GIACOMETTI, el hombre que camina.




POR QUÉ MARCHA EL HOMBRE QUE MARCHA DE GIACOMETTI.

Hombre que camina, en su primera versión, es un bronce del año 1960, un bronce de un escultor ya para entonces consagrado que se llamaba Giacometti, que había contribuido al surrealismo y que había hecho amistad con grandes artistas y con grandes filósofos. Un suizo casi italiano de una formación casi académica, pero artista de no pocas rarezas y manías, obsesionado por representar lo que sus ojos no veían e incapacitado para representar lo que veían. Obsesionado por el dibujo, amarrado a él en un intento de perpetuar la experiencia vívida que es a un tiempo la experiencia primordial de la obra de arte. Ahí es todo.
Por lo demás, espectadores de este bronce escultural, sentimos cómo los dedos del artista han ido macerando sobre el yeso, lo recorren, pellizcan, retuercen y conforman; lo aprehenden en definitiva en ese dechado que va de la materia a la forma. Se deleitan los dedos, no las manos, los dedos, digo, en la materia informe, en la materia donde es imposible representar lo que los ojos ven y donde se ha de representar lo invisible. ¿Representar, decimos representar? No del todo. Mas bien dar origen, hacer realidad, generar porque en rigor tampoco es crear, no, sin duda no es crear.
Va el hombre caminando, largas sus piernas formando un ángulo vacío, sus pies soportados sobre la plataforma que hace las veces del alter de la cabeza, apenas levantando un talón para indicar el sentido de la marcha, la fuerza, en sintonía con la mirada perdida en el horizonte. El gran ángulo del vacío que esta rigidez de piernas deja equivale al ángulo estrecho de su busto, de su talle, de su tronco. (Nada y ser). Sólo los brazos se flexionan en ese sentido de la marcha y se suman a la fuerza del talón y la mirada.
Todo el ímpetu, toda la desmaterialización, todo el juego de estos contrastes lo son en el sentido de la marcha, en el sentido de que lo que en realidad se quiere destacar es que el hombre marcha. La marcha del hombre.
Ese horizonte desarrapado al que dirige la mirada es en realidad una fuga de horizonte, es la fuga del entorno de la gran plaza de Manhattan a la que la escultura iba destinada. Fija la mirada en un punto, agresiva la mirada, con determinación de su desmateria, este hombre avanza dentro de la plaza, avanza hacia afuera de la plaza. En cierto modo este hombre de bronce dialoga con los viandantes y espectadores que por allí transitan. Dialoga no dialogando, en una continua huida en una perpetua ignorancia en un frenesí existencial, escultural. Marcha. Poco después vendría Serra a poner un gran dique, el Tilted Arc de acero en la misma ciudad de NuevaYork (1981).



Y es esto lo que la distingue de otras manifestaciones del marchador escultórico a lo largo de la historia, sea la confianza casi divina del arcaísmo, sea del optimismo vitalista de los inicios del veinte.




















La existencia es marcha. La vida es un continuo dejar, un mudarse, una nada subsistiendo más que la propia existencia. Marchar para ser. Obcecarse en la supervivencia. He aquí una escultura que se encabezona en pervivir sin ser vida, en existir, en estar presente. Por eso marcha. Pero no marcha en el sentido de la fácil lectura del existencialismo sartreano, Sartre, a la sazón amigo de Giacometti, sino en el sentido de que la existencia requiere de la distinción, del frenesí perpetuador. Oponerse a los viandantes que son de carne y hueso. Y empeñarse en mirar a ese horizonte al que se avanza por la fuerza de un deseo, pobre Bataille, pero al que nunca se llegará. La escultura de Giacometti quiere ser algo más que escultura, quiere escapar de su condición de objeto modelado con el nervio de los dedos de un hombre que veía disolverse la realidad, deshacerse, apagarse y que estaba obligado, empeñado, en detenerla. Esto es el tótem, esto es la primordialidad de la obra de arte, su caso generatriz y radicante. Para detenerla había que representarla, dibujarla obsesivamente, sí, copiarla y recrearla en fin, pero también anatematizarla, como le ocurre a este hombre, sin rodillas flexibles, invirtiendo ángulos, oponiendo al plano sobre el que se soporta, la base, a su cabeza segura, fija y meliflua, la fuga, sustentada sobre un apenas de cuello, frágil ser, que da vida al tótem.

Lo sobrerreal, lo primordial y lo existencial se han dado la mano. El exceso se desvela así. El exceso es acaso la materia real de la escultura. Las manías de Giacometti han vuelto a renacer en este hombre que nos ignora. Este hombre marcha porque se marcha, porque quiere irse, quiere irse de la realidad, e irse de la realidad es en cierto modo la existencia, en su excesiva soberanía, un generar y dejar la cáscara de la nada, o combatir la esencia de la nada con pellizcos en la materia.

MANUEL PIÑA, el diseñador manchego de la Movida.







Se ha inaugurado recientemente "El papel de la Movida", Museo ABC, exposición -indagación en realidad a  través de obra sobre papel- que recrea aquella magnífica década, los 80, en Madrid, el movimiento cultural, o contracultural, que persiste en no ser enterrado. Evidentemente asistimos a la dispersión de la creatividad por ámbitos muy distintos de la edición, la plástica, la música, el cine, la moda, la vida social ... expresión sin duda, más que de un cierto programa, de una cierta fiebre que el tiempo, la crítica después, han ido tejiendo.
Entre los modistos, pasa desapercibido, apenas intuído, Manuel Piña. No se trataba desde luego de hacer un monográfico sobre su persona, pero tal deslizamiento vale para reivindicar el carácter fronterizo de su obra, la trascendencia de la misma más allá de las vicisitudes de una movida; el hecho de que tal vez la Movida consista en la posibilidad de ser trascendida por las personalidades más relevantes que en algún momento de su biografía se vieron implicados en ella, sea el caso también de Almodóvar
Con el fin de rehabilitar esta corriente fronteriza y trascendental que deja a la Movida en lo que debería ser, un simple gesto, LAS MIL QUIMERAS recupera un artículo del Crítico Manuel Gallego Arroyo que salió a luz allá por 2007 para dar la bienvenida al MUSEO MANUEL PIÑA, existente en la Ciudad de Manzanares, pueblo natal del diseñador.


INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA DE MANUEL PIÑA.

Manuel Piña (1944-1994) 

EL CONTEXTO: EL CONTRASTE.  (A modo de entrantes).

