SUNSET PARK de Paul Auster

Es Sunset Park la última novela de Auster. Bueno, la última hasta el momento. La última y, se nos antoja, la de siempre. El ciclo cósmico austeriano revierte, vuelve con contadas excepciones bajo la pasta.

Aires de juventud, aires de crítica, aires de los aires de la gran manzana; aires si cabe de mayor desencanto, más amargos. La vena combativa, se le ha caído a Auster en esta historia de Heller y otros tantos Heller que vagan por las calles de América. Hay como una flojedad, como un no poder cambiar las cosas. ¿Será este el nuevo atisbo del siempre prometido nuevo Auster? Claro que si nos cambian a Auster ...


SUNSET PARK.


El narrador.


Valga un fragmento: No, no le encontraba sentido alguno. El muchacho ya estaba enteramente confuso para entonces, pero le daba pánico reconocerlo ante su padre, que hacía esfuerzos por tratarlo como a un adulto, y aquel día no se sentía a la altura, el mundo de los adultos era insondable para él en aquel momento de su vida y se mostraba incapaz … [Miles Heller, 4]. O este otro: A él no le importaba que no le hubiera gustado el concierto de la Mob Rule al que asistió … ni tampoco le preocupaba excesivamente el hecho de que a él sus cuadros y dibujos le parecieran sosos … Lo que contaba era que parecía disfrutar oyéndole hablar y que nunca le decía que no cuando la llamaba. Algo en él reaccionaba a la sensación de soledad que parecía envolverla, le conmovía su callada bondad y la vulnerabilidad que había en sus ojos, y sin embargo, cuanto más se afianzaba su amistad, menos sabía qué pensar de ella. Ellen no era una mujer carente de atractivo…[Bing Nathan]. No es del todo una estrecha connivencia del narrador con el personaje, su personaje; sea Miles Heller o sea Bing Nathan. No, hay además una cierta participación congénere, una especie de empatía extraña en la que las psicologías del narrador y del personaje se aúnan y se corresponsabilizan. Y no solo. La personalidad del narrador campa a sus anchas con su tono irónico y distante, campa como un juez por los espíritus de los personajes, por sus más íntimos entresijos. Y así puede narrar toda esa amalgama de sentires de Miles Heller hacia su padre diciendo que “el muchacho” estaba confuso, ¡el muchacho!, cuando en realidad lo que estamos siguiendo es el discurso sentimental y profundo del propio Miles. O llegados a esa familiaridad con la que el narrador toma los asuntos de sus personajes para exponerlos -no los asuntos, mejor los sentimientos, sus sensaciones- no acabamos de discernir qué pertenece a él, la tercera persona, y qué pertenece a Bing Nathan por ejemplo. Si dice que algo en él (en Bing Nathan, en cuyos pensamientos deambulamos) reaccionaba a la sensación de soledad que parecía envolver a Ellen … ¿se nos describe la realidad? ¿Se nos refiere cómo son las cosas? ¿O por contra se nos dice cómo las siente Nathan? ¿O el que las siente es el autor, el narrador? La narración es la narración de una tercera persona connivente. Un conocedor no de los hechos que actúa como el dios creador de la novela; sino aún peor, un conocedor de las emociones, un narrador que expresa el trasfondo de ironía que le embarca en la observación de sus personajes. Y lo que ocurre en realidad, es que el lector sigue a un tiempo dos psicologías, la irónica y empática del narrador, la balbuciente y ahíta de dudas y miedos de los personajes, esos personajes que todos somos y de los cuales, aquí mejor que nunca, se nos enseña que debemos de reírnos. Tal vez, el narrador connivente es una de las más excelentes creaciones de Paul Auster en Sunset Park. Los personajes.

