MIRADAS CRUZADAS 3. Orientalismos en las Colecciones Thyssen-Bornemisza

GUARDI: Escena en el jardín de un Serrallo. (Fragmento).
¿Orientalismo, Orientalismos, o quizás occidentalismo?

Orientalismos se titula la tercera entrega de “Miradas cruzadas”.  Un viaje por la concepción de lo oriental en el arte occidental. Porque “lo oriental”, no es sino un concepto, una pose, un modo y una invención. En efecto, ocurre con lo oriental lo mismo que ocurrió con España, fue la moda romántica la que inventó el mito. Un siglo XVIII, en cuyos finales se atisba ya la crisis de la Academia y de las maneras neoclásicas, busca nuevas fuentes de inspiración. La literatura de viaje, la fantasía arrolladora del nuevo status historicista, el regreso del mito y de la sugestión, ponen la sensibilidad en el allende, en lo lejano, en lo distinto, en lo sentimental. Ni el Buen Gusto ni Grecia son suficientes. No es bastante tampoco el rescate de la Edad Media y los artistas y creadores escapan a geografías lejanas.
Es verdad, sin embargo, que estas geografías tienen más de invención que de realidad, a tal extremo sugestionó la idea del exotismo. Y a esta sugestión se le ha llamado Orientalismo.
El orientalismo es nada más que la historia del exotismo, una aplicación imaginativa de la sensibilidad romántica, un apaño con que tergiversar, transmutar y a la vez huir de la  terrible racionalidad europea.
Claro que este romanticismo triunfante no viene solo, es el mismo que yace a los pies del Imperialismo occidental.  Y entre ese echarse en manos de lo lejano y este servir al señor del poder, se desata la pintura decimonónica. El orientalismo es también, en cierto modo, una suerte de imperialismo.
Esta es la historia del orientalismo artístico, mixtura de colonialismo y sentimentalismo, en arquitectura, en escultura y en pintura, ésta como muy bien se ha podido apreciar en la muestra del Thyssen.
Y digo “muy bien” porque está dicho en ella, con poco menos que ocho cuadros, cuanto hay que decir, eso sí, sin decirlo el texto de presentación y análisis. Pues lo que hay que decir resulta simplicísimo, el orientalismo, o los orientalismos -que es la bifurcada tesis de esta exposición-, posee un momento previo, un momento clásico y un momento de decadencia.
Un momento previo que es el que atañe al Oriente antes de la sensibilidad romántica. Este orientalismo siempre ha estado presente en la civilización occidental, que ha transmutado la cultura otra, la cultura lejana, en lo que le resultaba más atractivo y sugerente, y esto desde el tiempo de los griegos. Desde el reino del Preste Juan, la locura de las cruzadas, la reconversión de Las Mil y una noches, los pasajes cervantinos y otros libros de aventuras varios. España, en este sentido, se convirtió en lugar privilegiado para conformar y confirmar parte del mito de lo exótico. No hay que irse más lejos para ver los cuentos en los que quedó retratada la Alhambra de Granada, la mala suerte de Carmen o los bocetos y definitivos del paisaje dejados por tanto maestro del óleo y de la acuarela. 
A este respecto del previo al orientalismo, el cuadro de G.A. Guardi,  Escena en el jardín de un serrallo de 1743, es una muestra de la atracción que muy pronto ejerció sobre el comerciante occidental y aventurero la vieja Constantinopla, el Imperio turco. Esta fuerza sugestiva estaba ya presente en la pintura veneciana más clásica, en su luz, remedo del bizantinismo;  muchas veces incluso en los temas recobrados. Basta pasearse por algunas pinturas del Tintoretto. La historia de la Serenísima República, es en cierto modo la historia del pre-orientalismo en occidente. El cuadro de Guardi vive de todos los tópicos con que se podría catalogar en su época al Imperio Otomano. El toque decadente que ya vivía Venecia venía como anillo al dedo del tema. Lo voluptuoso, el placer de los sentidos, la entrega al gozo, con todas las sugerencias, marca ya en cierto modo los derroteros que llevará esa imagen del Este. Pero por igual el exceso de luminosidad, de colorismo, de libertad técnica en el tratamiento de la pincelada. Es como si la historia de Alejandro Magno, el helenismo triunfante, tuviera que repetir sus pareceres. Y es como si el romanticismo requiriese de una confirmación externa para deslumbrarse en la técnica, el color y la composición.
            Y es así que tenemos, de otro lado, lo romántico ya plenamente romántico. ¿Y qué mejor representante de este que Delacroix? El pintor del movimiento, del color, de la libertad técnica, de la expresión sentimental, en fin, el que ha sido paradigma de lo romántico. Así es que tenemos dos obras de Delacroix y una polémica. Una polémica que explica en cierto modo las contradicciones del sentir romántico hacia lo exótico. El jinete árabe es una obra de 1854. De ella nos dice el texto de exposición que es obra de predisposición al natural, aun siendo tema oriental. Vamos, que tiene cierta tendencia al naturalismo realista. Si la enfrentamos con la otra,  El Duque de Orleans muestra a su amante, obra de juventud, 1825, está la polémica servida, y bien podríamos preguntar si realmente el viaje al Norte de África, que Delacroix realizó en 1832 le apartó del orientalismo literario e imaginativo, un tanto exagerado y sensualista de la primera época, y le acercó a la realidad, la realidad de lo exótico del norte de África.
 ¿Qué llevaba en sus ojos el pintor Delacroix cuando marchó allá, impelido por una necesidad sensual que se había puesto de moda, y qué trajo? ¿Trajo acaso una contradicción o trajo la realidad? ¿Estaba preparado Delacroix para apreciar la realidad natural de África? ¿Es El jinete árabe en este sentido más un retrato que un flirteo con lo lejano? Aún parece que lo que atrae a Delacroix es lo distinto, lo otro; eso sí, también parece que evita ya lo evanescente de lo oriental, el romanticismo vacío, la sensualidad por la sensualidad, el humo del  sueño.
Claro es que este supuesto punto de vista del otro, para Roger Benjamin, sobresaliente estudioso de esta  problemática de la estética orientalista, no es sino un occidentalismo más, acaso menos romántico, pero occidentalismo global a fin de cuentas.

