MAR, POESÍA Y LA MANCHA. Una antología poética de Ignacio García Noblejas.

El pasado Viernes, día 20 de Enero se presentaba en la Biblioteca Municipal Lope de Vega, de Manzanares, la antología de poetas manchegos compilada por Ignacio García Noblejas Santa-Olalla. Un libro en que a tresbolillo conviven la METÁFORA DEL MAR, el PAISAJE MANCHEGO y la sensibilidad receptora del autor del libro. En fin, un homenaje a la tierra, a sus gentes, a la pulsión de mar. Pero sobretodo a la POESÍA.


Apertura al llano: el crucero de La Solana surca la mar.

La Mancha: tierras de mar sin mar.

Naturaleza y genealogía de este libro.

Este libro es una obra incompleta, o tal vez inacabada. El autor, Ignacio García-Noblejas Santa-Olalla pide perdón por las omisiones, que las hay y por su olvido, latente y patente, porque ni están todos los poetas manchegos que han henchido nuestra sensibilidad con la brisa marina, ni están todos los poemas que pudieran transportarnos el sabor del salitre. Pero no conformes con esta indigencia, hay que remontar, porque tampoco es un libro de poemas, al menos no lo es del todo, pues no estamos ante una simple recopilación de autores y poemas al uso. El presente es un libro de sensibilidad, de sensibilidad aplicada a la biografía, de la sensibilidad lectora, en este caso, de su compilador. En conclusión, tratamos  con un retrato estético y sentimental del consumidor de poesía que es Ignacio García Noblejas.

Es cuando descubrimos que estas páginas son, en efecto, un remonte, un remonte a la infancia. Y tal regreso tiene lugar cuando –dice el autor en la introducción- “comienzo a leer y releer a los poetas manchegos; en primer lugar los que para mí eran de carne y hueso … los que yo había conocido, les había oído leer sus poesías, recitarlas con su propia voz …”. Es decir, aquellos que habían sido parte de su primer pasado, de sus primeras sensaciones, vista, oído, tacto, olor … aplicados a la poesía, privilegio de los recuerdos que quedan para siempre.
En especial vienen al recuerdo de Ignacio, los encuentros literarios en las lagunas de Ruidera entre los poetas manchegos que él tuvo la suerte de frecuentar, y esos otros de renombre como Luis Rosales, Gregorio Prieto –también manchego- Entrambasaguas, López Anglada … etc. “Años de esplendor para nuestras letras” –dice-  esos de finales de los 60 e inicios de los 70.
En aquellas reuniones que Ignacio tuvo el privilegio de vivir, jugó un papel destacado, Don José Antonio García Noblejas, manzanareño, padre de Ignacio a la sazón. Y otro paisano, Pascual Antonio Beño, quien es además autor de Las reuniones literarias de Ruidera, publicado en 2009, tras de su muerte, en que se reviven y describen aquellas veladas. Así, este libro es, en cierto modo, hijo de aquellas inquietudes floridas a la sombra del castillo de Rochafrida, e hijo de la necesidad del regreso a la inocencia. Este libro es, pues, un libro de poesía, sí, pero de una poesía de filiación sentimental, diverso pero hilvanado.
Diverso porque a sus páginas vienen más de 53 poetas, manchegos o muy estrechamente vinculados con La Mancha. Hilvanado porque está cosido con soga de sal. El mar es, en efecto, el lugar donde se posan esos sentimientos. El mar y lo manchego. ¡Extraño maridaje!

Y una vez que se tiene … ¿qué hacer? Legarlo. Regalarlo. El regalo  no es tanto la poesía como la sensación vivida. Este libro es un regalo de vivencias en el envoltorio de muchos poemas. Un cruce de caminos de la poesía, el mar y el paisaje. Acaso Ruidera, el pequeño y mágico mar de La Mancha, pudo ser la argamasa de este extraño vínculo que lentamente ha ido creciendo hasta conformar un libro. Aunque el verdadero vínculo, el origen de toda esta  historia incierta, su verdadera génesis, como ya veremos, se la debamos a una azaroso momento en que Ignacio volvió sobre la lectura de aquellos poemarios de la biblioteca paterna.

El ámbito.

