ISRAEL GALVÁN. Escultura probablemente viva.




LAS OTRAS ESCULTURAS. 
LA OTRA PLÁSTICA O LA PLÁSTICA DEL VIENTO. 

En contraposición a otras materializaciones de la danza contemporánea, la proyección de Israel Galván es de una bipolaridad desasosegante. Desasosiega porque se hace refractaria a cualquier justificación precisa. Más allá de los movimientos con pretensiones narrativas, es decir, la loca carrera romántica que aún manifiestan gran parte de las artes, dichosa intención de trascender lo meramente artístico; o por el contrario, más allá también de lo puramente dinámico, de la loca estupefacción por el modo, reducción lingüística de las vanguardias. Más allá incluso de las posibles conexiones existentes entre ambas. Allende incluso de los enriquecimientos aportados por lo digital, inmersos en la fluencia de la danza contemporánea. Lo que el baile de Israel Galván propone es la radicación absoluta en el cuerpo. En el cuerpo que baila, en el cuerpo de Galván. No es, al menos no lo es del todo, personalismo, sino más bien un ejercicio de libre expresión, en figuras y actitudes, una liberación en el movimiento, un, en fin, lenguaje expresivo propio en el baile. Esta es la "bipolaridad radicante" de que hablábamos. El personalismo y, al tiempo, el no personalismo del "bailaor". Es como si cualquier baile, cualquier danza, sometido y sometida al “test Galván”, mostrase que porta sobre sí algo de enajenación del cuerpo o de enajenación del espíritu.


Ahora que Israel muestra el proceder de esta doble enajenación en un sentir que tiene su inspiración en el exterminio del pueblo gitano, anotamos el carácter centrífugo, denunciador, expresivo, al tiempo que el centrípeto de taumaturgia y catarsis del espíritu. Rebeldía de vida hecha de baile para vivir. La bipolaridad radica, la bipolaridad encarna en él mismo. Encarna como el drama que encarnaron aquellos gitanos que andaban hacia la muerte entre palmas, baile y cante. La vida es baile. Radicación en cuerpo.

Radicación sí, radicación dramática, esto es, radicación que hay que hacer. Ambas enajenaciones aspiran a la amputación del otro valor bipolar. Sea para nosotros, uno, el “paradigma ménade” en que una locura toma el cuerpo y lo hace danzar del otro lado de toda norma, en un patrón dionisíaco sin patrón. Sea, otro, el “paradigma del cisne”, que acoge las formas, posiciones preestablecidas y la gramática lógica de la expresión en danza.
Hablamos así, grosso modo, de las dos fugas que han coartado los movimientos y la filosofía de la danza, acaso desde el principio de los tiempos. Pues bien, en cierto modo Israel Galván se las ingenia para reunir ambas. Es tal vez la singularidad que lo ha hecho destacar como intérprete, la expresión de este drama bipolar que es la permisiva convivencia de la danza flamenca y española con todo tipo de gestos y recreaciones, con todo tipo de rupturas vanguardistas, con todo tipo de citas exógenas, no ya a la danza, sino al movimiento mismo; traerse al aire la pintura y la escultura, y la tragedia del verso.

            


¿Cómo  traer tanto, tantas cosas? Las palabras de Galván son reveladoras al respecto, que hay que meterse en otros cuerpos. Cuerpos de los desvalidos y llenos de vida gitanos del genocidio. Tener la sensación, y no la sensación sino la certeza, de habitarlos, de tomarlos, de imponer la voluntad proyectiva del movimiento en ellos, esto es, de la expresión en ellos, de profanarlos. Así, los pies descalzos “hollan” un umbral sagrado, lo violan. Al tiempo, es el cuerpo un dejarse  tomar por los dioses del lugar, un dejarse habitar, un dejarse profanar por la divinidad, por otros espíritus. Y así puede el cuerpo ser al girarse en muecas imprevistas, en gestos adolescentes, o en la pintura de Rubens. Claro que el cuerpo es un lienzo, lo es en este sentido, un lienzo en blanco abandonado, imprevisible y visible. Y el lienzo es aire, aire, aire de libertad.
Que hay que romper, o que hay que romperlo. Someterse a catarsis, la que Israel Galván denomina catarsis del público. Liberarse de su presencia. Liberar-se. Esta gran paradoja que es la acción del espectáculo hecha creación mediante la catarsis no del público asistente, sino del bailaor, “catartizado” su cuerpo en una absoluta enajenación de las formas. La catarsis posibilita la ruptura. El amor a la expresión del baile, el acto de amor a la coreografía: ambos se unen y se sumergen en síntesis.
Que la historia del arte venga a socorrer los gestos y acciones de Israel Galván no debe extrañarnos en absoluto. Él rescata y trae al movimiento toda quietud, dinamiza espíritus encerrados, por lo mismo los encierra, ahorma, su expansión libérrima. Esta debe de ser la magia de su baile.

LA MUÑECA RUSA. Novela de Juan Miguel Contreras.



FUGAS. VIENTRES.


A veces escribir no es más que dejarse llevar por el "¿y si hubiese pasado …?", que es un pensamiento recurrente que rige nuestra vida y que solo sirve para intentar explicarnos las cosas, para martirizarnos con ellas o, simplemente, para hacer literatura. La Historia está llena de infinitas ramas podadas. Hacer literatura con eso, algunos lo llaman distopía, otros utopía, otros la llaman ciencia ficción. Tal vez yo haya hecho un poco de todo, o quizá nada en realidad. O eso dice el autor de La muñeca rusa, una novela.

LA MUÑECA RUSA.
Juan Miguel Contreras.
La Internacional Samizdat. 2012

Novela. Hacer una novela o ir guardando historias, excusas tal vez, en el cajón del cajón. Cajón o vientre. Sí, ir metiendo las pequeñas muñecas en la gran muñeca, la muñeca rusa. Incluso ir guardando las formas de la novela, del novelar, en la gran novela, la novela que es una muñeca rusa, un gran cajón, un vientre compartimento de la memoria que aspira a ser memoria. La muñeca rusa, obra de Juan Miguel Contreras, es el libro de los compartimentos estancos, de las biografías estancas e inconclusas, como ya veremos, de los personajes que los habitan y se guardan en ellos. Es también la forma que da forma a las formas de novelar, inconclusas por supuesto, desvaídas, desdibujadas;  inflexiones quizás del género novela que se niegan a madurar, se entrelazan y mixtifican.
La muñeca rusa, en efecto, es muchas cosas, muchas cosas antes quizás que ser  ella misma.