Algo de “telurismo”.

El lector podrá imaginar con facilidad ese contraste, con sólo ponerse en la situación de intuir qué es lo que separaba, en los años sesenta, un poblachón manchego de la incipiente urbe madrileña. A uno se le tienen que quedar los ojos como se le quedaron a Antonio López García cuando pintó a Emilio y Angelines en el entorno del crepitante Madrid.
Justo por las mismas fechas llegaba Piña a la gran ciudad, como muchos otros manchegos condenados a vivir el contraste o esperanzados en vivirlo.
Esto del “contraste” no es una apreciación gratuita, tiene bastante de sentido, un sentido que ayuda en mucho a explicar las vicisitudes del que llegaría a ser gran diseñador. Es que Piña no iba sin bagaje, se llevaba impresiones profundas, tremendas, que rebrotaban una y otra vez cuando paseaba sus raíces, sus recuerdos, sus mozos años: “...mi pueblo era rudo, crítico, cargante –dirá en 1991- Lo vivían y lo viven –hablamos, insisto, de 1991- unos hombres que sudan mucho para trabajar la tierra en verano. Y el frío les cala los huesos y las entrañas en invierno ...”. “Tipismo” indeleble con el que se quiere repiquetear sobre la “dureza de entrañas” del lugar de que se partió y que nunca se abandonó.
A propósito de las mujeres dice en el mismo texto: “Mujeres, y mujeres enlutadas siempre, los lutos por un tío eran de dos años; por los padres, de seis a ocho años, y por el marido o por un hijo, las mujeres manchegas, fuertes, claras y duras, se cubrían el rostro con un velo negro de tristeza transparente y el cuerpo con telas negras y mate como la noche ...”[1]
            Lo que revivía en su mente Piña era el “telurismo”, lo telúrico, esto es, esa misma entraña del paisanaje que un Alberto o un Palencia ya habían buscado a inicios de siglo en el paisaje como su máxima expresión y que vertieron en cuadros y esculturas. Un “telurismo” que irá virando, desviándose y volviéndose del revés en la burla que es el cine almodovariano.
Lo telúrico también salpicará la obra de Manuel Piña. Pero para hombres como él, para su generación, la tradición era una herencia que había que traicionar, en cierto modo, la única forma de rehabilitarla, o de odiarla. Para ello había que contrastar, si, contrastar con lo moderno, con lo nuevo, con “lo progre”, con lo que era y representaba Madrid, con la Moda.
Alberto Sánchez: Mujer Castellana. Bronce. (Ejemplo de telurismo)


Vanguardia y diseño aplicado a la tela tradicional manchega. (MUSEO PIÑA)


Entre industria y diseño.

            Pero el salto a la moda no es fácil, que es largo camino. Antes que diseñador, Manuel Piña es un industrial, o mejor que industrial, un artesano. Durante los 70 es dueño de un pequeño taller de punto; acontecimiento éste que será crucial. Primero porque le obligaría a ponerse en la órbita de lo posible en cuanto a confección, innovando. Después, porque  buscando esa innovación, esa modernidad, tendría que tensar las posibilidades del punto como penda. Y por último, porque al tensar las posibilidades de manufactura tan tradicional, el punto como prenda de vestir femenina, descubrirá el cuerpo de la mujer como un soporte expresivo, como excusa creadora. Desde este momento, la mujer queda vinculada al acontecer de los nuevos tiempos, a la modernidad. No había que dar mas que un paso para acabar demandando una mujer moderna, y esto ya no es cualquier cosa, esto es nada menos que hacer diseño. Se columbraba así, al llegar los ochenta, al Manuel Piña diseñador.
Esta vocación de “crear” modernidad le impulsó a buscar, vehemente, por los desfiles de moda más afamados de Europa, en una descompuesta actitud autodidacta. Cuando al fin consiguió vivir desde dentro el espectáculo de la pasarela, el camino se reveló expedito. “...Vi su fondo, el fondo que quería transmitir. Equilibrio, una agresividad tranquila y transparente como el agua en calma, pero tal fuerza en sus movimientos que aquellas mujeres me parecieron sirenas blancas del Olimpo”[2].
El equilibrio, la agresividad tranquila, las nuevas sirenas blancas del Olimpo, hasta entonces reservado sólo para dioses. Lo que Piña quería era diseño. Diseño, si, pero una relación ambigua con ese diseño. Piña no era un buen dibujante, aunque llevaba sobre sí la experiencia del industrial, del modisto (palabra de la que gustaba muy poco) y sobretodo del innovador, del hombre que quería hacer la modernidad; diseño, para él, no era dibujo, era, eso, ideación.
No está de más, llegados aquí, allanar el monte para ver qué se cocía en el Madrid de aquellas fechas.

Colección septiembre 90. (MUSEO PIÑA)


La Movida.