DELACROIX: El jinete árabe
DELACROIX: El Duque de Orleans mostrando a su  amante




















Luego está la idea de los orientalismos, el plural, que no es sino la idea de la decadencia de lo oriental, esto es, lo postrromántico, no por ello de menor importancia. Pues ya no hablamos de las posibles visiones de Occidente sobre el otro, sino de las posibilidades estéticas y temáticas que el otro puede aportar, de la influencia. Una de estas es el llamado “japonismo”, sin el cual, probablemente se haría muy difícil la comprensión de autores como Manet, e incluso de movimientos como el Impresionismo. La estampa japonesa marcó el sentido de una serie de procedimientos pictóricos, que llevaban a la representación de lo sustancial latente en el plano, en el color, en el pequeño elemento decorativo, el tratamiento del espacio, o en la sugestión de la línea. Pues, lo oriental influyó sin duda en el devenir de la “formalidad”, del arte europeo finisecular. El grabado japonés gozó de predicamento y menudeó entre los artistas más destacados de las prevanguardias y vanguardias. ¿Qué no deberá el formalismo del siglo XX a esta incursión de la estampa oriental en el mundo occidental? No diremos la obra de Maeck que ha colgado en la exposición, pero sí las similares de Matisse, por caso, que beben de todas estas influencias, sesgadas incluso por su viaje a África, y en las que se confirma ya que lo oriental entra a formar parte de la expresión vanguardista.
MACKE: Mujer en un diván
Reflexiones al hilo pues, que abren todo un campo de sugerencias no ya para el espectador de cuadros de temática oriental, sino para el crítico y estudioso del arte europeo desde el siglo XVIII y aún antes.