Vientres.
Por lo pronto una novela histórica. Una novela histórica peculiar, pues aún habla de nuestra historia. No la reciente, sino la nuestra, la que está por hacer y es por eso que podríamos decir que esta historia es una historia inconclusa. Trasegamos la contemporaneidad desde la Primavera de Praga. En ella como excusa revivimos la ruina de un país, al tiempo que vivimos el deslizamiento soviético, y nos desvivimos en la tragedia implícita de la latente, pero constante en este libro, crítica del liberalismo. La novela novela en cierto modo el aborto del socialismo humano, del socialismo de frente nacional que acaso podría haber florecido en la Checoslovaquia de los sesenta, y que fue abortado por las orugas de los tanques soviéticos. Aquel país roto está presente en un continuo en La muñeca rusa, es trasunto recurrente que explica la actitud entre cínica, escéptica y apática del personaje central, Milos, checo emigrado, huido, roto también, desengañado.
En este sentido es también una novela existencial. Una novela existencial peculiar, porque la vida misma se camufla entre sueños, entre esperanzas rotas, entre críticas solapadas. Es una existencia, la de estos personajes, Irina, Milos, el librero Henry, una vida de aristas indefinidas, difuminadas, como si de ellas interesase más la circunstancia que el yo, como si este no fuese mas que un apéndice de aquella, y ella un borrón ininteligible. Cosmonautas perdidos en el espacio. Y no necesariamente personajes perdidos en el espacio sidéreo, lunar, extraterrestre, sin coordenadas posibles. Cosmonautas de este tipo son los personajes retratados. Vivimos en el tiempo de los “nautas”; da igual que del cosmos, del argos, de la red, del mar o del infierno. El nauta marca hoy el modo de existencia.
Kolonev astronauta ruso: perdido en el espacio tras el fracaso silenciado de una misión soviética. Irina, envuelta en su locura; ella es, locura, lo que podría haber sido, y lo que es, pura circunstancia, cuerpo perdido, lejos de la gravedad humana en la oscuridad de los Estados ciegos en la carrera espacial, de sus fracasos: víctima propiciatoria del porvenir de una nación, sacrificio a los dioses del más allá, esos dioses que llaman al hombre desde los más siniestros vértices del cosmos. Milos, el errante, vagabundo. El hombre que recorre Europa buscándose porque aún no sabe, o no quiere mirarse dentro, al adentro, pues los adentros se han perdido, como se pierden las flores en la Primavera de Praga. Quien lo encontrará será un marchante, Tristán Léglisse, como quien encuentra una mercancia, y así vemos la existencia del tratante francés de arte, recortarse contra el fracaso del humano socialismo del Este. Y como Irina es un satélite del desaparecido Kolonev, su padre, Milos es un satélite de la loca Irina, la bella Irina; y Tristán Léglisse de Milos, y ...
Está también nuestro librero, Henry para su amante, porque para el lector no posee nombre. El hombre que nos cuenta la historia y que tiene, acaso, mucho, tanto, de encarnación del autor, también en tiempos librero. Henry que es satélite en torno de Milos. Un librero que tiene a sus espaldas una historia de ficción sobre su propio origen, fuga que nos lleva al cine, al guión de una película de viajes y aventuras, Lawrence de Arabia. Existencias en torno de esta película que son las de su madre, su  tía, su familia. Hasta que llegamos a Greta, satélite de la existencia de nuestro librero, su amante. Vamos pues conociendo angustias, esto es, modos de hacerse las personas. Cualquiera podría decir que esto es, en fin, lo que persigue la novela, personas dentro de personas, nunca personas frente a personas o junto a personas: muñeca rusa. Pero no.
No. Estamos además ante una novela social. Un ejercicio de contracultura en la cultura, un ejercicio de cultura marginal. Entiéndase, novela en el margen de la cultura, novela fronteriza, retrato de la frontero con cuanto no es cultura porque, o bien no se la reconoce como tal –véase la historia de la editorial La Internacional Samizdat o la lucha por salir a público de esta novela y de ese autor- o bien porque es un retrato fidedigno de cómo hay que habitar hoy la cultura para dar la sensación de que se es cultura. La frontera es vanguardia, aunque no lo parezca. Milos encarna la contracultura, la vanguardia, la creatividad, lejos, separado del público reparador, crea, crea, crea. Milos es también en cierto modo una proyección de Juan Miguel Contreras, la proyección creativa, impulsiva, rayana y aduanera.
La muñeca rusa está al borde del sistema, no solo por escritura, por personajes, por puesta en mercado; está en el borde de un lugar que no gusta, o mejor, que gusta ciertas mieles de la economía de libre empresa pero flirtea con el socialismo, que produce y que parasita, que cree y descree. La escultura de Milos, la fotografía de Milos, el último proyecto de Milos, la aventura empresarial que es la librería de quien nos cuenta la historia, sita en un pueblo como Almarga, están en posición rayana, son frontera, no son sistema del todo, ni son del todo antisistema.
¿Cómo no vamos a decir que esta novela es una novela autobiográfica? Una autobiografía peculiar. La autobiografía de las creencias, camufladas  e imprecisas en los personajes, en las circunstancias, en los hechos narrados, en los sentires definidos y no definidos.
Y es una novela de viajes. Peculiar literatura de viaje. La odisea de Milos, que es una anti-Odisea. Una reconversión de Ulises, no a lo Yoyce, es decir, no puesta patas arriba. No. Estamos mas bien ante un desdoble de personalidad, porque el viaje de Milos es a un tiempo exterior e interior, un viaje exterior como el de Ulises, viaje de lugares, de personas; otro interior, más impreciso, opaco y difuminado, de personalidades incluso inventadas … la vida, la vida del nauta de nuestros tiempos, el de la realidad sin límites que es en cierto modo un haber perdido la realidad. Somos Milos, e Irina, y Belokonev. Henry por supuesto.
Así tenemos en la novela otros viajes a ninguna parte, como los del mismo Belokonev, o Irina. El viaje a la nada del cosmonauta soviético, y el viaje a la angustia perpetua, al terror, al miedo, al subconsciente de Irina; sus viajes por diversos manicomios de la geografía soviética. Y todo contado por alguien que no viaja, un librero sedentario que escapa en las páginas de los libros que vende, esto es, cuya realidad quiere ponerse los imprecisos límites de los mundos de otros. He aquí por lo tanto también un viaje por la literatura, bueno, por cierta literatura, la literatura selecta, por supuesto, un tanto marginal, un tanto crítica, un tanto rayana y fronteriza.