            Los ochenta suponen un punto de inflexión en la cultura española. De un lado la tierna democracia, después de alguna crisis, iniciaba su proceso de normalización política y el Partido Socialista llegaba al poder. De otro emergía la joven creatividad española en una suerte de revitalización que tendrá su eco allende las fronteras incluso. Son buenos tiempos, muy buenos, para la creación. Y Madrid lo vive con desmesura, convulsa, sin límites. Era el resultado de un bienestar generado por la confluencia de intereses entre cultura, medios, aparato estatal y empresa. Ese volcán creativo ha sido conocido como “la movida madrileña”, la Movida que más que nada fue sacudida nerviosa del lastre del pasado, estremecimiento vital y festivo, no exento muchas veces de mal gusto, y cuyo imperio, paradójicamente, sirve de muestra aún hoy: música, plástica, cine, literatura, moda y sus híbridos. Empezó a barajarse el concepto de “posmodernidad”, ciertamente sin saber muy bien a qué se hacía referencia. (De esas tintas ha quedado por ejemplo la idea de que Piña vistió a la mujer posmoderna de los ochenta: solemne tontería), y bajo ese concepto iba toda una baraúnda heteróclita de entes, creadores, patrocinadores e ideas: Alaska o Pérez Villalta, Almodóvar o Rock Ola; la Cascorro factory, Pérez Mínguez o Radio Futura; Ouka Lele, Mariscal o el Chochonismo ilustrado. La Galería Sen. Toni Alvarado. No fue otra cosa que una explosión de cultura, cierto, e incultura urbana que encumbró a Madrid. Era la ola de la modernidad, esa que aún espejea. En esa ola iba Piña de la mano de la moda.
A Manuel Piña le llegó el hambre de diseño, pues, justo cuando la política cultural lo demandaba. Y como a él, a otros. Así es como surgió esa agrupación de nombres dedicados a la Moda que lucharon por dar a conocer y darse a conocer en un diseño “Made in Spain”, diseño que se pregonará bajo el epígrafe “Moda de España” y al que la propia administración dio viento: Toni Miró, Francis Montesinos, Jesús del Pozo, Pepe Reblet, o Adolfo Domínguez bogaban en ella.
Es también el momento de la internacionalización. Algunas de sus colecciones se dan a conocer en EEUU, Japón, Francia, Italia o Alemania. Gustaba esa suerte de innovación y modernidad de los entretejidos de punto (que eran el historial Piña, la carta de presentación de aquel taller artesanal del que partió), de las mallas de algodón, de los cueros trenzados, que despertaron el sopor de pases y revistas, no menos que su mezcla con lo racial y lo castizo, el turbante a lo bandolero, “el faralae”, o la capa española.
Es verdad que su primera colección se había dado a conocer en el Liceo de Barcelona en 1979, pero fue a partir de 1982, cuando su famosa presentación en Madrid, en la carpa del Circo de los muchachos, lo ponga en lo alto del diseño de ropa, allí donde siempre había querido estar. En este sentido, la Pasarela Cibeles se convertiría en su mejor escaparate.
            Así salió adelante, ciertamente entre bandazos, el sueño de un diseño “made in Spain” en el que Manuel Piña puso “la pasión” y en el que, es cierto, aquella movida madrileña jugó una papel interesante, al menos desde un punto de vista contextual. A este respecto citemos algunas consonancias.
No era extraño que los artistas plásticos trajeran a colación lo castizo, lo folklórico para darle no poco de POP, no poco de Kistch y a veces no poco de Punk. Con traer esto traían dos cosas, de un lado sometían a vejación cierta “España cañí”, al tiempo que la realzaban: la serie del Chochonismo ilustrado, del Grupo COSTUS; o Pepi, Luci, Bon y otras chicas del montón, película de Almodóvar, abundaban en ello. En el trasfondo se trataba de una reflexión sobre las convivencias de tradición y modernidad, como demuestra que los barrocos faralaes de las pinturas de COSTUS fueran versiones de las flamencas muñequitas gitanas de Marín, como lo fueron los remates de esos deslumbrantes vestidos de Piña en macramé.
De otro lado se oponían a cuanto podría haberse consagrado como bello estético y como modelo de elegancia en las generaciones precedentes. Así, no puede entenderse el nuevo diseño de Piña sin, por ejemplo, la oposición a cuanto Balenciaga había consagrado.


Grupo COSTUS
Colección Primavera-Verano 88, Manuel Piña.




















Mujer.

La Movida tuvo sus versiones humorísticas de la más cutre y chabacana tradición, aunque, cierto es, la rehabilitaba. Al mismo tiempo la exponía en convivencia de las nuevas tendencias de urbanidad. Entre estas nuevas tendencias descollaba como rutilante estrella una liberada mujer, mujer que sin dejar de ser el patrón de una raza, se hacía moderna e innovadora. Sobrevivía así, en cierto modo, lo telúrico en la carne trémula de los nuevos tiempos.
Esto, que es un difícil ejercicio de equilibrio entre extremos, lo ejercitó Piña mediante la armonización de la agresiva curva, por el “ceñimiento” al cuerpo, y la sobriedad arquitectónica de las líneas de diseño; el folklore se entregaba por su parte en pequeños toques, a base de pinceladas.
Bien pueden servirnos de ejemplo de lo que llevamos dicho estas palabras, tan reincidentes en el tópico: “A esta mujer de Piña, curvas raciales y modernidad, en un equilibrismo casi imposible, se la rifaban las revistas femeninas de todo el mundo y hasta dio lugar a muchas tendencias internacionales que chuparon de esa “Carmen” hispana, un poco gitana y un poco reina, misteriosa y castiza, profesional y lúdica, pecadora y santa, hermética y sensual, acariciada por un latigazo de punto al cuerpo”[3].


Fotografía de Vallhornat, para presentar la Colección  Otoño-Invierno 86-87

En fin, que Piña descubrió a la mujer allá por los 70, y descubrió luego, ahondándola –lo que le hizo más adivinador que propiamente diseñador- lo que aquella mujer quería ser. Acaso su gran virtud, fue esa, ser adivinador.
            En su afamada Carta a la mujer española del año 90 confiesa Piña: “... Y comenzó mi misión y mi gran amor. Me hice cómplice de la mujer y jugué a su ritmo y a su pausa, la desnudé y la hice fuerte, soberbia y superior. Pero cuando casi estaba conseguido me pidieron que les hiciese distintas. Que esa “igualdad” con el hombre no les interesaba demasiado. Y como un piropo siempre fue un piropo, la mujer me habló de cambiar su estética ... y comenzó a ser sensual, insinuante y sutil ... Mi mujer quería seducir al hombre nuevo. Y yo tuve que hacer a la “nueva mujer española”. Arraigada a su tierra, sus costumbres y a sus hijos, pero consciente de que el siglo XXI estaba cerca y había que estar preparados para abrir nuevos caminos. Pasaron los años y mi mujer ha madurado por dentro y se ha endurecido por fuera. Ahora ya conoce la estética de las pasiones altas y bajas. Sabe que la ropa apenas cuenta. Que lo importante de la imagen es la pasión y el equilibrio que una mujer desprende ...”[4]
La carta es en efecto, una carta confesión. En sinergia con el sentir de la mujer, distingue tres momentos en los que podría dividirse su actividad diseñadora a lo largo de los años 80: la mujer fuerte que conquista la igualdad; la mujer que se enriquece con la sensualidad sin renunciar por ello a la tradición; la mujer endurecida, madura que ya puede prescindir del diseño de ropa, del diseñador. Atroz confesión que es también la confesión de su paso por la historia de la Moda, desde la desatada euforia creativa cuando la administración se volcó en el proceso del diseño y todo fueron facilidades, hasta el desasosegante momento de la desilusión y el tedio, cuando esa misma administración se desentendió del asunto. Aunque la mujer ya había madurado, y esta maduración suponía, en fin, el final del diseño de Piña: en el fondo una exhaustiva vivencia, y es que su contexto vital fue el contraste en la evolución de una mujer.