Ese lector que todos somos, enfrentado a la doble cara de su realidad, va a conocer un mundo al través de sucesivos personajes. Los capítulos de la novela no son tales y tienen nombre propio porque son las personalidades las que nos guían. Ellas están concatenadas, unidas, sus mundos se solapan, rozan, friccionan y confunden. Miles Heller, Bing Nathan, Alice Bergstrom, Ellen Brice, Morris Heller … Se extienden por la realidad y la presentan. La presentan distorsionada, incompleta, partidista. Nos encontramos ante un juego de “perspectivismo” por parte del autor, de manera que nosotros, lectores, nos vamos haciendo una idea de la realidad que envuelve a los personajes, y si bien pretendemos hacernos con una idea precisa de esta, más objetiva, más real, tenemos la terrible sospecha, acaso por la presencia del narrador connivente, de que la nuestra no es más objetiva, ni es más real que la que viven los personajes, que a lo sumo es otra, otra más, otra perspectiva. La realidad es inasible. Debemos conformarnos con ella, tal cual. Esa es, tal vez, la angustia que sopesa y pesa entre los personajes de Sunset Park. La realidad es como la vieja casa ocupada del barrio de Nueva York, frente al cementerio. Es el lugar simbólico de la realidad inaprehensible. Lo que mueve a los personajes es que difícilmente lograrán establecerse en ella, la realidad, definitivamente. No obstante la historia avanza concatenando pensamientos, concatenando reflexiones. Vamos viajando dentro de los personajes, zaheridos por los comentarios del narrador. Y así vamos pasando por las vidas de todos. Y descubrimos que Miles es una sensación o un amasijo de sentimientos en la vida de Bing. Que Bing lo es en la de Ellen, y esta en la de Alice y Alice en la de Miles, y Bing en la de Morris y Morris en la de Miles. Y las perspectivas fugan y se rompen, y no se sostienen y enlazan con otros personajes secundarios y aun terciarios. Por eso tiene que terminar la novela con el personaje con que inició, el personaje que labra su purgación espiritual, Miles, quien representa el drama merced al cual realizamos nuestra introspección en nuestra propia realidad.


El personaje prototípico. (Tópicos I).


Dentro de la literatura austeriana, no podía ser menos, Miles Heller es un personaje prototípico, o el típico personaje. Vamos, que se halla muy en la línea de lo que hemos llamado los tópicos de Auster. Miles Heller, en efecto es un tópico. Joven, universitario que ha iniciado estudios de literatura. Joven desarraigado, de drama interno. Joven que viaja, que busca en el viaje la resurrección personal. Buen lector, muy buen lector. Lector que reflexiona sobre la teoría literaria y aplica la realidad que se vive a las ficciones leídas o viceversa. A Miles Heller le gusta el beisbol, le gusta mucho, es un teórico de sus entresijos. En lo hondo, guarda un drama que no comparte. El drama que le hace nómada, incomprendido, distinto. Y este drama es uno de los clímax de la novela. Su resurrección se pone en manos de una mujer; ahora una jovencita hispana que aún no ha cumplido la mayoría de edad. Entorno hostil, opaco, refractario: mundo adulto, sociedad, economía, política, Estados Unidos, Bush. En fin, Auster, el mismo, el de siempre.


Temas prototípicos y la historia de América. (Tópicos II).


El beisbol. La novela es una manifestación paralela del drama vital; los jugadores de beisbol son como los personajes, seres sufrientes de realidad, ejemplaridad rediviva (son los personajes de cuarta categoría). Auster viaja por la historia social del beisbol, por las biografías de sus jugadores, trayendo su anecdotario a las páginas del libro. El beisbol es una intermitencia paradigmática y persistente. Una fruición de Miles y Morris Heller, Paul Auster y el lector a partes iguales. ¡Lástima que gran parte de este sentimiento escape al lector español! Podría haberse hecho una traducción transgresora vertiendo al fútbol lo que era beisbol. Claro que ya no sería Auster.

La literatura. Los libros. Títulos y autores. Ficción y realidad sobre la literatura se mezclan y se agitan, se convierten. Supura la literatura. Tiene Auster mucho de crítico, y más que de crítico, de teórico literario. Pues bien, no puede, no consigue quedarse al margen de sus reflexiones sobre la literatura creada y sobre la creación literaria. Así es Auster, un incontinente que se ve obligado a usar a sus personajes en el beneficio de su extroversión crítico-teórica. Nueva York. No podía ser de otra manera. Un repasito a la ciudad. A sus rincones escondidos y coquetos, que son los rinconcitos del incontinente Auster. ¡La geografía austeriana!