Fugas.
¿Cómo contar una historia así? No contándola desde luego, sino dejando que nos la cuenten en una sucesión de reflejos que se distorsionan y contorsionan, en una multitud de fugas, en un deshilvanado de tramas, de argumentos, de caracteres … El lector conoce la historia por el librero. Con la historia que este nos cuenta van zurcidas otras historias, otras vidas. El librero la conoce por Milos. Milos ha metido en la historia sus propias historias, vivencias, distorsiones y caracteres. Milos lo supo por Irina; por Irina supo otras muchas cosas, algunas de las cuales han quedado en lo que nos cuenta el narrador. Irina sabe, intuye, conoce el drama de su padre que desató su propio drama. Por ella sabemos quién  fue Belokonev, acaso un astronauta cuya existencia no es oficial, pues fracasó en su viaje espacial. Acaso asistimos a la locura de la propia Irina que inventa ser hija de un ruso que se perdió en las cercanías de la luna. O asistimos a otra de las excentricidades del fabulador Milos. O asistimos a una invención narrada por el librero de Almarga: “Yo mismo me he dado ese sentido al intentar ser un bardo, un transmisor , una emisora resintonizada. Y en cada frase dejo atrás un pedazo de mi vida … Aparento ser un narrador liviano, pero no lo soy …” Hemos bogado a contracorriente, desde este narrador preso del liberalismo, que es invención de Juan Miguel Contreras, alter ego, a la más absoluta ingravidez. Del borde del sistema, a lo oculto, camuflado, disimulado, lo nunca hecho, ni visto, lo tal vez inventado, como la cara invisible de la luna, pero que está ahí, en La muñeca rusa como acción definitiva. En todos ellos, personas acaso, resuenan las últimas palabras del tripulante de la Vostok 3: “Soledad atroz, soledad atroz …” Unos dentro de otros, solos, solos, solos. Qué es verdad en todo esto, se pregunta Henry -apodo secreto del librero de Alamarga-. Tenemos respuesta: muñecas rusas, vientre y fuga.
Inconcluso. Vidas inconclusas, deshilvanadas. La vida es ir dejando y en ese dejar no concluir nada. La relación con Greta, la vida de Milos, el fin de Irina, la suerte de Alexi Belokonev. Todo se abandona, el vagabundo al que se regala un libro, Irina, el cuerpo de los cosmonautas perdidos, abandonados en la ingravidez, las amantes, los marchantes de arte, París, Almarga, la obra de arte, la literatura … En fin, fugas. Conocemos lo que nos cuentan, nos cuentan quienes conocen, conocemos fragmentos rotos, distorsiones de historias, las conocemos entremezclada, la que suponemos ficción, con la realidad. En efecto, deambulan nombres como Bohumil Habral, Armand Coppens (escritores-libros-ficciones-fugas) que mixturan con lo indemostrable, que hilan lo verosímil con lo real, para fugar aún más y obligarnos, en esta historia desesperada, a ser cosmonautas perdidos en el espacio de la narración.
La muñeca rusa, o la invitación al vientre y la fuga.


MIRADAS CRUZADAS 3. Orientalismos en las Colecciones Thyssen-Bornemisza

GUARDI: Escena en el jardín de un Serrallo. (Fragmento).
¿Orientalismo, Orientalismos, o quizás occidentalismo?

Orientalismos se titula la tercera entrega de “Miradas cruzadas”.  Un viaje por la concepción de lo oriental en el arte occidental. Porque “lo oriental”, no es sino un concepto, una pose, un modo y una invención. En efecto, ocurre con lo oriental lo mismo que ocurrió con España, fue la moda romántica la que inventó el mito. Un siglo XVIII, en cuyos finales se atisba ya la crisis de la Academia y de las maneras neoclásicas, busca nuevas fuentes de inspiración. La literatura de viaje, la fantasía arrolladora del nuevo status historicista, el regreso del mito y de la sugestión, ponen la sensibilidad en el allende, en lo lejano, en lo distinto, en lo sentimental. Ni el Buen Gusto ni Grecia son suficientes. No es bastante tampoco el rescate de la Edad Media y los artistas y creadores escapan a geografías lejanas.
Es verdad, sin embargo, que estas geografías tienen más de invención que de realidad, a tal extremo sugestionó la idea del exotismo. Y a esta sugestión se le ha llamado Orientalismo.
El orientalismo es nada más que la historia del exotismo, una aplicación imaginativa de la sensibilidad romántica, un apaño con que tergiversar, transmutar y a la vez huir de la  terrible racionalidad europea.
Claro que este romanticismo triunfante no viene solo, es el mismo que yace a los pies del Imperialismo occidental.  Y entre ese echarse en manos de lo lejano y este servir al señor del poder, se desata la pintura decimonónica. El orientalismo es también, en cierto modo, una suerte de imperialismo.
Esta es la historia del orientalismo artístico, mixtura de colonialismo y sentimentalismo, en arquitectura, en escultura y en pintura, ésta como muy bien se ha podido apreciar en la muestra del Thyssen.
Y digo “muy bien” porque está dicho en ella, con poco menos que ocho cuadros, cuanto hay que decir, eso sí, sin decirlo el texto de presentación y análisis. Pues lo que hay que decir resulta simplicísimo, el orientalismo, o los orientalismos -que es la bifurcada tesis de esta exposición-, posee un momento previo, un momento clásico y un momento de decadencia.
Un momento previo que es el que atañe al Oriente antes de la sensibilidad romántica. Este orientalismo siempre ha estado presente en la civilización occidental, que ha transmutado la cultura otra, la cultura lejana, en lo que le resultaba más atractivo y sugerente, y esto desde el tiempo de los griegos. Desde el reino del Preste Juan, la locura de las cruzadas, la reconversión de Las Mil y una noches, los pasajes cervantinos y otros libros de aventuras varios. España, en este sentido, se convirtió en lugar privilegiado para conformar y confirmar parte del mito de lo exótico. No hay que irse más lejos para ver los cuentos en los que quedó retratada la Alhambra de Granada, la mala suerte de Carmen o los bocetos y definitivos del paisaje dejados por tanto maestro del óleo y de la acuarela. 
A este respecto del previo al orientalismo, el cuadro de G.A. Guardi,  Escena en el jardín de un serrallo de 1743, es una muestra de la atracción que muy pronto ejerció sobre el comerciante occidental y aventurero la vieja Constantinopla, el Imperio turco. Esta fuerza sugestiva estaba ya presente en la pintura veneciana más clásica, en su luz, remedo del bizantinismo;  muchas veces incluso en los temas recobrados. Basta pasearse por algunas pinturas del Tintoretto. La historia de la Serenísima República, es en cierto modo la historia del pre-orientalismo en occidente. El cuadro de Guardi vive de todos los tópicos con que se podría catalogar en su época al Imperio Otomano. El toque decadente que ya vivía Venecia venía como anillo al dedo del tema. Lo voluptuoso, el placer de los sentidos, la entrega al gozo, con todas las sugerencias, marca ya en cierto modo los derroteros que llevará esa imagen del Este. Pero por igual el exceso de luminosidad, de colorismo, de libertad técnica en el tratamiento de la pincelada. Es como si la historia de Alejandro Magno, el helenismo triunfante, tuviera que repetir sus pareceres. Y es como si el romanticismo requiriese de una confirmación externa para deslumbrarse en la técnica, el color y la composición.
            Y es así que tenemos, de otro lado, lo romántico ya plenamente romántico. ¿Y qué mejor representante de este que Delacroix? El pintor del movimiento, del color, de la libertad técnica, de la expresión sentimental, en fin, el que ha sido paradigma de lo romántico. Así es que tenemos dos obras de Delacroix y una polémica. Una polémica que explica en cierto modo las contradicciones del sentir romántico hacia lo exótico. El jinete árabe es una obra de 1854. De ella nos dice el texto de exposición que es obra de predisposición al natural, aun siendo tema oriental. Vamos, que tiene cierta tendencia al naturalismo realista. Si la enfrentamos con la otra,  El Duque de Orleans muestra a su amante, obra de juventud, 1825, está la polémica servida, y bien podríamos preguntar si realmente el viaje al Norte de África, que Delacroix realizó en 1832 le apartó del orientalismo literario e imaginativo, un tanto exagerado y sensualista de la primera época, y le acercó a la realidad, la realidad de lo exótico del norte de África.
 ¿Qué llevaba en sus ojos el pintor Delacroix cuando marchó allá, impelido por una necesidad sensual que se había puesto de moda, y qué trajo? ¿Trajo acaso una contradicción o trajo la realidad? ¿Estaba preparado Delacroix para apreciar la realidad natural de África? ¿Es El jinete árabe en este sentido más un retrato que un flirteo con lo lejano? Aún parece que lo que atrae a Delacroix es lo distinto, lo otro; eso sí, también parece que evita ya lo evanescente de lo oriental, el romanticismo vacío, la sensualidad por la sensualidad, el humo del  sueño.
Claro es que este supuesto punto de vista del otro, para Roger Benjamin, sobresaliente estudioso de esta  problemática de la estética orientalista, no es sino un occidentalismo más, acaso menos romántico, pero occidentalismo global a fin de cuentas.