LA ESTÉTICA DE PIÑA. (Plato único).

Los elementos. El principio.

            No, no son conceptos sobre los que soportar una matemática o una física. Son los elementos, elementos físicos, eso sí, notas tangibles de su diseño, de sus vestidos. Son el principio. A veces son la molécula primera a partir de la cual crecer la prenda como una reiteración, y si no, el elemento distintivo, el elemento detalle, el elemento poético; puntos, vértices, ondas, redes, nudos, cuerdas: son la física, lo físico sobre que ir elaborando, el principio desde el que elaborar, lo físico del proceder en el diseño de Manuel Piña. No mediante el dibujo, sino por constitución a partir de elementos, de estos elementos, es como surgía la indisoluble mística: unidad del tono general de la prenda redefinidora del cuerpo, y del carácter distintivo y constituyente del tejido; lo táctil de la prenda.
Diseño es, pues, ir construyendo, ir dando de sí el tejido, la prenda, la materia prima con el fin de recubrir, de crear una arquitectura. Esto ocurre, cuando al diseñar, falta el dibujo, cuando sobra la idea, cuando no todo es arquitectónico.
Ya se dijo que Piña nunca basó su proceder en el dibujo; si lo hizo, fue a modo de excusa, de una ocurrencia precedente, más táctil; su diseño era, en efecto, sensual, epidérmico, matérico ... a roce de piel, era por lo tanto y la más de las veces tacto, o contraste entre lo visual arquitectónico (la idea general) y lo netamente sensible, su capacidad de impresionar la vista, de dar videncia a la materia. El de Piña era un “diseño sentiente”.

Un diseño sentiente.

            Al hallar esos elementos físicos, al trabajar desde ellos, se eliminan dos extremos de la Moda. De un lado el “disegno” puro, el diseño que se genera desde la línea; el dibujo que se convierte en proyecto pero que es desnudo, vacío, frío ... desapasionado. Del otro, la idea de Moda como recubrimiento, vestimenta nada más. Concepción del vestir que afianza la industria. Es la ropa como material, como inercia que acaba por caer, bruta, sobre el cuerpo, también sin alma, sin pasión.
Insistimos, Piña fue el “diseñador sentiente”, el hombre del “diseño sentiente” que como nada trató de expresar su célebre corolario “La moda se lleva, el diseño se siente”. Ahí reside precisamente su fuerza, en que ese sentir es táctil, requiere de unos elementos sustantes, físicos que se extienden sobre le cuerpo de mujer como una segunda carne, como una segunda piel sin renuncia a ser vestimenta, tejido, materia (recuérdese ese vestido de tubos de plástico rellenos de lana de la colección de Septiembre del 90); que otras veces buscan la impresión visual del detalle ... En el primer caso, punto, redes, nudos ... en el segundo vértices, cuerdas, ondas. En efecto, el diseño se siente, no es proyección, es sensación, no es un hecho mental, es un hecho pasional, y este es su principio.
Los vestidos cortos o largos de macramé. Los de retor crudo. Los trajes de blonda, la lana mohair, todos hablan al tacto, hablan de epidermis, de sensaciones a la piel, su principio es la construcción a partir de la reiteración del detalle que se extiende, que crece como escama sobre el cuerpo.
Esas mismas blondas acaracoladas, los puntos de seda, pasan por el impacto visual, un impacto visual no arquitectural, sino matérico, más sentiente, más de impresión: una visualidad, paradójicamente táctil, que acaba por llevarle al charol y a las pieles de serpiente, y nunca con la exclusividad de la impronta visual pura.
En los más de los diseños, Piña no vistió a la mujer, la acarició y levantó entorno de ella la pasión de las caricias.
Colección otoño invierno.90


El color.

Hay sobre todos los colores uno poderoso, enigmático. Es el color hermético, el color de la expresión del rostro que es la del alma, el color de la elegancia, el color que tenía que ser la ausencia de color, el no hay color de los colores. El negro. Con él, se sustrajo Piña también a lo evidente; con él, en esa mujer ya madurada de finales de los ochenta, reabsorbió la elegancia tradicional y modeló todo un mundo de insinuaciones novedosas. En ese sentido el diseñador podría pasar por un nuevo romántico y un tradicionalista –si quieren un racial- pues retornó al pasado, retomó lo castizo, retomó, si, ciertamente el negro de la elegante historia española para crear algo más que sombras.
No es extraño que algunos hayan enfocado así el asunto: “Aunque manchego, Manuel Piña tenía ese sentido festivo de la tragedia que airean los pueblos del sur ...”[5] Pudiera ser; lo que ocurre es que cuanto pretenden esos diseños que absorben el negro, es no ser sólo lo que se ve, ni resultar pasionales a lo Merimé, a lo folklórico procesional, no. Como romántico es incorporar tocados tradicionales, o la capa española, o la sumisión íntegra de la vestimenta al negro, con una finalidad, recrear en la feminidad a la heroína marginal que rodeada de la calma chicha se ve obligada a remar. “Romanticismo”, es decir, esa veta romántica que muchos llamaron racial se transforma en un romanticismo vital.



Romanticismo.

Otra vez el triunfo sobre cuanto está a la vista: hay que decir más de lo que se ve, pero no insinuando, sino yendo al alma, al baluarte de la pasión, a lo profundo.
Esa veta descolló especialmente en la Colección Otoño-Invierno del 86-87. En efecto, en colaboración con el fotógrafo Vallhonrat, descubrimos aquí otro modo de expresar la “pasión” que el tan cacareado y destacado por los críticos (el racial, el folklórico) Sentir éste que nunca se dio solo ni aislado, que siempre portó mucho de la fina sensibilidad de lo romántico, de lo exótico. Difícil es entender a Piña, también, sin el exotismo; de ahí esa solvente y extrema colaboración de complemento tradicional, de negro y de romanticismo. Las prendas de Piña se ven a medias porque trasladan, llevan a un lugar otro, eluden la vestimenta misma. Y quien quiera que siga la trayectoria de Vallhonrat –Premio nacional de fotografía- descubrirá que, resulta curioso, lo que menos le ha interesado ha sido “retratar”, precisamente, la Moda; interesa eso, el poso, lo último, lo otro que la vestimenta, lo que se viste en realidad ... llamémoslo alma o llamémoslo pasión, pero no se confunda ni con lo folklórico, ni con lo castizo, ni con la pasión de Carmen. Es la pasión por hacerse, esto es, un cierto romanticismo vital.
El reconocido fotógrafo realizó una serie de improntas en blanco y negro que como afirma Ana Gavín multiplican las notas de “calidez, sensualidad y romanticismo para crear diseños llenos de “fuerza y refinamiento”[6].