Ingenuidad aprendida, libertad emancipada y ejemplaridad. El pensamiento de Gomá Lanzón.






LIBRES O INGENUOS EMANCIPADOS
La naciente filosofía de Javier Gomá Lanzón.

“Dos mundos se disputan nuestro presente: el declinar de una gran cultura milenaria y la lenta gestación de otra distinta …”  Así da inicio el tercer capítulo de Ingenuidad aprendida de Javier Gomá Lanzón. Dice el filósofo que ambos modos de la cultura se solapan, combinan e hibridan.
Lo que le pasa a Gómez Lanzón es, como por otro lado le pasa a gran parte de la filosofía, que se lanza en pos del mañana, y en ese riesgo del saltador, el filósofo considera que es la suya la elegida, la que abre futuro, pues todo filosofar, puro riesgo, vive de la clarividencia, o al menos de un momento de clarividencia que ha de ser comunicado. Para Gomá está claro, muy claro, que aquellos dos mundos disputados ya no nos sirven de modelo, al menos no del todo.

            La recién venida al mundo filosofía de Gomá Lanzón, reposa sobre este núcleo de la ejemplaridad, de la educación social, del reconocimiento de los errores del pasado, de la consecución de una convivencia democrática en orden a unos ciertos valores. Y lo hace no con la impasibilidad rigurosa de un juez filósofo, sino con la comprensión de quien absuelve de las ideas que nacieron bajo el signo del servicio, y que trastocaron el uso o la historia. Se trata de otorgar el perdón desde una filosofía de mundo por el filósofo mundano. Se coloca así el autor en las antípodas de la metafísica doctrinal y catedrática.
Es en este sentido en el que se mueven sus obras Imitación y Experiencia, Premio Nacional de Ensayo en el año 2004. Aquiles en el gineceo, y por supuesto Ejemplaridad pública. Y porque no son libros sólo de pensamiento más o menos sólido, resultan un ejercicio de ingenuidad filosófica. La ingenuidad pretende ser el método de su filosofar, una vía al servicio de nuestro tiempo, unos tiempos en que la experiencia, la imitación, la ejemplaridad, la emancipación adulta del ser humano, y la decisión vital en el servicio de los otros a riesgo incluso de la propia vida, son, más que problema, un asunto que mueve a risa.
Asistimos entonces a un rescate de la ingenuidad, una ingenuidad ya imposible en sentido estricto pero que puede aprenderse, aprenderse como un límite autoimpuesto a nuestra libertad conquistada, con el fin de iluminar un marco de convivencia social tendente a la felicidad, la que el autor denomina muchas veces “civilización en marcha”.



Un futuro más allá de la última filosofía.

Claro, para hablar del futuro, lo mejor, desde luego, es tomar distancia del pasado. “La cultura del último siglo –dice- presenta todos los síntomas de lucidez característicos de los procesos terminales … ” Es decir, los tiempos enfollonados, como el nuestro, anuncian el albor de un nuevo paisaje. Así, en la barahúnda que nos ha tocado vivir se inscriben por igual, a decir del autor, la filosofía de la sospecha, la deconstrucción, la crítica de las ideologías, las arqueologías, etimologías, la transmutación de todos los valores, la muerte de Dios, la del hombre o el fin de la historia. Y en fin, el pensamiento se desenvuelve como historia del pensamiento, o como hermenéutica, podríamos decir, de la hermenéutica.
No obstante, esta reflexión sobre la reflexión que ha caracterizado la filosofía de los últimos tiempos, ha contribuido a dar libertad al sujeto, a liberar al individuo de ciertas estructuras jerarquizadas supervivientes durante milenios. Conquistada ya la libertad, resulta que ahora todos estos movimientos filosóficos, son una pesada carga, un lastre, un motivo de confusión.

Y nuestro filósofo ocupa su lugar ante esta vicisitud. Contra la lucidez, o mejor, el exceso de lucidez que impera en aquellos movimientos, Gomá Lanzón propone la ingenuidad, no una ingenuidad antojadiza y caprichosa, ni irreflexiva, ignorante voluntad, sino una ingenuidad que “ha de conocer la verdad esencial”, ha de ser, pues, una “ingenuidad aprendida”. Pero ¿qué es en rigor esta ingenuidad aprendida?