DELACROIX: El jinete árabe
DELACROIX: El Duque de Orleans mostrando a su  amante




















Luego está la idea de los orientalismos, el plural, que no es sino la idea de la decadencia de lo oriental, esto es, lo postrromántico, no por ello de menor importancia. Pues ya no hablamos de las posibles visiones de Occidente sobre el otro, sino de las posibilidades estéticas y temáticas que el otro puede aportar, de la influencia. Una de estas es el llamado “japonismo”, sin el cual, probablemente se haría muy difícil la comprensión de autores como Manet, e incluso de movimientos como el Impresionismo. La estampa japonesa marcó el sentido de una serie de procedimientos pictóricos, que llevaban a la representación de lo sustancial latente en el plano, en el color, en el pequeño elemento decorativo, el tratamiento del espacio, o en la sugestión de la línea. Pues, lo oriental influyó sin duda en el devenir de la “formalidad”, del arte europeo finisecular. El grabado japonés gozó de predicamento y menudeó entre los artistas más destacados de las prevanguardias y vanguardias. ¿Qué no deberá el formalismo del siglo XX a esta incursión de la estampa oriental en el mundo occidental? No diremos la obra de Maeck que ha colgado en la exposición, pero sí las similares de Matisse, por caso, que beben de todas estas influencias, sesgadas incluso por su viaje a África, y en las que se confirma ya que lo oriental entra a formar parte de la expresión vanguardista.
MACKE: Mujer en un diván
Reflexiones al hilo pues, que abren todo un campo de sugerencias no ya para el espectador de cuadros de temática oriental, sino para el crítico y estudioso del arte europeo desde el siglo XVIII y aún antes.

Ingenuidad aprendida, libertad emancipada y ejemplaridad. El pensamiento de Gomá Lanzón.






LIBRES O INGENUOS EMANCIPADOS
La naciente filosofía de Javier Gomá Lanzón.

“Dos mundos se disputan nuestro presente: el declinar de una gran cultura milenaria y la lenta gestación de otra distinta …”  Así da inicio el tercer capítulo de Ingenuidad aprendida de Javier Gomá Lanzón. Dice el filósofo que ambos modos de la cultura se solapan, combinan e hibridan.
Lo que le pasa a Gómez Lanzón es, como por otro lado le pasa a gran parte de la filosofía, que se lanza en pos del mañana, y en ese riesgo del saltador, el filósofo considera que es la suya la elegida, la que abre futuro, pues todo filosofar, puro riesgo, vive de la clarividencia, o al menos de un momento de clarividencia que ha de ser comunicado. Para Gomá está claro, muy claro, que aquellos dos mundos disputados ya no nos sirven de modelo, al menos no del todo.

            La recién venida al mundo filosofía de Gomá Lanzón, reposa sobre este núcleo de la ejemplaridad, de la educación social, del reconocimiento de los errores del pasado, de la consecución de una convivencia democrática en orden a unos ciertos valores. Y lo hace no con la impasibilidad rigurosa de un juez filósofo, sino con la comprensión de quien absuelve de las ideas que nacieron bajo el signo del servicio, y que trastocaron el uso o la historia. Se trata de otorgar el perdón desde una filosofía de mundo por el filósofo mundano. Se coloca así el autor en las antípodas de la metafísica doctrinal y catedrática.
Es en este sentido en el que se mueven sus obras Imitación y Experiencia, Premio Nacional de Ensayo en el año 2004. Aquiles en el gineceo, y por supuesto Ejemplaridad pública. Y porque no son libros sólo de pensamiento más o menos sólido, resultan un ejercicio de ingenuidad filosófica. La ingenuidad pretende ser el método de su filosofar, una vía al servicio de nuestro tiempo, unos tiempos en que la experiencia, la imitación, la ejemplaridad, la emancipación adulta del ser humano, y la decisión vital en el servicio de los otros a riesgo incluso de la propia vida, son, más que problema, un asunto que mueve a risa.
Asistimos entonces a un rescate de la ingenuidad, una ingenuidad ya imposible en sentido estricto pero que puede aprenderse, aprenderse como un límite autoimpuesto a nuestra libertad conquistada, con el fin de iluminar un marco de convivencia social tendente a la felicidad, la que el autor denomina muchas veces “civilización en marcha”.



Un futuro más allá de la última filosofía.

Claro, para hablar del futuro, lo mejor, desde luego, es tomar distancia del pasado. “La cultura del último siglo –dice- presenta todos los síntomas de lucidez característicos de los procesos terminales … ” Es decir, los tiempos enfollonados, como el nuestro, anuncian el albor de un nuevo paisaje. Así, en la barahúnda que nos ha tocado vivir se inscriben por igual, a decir del autor, la filosofía de la sospecha, la deconstrucción, la crítica de las ideologías, las arqueologías, etimologías, la transmutación de todos los valores, la muerte de Dios, la del hombre o el fin de la historia. Y en fin, el pensamiento se desenvuelve como historia del pensamiento, o como hermenéutica, podríamos decir, de la hermenéutica.
No obstante, esta reflexión sobre la reflexión que ha caracterizado la filosofía de los últimos tiempos, ha contribuido a dar libertad al sujeto, a liberar al individuo de ciertas estructuras jerarquizadas supervivientes durante milenios. Conquistada ya la libertad, resulta que ahora todos estos movimientos filosóficos, son una pesada carga, un lastre, un motivo de confusión.

Y nuestro filósofo ocupa su lugar ante esta vicisitud. Contra la lucidez, o mejor, el exceso de lucidez que impera en aquellos movimientos, Gomá Lanzón propone la ingenuidad, no una ingenuidad antojadiza y caprichosa, ni irreflexiva, ignorante voluntad, sino una ingenuidad que “ha de conocer la verdad esencial”, ha de ser, pues, una “ingenuidad aprendida”. Pero ¿qué es en rigor esta ingenuidad aprendida?

Acojamos no obstante las conquistas del último pensamiento. De la finitud y de la igualdad.