Arte para ponerse.

Otra curiosa intervención de Piña sobre la idea de Diseño es la que hace al vestido una superficie pictórica: el caso es que la prenda no sea sólo vestido, que sea sentimiento, que sea símbolo, que sea arte y que no sea exclusivamente diseño, ni exclusivamente industria[7].
Nos hallamos ante un fino juego conceptual en el que la Moda ofrece vida y movilidad a la pintura, y la pintura expresión no meramente arquitectónica al tejido. Las rehabilitaciones de tejidos pobres, como la arpillera, rehabilitaciones que podríamos bien llamar “povera”, son un guiño a la vanguardia plástica, en una suerte de connivencia con lo informal, con lo marginado, con lo rupturista.
No es de extrañar que sus colaboraciones con el pintor Juan Gomila durante los años 1983 y 1984 (unos trajes de retor), colección experimental que se presentó en Barcelona bajo el título de “El algodón y el arte” diese la vuelta al mundo representando al novedoso diseño español, y que fuesen de completo éxito, por ejemplo, en Japón donde la onda y los “caracoleosos” faralaes despertaron admiración. Tampoco es extraño que en esa oleada de modernidad y colorismo un tanto entre kistch y POP que sacudió la movida, colaborase Piña con COSTUS, a la sazón equipo pictórico del que él gozó sobremanera, especialmente con Juan Carrero, uno de sus componentes, con quien completó un traje de novia. Ambos colaborarían hasta 1989, fecha del suicidio del pintor.
No menos interesantes son, en este sentido, sus colaboraciones con el también manzanareño y artista plástico Alex Serna.
Con estos colaboradores, con sus resultados, empujaba Piña la moda hacia el mundo del arte, al tiempo, empujaba al arte a la calle, a pasearse, a salir, a vivir ... Hoy en día, apenas nadie se lo puede discutir, Manuel Piña fue vanguardia, y la de hoy, Moda que ha conquistado el estatus de Arte, le debe mucho.
Diseño resultado de la colaboración con artistas plásticos. Gomila y Alex Serna.


LOS DOS MANCHEGOS QUE SE COMIERON MADRID. 
(A modo de Postre).

            Resulta curioso que en los ochenta, cuando Madrid empezaba a sacudirse definitivamente esa carcoma de poblachón manchego que lo roía y que siempre había sido, fuese también el momento de la rehabilitación de Antonio López García en las artes plásticas –que culminaría en los 90- y el momento de darse a conocer Pedro Almodóvar y Manuel Piña; los dos genios autodidactas, llegados también del llano.
Una irrupción ruidosa fue la suya sin duda. Pepi, Luci, Bon y otras chicas del montón, Laberinto de pasiones o Entre tinieblas equivalían socioculturalmente a la “Moda de España”, no por la marginalidad, no, sino porque supusieron un bofetón a lo precedente. Igual que Almodóvar se alejaba del cine del último franquismo, incluso de ese hispanismo más novedoso que pudiera representar Berlanga, los nuevos diseñadores de moda, Piña a la cabeza, hacían del vestido muy otra cosa de lo que había representado Balenciaga.
Almodóvar, Piña, contribuyeron a reflotar el deseo, hicieron reverberar la pasión, le pusieron modernidad y un toque urbano y algo kistch. Ambos trabajaron lejos, muy lejos de una visión androcéntrica. Ambos idólatras por redescubrimiento de la madre, perplejos ante sus orígenes, que siempre les hicieron sentirse constreñidos y perplejos. Exaltados por una crítica que no dudó en colgarles el cartelito de “manchego” –por algo sería-. Y fueron de los reyes de la movida más celebrados.
Es así y pese a ello, con tantas similitudes y con tantos paralelos, como ambos conformaron sin embargo estéticas muy distintas, bien distintas. Unas estéticas que hicieron imposible (a pesar de los entrecruzamientos) su colaboración, que los impulsaron a vivir de espaldas aun formando parte del mismo tinglado.
            No es extraño que el vestuario de Kika corriera a cargo de Paul Gaultier, ni que Chand, Armani o Sybilla vistiesen los personajes de Tacones lejanos., y que lo más cercano a Piña fuese en películas precedentes (Matador, Entre tinieblas) diseños de Francis Montesinos. En efecto, la tendencia estética de Almodóvar bien puede resumirse en ese “hacer verosímil lo inverosímil” que tanto se ha pregonado a los cuatro vientos. Hacer verosímil lo ridículo, lo estentóreo, dar la vuelta al drama y ponerlo boca abajo. ¡Tan sanchopancesco ese torear con la comicidad, ese mistificar lo que es distinto e incongeniable! Las heroínas de Almodóvar navegan en el mar de la pasión sin rumbo fijo. Son personajes poseídos de las circunstancias que no logran hacerse con las riendas de sí mismas; son seres del pathos imposible ... son víctimas de la ley del deseo que andan entre tinieblas, que torean no sabiendo bien por qué y que están al borde de un ataque de nervios. A todas, las cosas les pasan; no hay más explicación. Sus mujeres son mónadas vitales llenas de energía, pozos profundos, a los que su sobrecarga energética, su misma profundidad no puede darles límites precisos ... son inverosímiles por supuesto.
Piña es el hombre que apuesta por la mujer que se hace y que se ha hecho. Y es la mujer que se hace porque se siente, no porque siente. De ahí que sus diseños vayan cargados de “diseño sentiente”, de ahí que su mujer sea también una mujer patética, llena de pasión, pero una pasión que se canaliza, que se conduce. La mujer de Piña si es, realmente, una heroína, la heroína que se domina, que domina sus pasiones, que se solidifica, que sabe lo que quiere, que madura, que se gusta ...
            Dos estéticas enfrentadas, dentro, sí, de un mismo orbe cultural, con unos muy similares orígenes y unos componentes paralelos. Dos estéticas que se comieron Madrid, la Madrid ya gran urbe que siempre dijo que eran manchegos.

Que aproveche.