La Mancha: tierras de mar sin mar es una antología que delimita un ámbito de actuación poética, que pone unos límites precisos a la poesía: el mar y el paisaje. Y no un paisaje cualquiera, sino el paisaje manchego. Con ellos se sostiene y en ellos se ampara: nada más paradójico que esta convivencia, que este paralelismo, que esta comparación: El mar y La Mancha. El ancho mar y “la seca” vis a vis, el ancho mar y los hijos de ese paisaje y paisanaje, bañados en versos de ola y arena, Mar-Mancha arropados mutuamente, entrelazados como amantes, extraños, lejanos y amarrados, unidos, atados, sentidos en un mismo pulso.
En esa pulsión de vida y muerte, los poetas se echan en brazos de la tradición. Porque el mar es metáfora inevitable, y es inevitable el simbolismo del llano y de lo manchego: metáforas del mar dio el castellano. Paisaje dio el paisanaje.

Metáforas del mar.

            No está el mar exento de metáfora. Desde que Jorge Manrique lo hiciese símbolo ya pocas veces lograría el mar sacudirse la muerte. Así da inicio la tercera copla de su inmortal obra:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu´es el morir;

Es difícil substraerse ya a este símil, y muchos poetas verán en el mar la sed, la angustia, la infinitud, en fin, la imposibilidad.
Han de pasar muchos siglos para intuir siquiera el otro lado del símbolo. La blusa marinera de Alberti, blanca de añoranza, nos lo enseña. En Marinero en tierra grita el gaditano:

El mar. La mar.
                                                    El mar. ¡Sólo la mar!

                                                           ¿Por qué me trajiste, padre,
                                                    a la ciudad?

                                                           ¿Por qué me desenterraste
                                                    del mar?

                                                           En sueños, la marejada
                                                    me tira del corazón;
                                                    se lo quisiera llevar.

                                                           Padre, ¿por qué me trajiste
                                                    acá?

                                                           Gimiendo por ver el mar,
                                                    un marinerito en tierra
                                                    iza al aire este lamento:

                                                           ¡Ay mi blusa marinera;
                                                    siempre me la inflaba el viento
                                                    al divisar la escollera!

Para quien ha sido desenterrado del mar, el mar es la vida, y tierra adentro no hay sino muerte. Para Alberti el mar es en realidad la vida, la vida intensa que se añora, la brisa que inflama su vestimenta cuando se la recuerda desde el interior, como si fuese imposible la convivencia de los extremos.
¡En qué difícil compromiso dejan estos lamentos a nuestros poetas, poetas de tierra adentro que sienten adentro de sí el mar, en los extremos poderosos de la vida y de la muerte.
Entre ambos diques, el manriqueño y el albertiano, los poetas manchegos se posicionan. Y al posicionarse, muchas veces dejan entreverarse las sensaciones que les causan el mar y el paisaje vivido. Descubrimos así que ambos extremos pueden convivir y aun coincidir. Como señala el libro que glosamos en su contraportada y en la filosofía de su Introducción: “El mar y La Mancha, tan lejos y tan cerca … Es hablar y sentir, por ejemplo, un atardecer en la llanura manchega, anchurosa, sin límites, infinita, perdiéndose la vista en el horizonte, igual que le ocurre al paisaje marino: extenso, enorme, sobrecogedor … El mar y la llanura, agua y tierra, olas que se mecen al capricho del viento, mies y espigas moviéndose con la misma gracia y ritmo que las olas”.

Paisaje y paisanaje. El paisaje manchego.

No hay que remontarse mucho sin embargo para hallar los orígenes de la lírica del paisaje manchego. Primero porque el paisaje, a secas, es un descubrimiento estético de la modernidad. La época del barroco se deleita en su exuberancia y en sus tonalidades, aunque no lo trate mas que como excusa de ampulosas historias. Sólo los románticos, ya en el XIX, tuvieron completa sensibilidad para el paisaje, el paisaje sublime, infinito, inabarcable, pero a la vez variado y entretenido. Con tales presupuestos, el paisaje manchego no nacería a la sensibilidad hasta bien avanzado el XIX, contadas pinceladas de algunos viajeros decimonónicos, sólo la generación del 98 haría de nuestro llano vivida emoción: Unamuno y Azorín sobre todos. Seco, desabrido, áspero. Pero también noble, místico, austero, viril, el paisaje es espejo de un paisanaje manchego, muestra de frugalidad en lo material, pechos henchidos de espíritu. Esta frugalidad, este henchimiento se respira en muchos de los versos que Ignacio compila. Porque el verso es, después de todo, palabra del paisanaje.
Azorín, que vio en el paisaje castellano la contrapartida del mar, nos dice en Castilla: “No puede ver el mar la vieja Castilla”, privado de mar vive el llano de espaldas al progreso. Pero el progreso es la antinomia del espíritu -insiste Azorín- y Azorín prefiere ver dormida a Castilla que verla asomada al mar del progreso. El paisaje castellano es pues la manifestación del espíritu.
Unamuno comparte este simbolismo y lo manifiesta cargado de mística, de religiosidad. En la Mancha sosegada se unen cielo y tierra –dice- la llanura convida a lanzarnos al más allá. El paisaje manchego es pues trascendencia.
           