El hombre occidental, a decir de Gomá,  ha perdido la fe en dos de los valores que antaño parecían inconmovibles: el progreso necesario y la historia como maestra de vida, esto es, la supuesta ejemplaridad del pasado y la proyección utópica del futuro. No obstante Gomá salvaguarda la historia: aún nos lega las que el autor denomina “experiencias colectivas”. Dos de estas experiencias son para Gomá innegociables conquistas: “la finitud” y “la igualdad”. La finitud porque la realidad absoluta e inconmovible cuyo predicador paradigmático podría ser  Platón, la onto-teología –pobre Platón y sus ideas, siempre blanco de desdichas- fue desmontada por el pensamiento nihilista. Sí, aunque este nihilismo no ha sido suficiente. En efecto, “… desposeyó a esta “onto-teología” de su pretensión de validez necesaria, pero no supo en ningún momento dignificar la finitud”. Nietzsche, ejemplo en este sentido, fue un destructor, un denunciador, pero nada construyó.
Es que la ingenuidad aprendida ha de vivir de esta dignificación de lo finito que faltó al nihilismo. Dice Gomá: “El verdadero tema de nuestro tiempo es por consiguiente, el de liberar a la finitud de su histórico secuestro y hallarle un fundamento autóctono, autorreferencial, para sobre esas bases finitas, pero firmes y sólidas, hacer viable la civilización en marcha”.
Con el concepto de “finitud”, por presupuesto, es fácil demostrar la necesidad de una “ética de la igualdad”, la igualdad, la otra conquista de los recientes tiempos. ¡Todo es finito! Luego todo es igualmente finito.
Con la finitud y la igualdad Gomá monta el tenderete de la futurición.

Democracia frente a Aristocracia.

Resulta curioso, pero yo no sé hasta qué extremo dirime esto de cierto pensamiento cristiano que ve en Dios la justificación de la igualdad finita de toda la creación. Será un retrotraerse al aristocratismo, o la necesaria desfundamentación del nihilismo? No saquemos las cosas del quicio. Lo importante tal vez es la vuelta de Gomá al esencialismo, o a un cierto esencialismo, tal vez a un esencialismo con matices: “la dignidad corresponde a todos los hombres por igual … los otros signos distintivos … son accidentes de la personalidad …”  La finitud nos hace iguales, nos dignifica y se dignifica a sí propia, lo demás, que se corresponde en cierto modo con el ámbito de la vida, es manifestación accidental.
La finitud, pues, es la garante de este muevo paisaje a que pretende conducirnos, de este nuevo tiempo que Gomá denomina el nuevo “eón democrático”, que,  “frente al histórico elitismo gnoseológico ha de hallar procedimientos para establecer una verdad democrática que sea resultado de acuerdos consensuados libremente por los iguales …”
En fin, que nuestro carácter mortal es la justificación más precisa de la democracia. Lo que le aproxima mucho a la intersubjetividad un tanto pragmática de Habermas -quien tampoco  es santo de su devoción- un paso más allá del voluntarismo kantiano. Pero igualmente le pone crítica a Heidegger y Ortega, que fracasan, según él, en el ámbito democrático de la ética de la igualdad, por su evidente elitismo, por su odio hacia lo público, si bien aciertan en la crítica metafísica, en la crítica de las doctrinas onto-teológicas que defienden el elitismo aristocrático.

Un poquito de vulgaridad.

Pero lo interesante y peculiar de Gomá es que opone al aristocratismo social, la “vulgaridad”, éste no como un concepto peyorativo de la masa, de la chusma nieetzschiana, sino como una manifestación social de la espontaneidad no refinada, al margen de lo que conocemos como refinada cultura, o elevada producción cultural. (Por cierto, ¿no cree el lector que hoy en día la vulgaridad es materia predominante en el arte? Si bien la emergencia pone nuevas dosis de elitismo y especialización en muy diversas manifestaciones de la cultura, como si hubiese ya una contravulgaridad).
Con la vulgaridad pues, asistimos a la liberación de las trabas sociales de la cultura aristocrática y jerarquizada; la vulgaridad presupone una “esfera de la libertad ampliada”; ahora bien, se apresta a señalar el autor que requerimos de un uso correcto y virtuoso de esta libertad conquistada, “porque la liberación del yo no garantiza su emancipación”, la libertad en fin, puede resultar un medio para la barbarie. Esto es, según Gomá, parte del problema de nuestro tiempo, eso que en cierto modo el vulgo conoce como “exceso de libertad”, si bien fuera mejor decir excesos de la libertad, usamos la libertad para la barbarie..

No sólo de libertad romántica vive el hombre. La libertad emancipada.

Volviendo al hilo, esto de la emancipación como autolimitación, lo que sería emanciaparse, ¿no suena a Platón? ¿Es que ya la moral aristocrática denuncia los excesos del igualitarismo¿ Es por eso que el privilegiado filósofo de la “Politeia” inventó el paralelismo de alma del sujeto y estructura de la polis?
No, lo que ocurre es que los filósofos inventan metáforas e inventan horizontes. Para Gomá Lanzón, la época del Romanticismo rompió con un largo, milenario periodo, el de la mentalidad aristocrátical. Pensadores como Herder, Kant, Stuart Mill (son los ejemplos que cita el autor) nos ponen en la pista de ese afán de subjetividad singular y original, de regusto por la libertad del individuo. Frente a esta febril ola de romanticismo, de poco vale señalar la importancia del ejemplo que copiar. Es mejor ser irrepetible y único. La vulgaridad que remueve los cimientos sociales en nuestros días es la posibilidad de remontar este elitismo, poniendo el acento en aquello que los seres humanos compartimos, lo común, que es más que lo singular y original, que lo único. Dice el autor: “Nada me obliga a fijarme en los aspectos inusitados, excéntricos, exclusivos, únicos, de mi biografía … Hay otro aspecto de la experiencia subjetiva que se relaciona con lo típico y paradigmático de ella, aquello que yo comparto con todo hombre por el mero hecho de serlo y me pone en comunicación directa con lo esencial humano”. Marchamos pues de la mano de lo Universal, de la sustantividad a partir de la cual se diversifican los accidentes. Pero ¿no es esto en cierto modo un esencialismo? ¿Es que habremos de rescatar de las oscuras cavernas de la metafísica el denostado concepto de esencia? Tal vez sea este el antídoto para los excesos de la libertad. “A este tipo de experiencia subjetiva y personal pero al mismo tiempo objetiva y universal la he denominado experiencia de la vida”. Una vida en fin que se ajusta a los límites de la estructura de la realidad. Lo que está muy bien, pero no deja de ser en cierto modo el Ortega y Gasset raciovital al que Gomá Lanzón critica muy duramente y homenajea a un tiempo. Ni deja de ser, a lo bruto, la metafísica de la realidad radical de Zubiri.

Otro tanto de filosofía española.