[1] Manuel Piña en Pasarela Cibeles. 1985-1990. Catálogo. Madrid. 2003
[2] Desde 1990, Manuel Piña escribió unas memorias a las que dio el título de Y si no hay viento habrá que remar. En esas memorias relata sus angustiosas vicisitudes por conseguir acceder a alguna de las grandes pasarelas del mundo de la Moda. Conseguirlo fue la revelación de su futuro.
[3] FERNÁNDEZ VENTURA, Lourdes: “La moda de España se queda sin aliento” en EL Mundo. 9-10-1994. Sección Cultura.
[4] “A la nueva mujer española”. La tomo de Siembra, nº 192. Noviembre 1994.
[5] Entre otras cosas dice: “Siempre fue el drama. Manuel Piña abusó en su vida de la muerte ... Todo de alguna manera en los últimos años hacía referencia al principio y al final ... Lo que nunca faltó fue la pasión” ... “...y colores puros, blanco, rojo, y sobre todo negro, como muestra de su fuerza ...” –la de la mujer- en NARVÁEZ, Pedro: “Manuel Piña, Otoño-Invierno”. ABC, 9-10-94. p. 119.
[6] GAVÍN, Ana: Manuel Piña. Colección Otoño-Invierno 86-87; texto presentación de la Carpeta con fotografías de Vallhonrat. (Conste aquí mi agradecimiento a la Biblioteca Municipal Lope de Vega, y especialemente a Paqui, quien me posibilitó el conocimiento y la consulta de esta carpeta, en su día cedida por el diseñador).
[7] GALLEGO, M: “Diseño e Industria en la “vida de Manuel Piña”, en Siembra, citada ya, p. 28.

EL ARTE Y LA BIENAL DE VENECIA.




LARA ALMARCEGUI Y PALOMA POLO... 

en LA BIENAL DE VENECIA.

El arte entreverado con las críticas de una bienal que prosigue su marcha. Muchos sospechan que esta filosofía, este formato, este modo de exhibición, es más lastre que acierto. Pero la Bienal de Venecia, ese hito mostrativo que combina el periclito pabellón nacional con la muestra oficial, sigue dando que hablar, es decir, da y hace realidad. Quién no quiere estar en la ola de la ciudad hundida. Quién no quiere ser polémica, debate, centro. Reconocimiento en fin. Bienal exhibidora de arte, de artistas, de curators, de críticos. Ciudad que se exhibe en el contraste de lo actual y lo pasado decadente. Preciso continente áureo en el que engarzar la joya del arte, teniendo en cuenta que el arte hoy es un problema y que la bienal también lo es.

En el PABELLÓN DE ESPAÑA, la artista Lara  Almarcegui. Obra: Materiales de construcción del Pabellón de España. Montañas de escombros que equivalen al material empleado en la construcción del Pabellón español que los contiene, edificio de 1922, obra de Javier Luque. En el fondo una cuestión matemática, de proporciones. Escombros dentro del mismo y en disposición aleatoria (en las disposiciones aleatorias de montoneras, casi siempre se acaba con la formación de montañas, mezcla de concentración y ley de la gravedad).

Una gran montaña en el espacio central y pequeñas montañas en los espacios laterales, como redes nucleares que se extendiesen sobre el plano, en el mapa, configurando la geografía, en el espacio en fin.
Pero la lógica no es matemática en puridad. Estos materiales proceden de una planta de vaciado de Venecia, lo que nos pone ante la excusa artística de “la urbe” y “el descampado”, asuntos en los que ya se había prodigado la autora aragonesa.
Instalación en el CAC Málaga. 2007

Filosofía del Caos, del amojonamiento: alteridad de la urbe legislada. Crítica de la cultura de montoneras que preside la historia de la civilización, porque la crítica no puede reducirse a la civilización occidental. Desde el neolítico la ciudad ha ido configurando el universo soterrado, el desierto o descampado en el entorno, la escombrera o vertedero. ¿Y no sería esta la condición que define al hombre depredador, a las hordas sociales del homo sapiens?
Hay ciertamente una conexión con “los subterráneos”, esa recogida de imágenes que Almarcegui persiguió en los profundos estratos de la ciudad de Madrid para el Centro de Arte 2 de Mayo, donde queda la arqueología profunda, el estrato, la historia de la urbe, pero también su dinámica interna, su visceral funcionamiento, su yo oculto, su extrañada entraña: el trazado paralelo de la ciudad.

Subterráneos. 2012
Pues bien, la montaña es el trazado paralelo del Pabellón de España. Y si el Pabellón resulta el albergue de la obra de arte, la obra de arte es el propio Pabellón, deconstruido (mejor concepto “reducido”), deglutido, asimilado, hecho crítica; puesto por supuesto en la historia de la civilización como un montón más de escombros. Piedras arrancadas a la tierra y puestas con la huella del ser humano al servicio del arte. Solo que esta huella tiene firma: Lara Almarcegui, a más gloria de Venecia.  
El comisariado ha corrido a cargo de Octavio Zaya, curator independiente, escritor y editor. Fue comisario de Documenta Kassel en 2002, y con anterioridad desempeñó similar función en la bienal de Johannesburgo.

En la SECCIÓN OFICIAL, en la que a poco más se olvidan del arte español contemporáneo, Paloma Polo. Obra: The Path of Totality. (2010). 79 imágenes que tienen por motivo las expediciones que las potencias occidentales realizaron a finales del siglo XIX y principios del XX a tierras exóticas, con el fin científico de recopilar datos mediante la observación de eclipses. La muestra de imágenes es más un análisis no exento de crítica de la expansión colonialista occidental.
En el aspecto más estético, estas imágenes rescatan también el carácter escultural y monumental de aquellos observatorios efímeros. Tomados como “arte efímero” hablan y muestran la relación de poder, de subyugación entre colonia e imperio. Ejercicio de apropiación y fuerza para la constitución de la ciencia y el progreso.

Sección oficial. Paloma Polo The path of totality
The path o totality en realidad fue el motivo de Posición aparente, que Paloma Polo presentó en el Museo Reina Sofía, en el proyecto expositivo titulado Fisuras, que abordaba el tema del conocimiento científico y del colonialismo europeo. Sin embargo, como señalaba en su presentación el propio museo: “posición aparente no pretende documentar ni informar, sino que parte más bien de una triple posición: la constatación de un hecho ya conocido, la consciencia de una falta de precisa documentación histórica y la intervención in situ que no desvela una alteración de la realidad, sino una forma de encuadrar nuevas relaciones con el propio entorno y la propia historia”.


