FRANCISCO AYALA. Tragicomedia de un hombre sin espíritu




LAS FUENTES ORIGINARIAS DE LA NOVELA DE FRANCISCO AYALA. 

Tragicomedia de un hombre sin espíritu.

Desde luego, no tanto como Novela experimental, porque a fin de cuentas no se experimenta nada en ella, a lo sumo el autor a sí mismo como voluntad narrativa. Al realizar un breve análisis de Tragicomedia de un hombre sin espíritu de Francisco Ayala, la referencia que habrá que barajarse es la inmadurez del narrador. Ni la obra está hecha, ni está hecho el narrador. Por eso, por la inmadurez, no es obra experimental, y lo es porque el narrador se prueba, arriesga en contar, es él quien se expone en la condición de fabulador. Esta curiosa inmadurez se muestra en la resolución de gran parte de los diálogos, que evidencian cierta prisa muchas veces, cierta precipitación o cierta simple incongruencia las más, en especial en los primeros aledaños de la obra. En la estructura también, abierta, irregular, indefinible ciertamente a no ser por el personaje principal que es su hilván fuerte, ocurriendo lo que con los diálogos, esto es, que se dibuja solo en la última parte. Ni la trama, que posee lapsos y errores –algunos de bulto- ni la historia contada, son  nada excepcional Tampoco los personajes, bien es verdad, algo monocordes, y “guadianescos”.
Sin embargo la obra avisa de lo que en la función narrativa, en la caracterológica, va a ser la obra posterior de Francisco Ayala. Posee matices, deslumbramientos, intereses que hablan a las claras de un empapamiento ene la tradición literaria española. Así que, sobretodo, lo que muestra esta obra, a pecho descubierto además, es las fuentes en que el joven autor bebe y se sacia.

Las fuentes.

Lo romántico es en la Tragicomedia una fuente referida y clara. En otras palabras, Miguel, el protagonista, espíritu infeliz y atormentado, solitario y propenso a la enfermedad, contrahecho físico, feo ante el espejo y ante la conciencia moral, vive sumergido en las obras de los románticos, como Espronceda a quien lee con pasión, o a Zorrilla. Tiene por eso tintes de Don Álvaro llevado de la fuerza del destino, del auto marginado social más cerca del infierno que de la redención. “¡Espronceda! Cómo le complacía al pobre muchachito contrahecho, sentado en la poltrona, con sus largas piernas cruzadas con el desaliño de un muñeco de trapo, los codos apoyados en los brazos de la butaca y la cabeza entre las finas y bien cuidadas manos,. La lectura de aquellos valientes versos –un poco infantiles para una época como la nuestra en la que todos somos pensadores y superhombres- y que él se sabía de memoria”.
La referencia es directa, claro está, y por lo mismo crítica. Versos los que decían “Segundo don Juan Tenorio,/alma fiera e insolente …”, versos infantiles para la sensibilidad contemporánea, para la era de los superhombres, la era del vitalismo exacerbado, del que Miguel Castillejo es la perfecta antinomia. Y la frugal ironía. Porque más que don Juan, fiero e irónico, Castillejo será víctima de broma burda a cargo del sexo femenino que disfrutará lo más de su desventura. Fiero desengañado que abandona su proyecto de venganza. En fin, muñón de hombre, tragicomedia humana, inversión desconsolada del don Juan que transita las nocturnas calles de Salamanca.
Pero a la par de la crítica sesgada, existe la mimesis romántica, en la técnica y el estilo narrativo. Así la misiva que Castillejo envía al personaje que supuestamente ha de contarnos la historia, tiene caracteres del género epistolar romántico.