Esto me gusta, en Gomá hay mucha, muchísima filosofía española, no quepa duda; pensamiento del solar hispano. Porque además, acendrando en lo común de los hombres, en lo universal, el filósofo hace hincapié en la muerte, eso que nos iguala. Y esta meditatio mortis es un reflote y rescate de la idea de de la muerte que recorre toda nuestra literatura y que cobra relevante exposición en la páginas unamonianas.
Este vitalismo hispano, esta estructura limitante de la realidad, esta vulgaridad naciente, posibilita la crítica de toda posmodernidad, arrolladora de cualquier concesión al universalismo, y por supuesto, posibilita la gran crítica del existencialismo elitista, en el que, no sabemos si muy acertadamente, Gomá Lanzón incluye a Heidegger, el germano que abominó de lo público, lo público, sí, que es en  donde radica la posibilidad de la vulgaridad liberadora, cuyo exceso nos ha dado la posmodernidad. Pero también a Ortega y Gasset, a quien considera un vitalista redomado, creador que se salta a la torera eso de la finitud, la cual obvia, filosofía reluctante de la “meditatio mortis”, y por lo tanto digna de la acendrada crítica de nuestro autor. Por cierto, una crítica justificable, sí, pero injusta, pues el vitalismo de Ortega se soporta, en efecto, en una moral del hacer que elude la presencia y consecuente reflexión sobre la muerte, la finitud, no obstante, estos son los fundamentos a partir de los que vivir, siendo que él se preocupó sólo por el hacer del vivir, un vivir que acepta los límites circunstanciales.
Desde luego, Gomá construye una estructura de la historia de la filosofía a largo plazo que recuerda mucho a las dos metáforas de Ortega y Gasset, -otras veces tres si contamos la emergente- y a los dos horizontes de la metafísica de Zubiri. ¡Las herencias son demasiado vinculantes a veces! Su ingenuidad aprendida emparenta pues con la Razón vital e histórica de Ortega y Gasset (quien tiene un gran porte aristocrático y no poca dosis de vulgaridad de plazuela) o con la inteligencia sentiente de Zubiri, con la razón poética de María Zambrano o con la agonía irreparablemente razonada de Unamuno. “Dos mundos se disputan nuestro presente …”

La tesis radical: ejemplaridad, emancipación y auténtica democracia.

La vida ha de teñirse de ejemplaridad. ¿Teñirse digo? No, tiene que serlo, ser "ejemplarizante". Pero no una ejemplaridad pública. El método ingenuo, esto es la ingenuidad aprendida, las críticas del elitismo social y de los excesos de la libertad, nos enseñan que la ejemplaridad ha de ser también privada. No puede darse ese divorcio entre lo privado y lo público en la vida, pues la moral constitutiva es la persona misma. El individuo emancipado es aquel que sabe imponerse normas, o que las toma de la responsabilidad civilizatoria del hombre ejemplar, su modelo. Imponer límites a la propia libertad es, en fin, el ejercicio de una verdadera y digna democracia. Esta es la clave del “proceso civilizatorio”. 
Los límites son los del bienestar común, los de la empatía hacia el otro, los del fin social. Ésto sin menoscabo de los reconocimientos de la libertad individual. No deja de ser libre el individuo aquel que reconoce los derechos de la tradición, el legado que es lo social, el bien que la comunidad reporta al propio sujeto, sin el cual este no podría ser. No falta libertad a quien hace uso de las buenas costumbres, del civismo en favor de sí y de los demás. En efecto, el nihilismo nos ha conducido a la anomia, a la contracultura. El Estado paternalista se ha hipernormativizado. Entre ambos extremos, el individuo contracultural que lucha contra todo porque todo encadena, y un Estado que legisla a diario sobre lo legislado, se encuentra el individuo emancipado, el libre adulto.
En boca de este hombre emancipado nuestro autor pone "suprakantiamente" la siguiente máxima, el siguiente imperativo categórico: "Sé ejemplar, reforma tu vida privada, conviértete en ejemplo de aceptación consciente y voluntaria de los gravámenes civilizatorios, ejerce sobre tu círculo de influencia un impacto emancipatorio".
(Y ahora que me digan que esto no tiene mucho de elitismo orteguiano).
Lo que Gomá exige, en fin, es algo que muchos, todos, el vulgar vulgo clama hoy en las calles, si bien pocos están dispuestos a ponerlo en práctica. Porque es verdad que la filosofía se hace en las calles amigo Gomá, y porque la gente pide verdadera democracia en la calles, lo que necesitamos es moral, mucha moral y que cunda el ejemplo. Si el ejemplo cunde estaremos ante la libertad emancipada, el sujeto emancipado, es decir, el sueño de todos los tiempos filosóficos. 

EDWARD HOPPER, VICENTE VERDÚ Y EL MUSEO THYSSEN





LO QUE VERDÚ VIO EN HOPPER.

Verdad y mentira en Hopper, es como Vicente Verdú tituló uno de sus habituales artículitos de “Corrientes y desahogos” que publica El País, en este caso, el pasado mes de Septiembre. Estaba entonces Madrid bajo el hechizo de la luz de Hopper. Un pintor que transita por la historia de la pintura contemporáneo in crescendo, enamorando, y ganando acólitos.
Los suyos tuvo, desde luego, cuando la FUNDACIÓN JUAN MARCH trajo a Madrid más de sesenta obras del pintor y las expuso en sus salas durante algo más de tres meses allá por el año 89. No tuvo entonces tanta relevancia, o bueno, la tuvo en relación a su momento, el del ambiente cultural de los inicios de los 90, cuando Madrid despertaba al macroespacio del arte en que habría de convertirse, cuando exposiciones de un excepcional calibre ponían a la ciudad en la nueva singladura de “capital del arte”.
La que el MUSEO THYSSEN BORNEMISZA ha presentado recientemente en Madrid, posiblemente haya ganado a aquella en acólitos, pero sobre todo, más que en la propia materia artística, en lo que  la derrota es en el marketing. Este ha sido excepcional, ha copado pantalla, ondas y páginas de revistas y periódicos, como si tal exposición fuese realmente la gran, verdadera y novedosa presentación de Hopper en España.
Esto es en verdad lo que más ha cambiado desde aquel entonces a hoy en día, lo que separa una muestra de la otra: la información sobre el hecho a contemplar, la capacidad de movilizar al público, de definir críticas (casi todas de loa) la posibilidad de llegar más allá, más lejos, y la capacidad, en fin, de generar riqueza a propósito del arte.
Teniendo como referente aquella exposición, la del 89, convendría reflexionar si no se han sobredimensionado dos cosas. De un lado la figura de Hopper, el pintor americano, el pintor de las escenas que el cine americano ha consolidado y exaltado, el pintor de las costumbres USA iluminadas por la rara luz. Por supuesto, la importancia de la muestra que, sin duda la tiene, pero que tal vez ha sido desmedida. Normal, el mercado del arte es ya no solo mercado de galería, lo es también de museo, asistimos al mercado cultural, a la relevancia no del hecho, sino del promotor.
            Tal vez haya sido esto lo que, después de todo, vio Vicente Verdú, una exageración, un gesto excesivo sobre lo obvio. Y así hablaba en sus columnas de la “sensación siempre ambivalente que despierta Edward Hopper”. Esta pintura que a algunos parece “equívoca” a decir del crítico, pintura “relamida”, pintura “predeterminada”.
En efecto, hay en estos cuadros de escenas, de costumbres si apuramos, una ausencia de frescura que es, a la postre, lo que parecen demandar. No sabremos del todo si en un afán de homenajear a la cámara. La pintura de Hopper, todo hay que decirlo, canta la ausencia de sinceridad temática, en este sentido es una pura maniera, como cuando los surrealistas representaban sus más desgarbados sueños en connivencia de cierto automatismo psíquico, no obstante ser el proceso una hacer a largo plazo.
Pero la luz, esa luz nos hechiza. Y nos vamos “introvertiendo” en los espíritus retratados de Hopper, como si esta fuese la única solución que el pintor propusiese. Todo queda pues en el espectador.
Verdú, el señor Verdú ve en estos paisajes urbanos, en estas indiscretas ventanas abiertas, en estas miradas perdidas o intuídas, un afán de causar impresión en la visita, en el espectador. ¡Faltaba más! Eso es todo, y esa es la trascendencia que como espectadores damos al empleo de la rara luz,  una luz de la que el propio articulista dice que tal vez “su manejo … sea más numérico que pictórico, en suma, más luminotécnico que espontaneo o humanista”.
Es así, la pintura de Hopper es la pintura de la teatralidad. Parece que no, pero míreselo con severo recelo: he aquí un barroco. Lo barroco es lo efectista y el despreocupado observador resulta absorbido, encandilado, queda ahíto, prieto y sumergido.
Pero la condición de Hopper no escapa a la contemporaneidad. Es el pintor de la frugalidad del XX, de la esencia fotográfica y fílmica que tan bien ha sabido explotar el cine, la fotografía. Por eso resulta extraño, porque a la par de barroco es superficial. (Y con esto no se quiere decir que cine y fotografía lo sean). Dice Verdú que al contemplar sus pinturas quedamos en la superficie, que los sentidos rebotan sobre esta y no traspasan, no van más allá, que su cuadros en cierto modo son refractarios a la trascendencia. Tal vez. Y sin embargo son un “buen placer para los sentidos”, afirma. Exageración también, porque como mucho, lo es únicamente para la vista … en Hopper no hay más. Y claro, vemos simulacros (la palabra es de Verdú). Es sin duda una concesión excesiva para un pintor como Hopper, el americanismo pictórico de Hopper no es simulacro, simulacro del drama, es simplemente superficie, la superficie del drama.
En efecto, aceptaremos con Verdú que acaso el éxito de Hopper se deba a la conmovida reacción del público ante su obra, la conmovida reacción ante lo banal, lo superficial vestido de dramatismo efectista y lumínico.
Lo que Verdú ha visto, en rigor, no es tanto a Hopper como la exagerada representación del marketing sobre una exposición, la exposición que pudo verse hasta hace poco en el Museo Thyssen, el mismo que ya ha disparado su nueva y sensacional bala: Gauguin. Está claro, el marketing absorbe también a la crítica y a los críticos. Sea.