            Entre estas fugas simbólicas, entre estas frugalidades estéticas se desatan los vínculos de nuestros poetas-paisanaje. Al desatarse, podemos decir eso de La Mancha, tierras de mar sin mar. Es cuando descubrimos que no hay una tierra, sino tierras, plurales tierras que son como pequeños llanos del llano, distintas perspectivas, tantas como pueblos, como poetas, como sentimientos; porque a lo mejor es cierto que La Mancha no es tierra, sino tierras, por lo mismo no son paisanos sus paisanos, sino paisanaje.

El Vínculo: Modos de mar y Mancha.

            No es difícil imaginar a Ignacio un atardecer, hojeando los libros de la extensa biblioteca que su padre tiene en Manzanares. Como él mismo nos comenta en la Introducción, y hallar en el azar incierto del vínculo, un poema de Torres Grueso, tomellosero, “Poema del polvo y la vereda” que dice así:

La Mancha es tierra de tierra
con noches de mar sin mar,
con aurora sin orilla,
con playas de sal y cal:
toda costa y todo cielo
casi para navegar.

Síntesis precisa del ámbito que hemos delimitado, expresión cierta y precisa de la comunión de lo supuestamente incomunicable. Ahí tienes, lector, la espiritualidad que del paisaje manchego extrajo el regeneracionismo finisecular: costa y cielo para navegar. Ahí, el tremendo sentir de la metáfora marina, el preciso paralelo, el símil que une mar y paisaje sin mar: noches de mar sin mar, sin orilla, con playas, costa y cielo …  No es extraño que ante este descubrimiento nos diga Ignacio que  “… esta estrofa fue para mí el punto de partida, el inicio para peguntarme y pensar por qué los manchegos sentimos tanto el mar – y preguntarse acto seguido- ¿Lo añoramos?¿Lo tenemos?¿Lo necesitamos? …” Cuestiones que ya corresponde al lector, manchego, responder tras de la lectura.