Y faltaba más, la historia de América. ¿Cómo eludir la responsabilidad de viajar por la historia americana? La historia de sus gentes, de su democracia. Sus lugares y las psicologías a ellos apegadas. La guerra del Vietnam, las guerras mundiales en las que se vio embarcado Estados Unidos. La película Los mejores años de nuestra vida, de Wilder, campa a sus anchas por la novela. Aparece y reaparece: en forma de tesis doctoral, en comparativas continuas con la realidad, en forma de reflexiones de los personajes, en forma de crítica y teoría del cine. Así es como utiliza el narrador el personaje de Alice Bergstrom. Los mejores años de nuestra vida es un inciso en la apreciación del american way of life; acaso un homenaje a generaciones pasadas. Pero en el trasfondo está Irak, la intervención americana en el Oriente Medio; los dramas de la actualidad austeriana, que es el drama de América, con la sombra exorcizada de Bush y el republicanismo militante en el horizonte.


Crisis. Bancos y víctimas. Otras críticas: Bush, Irak o China…


Todo se inicia con fotografías de cosas abandonadas en las casas de desahuciados. La historia empieza siempre por lo cotidiano. Gentes que han huido a toda prisa, avergonzadas y que seguro, nos dice el narrador, viven ahora en casas mucho peores que las que han dejado. Nuestros jóvenes protagonistas, en este ambiente, ocupan una vieja vivienda abandonada en la zona de Brooklyn llamada Sunset Park, frente al cementerio de Green-Wood. La rehabilitan y allí esperan pacientes a que los funcionarios judiciales, los del Ayuntamiento o la policía, les conminen al abandono. Las gentes dejan sus hogares, si, y en la huida dejan sus cosas que es como dejar parte de su biografía. A los jóvenes les pasará algo parecido. Sus varias biografías, a un tiempo, es esta novela. A estas varias biografías, está claro, les ha tocado vivir una crisis. Una crisis que es la misma para todos y que sirve de trasfondo y contexto a la novela. Aunque la crisis no es solo económica y social, es una crisis existencial y es una crisis de valores. ¿No es una crisis de la democracia americana? Algo de esto late también en el sentido que toma la novela en la acción irónica y tullida del narrador. Heller Books, la editorial de papá Morris, está a pique. Eso es una crisis existencial, una crisis de valores, la crisis que lleva a América al abismo; porque está claro que si no se lee, difícilmente Auster venderá libros. Si, la cultura, la superestructura paga los platos de la mala política. Esto es lo terrible: la libertad se aqueja, porque, entre otras cosas, si quiebran las editoriales independientes, es que quiebra la libertad. Y entonces podría pasar lo que pasa en China, lo que ocurre con Liu Xiaobo, lo que ocurre con los Derechos Humanos allá. Un trasunto que flota y reflota de continuo en nuestra novela. Una historia que seguimos interesados y de la que mamamos injusticia. Auster se nos hace político. ¿Retrata la sociedad? ¿Recrea la sociedad? ¿Exagera la sociedad? ¿Critica la sociedad? ¿Amenaza a la sociedad? ¿Deforma la sociedad? Es decir, la sociedad que le ha tocado vivir. De ahí la firme resolución por la que ha de compaginar, mezclar, ficción y realidad. Personajes reales y personajes del imaginario prototípico. Pero esto no es nada extraordinario en Auster. Es, en efecto prototípico.


Clímax en el puzle.