El caso es que la obra de Paloma casa bien con las propuestas del comisariado de la bienal, presidido esta vez por Massimiliano Gioni, con el título de “El palacio enciclopédico”. Gioni ha elaborado un proyecto basado en las ideas futuristas que imperaron en los 50 sobre la posibilidad de almacenar el saber de la humanidad en un edificio o espacio singular, en este caso el museo imaginario del artista Marino Auriti.

Abajo: Proyecto de Marino Auriti.
Arriba: Massimiliano Gioni observa el proyecto Auriti.
Experiencias del arte como estas son ya antiguas. Válganos el extraordinario caso de Aby Warburg  y su brutal proyecto del Atlas Mnemosyne. Tremenda pretensión de encerrar toda la creatividad humana en un espacio, en un mastodóntico y útil atlas para los estudiosos de la cultura. Acaso terrible sueño, y monstruoso, que habla más del panteón de la cultura que de su libertad. Es aquí donde acaso casa también la obra de Almarcegui: todo continente de cultura puede reducirse a escombros. O bien, más seriamente, planteemos el hecho de que el arte sea, no solo una relación de poder o el resultado efímero del imperio (¿Bienal de Venecia?), sino  el escombro, como pretende la muestra del Pabellón español.
Ambos discursos artísticos, y la filosofía de la bienal, responden a las pretendidas visiones de los discursos posmodernos. Por eso aún se utiliza el argumentos del colonialismo y neocolonialismo cultural, el imperio de la civilización y el debate de la decosntrucción.

Bienal de Venecia o qué espera el ufano arte cuando se mira al espejo y ve monstruos. Reparto colonial en el que todos quieren estar. Pabellones efímeros. Loor de la ciencia y el arte, compendios del saber humano. Deconstrucción. Miseria. Venecia quiere ser el palacio enciclopédico. ¡Bravo Massimiliano! 

DALÍ: la rehabilitación del genio. Preparación a una exposición.



MISERIA Y GLORIA DE SALVADOR DALÍ.

La exposición que ahora muestra el Museo Reina Sofía en Madrid: Dalí … es una muestra evidente de otra lucha, la lucha que hace un tiempo iniciara la crítica entorno a las vicisitudes y método del arte contemporáneo, en un afán por definir la vanguardia, lo que marcha delante, lo que anuncia el futuro y, desde ahí, fundamentar qué es el arte, o al menos, qué es el arte contemporáneo, el arte nuevo, de vanguardia y el arte de posvanguardia.

Previo: Glorias del nuevo arte.

La irrupción de las vanguardias durante el siglo XX supuso, en efecto, la ruptura más radical con la idea de arte, al menos tal y como la había entendido el Renacimiento, o tal y como la había exaltado el Romanticismo. Pero en realidad se trataba de una ruptura, a la par que traumática bien es verdad, algo confusa y con no poco de hipocresía, pues el artista avant garde continuó amparándose bajo el paraguas del genio creador que doblega el mundo con el imperio de su norma. El único capacitado para dar una obra real en sí- esto es, absoluta aunque fuese de temporalidad efímera-, al margen de la naturaleza y de sus leyes, era el genio, el artista genial. Ahí el caso de Picasso, quien libera el arte del ejercicio de la mimesis.
Ortega acuñó el concepto de “deshumanización” para distinguir y distanciar de la tradición este nuevo proceder en arte. Una expresión que acaso sirva para reglar esas creaciones rupturistas anteriores al surrealismo, pero no para el caso del surrealismo ni para los movimientos con exceso de propensión expresiva. No era sólo la mimesis o la dependencia del arte de la visión de las cosas lo que estaba en juego, sino la inclusión, probablemente, del arte en la vida, en la vida vivida y "vivible". Y este incluirse el arte en la vida, es lo que ha dejado a Picasso en el segundo plano de la genialidad. Picasso pecó de esteticista y probablemente de deshumanizado.
En realidad, una disyuntiva se abría en el horizonte de la creatividad del siglo pasado. De un lado la pretensión de eliminar el sujeto creador, el artista dominador de la técnica o furibundo creador ex nihilo, de tal manera que la obra de arte fuese al fin liberada y redimida, adquiriendo plena autonomía ante el espectador. El arte se hacía así más artístico; en la idea de Ortega, más estético, menos natural y humano y, claro, también menos comprensible al profano y en consecuencia y paradójicamente también más alejado de la vida.
De otro lado la eliminación de la normatividad estética preestablecida, esto es, de los requisitos formales y constitutivos que se supone el objeto artístico ha de cumplir como tal. Con esto se desvanecían los límites entre los géneros y las artes (escultura, pintura, cine, danza, performance…). Esta revolución desmontaba los límites con que entender qué es una obra de arte y qué es arte. Ya el XIX había hecho bastante en este sentido, en efecto, había liberado el objeto estético de la abstrusa normatividad, se había sacudido la academia, solo que ahora el horizonte de la obra dependía del capricho del creador.
Corolario: necesidad del crítico.

Previo: Miseria del nuevo arte.

Así las cosas, la obra  de arte se hizo autónoma y esto dio aún más posibilidades al genio artístico. El arte era el producto preciso del antojo creativo, de la genialidad. El artista podría hacer ahora lo que quisiera y como quisiera, porque para eso era el creador, el innovador, y en definitiva el actor. Pollock en este sentido da el paso más allá de Picasso, e incluso de Duchamp. No es sólo que el artista empezase a reflexionar sobre cuál era su cometido en el mundo, o el cometido de la obra artística, es que confiaba nada más en su acción, y no ya tanto en su obra; y esto sí que es revolucionario. Y de esta manera, acaso el ego artístico se ha sublimado y volvemos a respirar las cenizas del romanticismo.
Tal actitud es la que la crítica ha corroborado, si no inventado.



Un inciso o reflexión.

A lo mejor es esta una de las causas que explica el triunfo de público de las exposiciones sobre impresionismo y postimpresionismo en los últimos años. Hay en cierto modo, en el novísimo arte, carencia de plasticidad, de esa plasticidad que la crítica consideró antinormativa y antiacadémica por excelencia, que es lo que demanda el público “no entendido”, siempre desplazado de la novedad, siempre mirando atrás, visitante de museo, añorante de glorias. ¿Estamos ante una huida, una finta precisa del arte para caer en los brazos de esa action painting de Pollock, por caso,  o de su manifestación radical en las estridentes acciones de Marina Abramovic?