No debemos pasar por alto el realismo, muchas veces galdosiano, que supuran ciertas páginas, ciertas descripciones, ciertos acontecimientos más de carácter social, pues si por el romántico fuera, todo esto sobraría. Pero ahí está la muestra de Galdós, y así vamos conociendo tipos y ambientes, vamos dando visos al Madrid extraño y vulgar que los señores Castillejo, padre e hijo, nos regalan. “Nosotros, el padre y el hijo, serios, adustos, formábamos parte de aquella multitud engalanada con aires de pueblo en fiestas, que olvidaba por unos días las preocupaciones pequeñitas para entregarse al placer del hogar y de la familia, y nos deteníamos ante los escaparates preparados con los elementos de los banquetes caseros de Nochebuena, y subíamos las calles, y nos aturdíamos un poco con la borrachera de alegría general que se manifiesta en risas y palabras festivas, y nos entreteníamos en contemplar las candorosas figurillas de barro, poéticas por su primitiva rusticidad de misterio infantil, puras y sagradas … Pero no quiero que mi pluma se desborde en un elogio lírico de los pueriles pastorcillos y las ovejas cándidas; sólo diré que su humildad de juguete que ilusiona y satisface a los niños pobres enternece mi alma hasta hacer surgir en n ella su dulce religiosidad de un día. ¡Dichosos los que pueden creer en los pastorcillos de barro!”
La realidad social que pasa por los ojos de Miguel es una realidad expresa en modos galdosianos, podría pasar por realidad galdosiana. Se describen los hechos, la realidad en su componente si se quiere irónica, “vulgarzota” y se deja a juicio del lector espectador la represalia moral del personaje o del ambiente. De ahí que algunos de los personajes que por aquí deambulan son galdosianos, extraídos de ese Madrid burgués y obrero, de esos miserables alcabaleros. El carpintero su vecino. O su acompañante de paseos, Don Luisito y su familia tan numerosa como pobre.

Cuando, sin embargo, el ambiente se crispa, cuando el espíritu torna por saltar y escupir, cuando el sosiego no es sino imagen de cierta trascendencia, o cuando la existencia cobra tintes de drama irresoluble y desesperado, acude nuestro autor a la narrativa noventayochista. Baroja, Azorín, Unamuno están tomados casi de forma literal. Baroja, al describir las trifulcas revolucionarias del padre de Miguel Castillejo, y cuando se nos mete en el ambiente de los ampones de ideas. Azorín cuando el paisaje reobra en el espíritu, cuando la fugaz huída de Madrid en el ferrocarril abre los pulmones de la interioridad, cuando el personaje gana la serenidad de la contemplación. Entonces las oraciones simples se hilan, se coordinan en equilibrio las proposiciones y el estilo adquiere un equilibrio consolador y reposado. Todo lo contrario de la niebla que aparece y desaparece, símbolo brutal de la otra tragicomedia, la de Augusto Pérez, el personaje unamoniano de Niebla. Símbolos trascendentes hay muchos en la novela, pero algunos son unamonianos de raíz, los que tienen que ver en especial con el desasosiego de la existencia y su sentido dramático.
Barojianamente puede decir “Comprendí que estábamos en una reunión clandestina. Precisamente por aquel tiempo tenía lugar una encarnizada persecución social; la más leve indisciplina se castigaba como un grave delito: prisiones deportaciones, destierros”. No ya que la narrativa barojiana venga; es que su señor padre, Don Rodrigo Castillejo, es un personaje de corte barojiano, de profunda personalidad que se mueve en las desilusionantes circunstancias de su momento, con aire misterioso y reposado en lo que estimamos la injusta justicia de una héroe abortado
Y al huir para encontrarse, hallándose en la estación, el ritmo de la narración varía. En efecto, tenemos aquí a Azorín y sus preocupaciones: “Era de noche. En la estación, ancha, un calor sofocante. Varias personas, cansadas de la espera, hojeaban algún periódico de la noche o pasaban la vista por los libros que estaban puestos a la venta en simétricas ringleras …” Luego el tren correrá “raudo por las tierras de Castilla” …
La gran desilusión de Miguel, su honda depresión tras el trauma de la broma de mal gusto, agricómica broma, es responsabilidad del otro don Miguel, el vasco Unamuno. Miguel, cuando concibe la sospecha de que le han robado su espíritu, transmuta en un personaje unamoniano. Introvertido deambula por sus propios fantasmas, sus locuras e imaginaciones. La tragedia, el suicidio asoman de continuo. Quisiera privarse de conciencia, quisiera no ser. Se sume en el sueño. Y la vida se torna agonía. Entonces escribe, como le pasa a muchos de los personajes del vasco, y escribe con furor, pura filosofa, entelequia, fantasmagoría. Mediante la lectura de este diario íntimo, accedemos a la locura, al sinsentido de Miguel, el personaje enloquecido.