Con todo, la obra de Paul Auster no es un aquietado mar de crisis. No es el triste fenómeno exógeno por el cual se navega, mejor o peor, en estos nuestros días. Hay rupturas narrativas, clímax diría, en este extraordinario puzle biográfico. Profundidades insondables que atañen a lo humano, paisajes abisales por donde transcurre la finitud, lo espiritual, lo existenciario. Estos clímax llevan en la novela la marca de la muerte. No podía ser menos. Miles empujó a su hermanastro de forma fatídica en una carretera de las Berkshires. Bobby muere. Esta acción siembra el dolor y el desconcierto entre los seres allegados. Miles ya no será el que era o el que iba a ser, y el resultado de esa muerte es esta novela. Por su parte, Suki, preciosa y hermosa joven de 23 años, hija de Martin Rothstein, escritor, se suicida en Nochebuena en Venecia. Aunque venga por los pelos, su historia está ahí. Y Ellen Brice, embarazada, decide abortar. No será la misma después de aquel terrible acto. Nadie es ya el mismo después del clímax.


¿Tampoco Paul Auster es el mismo? ¿O es que aún estamos en el climax?

LOS CAMINOS DE LA NEUROCIENCIA Y DE LA LIBERTAD





Apostillas a los experimentos de Benjamin Libet.

El nº 356 de Revista de Occidente, correspondiente al mes de Enero, guarda una serie de interesantes artículos bajo el epígrafe de “Libertad y cerebro”. Ya sabemos, a estas alturas que fisiología, neurobiología, son las proyecciones de la ciencia que exploran los laberintos del cerebro, y al tiempo, acosan los tradicionales caminos de la ética, la noología y gnoseología, del sentido común y de las acendradas ideas de otros tiempos. Parece que con la neurociencia hubiese regresado con todo su ardor combativo el materialismo. Ya que siendo el cerebro materia, y siendo esta materia de entresijos complicados la responsable de nuestro comportamiento y actos, no es de extrañar que los actos y el comportamiento se tomen como iniciativas de la materia. Claro que, ¿supone esto aceptar, así sin más, la tiranía indiscriminada de las partículas, de las mónadas vitales? Desde luego que difícilmente lograremos suponer una fuente de energía exógena al cerebro que se responsabilice de su funcionamiento. Pero tampoco debemos caer en la trampa de suponer que la física de partículas es lo último y primero. No extraña, no, por lo tanto, que el monográfico de la revista se titulase “Libertad y cerebro”, ni extraña que en todos o casi todos los artículos que lo componen se encuentre alguna interesante referencia a los experimentos de Benjamin Libet.
Atención, porque nuestra supuesta libertad se halla en cuestión, ahora, precisamente ahora, cuando parecía más incuestionable que nunca.

El experimento de Benjamin Libet.

Usted sitúese frente a un reloj, a ser posible provisto de segundero. En cualquier momento –pero conserve en su memoria qué momento, es decir, la posición del segundero- usted debe de mover un dedo. Antes de moverlo, no faltaba más, Usted habrá decidido moverlo. Para usted la decisión es previa al acto de mover su dedo. Bien, pues esta es para Libet la impresión subjetiva de la acción, pero no es la verdad.
Extraños cables le tenían conectado al maquinucho del Señor Libet, a fin de compaginar su impresión subjetiva con otras objetivas, vamos, de observación científica. Y así, la máquina ha detectado la actividad eléctrica implicada en el movimiento de su dedo. Otra ha cartografiado el readiness potential de la corteza cerebral previo al movimiento voluntario.
En fin. Su percepción subjetiva es la que es. Pero el señor Libet le dirá lo siguiente: en efecto, el deseo de mover su dedo precede al movimiento en unas décimas de segundo. Pero su readiness potential le precede en cinco. Esto es, precede a su deseo. Esta extraña y previa fuerza, auténtica instigadora, y no usted en el ejercicio de su libertad estricta, es la causa del movimiento del dedo. Ya, uno se queda aplanado.
El propio Libet usó su experimento para demostrar la incompatibilidad de lo que llamamos libertad con el funcionamiento del cerebro. Al margen de la naturaleza de los maquinuchos utilizados, al margen de la interpretación, método y planteamiento del experimento, lo cierto es que Libet ha despertado enconadas posiciones un tanto periclitas a propósito del problema del libre albedrío. Hasta el propio Libet ha tenido tiempo para corregirse. Los artículos que componen este monográfico de Revista de Occidente, desde luego, tampoco han podido escapar, como gran parte de la neurociencia actual, al ensayo de Libet, son, en el fondo, plurales respuestas a su experimento.