FRANCISCO AYALA. Tragicomedia de un hombre sin espíritu




LAS FUENTES ORIGINARIAS DE LA NOVELA DE FRANCISCO AYALA. 

Tragicomedia de un hombre sin espíritu.

Desde luego, no tanto como Novela experimental, porque a fin de cuentas no se experimenta nada en ella, a lo sumo el autor a sí mismo como voluntad narrativa. Al realizar un breve análisis de Tragicomedia de un hombre sin espíritu de Francisco Ayala, la referencia que habrá que barajarse es la inmadurez del narrador. Ni la obra está hecha, ni está hecho el narrador. Por eso, por la inmadurez, no es obra experimental, y lo es porque el narrador se prueba, arriesga en contar, es él quien se expone en la condición de fabulador. Esta curiosa inmadurez se muestra en la resolución de gran parte de los diálogos, que evidencian cierta prisa muchas veces, cierta precipitación o cierta simple incongruencia las más, en especial en los primeros aledaños de la obra. En la estructura también, abierta, irregular, indefinible ciertamente a no ser por el personaje principal que es su hilván fuerte, ocurriendo lo que con los diálogos, esto es, que se dibuja solo en la última parte. Ni la trama, que posee lapsos y errores –algunos de bulto- ni la historia contada, son  nada excepcional Tampoco los personajes, bien es verdad, algo monocordes, y “guadianescos”.
Sin embargo la obra avisa de lo que en la función narrativa, en la caracterológica, va a ser la obra posterior de Francisco Ayala. Posee matices, deslumbramientos, intereses que hablan a las claras de un empapamiento ene la tradición literaria española. Así que, sobretodo, lo que muestra esta obra, a pecho descubierto además, es las fuentes en que el joven autor bebe y se sacia.

Las fuentes.

Lo romántico es en la Tragicomedia una fuente referida y clara. En otras palabras, Miguel, el protagonista, espíritu infeliz y atormentado, solitario y propenso a la enfermedad, contrahecho físico, feo ante el espejo y ante la conciencia moral, vive sumergido en las obras de los románticos, como Espronceda a quien lee con pasión, o a Zorrilla. Tiene por eso tintes de Don Álvaro llevado de la fuerza del destino, del auto marginado social más cerca del infierno que de la redención. “¡Espronceda! Cómo le complacía al pobre muchachito contrahecho, sentado en la poltrona, con sus largas piernas cruzadas con el desaliño de un muñeco de trapo, los codos apoyados en los brazos de la butaca y la cabeza entre las finas y bien cuidadas manos,. La lectura de aquellos valientes versos –un poco infantiles para una época como la nuestra en la que todos somos pensadores y superhombres- y que él se sabía de memoria”.
La referencia es directa, claro está, y por lo mismo crítica. Versos los que decían “Segundo don Juan Tenorio,/alma fiera e insolente …”, versos infantiles para la sensibilidad contemporánea, para la era de los superhombres, la era del vitalismo exacerbado, del que Miguel Castillejo es la perfecta antinomia. Y la frugal ironía. Porque más que don Juan, fiero e irónico, Castillejo será víctima de broma burda a cargo del sexo femenino que disfrutará lo más de su desventura. Fiero desengañado que abandona su proyecto de venganza. En fin, muñón de hombre, tragicomedia humana, inversión desconsolada del don Juan que transita las nocturnas calles de Salamanca.
Pero a la par de la crítica sesgada, existe la mimesis romántica, en la técnica y el estilo narrativo. Así la misiva que Castillejo envía al personaje que supuestamente ha de contarnos la historia, tiene caracteres del género epistolar romántico.

No debemos pasar por alto el realismo, muchas veces galdosiano, que supuran ciertas páginas, ciertas descripciones, ciertos acontecimientos más de carácter social, pues si por el romántico fuera, todo esto sobraría. Pero ahí está la muestra de Galdós, y así vamos conociendo tipos y ambientes, vamos dando visos al Madrid extraño y vulgar que los señores Castillejo, padre e hijo, nos regalan. “Nosotros, el padre y el hijo, serios, adustos, formábamos parte de aquella multitud engalanada con aires de pueblo en fiestas, que olvidaba por unos días las preocupaciones pequeñitas para entregarse al placer del hogar y de la familia, y nos deteníamos ante los escaparates preparados con los elementos de los banquetes caseros de Nochebuena, y subíamos las calles, y nos aturdíamos un poco con la borrachera de alegría general que se manifiesta en risas y palabras festivas, y nos entreteníamos en contemplar las candorosas figurillas de barro, poéticas por su primitiva rusticidad de misterio infantil, puras y sagradas … Pero no quiero que mi pluma se desborde en un elogio lírico de los pueriles pastorcillos y las ovejas cándidas; sólo diré que su humildad de juguete que ilusiona y satisface a los niños pobres enternece mi alma hasta hacer surgir en n ella su dulce religiosidad de un día. ¡Dichosos los que pueden creer en los pastorcillos de barro!”
La realidad social que pasa por los ojos de Miguel es una realidad expresa en modos galdosianos, podría pasar por realidad galdosiana. Se describen los hechos, la realidad en su componente si se quiere irónica, “vulgarzota” y se deja a juicio del lector espectador la represalia moral del personaje o del ambiente. De ahí que algunos de los personajes que por aquí deambulan son galdosianos, extraídos de ese Madrid burgués y obrero, de esos miserables alcabaleros. El carpintero su vecino. O su acompañante de paseos, Don Luisito y su familia tan numerosa como pobre.