Acojamos no obstante las conquistas del último pensamiento. De la finitud y de la igualdad.

El hombre occidental, a decir de Gomá,  ha perdido la fe en dos de los valores que antaño parecían inconmovibles: el progreso necesario y la historia como maestra de vida, esto es, la supuesta ejemplaridad del pasado y la proyección utópica del futuro. No obstante Gomá salvaguarda la historia: aún nos lega las que el autor denomina “experiencias colectivas”. Dos de estas experiencias son para Gomá innegociables conquistas: “la finitud” y “la igualdad”. La finitud porque la realidad absoluta e inconmovible cuyo predicador paradigmático podría ser  Platón, la onto-teología –pobre Platón y sus ideas, siempre blanco de desdichas- fue desmontada por el pensamiento nihilista. Sí, aunque este nihilismo no ha sido suficiente. En efecto, “… desposeyó a esta “onto-teología” de su pretensión de validez necesaria, pero no supo en ningún momento dignificar la finitud”. Nietzsche, ejemplo en este sentido, fue un destructor, un denunciador, pero nada construyó.
Es que la ingenuidad aprendida ha de vivir de esta dignificación de lo finito que faltó al nihilismo. Dice Gomá: “El verdadero tema de nuestro tiempo es por consiguiente, el de liberar a la finitud de su histórico secuestro y hallarle un fundamento autóctono, autorreferencial, para sobre esas bases finitas, pero firmes y sólidas, hacer viable la civilización en marcha”.
Con el concepto de “finitud”, por presupuesto, es fácil demostrar la necesidad de una “ética de la igualdad”, la igualdad, la otra conquista de los recientes tiempos. ¡Todo es finito! Luego todo es igualmente finito.
Con la finitud y la igualdad Gomá monta el tenderete de la futurición.

Democracia frente a Aristocracia.

Resulta curioso, pero yo no sé hasta qué extremo dirime esto de cierto pensamiento cristiano que ve en Dios la justificación de la igualdad finita de toda la creación. Será un retrotraerse al aristocratismo, o la necesaria desfundamentación del nihilismo? No saquemos las cosas del quicio. Lo importante tal vez es la vuelta de Gomá al esencialismo, o a un cierto esencialismo, tal vez a un esencialismo con matices: “la dignidad corresponde a todos los hombres por igual … los otros signos distintivos … son accidentes de la personalidad …”  La finitud nos hace iguales, nos dignifica y se dignifica a sí propia, lo demás, que se corresponde en cierto modo con el ámbito de la vida, es manifestación accidental.
La finitud, pues, es la garante de este muevo paisaje a que pretende conducirnos, de este nuevo tiempo que Gomá denomina el nuevo “eón democrático”, que,  “frente al histórico elitismo gnoseológico ha de hallar procedimientos para establecer una verdad democrática que sea resultado de acuerdos consensuados libremente por los iguales …”
En fin, que nuestro carácter mortal es la justificación más precisa de la democracia. Lo que le aproxima mucho a la intersubjetividad un tanto pragmática de Habermas -quien tampoco  es santo de su devoción- un paso más allá del voluntarismo kantiano. Pero igualmente le pone crítica a Heidegger y Ortega, que fracasan, según él, en el ámbito democrático de la ética de la igualdad, por su evidente elitismo, por su odio hacia lo público, si bien aciertan en la crítica metafísica, en la crítica de las doctrinas onto-teológicas que defienden el elitismo aristocrático.

Un poquito de vulgaridad.