El emérito de Fisiología Don Francisco J. Rubia, en el artículo que titula “El controvertido tema de la libertad”, señala que tales experimentos son poco determinantes, pero sí que han abierto un amplio campo de polémica; entre deterministas y no deterministas; incompatibilistas y compatibilistas. Estos últimos son los más acertadamente críticos con la tesis de Libet; Wegner, por caso, la resume con cierto laconismo: las causas de una acción y la sensación subjetiva de voluntad libre no coinciden en el tiempo, simplemente.
Desde luego, lo que sí queda claro, a decir del autor, es que los fenómenos exógenos a la propia actividad cerebral se alejan de los presupuestos científicos, Ya sea el alma, ya sea el tan usado “Yo”, triste homúnculo viviente en el cerebro. Es tesis descartada ya por la neurociencia. La libertad, faltaba más, sería otra de las quimeras.
Sin embargo, es curiosa la afirmación del profesor Rubia cuando señala que el experimento de Libet demuestra cómo el yo consciente antedata la impresión subjetiva convirtiéndola en causa de la actividad cerebral. Aunque no sea así, la impresión (me refiero a la falsa sensación subjetiva de iniciativa) es primada, como si el cerebro quisiese responsabilizar a algo así como el individuo, o el sujeto. Evidentemente la voluntad queda muy mal parada. Queda malparada la libertad y queda malparado nuestro dominio de la inteligencia, o los conceptos “persona”, “moral” o simplemente “delito”. Los pilares de nuestro mundo se conmueven y tambalean. ¿Responsabilizaremos a la materia de nuestros actos? Bueno, esta pregunta está hecha desde el extremo marginal de los acontecimientos, y a mala uva.

José Manuel Delgado García no parece prestar una especial atención a estos experimentos “libetianos”. No por nada, sino porque la propia estructura de la materia, su continuada renovación hace imprevisible el funcionamiento del cerebro. Es decir, ¿a qué materia vamos a responsabilizar si estamos, está en continua mudanza? Es precisamente el cerebro el que aporta la continuidad necesaria para la función motora, intelectual, sentimental del individuo, del sujeto, esto es, beneficia la subjetividad. Algo hace del cerebro una unidad Delgado García adelanta que bien podría tratarse de la actividad neuronal rítmica de los centros talámicos, por el que se agrupan y armonizan en breve tiempo todas las acciones o trabajos sectoriales del cerebro, dicho así, burdamente, como si se pasase un rápido escáner.
Si elegimos, dice el autor, es porque tenemos deseos contrapuestos. Llegados aquí, no es extraño que el autor cite al filósofo Zubiri y a su inteligencia sentiente: no elegimos desde la absoluta libertad, desde luego, sino desde cierta sentiscencia por la que estamos en el mundo y somos parte del mundo.
A fin de cuentas, el cerebro es igual al comportamiento –dice-. Gloriosa y resumida ecuación, y en efecto, habrá de serlo si consideramos que después de todo escribir un poema es un ejercicio del sistema neuromuscular. No puede, no debe haber una voluntad al margen y por encima de la materia, es obvio … pero ¿es este el problema de la libertad?