Pero tal vez descubrirá que no hay un vínculo sino modos plurales del vínculo, plurales manifestaciones de este maridaje. Cuando el libro se lee, cuando se lee a los 53 poetas que conforman su alma, entonces sospechamos que hay maneras de expresar el vínculo y formas de sentirlo. Para muchos de estos poetas, humanizados y reencarnados gracias a una breve pero rica introducción biográfica, lo que late es la similitud formal del mar y el llano manchego. Como cuando Juan Alcaide dice el viejo trillo era un barco/que, al empuje de la yunta,/camino a un lugar soñado,/llevara el sol de una alegre/tripulación de muchachos. En otros, para algunos poetas, mar y paisaje coinciden en la profundidad, en la inmensidad. Un poema del ciudadrrealeño Márquez Rodríguez, titulado “Cardencha” dice: Cercada de redondas arideces,/un solitario mástil me pareces,/siempre bogando sufrimiento arriba./El rastrojo, tu alfombra inusitada,/como un inmenso mar de agua salada,/te arrastra eternamente a la deriva.  Sin desprenderse, también, de la similitud formal de llano y mar.
Hay versos, como estos de Eladio Cabañero, que sugieren la expresión de la muerte y del paso del tiempo en el vínculo: Hacia el Oeste van astros y muertos,/hasta el poniente mar lejano./Mi pobre Mancha, tú por los desiertos/del aguantarse y de ir tirando./ Mi Mancha del otoño, portuaria/del oleaje horizontal de llano,/sobre tu mapa vivo, costra agraria/ yace tu nombre al raso.
Habrá quienes expresen, con la lírica del paisaje manchego, la cercanía del mar.  Iglesias Domingo, el poeta de Piedrabuena, intuye el mar en lo cercano, hace de lo cercano mar, y así estrecha su amado Bullaque con el abrazo marino. Sin embargo hay versos que cantan la profunda e irreconciliable dicotomía de la tierra y el mar. Carlos Baos Galán cifra su libertad en la mar, la prisión en las acequias: Horas nuevas me abrazan, me desdoblan,/vienen a alzar mi tiempo, a hacerme un río/que desemboque en mar y no en acequias, que tenga nombre y contornos míos./ Otras veces la sintonía puede parecer ridícula, frugal, estúpida como este juego casi surreal de Federico Gallego Ripoll: Un vencejo vigía/otea el horizonte/de tierra tierra tierra/-agua a la vista/(dice)/El gañán inaugura/su bandera más blanca/izada en vuelo raso/por la perdiz y el fruto/jugoso de la higuera/-agua a la vista/(dice)/Y el mar va, y se presenta. Los hay que hablan de la simbiosis que los hace comunes y partes indisolubles e inseparables: ¡Cuánta Castilla en la proa/del jornal de una esperanza! –Exclama Baos Galán cuando homenajea a Torres Grueso en su muerte. De esta manera el vínculo se enreda, se complica, y establece una red de relaciones ya inexplicables e inabarcables.
Máxime cuando vemos que en casi todos, no siempre abunda tal relación. En especial en los versos de los poetas más jóvenes, aquellos nacidos ya en los 70, para quienes el mar pierde prácticamente toda vinculación con el paisaje de su entorno, y hacen del mar y lo marino simple experiencia de los sentidos, lirismo metafísico de su sentir, expresión de la sensibilidad profunda. Pero por lo mismo, pareciera también que metáfora de su ausencia física, de su no presencia en la cercanía.
Diremos, pues, que hay en  nuestros poetas, como no podría ser menos, una mar consciente, y una mar sentida, y un mar insinuado en la relación con ellos mismos y con su entorno. Esta es, en fin, la expresión de las tierras de mar sin mar, una expresión en el que el mar enriquece, hace versátil, no ya al paisaje manchego, sino al poeta mismo.


DESAPRENDAMOS PUES.



La curiosa manía del "desaprendizaje" y El Señor PUNSET.



Desaprendamos. Es la impertinente idea que Eduardo Punset se ha encargado de sembrar tan brillantemente entre los lectores de la divulgación científica . Ya está en los anuncios de televisión, en la calle. Otra cosa es cómo se entienda en realidad esto del desaprendizaje, porque a lo mejor entramos en un debate nominalista muy curioso. Podríamos decir … la base de lo humano radica en el aprendizaje. Desde peques aprendemos, somos, tan frágiles que hemos hecho de la educación la herramienta precisa de la vida … O bien, lo que nos hace realmente humanos es desaprender, quitarnos cáscara. Algunos ya vieron este “descascararse” en las innovaciones e invenciones que son en cierto modo una forma de desaprendizaje … pero, al parecer Punset nos pide más, nos dice más. En realidad ¿qué dice? Porque lo que está claro es que no dice del todo lo que se dice ni en los anuncios de  televisión ni en la calle.

En El viaje al poder de la mente, sugestivo y cautivador título, sensible y reconfortante lectura, Punset presenta los dos pilares que explicarían el siguiente aforismo: “No queremos cambiar de opinión, al contrario que los monos y otros cerebros sofisticados”.
Los pilares son los siguientes (tomémoslos con sus palabras):

  1. “… el poder avasallador de las convicciones propias, frente a la percepción real de los sentidos … creencias y convicciones heredadas del pasado a la hora de configurar el futuro”.
Por el momento no es poca la complejidad que encierra este punto. Abordamos el tema de las convicciones, que por algo lo son. El problema de la percepción real de los sentidos, que es, nada menos, que el cuestionamiento de lo real, la percepción y la función de los sentidos, así como cuáles son estos sentidos, sin poder eludir el de la mente, que, cuidado, no es del todo el cerebro. Pero además, el mundo de las creencias, que ni mucho menos es el de las convicciones, que ni son, simplemente, convicciones heredadas. Para cerrar este bucle barroco, solo faltaba el problema del tiempo, del pasado y del futuro. Casi nada.

  1. “… no podemos –dice Punset- predecir el futuro porque únicamente sabemos imaginar el futuro recomponiendo el pasado”.
Bueno, en este sentido los conceptos de la cuántica han sido si cabe más precisos y convincentes. Sea el principio de incertidumbre.