Pero lo interesante y peculiar de Gomá es que opone al aristocratismo social, la “vulgaridad”, éste no como un concepto peyorativo de la masa, de la chusma nieetzschiana, sino como una manifestación social de la espontaneidad no refinada, al margen de lo que conocemos como refinada cultura, o elevada producción cultural. (Por cierto, ¿no cree el lector que hoy en día la vulgaridad es materia predominante en el arte? Si bien la emergencia pone nuevas dosis de elitismo y especialización en muy diversas manifestaciones de la cultura, como si hubiese ya una contravulgaridad).
Con la vulgaridad pues, asistimos a la liberación de las trabas sociales de la cultura aristocrática y jerarquizada; la vulgaridad presupone una “esfera de la libertad ampliada”; ahora bien, se apresta a señalar el autor que requerimos de un uso correcto y virtuoso de esta libertad conquistada, “porque la liberación del yo no garantiza su emancipación”, la libertad en fin, puede resultar un medio para la barbarie. Esto es, según Gomá, parte del problema de nuestro tiempo, eso que en cierto modo el vulgo conoce como “exceso de libertad”, si bien fuera mejor decir excesos de la libertad, usamos la libertad para la barbarie..

No sólo de libertad romántica vive el hombre. La libertad emancipada.

Volviendo al hilo, esto de la emancipación como autolimitación, lo que sería emanciaparse, ¿no suena a Platón? ¿Es que ya la moral aristocrática denuncia los excesos del igualitarismo¿ Es por eso que el privilegiado filósofo de la “Politeia” inventó el paralelismo de alma del sujeto y estructura de la polis?
No, lo que ocurre es que los filósofos inventan metáforas e inventan horizontes. Para Gomá Lanzón, la época del Romanticismo rompió con un largo, milenario periodo, el de la mentalidad aristocrátical. Pensadores como Herder, Kant, Stuart Mill (son los ejemplos que cita el autor) nos ponen en la pista de ese afán de subjetividad singular y original, de regusto por la libertad del individuo. Frente a esta febril ola de romanticismo, de poco vale señalar la importancia del ejemplo que copiar. Es mejor ser irrepetible y único. La vulgaridad que remueve los cimientos sociales en nuestros días es la posibilidad de remontar este elitismo, poniendo el acento en aquello que los seres humanos compartimos, lo común, que es más que lo singular y original, que lo único. Dice el autor: “Nada me obliga a fijarme en los aspectos inusitados, excéntricos, exclusivos, únicos, de mi biografía … Hay otro aspecto de la experiencia subjetiva que se relaciona con lo típico y paradigmático de ella, aquello que yo comparto con todo hombre por el mero hecho de serlo y me pone en comunicación directa con lo esencial humano”. Marchamos pues de la mano de lo Universal, de la sustantividad a partir de la cual se diversifican los accidentes. Pero ¿no es esto en cierto modo un esencialismo? ¿Es que habremos de rescatar de las oscuras cavernas de la metafísica el denostado concepto de esencia? Tal vez sea este el antídoto para los excesos de la libertad. “A este tipo de experiencia subjetiva y personal pero al mismo tiempo objetiva y universal la he denominado experiencia de la vida”. Una vida en fin que se ajusta a los límites de la estructura de la realidad. Lo que está muy bien, pero no deja de ser en cierto modo el Ortega y Gasset raciovital al que Gomá Lanzón critica muy duramente y homenajea a un tiempo. Ni deja de ser, a lo bruto, la metafísica de la realidad radical de Zubiri.

Otro tanto de filosofía española.