A lo mejor es que el cerebro en ese su ir haciéndose, va haciendo nuestra libertad, esto es “su” libertad. Terrible esto, porque tal vez en el ir haciéndose participan pues más cosas que la materia bruta y brutalmente física. Juan Vicente Sánchez Andrés, pone su atención en la teoría de los circuitos sinápticos, heredera de la doctrina de Cajal. Presta así su atención al mecanismo transmisor y receptor de los circuitos cerebrales, eludiendo el dique con el que se estrella la neurociencia, incapaz ya de abarcar una explicación del funcionamiento del cerebro desde sus componentes físicos elementales. La genética, la experiencia del –digamos- individuo, son ahora fundamentales a la hora de explicitar la actividad cerebral, y en consecuencia la capacidad de elegir.
Claro, enuncia también a Zubiri, porque el hombre se proyecta en diversas dimensiones, sea la social, la histórica por caso, inevitables, insoslayables, partes de su sustantividad, y sobre las que fundamenta su conducta. Menciona también a Goleman o Damasio, ya que el mundo emocional también cuenta, ¡y cómo cuenta! Los parámetros de la actividad cerebral se disparan, y si bien se puede esperar una determinación de la conducta, la predicción es poco menos que imposible. Es como si el ser humano hubiese labrado sus caminos de actuación a base de ahondar en esa red de circuitos sinápticos, como si en ellos pudiese residir ya su libertad o no.
No es extraño que Sánchez Andrés parta de la idea de cómo el propio Libet corrigió la lectura de sus primeros experimentos, pensando que el sujeto podría inhibir o vetar la ejecución de una acción de los circuitos cerebrales.

No sé si a esto lo llamaremos libertad o simplemente a priori de la moral, vamos, moralidad. Por eso, el catedrático de Psiquiatría Demetrio Barcia señala que el problema de la libertad, debiera abordarse desde fundamentos antropológicos. Parece que el “sentido moral” es algo innato en el hombre, como ya avanzara F.J. Gall, siempre en relación a la vida en manada. La neurofisiología apenas puede explicar la realidad humana, su comportamiento. Hay un elemento insoslayable, esa persistencia del sujeto, ese acontecer de la responsabilidad.
Que exista una conexión entre responsabilidad y función-estructura cerebral es indiscutible, muestra de ello son las distintas “amputaciones conductuales” producidas por lesiones en los lóbulos temporo-límbicos, lóbulos centrales y estructuras centroencefálicas. Pero la lesión, insiste Barcia apoyándose en las tesis de Jackson, Luria o Goldberg, implica un síntoma que no es una disfunción, sino una organización cerebral o vital en un nivel distinto o inferior.
Si en efecto, son los lóbulos frontales los encargados de recopilar la información de las restantes estructuras y de coordinarlas, habremos de suponer que existe una ejecutividad, un cerebro ejecutivo que es algo muy parecido a nuestra subjetividad. He ahí el origen de la responsabilidad.

Es posible que nuestro conocimiento sobre el cerebro haya avanzado muchísimo. Mas sigue siendo una incógnita. Seguimos sin conocer los microelementos que apoyan su funcionamiento y lo hacen posible. Vamos de bruces al concepto de materia que no es mas que un argumento metafísico, precisamente del que la neurociencia pretende huir. Pero así es, y nuestro cerebro se regenera en tanto persiste la impresión del yo, de la subjetividad, en tanto digo que estos recuerdos y deseos son los míos y en tanto decido con ellos y sobre ellos, o eso creo. Si nuestro cerebro actúa como un escáner unitario, si los circuitos sinápticos y las conexiones van labrando nuestra personalidad, si en algún sitio ha de residir la responsabilidad, habremos de concluir o bien que la subjetividad es necesaria o beneficiosa, que es inevitable, aunque sea falso, o bien que no existe otra posibilidad de organizarnos en la realidad, que es esta nuestra naturaleza, y si cambia, que habrá sido y que el cerebro nos adapta a nuevas situaciones, nos recrea. Si esto es Kant, pues bien venido. El hombre, o su cerebro, es demasiado, demasiado incluso para la ciencia más ambiciosa: intelige, pero también “siente”. Es individual, pero tiene una dimensión social, una dimensión histórica. Abarca la experiencia, y es filético. Sabida la herencia material, el carácter material del cerebro, la antropología es una salida airosa, pero no más allá de una explicación posible amparada en la observación y el contraste. La libertad siempre estará sometida a la presión de la determinación … ¿qué sería si no entonces? Baste decir que no hay dos cerebros iguales.