LAS ATLÁNTIDAS. El problema de LAS CULTURAS



En 1924 Ortega y Gasset firmaba Las Atlántidas, texto de un “librote” curioso en el que el protagonismo se lo lleva la cultura o la etnografía, o por mejor decir, las culturas, las otras culturas. Esas lejanas en el tiempo, y en el espacio, “culturas otras” en las que merced al inusitado interés que habían despertado allá por los inicios de siglo, así como por las formas de recepción que tomaron, sirvieron al curioso Don José para certificar un diagnóstico en firme de la mentalidad europea. Daba cuerpo de esta manera a algunas de las sospechas que venía barruntando su joven filosofía. Más que nada, se trata, con las Atlántidas, de las quimeras, de los sueños de la civilización occidental contemporánea puestos al desnudo, exhibidos, ante la perfecta excusa de la exhibición de lo distinto, de lo “alter”.

La moda entonces. Una moda que perdura.
En un principio afirma Ortega que este interés tal vez se deba a una moda, como todas las modas pasajera y caprichosa. Es la moda de las Atlántidas, de la atracción por esas “culturas sumergidas o evaporadas” que de repente destellan en la atención del europeo. Un capricho, una atracción de lo remoto en el tiempo y el espacio, que, no obstante –señala- hay que analizar, pues resulta aún más curiosa si la enfrentamos con la incapacidad que los europeos muestran en la resolución de sus conflictos domésticos, es decir, los políticos y económicos. Tendríamos que preguntarnos entonces ¿Son las Atlántidas una huida del presente? Si, una huida del presente de 1924, pero ¿y si las Atlántidas siguieran presentes en nuestro tiempo, casi cien años más acá? ¿Y si Europa aún fuese incapaz de resolver sus problemas domésticos y mirase sin embargo allende, al otro? Las Atlántidas serían todavía nuestro problema, persistirían como el mismo problema, o un problema muy aproximado al que diagnosticara Ortega.
Y de hecho, aún tenemos el miedo a lo distinto metido en el cuerpo. El miedo y la veneración, todo sea dicho. Aunque también la incapacidad para mirarlo como distinto, porque aún no se sabe qué hacer con el otro, y peor, se duda de lo propio. Y en tanto, Europa es incapaz de resolverse.

El horizonte histórico.
Para el mal del otro, Ortega halló cierto consuelo intelectual en el concepto de “horizonte histórico”. Horizonte histórico participa grosso modo de su teoría del “perspectivismo”. Los individuos, las culturas en este caso, no son otra cosa que posibles perspectivas del absoluto humano, del humano universal. Proyectos limitados de todas las posibilidades. Las perspectivas son, sin embargo, no límites, sino visiones ciertas de esa verdad que es la verdad del hombre y del universo. Por eso recomienda Ortega, acaso bajo el amparo de las doctrinas de Dilthey, que conviene fijar el horizonte “de la vida que queremos entender”, es decir, se trataría de ser capaces de comprender las otras perspectivas, las otras culturas, las Atlántidas; y no solo de comprenderlas, también de explicarlas.
El horizonte histórico, no obstante padece de curiosa paradoja, que a lo mejor es la curiosa paradoja de toda la cultura occidental y europea, y es que se trata de una perspectiva en exclusivo europea, de una concepción que no tomada lo suficientemente en serio nos atribula, porque nos sume en la sospecha de que la “multiculturalidad” acaso sea una ideación cultural, de una sola cultura, de la cultura occidental, por más que quiera contrastarse ahora con hechos, los hechos de un mundo interconectado.
No sé si estas dudas son o no las que aún permanecen a la hora de responder a qué es esto que llamamos, por caso, UE, esa supuesta heredera de la europeidad de que habla Ortega. Porque, en fin, supuestos sus valores multiculturales, su volteriana tolerancia, no se los valora, no se los asume, no se los cree. Se duda. Y en cuanto que se tolera a quienes no toleran, esa Europa sufre de vahídos, mareos, angustias.

Futurición.
Europa, según Ortega, manifiesta su culturalidad en pretensiones de futuro. Frente al resto de culturas (no diremos que todas), es la cultura que mira por el porvenir, por la liberación del pasado, por la esperanza futura, por haber colocado la Edad dorada en el mañana, por ser la instigadora de lo que denominaremos a partir de ahora “futurición”. “Ahora bien; el europeo tiene pasado, lo lleva en sí, acaso lo arrastra. Su futurismo es más bien un deseo de ser futurista. Esta dualidad … ha hecho de Europa el territorio revolucionario por excelencia” –dice Ortega-. Y en efecto, Europa es una entidad bizca. Bizqueamos entonces; de un lado miramos la tradición como quien mira un lastre, un lastre que no puede quitarse y que además, últimamente da miedo mirar, porque más que asumir ese pasado estamos solo dispuestos a rehuirlo.
Esto es terrible, porque con ser Europa la cultura de la comprensión, resulta que no se comprende a sí misma. Un ejemplo, estúpido, pero ejemplo: ¿Quién hoy se atreve a reconocer las raíces cristianas de esta civilización? ¿Quién se atreve a reconocer su singularidad? ¿Quién establece que fue de las primeras en dar el grito a favor de la liberación universal? Pareciese que tales reconocimientos fueran contra esas ideas de futuro y universalidad. Esta es tal vez esa dualidad de que habla Ortega, esa paradoja frumentaria que cuesta tanto transportar en el mundo globalizado.
Europa ha mirado tanto al futuro en los últimos doscientos años que, estimo, es conveniente ya que se haga una revisión. Que revise su pasado. Me dirán que esto se hace de continuo con la historia. Ya, ya. La historia tiene también un ojo puesto en el futuro, no les quepa duda.