Otra suerte de locura, quizás, sea la cervantina. Cervantes tiene patente de corso para habitar en la vida de un personaje tan singular como cómico. Don Cornelio, catedrático de Latín que gana sus oposiciones no muy dignamente, pero que representa la humillación del espíritu, trocado en apariencia. Don Cornelio, cuando habla, lo hace en el estilo de Cervantes; es un remedo cómico de Don Quijote. Don Cornelio, honor de su nombre cuando descubrimos los entresijos de la vida de su mujer, se acompaña de un racional escudero, amante de su mujer, que es Sancho, el apocado Sancho Martínez, a quien nada más le interesa terminar sus estudios y apartarse para siempre de la vida de don Cornelio. “¿Estás aquí, Sancho amigo?” –pregunta de continuo Don Cornelio- … Habla, di –le increpa- ¿no te entusiasma?¿no te sientes conmovido? Arriba, las estrellas que con su serenidad imperturbable son signo de paz; abajo, como reflejo suyo, las incontables luces de la verbena, emblema de alegría, danza y movimiento. La muchedumbre hierve como un lago encantado …” Así le invita a gozar de un día de verbena. Pero si don Quijote es liberal por extremo, Don Cornelio es avaro como pocos. Finalmente su dulcinesca mujer, su escudero fiel lo abandonan, ¡faltaba más! Otra manera de despertar del sueño quizás.
Algunas escenas, incluso, son inspiradas directamente por la novela cervantina. Como cuando Miguel, engañado, es metido de improviso en las habitaciones de la vieja ama de llaves de Don Cornelio, y ha de poner resistencia a las tentaciones con las que la vieja le agobia, como cuando a Don Quijote le ponen a prueba en la corte de los Duques, o cuando le echan un gato rabioso a la cara.

¿Y cómo iba a faltar la representación vanguardista de nuestra literatura?. Acá toques de la filosofía de Ortega. Allá humor ramoniano. En efecto Gómez de la Serna campea por las páginas. La incongruencia, el sinsentido, la ironía amarga, las situaciones en exceso cómicas, disparatadas y próximas al surrealismo. Los experimentos del lenguaje. La mezcla sin concierto de lo viejo y lo nuevo, de la  tradición y de la modernidad. El susurro por el que pasan algunos personajes, la mera vaciedad formal de algunas historias secundarias y aún terciarias, todo ello contribuye a crear en muchas ocasiones el ambiente de vanguardia, insoslayable teniendo en cuenta la época en que Ayala escribe, que, acaso, cobra relieve consciente en los ítems de los distintos títulos: “Donde el autor recibe una carta, encuentra un manuscrito y comienza una novela”, como un entremezclar las ficciones y realidades. O el recurso del humor o el sinsentido: “Una familia modelo, El caballero Cornelio y su Dulcinea. La ciencia de escribir cartas. Una aventura vista por dentro”. O “Más papeles de Miguel. La venganza. Un sombrero y una capa. De cómo hay recintos ante cuya puerta se  detiene el más autorizado. Un fugitivo” en que las referencias a otras literaturas consagran la falta de respeto propia del vanguardismo para con la tradición.

¿Qué podemos decir entonces acerca de este puzle extraño que es Tragicomedia de un hombre sin espíritu, primera obra de interés en la biografía literaria de don Francisco Ayala, publicada por primera vez en 1925?