Cuando, sin embargo, el ambiente se crispa, cuando el espíritu torna por saltar y escupir, cuando el sosiego no es sino imagen de cierta trascendencia, o cuando la existencia cobra tintes de drama irresoluble y desesperado, acude nuestro autor a la narrativa noventayochista. Baroja, Azorín, Unamuno están tomados casi de forma literal. Baroja, al describir las trifulcas revolucionarias del padre de Miguel Castillejo, y cuando se nos mete en el ambiente de los ampones de ideas. Azorín cuando el paisaje reobra en el espíritu, cuando la fugaz huída de Madrid en el ferrocarril abre los pulmones de la interioridad, cuando el personaje gana la serenidad de la contemplación. Entonces las oraciones simples se hilan, se coordinan en equilibrio las proposiciones y el estilo adquiere un equilibrio consolador y reposado. Todo lo contrario de la niebla que aparece y desaparece, símbolo brutal de la otra tragicomedia, la de Augusto Pérez, el personaje unamoniano de Niebla. Símbolos trascendentes hay muchos en la novela, pero algunos son unamonianos de raíz, los que tienen que ver en especial con el desasosiego de la existencia y su sentido dramático.
Barojianamente puede decir “Comprendí que estábamos en una reunión clandestina. Precisamente por aquel tiempo tenía lugar una encarnizada persecución social; la más leve indisciplina se castigaba como un grave delito: prisiones deportaciones, destierros”. No ya que la narrativa barojiana venga; es que su señor padre, Don Rodrigo Castillejo, es un personaje de corte barojiano, de profunda personalidad que se mueve en las desilusionantes circunstancias de su momento, con aire misterioso y reposado en lo que estimamos la injusta justicia de una héroe abortado
Y al huir para encontrarse, hallándose en la estación, el ritmo de la narración varía. En efecto, tenemos aquí a Azorín y sus preocupaciones: “Era de noche. En la estación, ancha, un calor sofocante. Varias personas, cansadas de la espera, hojeaban algún periódico de la noche o pasaban la vista por los libros que estaban puestos a la venta en simétricas ringleras …” Luego el tren correrá “raudo por las tierras de Castilla” …
La gran desilusión de Miguel, su honda depresión tras el trauma de la broma de mal gusto, agricómica broma, es responsabilidad del otro don Miguel, el vasco Unamuno. Miguel, cuando concibe la sospecha de que le han robado su espíritu, transmuta en un personaje unamoniano. Introvertido deambula por sus propios fantasmas, sus locuras e imaginaciones. La tragedia, el suicidio asoman de continuo. Quisiera privarse de conciencia, quisiera no ser. Se sume en el sueño. Y la vida se torna agonía. Entonces escribe, como le pasa a muchos de los personajes del vasco, y escribe con furor, pura filosofa, entelequia, fantasmagoría. Mediante la lectura de este diario íntimo, accedemos a la locura, al sinsentido de Miguel, el personaje enloquecido.

Otra suerte de locura, quizás, sea la cervantina. Cervantes tiene patente de corso para habitar en la vida de un personaje tan singular como cómico. Don Cornelio, catedrático de Latín que gana sus oposiciones no muy dignamente, pero que representa la humillación del espíritu, trocado en apariencia. Don Cornelio, cuando habla, lo hace en el estilo de Cervantes; es un remedo cómico de Don Quijote. Don Cornelio, honor de su nombre cuando descubrimos los entresijos de la vida de su mujer, se acompaña de un racional escudero, amante de su mujer, que es Sancho, el apocado Sancho Martínez, a quien nada más le interesa terminar sus estudios y apartarse para siempre de la vida de don Cornelio. “¿Estás aquí, Sancho amigo?” –pregunta de continuo Don Cornelio- … Habla, di –le increpa- ¿no te entusiasma?¿no te sientes conmovido? Arriba, las estrellas que con su serenidad imperturbable son signo de paz; abajo, como reflejo suyo, las incontables luces de la verbena, emblema de alegría, danza y movimiento. La muchedumbre hierve como un lago encantado …” Así le invita a gozar de un día de verbena. Pero si don Quijote es liberal por extremo, Don Cornelio es avaro como pocos. Finalmente su dulcinesca mujer, su escudero fiel lo abandonan, ¡faltaba más! Otra manera de despertar del sueño quizás.
Algunas escenas, incluso, son inspiradas directamente por la novela cervantina. Como cuando Miguel, engañado, es metido de improviso en las habitaciones de la vieja ama de llaves de Don Cornelio, y ha de poner resistencia a las tentaciones con las que la vieja le agobia, como cuando a Don Quijote le ponen a prueba en la corte de los Duques, o cuando le echan un gato rabioso a la cara.

¿Y cómo iba a faltar la representación vanguardista de nuestra literatura?. Acá toques de la filosofía de Ortega. Allá humor ramoniano. En efecto Gómez de la Serna campea por las páginas. La incongruencia, el sinsentido, la ironía amarga, las situaciones en exceso cómicas, disparatadas y próximas al surrealismo. Los experimentos del lenguaje. La mezcla sin concierto de lo viejo y lo nuevo, de la  tradición y de la modernidad. El susurro por el que pasan algunos personajes, la mera vaciedad formal de algunas historias secundarias y aún terciarias, todo ello contribuye a crear en muchas ocasiones el ambiente de vanguardia, insoslayable teniendo en cuenta la época en que Ayala escribe, que, acaso, cobra relieve consciente en los ítems de los distintos títulos: “Donde el autor recibe una carta, encuentra un manuscrito y comienza una novela”, como un entremezclar las ficciones y realidades. O el recurso del humor o el sinsentido: “Una familia modelo, El caballero Cornelio y su Dulcinea. La ciencia de escribir cartas. Una aventura vista por dentro”. O “Más papeles de Miguel. La venganza. Un sombrero y una capa. De cómo hay recintos ante cuya puerta se  detiene el más autorizado. Un fugitivo” en que las referencias a otras literaturas consagran la falta de respeto propia del vanguardismo para con la tradición.

¿Qué podemos decir entonces acerca de este puzle extraño que es Tragicomedia de un hombre sin espíritu, primera obra de interés en la biografía literaria de don Francisco Ayala, publicada por primera vez en 1925?