La alteridad. Un reto.
Frente a la cultura, el europeo, que apenas se reconoce, reconoce sin embargo la existencia de culturas, del alter, del otro, del distinto y de su derecho a la singularidad. Y esto lo reconoce porque el europeo parte de un hecho singular, sabe de la paridad de las culturas. Y este es el caso, porque acaso esto sea fundamentalmente europeo, porque al día está, que las más de las culturas no reconocen tal paridad, esto es, se reconocen a sí mismas como prioritarias, como superiores o como únicas. Otras culturas creen que sólo ellas existen como tales, o que sólo ellas deberían existir como tales. O ignoran lo distinto. O consideran que lo distinto debe de ser transitorio (por cierto, que esta es una idea que cunde mucho ya en Europa, y que, encierra, eso sí, una de las más terribles concepciones del absolutismo, la cancha que considera que la universalidad es la uniformidad). Esta es la gran conquista del la cultura europea, según Ortega, considerar la distinción, paridad y derecho de las otras culturas. No obstante, esto, según nuestro filósofo, empieza a conquistarse justo con su generación, justo con su filosofía, cuando se descubre la tiranía inmersa en las doctrinas de filósofos como Spengler o Toynbee, o en las doctrinas etnográficas de Frobenius, que se disfrazan de universalismo, de pluralidad pero que son, en fin, perspectiva unitaria.

Es verdad que la cultura tiene un carácter de orbe cerrado hacia dentro. Lo que sin embargo ocurre es que en todas ellas radica el sentido de lo humano. El intelectual, el historiador, no puede partir del hecho de la unidad humana (lo hizo el positivismo y el evolucionismo). El hecho real es la pluralidad. Esto es lo que ha aprendido el siglo XX. Por mucho que se hable de la globalización, de la interconexión, de la aldea intercultural, “la intuición del pluralismo universal, como puro hecho, como fenómeno es la gran innovación en la cultura europea”. Por eso es conveniente no quedarse en el relativismo, como se quedaron –a decir de Ortega- las obras de los intelectuales reseñados. Hay que procurar no hacer historia europea, asunto del que no se está libre a pesar de tomar un punto de vista universal y plural a un tiempo. No es solo tomar el punto de vista universal, sino tomar lo que vale, lo que se valora, lo que hemos comprendido como valorable e interpretable de las otras culturas. Lo que es capaz de enriquecernos. Esto es, hay que estar obligadamente abierto al otro.
No lo dice Ortega, pero es evidente que esto obliga también a saber desechar lo que es perjudicial, empobrecedor o no válido, es decir, los intentos fallidos de las otras culturas, como se descartan, igual, las excrecencias propias o las malas impostaciones. Pero, ¿cuáles serán esos intentos fallidos? Pues no cabe duda, la exclusividad amenazante, y toda manifestación de odio intercultural. Y terrible, curioso, ¿no lo será también la uniformidad extrema? ¿No es la globalidad abstracta, inmeditada, una suerte de odio extremo a las culturas y por lo tanto al hombre?

Ortega critica de forma ácida la peculiar idea del progreso que ha preponderado en la cultura europea; la tocada de futurición, la que estima el progreso como lo verdadero sin atender a razones de distinción o perspectiva. La que descarta, en fin, todo aquello que no considera forma de progreso. La que de continua habla del mañana sin atender a la vida hoy, al disfrute, al vitalismo. Y ¿qué es el progreso? ¿Qué supone? Miedo a la futurición. A echarse en brazos del mañana es lo que Europa debería tener miedo. Porque en tal pretensión late una ceguera que es ceguera de sí misma. En efecto, usemos el horizonte histórico para tener sentido histórico.

El sentido histórico.
El sentido histórico es transmutar la historia en razón histórica. Y la razón es razón vital, una razón incardinada en la vida, llena de sentir, una razón sensible, comprensiva y gozadora del presente, una razón que da sentido a la vida. Dice Ortega que con tal fin, necesitamos la percepción de la distancia psicológica con otros pueblos (desde luego ferviente crítica al evolucionismo, que mitiga las diferencias, al progresismo ciego … etc. ).
En vez de explicar, en vez de proyectar, “mañanear”, lo que hay que hacer es entender. Entender y comprender todas las manifestaciones lejanas, otras … “Tenemos que distanciarnos del prójimo para hacernos cargo de que no es como nosotros; pero a la vez necesitamos acercarnos a él para descubrir que, no obstante, es un hombre como nosotros, que su vida emana sentido …”
Es lo que nos enseña la historia como razón histórica. “… Periodos y razas … son los órganos gigantes que logran percibir algún breve trozo de trasmundo absoluto”.
He aquí el carácter bifronte que aún late en el corazón de Europa. Es que en la cultura europea está la relatividad de sus caprichos, de sus propensiones espontáneas, más o menos ricas, pero también –y es lo fundamental- la propensión al absoluto que son las verdades y normas de los otros, como una perspectiva más del súmmum humano, una posibilidad de enriquecimiento.

Este es el problema de las Atlántidas, un problema que persiste, camuflado ahora bajo la capa de la globalidad, y bajo la tiranía del ciego progreso.