LO
QUE VERDÚ VIO EN HOPPER.
Verdad
y mentira en Hopper, es como Vicente Verdú tituló uno de sus habituales
artículitos de “Corrientes y desahogos” que publica El País, en este caso, el pasado mes de Septiembre. Estaba entonces
Madrid bajo el hechizo de la luz de Hopper. Un pintor que transita por la
historia de la pintura contemporáneo in
crescendo, enamorando, y ganando acólitos.
Los
suyos tuvo, desde luego, cuando la FUNDACIÓN JUAN MARCH trajo a Madrid más de
sesenta obras del pintor y las expuso en sus salas durante algo más de tres
meses allá por el año 89. No tuvo entonces tanta relevancia, o bueno, la tuvo
en relación a su momento, el del ambiente cultural de los inicios de los 90,
cuando Madrid despertaba al macroespacio del arte en que habría de convertirse,
cuando exposiciones de un excepcional calibre ponían a la ciudad en la nueva
singladura de “capital del arte”.
La
que el MUSEO THYSSEN BORNEMISZA ha presentado recientemente en Madrid, posiblemente
haya ganado a aquella en acólitos, pero sobre todo, más que en la propia
materia artística, en lo que la derrota es en el marketing. Este ha sido
excepcional, ha copado pantalla, ondas y páginas de revistas y periódicos, como
si tal exposición fuese realmente la gran, verdadera y novedosa presentación de
Hopper en España.
Esto
es en verdad lo que más ha cambiado desde aquel entonces a hoy en día, lo que
separa una muestra de la otra: la información sobre el hecho a contemplar, la
capacidad de movilizar al público, de definir críticas (casi todas de loa) la
posibilidad de llegar más allá, más lejos, y la capacidad, en fin, de generar
riqueza a propósito del arte.
Teniendo
como referente aquella exposición, la del 89, convendría reflexionar si no se han
sobredimensionado dos cosas. De un lado la figura de Hopper, el pintor
americano, el pintor de las escenas que el cine americano ha consolidado y
exaltado, el pintor de las costumbres USA iluminadas por la rara luz. Por
supuesto, la importancia de la muestra que, sin duda la tiene, pero que tal vez
ha sido desmedida. Normal, el mercado del arte es ya no solo mercado de
galería, lo es también de museo, asistimos al mercado cultural, a la relevancia
no del hecho, sino del promotor.
Tal vez haya sido esto lo que,
después de todo, vio Vicente Verdú, una exageración, un gesto excesivo sobre lo
obvio. Y así hablaba en sus columnas de la “sensación siempre ambivalente que
despierta Edward Hopper”. Esta pintura que a algunos parece “equívoca” a decir
del crítico, pintura “relamida”, pintura “predeterminada”.
En
efecto, hay en estos cuadros de escenas, de costumbres si apuramos, una
ausencia de frescura que es, a la postre, lo que parecen demandar. No sabremos
del todo si en un afán de homenajear a la cámara. La pintura de Hopper, todo
hay que decirlo, canta la ausencia de sinceridad temática, en este sentido es
una pura maniera, como cuando los surrealistas representaban sus más
desgarbados sueños en connivencia de cierto automatismo psíquico, no obstante ser el proceso una hacer a largo plazo.
Pero
la luz, esa luz nos hechiza. Y nos vamos “introvertiendo” en los espíritus
retratados de Hopper, como si esta fuese la única solución que el pintor propusiese. Todo queda pues en el espectador.
Verdú,
el señor Verdú ve en estos paisajes urbanos, en estas indiscretas ventanas
abiertas, en estas miradas perdidas o intuídas, un afán de causar impresión en
la visita, en el espectador. ¡Faltaba más! Eso es todo, y esa es la
trascendencia que como espectadores damos al empleo de la rara luz, una luz de la que el propio articulista dice que
tal vez “su manejo … sea más numérico que pictórico, en suma, más luminotécnico
que espontaneo o humanista”.
Es
así, la pintura de Hopper es la pintura de la teatralidad. Parece que no, pero
míreselo con severo recelo: he aquí un barroco. Lo barroco es lo efectista y el
despreocupado observador resulta absorbido, encandilado, queda ahíto, prieto y
sumergido.
Pero
la condición de Hopper no escapa a la contemporaneidad. Es el pintor de la
frugalidad del XX, de la esencia fotográfica y fílmica que tan bien ha sabido
explotar el cine, la fotografía. Por eso resulta extraño, porque a la par de
barroco es superficial. (Y con esto no se quiere decir que cine y fotografía lo
sean). Dice Verdú que al contemplar sus pinturas quedamos en la superficie, que
los sentidos rebotan sobre esta y no traspasan, no van más allá, que su cuadros
en cierto modo son refractarios a la trascendencia. Tal vez. Y sin embargo son
un “buen placer para los sentidos”, afirma. Exageración también, porque como
mucho, lo es únicamente para la vista … en Hopper no hay más. Y claro, vemos
simulacros (la palabra es de Verdú). Es sin duda una concesión excesiva para un
pintor como Hopper, el americanismo pictórico de Hopper no es simulacro, simulacro
del drama, es simplemente superficie, la superficie del drama.
En
efecto, aceptaremos con Verdú que acaso el éxito de Hopper se deba a la
conmovida reacción del público ante su obra, la conmovida reacción ante lo
banal, lo superficial vestido de dramatismo efectista y lumínico.
Lo
que Verdú ha visto, en rigor, no es tanto a Hopper como la exagerada
representación del marketing sobre una exposición, la exposición que pudo verse
hasta hace poco en el Museo Thyssen, el mismo que ya ha disparado su nueva y
sensacional bala: Gauguin. Está claro, el marketing absorbe también a la crítica y a los críticos. Sea.