para bautizarse en arte, para convertirse en obra artística. En el sentido más radical, a lo mejor requería de la firme voluntad transformadora del artista, de la inversión radical de su mirada. El carrito de Silvia no, es autónomo, su resplandor dorado, su valor, ese oro, lo hace ya artístico. No necesita del contexto, ni de la firme voluntad herética del vanguardista. Es una pieza valiosa. Es el museo, la sala de exposición que espera su urinario, el perfecto continente. Uno puede encontrar bellos los urinarios. Correcto. Pero si alguien puede encontrar bello un carro de superficie comercial, ¿cómo no habrá de encontrar más bello aún el carro áureo, este carro de Apolo antojadizo e irónico?

Sin duda, estamos ante una valoración sobredimensionada del carrito de la compra, y esa sobredimensión se la otorga el oro. Oro, precisamente lo que le sobraba a Kane. Leamos entre líneas: lo que hace a algo arte es el oro. Y no se trata de obras crisoelefantinas, o vaciados de oro puro. No, se trata de que el valor lo decide el metal valor. El dinero decide y manda sobre el arte. ¿Es este el terrible comunicado, el paradójico comunicado que se esconde tras de la obra de Silvia Fleury?


“La sombra se disuelve de forma natural”.

Eso al menos se lee en el pasamanos del carro. Pobre Kane, invitado a meditar en tanto tira del carro, vacío o lleno de conversas mercancías. Febo y las sombras. Pero, ¿quiénes son en realidad las sombras? Esas sombras que por otro lado no deberían preocuparnos porque más tarde o más temprano se disolverán sin posible remisión. Sombras: aquellos productos que no entran en el carro. Sombras: aquellos que entran pero no serán consagrados como obra de arte. Sombras: dudas al comprar. Oh, ¿el cosmos del arte está lleno de sombras acaso? ¿Platonismo? No podíamos imaginar que Silvia Fleury se apuntase también al debate del platonismo. Lo ideal y bello y verdadero frente a lo material y feo y falso. La luz áurea y reverberante frente a las tinieblas y la espantosa oscuridad. La verdad y sus degradantes copias, degradación de la belleza y de lo justo.

Pero, ¿cuál es la sombra, el de aluminio o el de oro? Este de oro que firma Silvia Fleury o esos otros, copias de copias que hacen largas colas en los supermercados esperando el euro redentor que los rescate por unos minutos, o tal vez para siempre. Creemos que está claro, estos otros son los mortales. Estos otros son los que se disolverán entre las sombras, tal vez cuando ya los supermercados no necesiten de sus servicios. Pero el de Silvia ahí estará, compartiendo espacio con el David de Miguel Ángel, otro resplandor del cual los hombres corrientes de carne y hueso son meras copias.


El mercado y por extensión el mercado del arte.

Ya no hay forma de separar el arte del mercado. Ni la obra de arte de la mercancía. El artista es una incisión en el mundo del mercado. En nuestro cosmos, no solo el estético, todo se ha transformado en valor. El valor permite la compra. Todo se compra. Lo barato y lo caro. Pero caro es aquello que luce, aquello que reverbera, aquello que no se disuelve como sombra, que tiene el poder de transmutar la vulgaridad. ¿Qué da luz a este objeto? El objeto que luce es caro porque es arte; no pertenece al triste reino de las sombras. Está claro, lo que da luz al objeto es la voluntad artística. Y, claro, no hay voluntad artística sin marca, sin oro. Esta es la paradoja, acaso la paradoja del arte contemporáneo. Y entonces Silvia, ¿denuncia o confirma? Tanto da ...