La gran preocupación de Punset es sin duda la “paradoja plástica”, la paradoja de la plasticidad del cerebro, extremando así, y soliviantando, las tesis básicas de Norman Doidge, que considera que el cerebro humano es un don de plasticidad, de posibilidades de cambio y adaptación. Ya que si la plasticidad nos hace versátiles en la inteligencia, y mutantes, es verdad que ciertas ideas tienden a establecerse y evitar que otras progresen. Nos alarmaríamos si esta aun fuera la tesis sustancial de la Historia de la ciencia, aquello de los Paradigmas, de la historia de la filosofía y de la historia de todas las humanidades, en fin, que como señala nuestro divulgador “los humanos son incapaces … de aprovechar la ventaja propia de todos los cerebros evolucionados … poder cambiar de idea. Se aferran a la primera que le inculcaron”, lo que, hay que decir, no es verdad del todo. Estimemos que las cosas llevan su tiempo. Alguien no llega a ser el gran Picasso en tres días, ni deja de serlo en otros tres … nos tenemos que convencer. Yo creo que más que un pecado, no sé, la convicción es una necesidad, aunque precaria.
Sería muy interesante imaginar un mundo, digamos, "hiperneuroplástico" en el que la inteligencia se consagrara a la absoluta mutabilidad. Sería, supongo, algo así como el mundo currente y cambiante de Heráclito, pero a lo bestia. Además, nos evitaríamos la molestia de honrar a nuestros padres y plantearnos la necesidad de las  tradiciones a veces tan hastiadoras, ni siquiera daríamos motivos a la mala conciencia ni al arrepentimiento. Difícilmente tendríamos incluso el “sentido” de la individualidad, de la subjetividad. Aunque, la verdad, esto me alarme. Siempre he confiado en quien me dio palabra.
Tampoco parece esta la pretensión de Punset, la hemos exagerado, bien es verdad. Si bien nuestro modélico pensador valora la emoción como premisa esencial de los aprendizajes y de las acciones de la vida, cosa que olvidamos de continuo, especialmente en épocas de tiranía racional como la que vivimos, en la que todo se convierte en “medidas” racionales fundamentadas en el buen funcionamiento y en el buen saber del pasado con vistas a controlar el futuro, nada menos que el futuro a largo plazo.
Bien, concedamos entonces que somos hipocampo, quiero decir, fundamentalmente “hipocámpicos”, esto es, que somos todo memoria. (Habría que preguntar a esos alumnos que se empollan la historia de memorieta cuál es su opinión al respecto). Imaginar el futuro activa muchas de las zonas cerebrales que se activan también al imaginar el pasado. Esto es interesante porque parece fundamentar, al menos fisiológicamente el estrecho lazo de pasado y futuro, de hechos e imaginación sólo por la participación de coincidentes zonas cerebrales. Pues vale. ¿Y si con imaginar el futuro lo que empleamos es simplemente palabras? ¿Qué es imaginar sino idear? ¿El pasado tiene que ser  pasado o es imaginación de los hechos del pasado? Aquí lo que ocurre es que todo es recreación, nos recreamos de continuo. ¡Qué pedazo de sabio el Paul Valéry! ¡Qué supino Heráclito! ¡Excelso Nietzsche! Qué más da recordar que imaginar, al final ambos son lo que el hombre hace quiéralo o no: recrear.
Lo interesante entonces es que “nuestra memoria está sesgada por nuestros sentimientos”…, y, como insiste Punset “tus creencias te hacen distorsionar el pasado”. Pero es que las creencias, en efecto son distorsiones necesarias sobre las que vivir, y es imposible, como señaló ya Ortega oponiendo creencia a idea, vivir sin creencias, porque para tener ideas, ideas novedosas, las creencias actúan de substrato. Es así. A veces parece que Punset quisiera arrebatarnos el substrato. Y en tiempos de progreso como los nuestros esto suena muy bien, pero hace mucho mal. Porque alguien podría llegar a pensar que todo lo heredado es malo, malísimo. Ya lo dijo Platón, una cosa es la doxa, o la opinión común, y otra tiene que ser o debe de ser la verdad. Para nuestro caso, da igual que exista o no. Porque el desaprendizaje del que habla Punset, no es sino sacudirse la costra de la doxa, es decir, atreverse a crear verdades; diría Ortega, a tener ideas. Otra cosa es confundir la verdad con necesidades de futuro, pero este es un asunto sobre el que habría que preguntar a nuestros políticos.