Esto me gusta, en Gomá hay mucha, muchísima filosofía española, no quepa duda; pensamiento del solar hispano. Porque además, acendrando en lo común de los hombres, en lo universal, el filósofo hace hincapié en la muerte, eso que nos iguala. Y esta meditatio mortis es un reflote y rescate de la idea de de la muerte que recorre toda nuestra literatura y que cobra relevante exposición en la páginas unamonianas.
Este vitalismo hispano, esta estructura limitante de la realidad, esta vulgaridad naciente, posibilita la crítica de toda posmodernidad, arrolladora de cualquier concesión al universalismo, y por supuesto, posibilita la gran crítica del existencialismo elitista, en el que, no sabemos si muy acertadamente, Gomá Lanzón incluye a Heidegger, el germano que abominó de lo público, lo público, sí, que es en  donde radica la posibilidad de la vulgaridad liberadora, cuyo exceso nos ha dado la posmodernidad. Pero también a Ortega y Gasset, a quien considera un vitalista redomado, creador que se salta a la torera eso de la finitud, la cual obvia, filosofía reluctante de la “meditatio mortis”, y por lo tanto digna de la acendrada crítica de nuestro autor. Por cierto, una crítica justificable, sí, pero injusta, pues el vitalismo de Ortega se soporta, en efecto, en una moral del hacer que elude la presencia y consecuente reflexión sobre la muerte, la finitud, no obstante, estos son los fundamentos a partir de los que vivir, siendo que él se preocupó sólo por el hacer del vivir, un vivir que acepta los límites circunstanciales.
Desde luego, Gomá construye una estructura de la historia de la filosofía a largo plazo que recuerda mucho a las dos metáforas de Ortega y Gasset, -otras veces tres si contamos la emergente- y a los dos horizontes de la metafísica de Zubiri. ¡Las herencias son demasiado vinculantes a veces! Su ingenuidad aprendida emparenta pues con la Razón vital e histórica de Ortega y Gasset (quien tiene un gran porte aristocrático y no poca dosis de vulgaridad de plazuela) o con la inteligencia sentiente de Zubiri, con la razón poética de María Zambrano o con la agonía irreparablemente razonada de Unamuno. “Dos mundos se disputan nuestro presente …”

La tesis radical: ejemplaridad, emancipación y auténtica democracia.

La vida ha de teñirse de ejemplaridad. ¿Teñirse digo? No, tiene que serlo, ser "ejemplarizante". Pero no una ejemplaridad pública. El método ingenuo, esto es la ingenuidad aprendida, las críticas del elitismo social y de los excesos de la libertad, nos enseñan que la ejemplaridad ha de ser también privada. No puede darse ese divorcio entre lo privado y lo público en la vida, pues la moral constitutiva es la persona misma. El individuo emancipado es aquel que sabe imponerse normas, o que las toma de la responsabilidad civilizatoria del hombre ejemplar, su modelo. Imponer límites a la propia libertad es, en fin, el ejercicio de una verdadera y digna democracia. Esta es la clave del “proceso civilizatorio”. 
Los límites son los del bienestar común, los de la empatía hacia el otro, los del fin social. Ésto sin menoscabo de los reconocimientos de la libertad individual. No deja de ser libre el individuo aquel que reconoce los derechos de la tradición, el legado que es lo social, el bien que la comunidad reporta al propio sujeto, sin el cual este no podría ser. No falta libertad a quien hace uso de las buenas costumbres, del civismo en favor de sí y de los demás. En efecto, el nihilismo nos ha conducido a la anomia, a la contracultura. El Estado paternalista se ha hipernormativizado. Entre ambos extremos, el individuo contracultural que lucha contra todo porque todo encadena, y un Estado que legisla a diario sobre lo legislado, se encuentra el individuo emancipado, el libre adulto.
En boca de este hombre emancipado nuestro autor pone "suprakantiamente" la siguiente máxima, el siguiente imperativo categórico: "Sé ejemplar, reforma tu vida privada, conviértete en ejemplo de aceptación consciente y voluntaria de los gravámenes civilizatorios, ejerce sobre tu círculo de influencia un impacto emancipatorio".
(Y ahora que me digan que esto no tiene mucho de elitismo orteguiano).
Lo que Gomá exige, en fin, es algo que muchos, todos, el vulgar vulgo clama hoy en las calles, si bien pocos están dispuestos a ponerlo en práctica. Porque es verdad que la filosofía se hace en las calles amigo Gomá, y porque la gente pide verdadera democracia en la calles, lo que necesitamos es moral, mucha moral y que cunda el ejemplo. Si el ejemplo cunde estaremos ante la libertad emancipada, el sujeto emancipado, es decir, el sueño de todos los tiempos filosóficos.