Marina Abramovic ... ¿parafraseando a Dalí?
Dalí a propósito.

Se trata ahora de incardinar Dalí, de nuevo, en el nuevo debate del arte contemporáneo, es decir, en esta sufrida disyunción plástica-conceptual, de espacio-tiempo, de consolidación-acción, o de constitución-expresión; o de pasado y presente, tradición y vanguardia, clásicos y modernos … vamos, entre la vía Picasso y la vía Duchamp-Pollock.
La creación de los últimos tiempos, tiempos en los que, para colmo, Marina Abramovic es ya reconocida como un clásico del arte, exaltar al Dalí de la acción, al Dalí provocativo y convulsamente conceptual, es, desde el punto de vista de la crítica establecida, de una sensatez aplastante. Luego, por si acaso, está el Dalí plástico, ese que se bebió cuanto de formalismo pudieron fabricar las vanguardias, el que trajo de nuevo a Rafael e impuso en cierto modo una nueva academia … eso sí, ante todo el surrealismo, esto es, el ir más allá de la realidad, la realidad más real o “sobrerreal” que es la que escapa a la razón, aunque no a la inteligencia preclara de un artista como Salvador Dalí, (o a la de cualquier otro genio freudiano).
¿Es que al fin se ha percatado el artista de que su arte es recrecer la realidad? ¿Qué todo arte es, en el sentido zubiriano una “dar de sí” la realidad? Ambiguo proceso, porque es la realidad la que da de sí.

Aparte de la risa que producía en nuestro nuevo genio el automatismo como procedimiento artístico aplicado a la plástica, razón por la que podemos ver en él la disconformidad con el círculo de Breton, lo que sí es cierto es que todo el arte de Dalí se sitúa en el ámbito de lo vedado, y esto es ya una provocación, una provocación al sentido común, porque el sentido del común veta las cosas que le son refractarias. Y precisamente poner lo vetado al descubierto en tono lírico, eso, eso es Dalí.
Si el automatismo produce risa … es que ya sólo nos queda la acción, la intuición, la prestidigitación en la realidad. Eso sí, con rúbrica, porque de lo contrario, el arte muere, pues muere el artista.
Dalí subraya su nombre, su ego, pone en oro sus letras D-a-l-í, cuando le grita a la sociedad sus inmundicias o lo que ésta considera equívocamente como tales, al mismo tiempo que las propias del genio creador –que son en cierto modo las mismas-. Y es que el común, el mortal, está dispuesto a pagar por las inmundicias del creador y por las suyas si son firmadas.
No se puede entender el arte de Dalí, de la acción, sin el común, esto es, sin el hombre desnaturalizado, sin el hombre social, el hombre dormido … acaso excelente prejuicio con el que el artista puede trabajar con más libertad y a su antojo, partiendo del hecho de que su iniciativa será en cierto modo genial, crítica, desveladora, es decir, no común. El artista está al margen del hombre desnaturalizado, es Prometeo y el primer héroe de la luz, el que logró escapar de la caverna platónica. Lo que nos lleva de nuevo a una de las tesis de la deshumanización: el arte nuevo es fundamentalmente elitista.
Decir que el artista vive de la provocación, que provocar es su oxígeno, tiene un sentido radical, es la norma del arte que quiere sobrevivirse, o mejor, del artista, que desea sobrevivirse y, evidentemente, del artista que solo cree en su acción, esto es, en su norma sabiendo que está absuelto de cumplirla.

Otro inciso: La mierda de artista.

El juego lúgubre. Obra que hizo par con El gran masturbador.

Vender la propia mierda enlatada, hacer del vientre una fábrica de arte, tener en el wáter el estudio y hallar allí el locus amoenus de la inspiración, es nada más la expresión radical de algo que Dalí explotó rigurosamente. ¿Quién sino inventó la meditación intestinal al amparo del método paranoico crítico? Piero Manzoni añadió acaso el tono de humor, ese humor italiano no exento de gratuidad. Pero hay algo que huele y huele mal en el arte último, ya sea El juego lúgubre o los putrefactos, ya sean las latas de Manzoni, o los experimentos idos de la mano de Damien Hirst, otra suerte de conservas, por mucho formaldehido que gaste.
La conserva es un concepto y una provocación. Un objeto artístico. ¿No es la firme pretensión de evitar que muera al fin o de que sea definitivamente libre?
 
Piero Manzoni en el estudio.

Dalí de nuevo: Dalí encrestado.

Dalí es devuelto por la crítica a la cresta de la ola contemporánea. “Avida dollars” ser entregado al mercado, mercachifle de la creación, pintor de notoria habilidad para representar la realidad y formulador del método paranoico-crítico. Dalí habría caído en la mediocridad, sobre todo si se lo viera desde la perspectiva del esteticismo. Pero claro, la perspectiva ha cambiado y la formalidad no es ya la dominante. El Pompidou, el Reina Sofía lo amparan y rehabilitan, demuestran al paso, que las exposiciones relevantes –o que pretenden serlo- están dominadas más que por el curator o el galerista, por el crítico, y que la crítica se mete a revisora de la historia, de la historia del arte se entiende, para tomar los museos, los museos más señalados que, a día de hoy y después de todo, siguen siendo el referente de cuanto deseé consolidarse. Es decir, sus ideas expositivas, las nuevas ideas que son nuevas perspectivas sobre el hecho artístico. Las exposiciones son hipótesis de trabajo e hipótesis ad hoc. ¿El artista, a fin de cuentas, la excusa?
Así que el arte de Dalí acaba por convertirse en sus experiencias, en sus acciones. Dalí y su arte son inseparables, inextricables, indiscernibles. Aunque requieran de los medios, y a pesar de que requieren de los medios, porque dado el caso, ¿quién sería entonces Dalí? Más que nunca, para ser noticia, para estar en el medio, el artista tiene que ser contrario al común, tiene que ser élite perversa. Las élites perversas firman con ocurrencias, y las ocurrencias son más que nada acciones. Así es que la firma de Dalí necesita de los medios; a fin de cuentas, los mejores registradores de la acción. Y esto es lo curioso, los medios también necesitan de la firma reconocida de Dalí. Y quien dice medios dice espacios, grandes almacenes, y museos, y programas de televisión, y películas, y ciudades, y naciones, y revistas, y críticos …
Entonces es cuando el artista se convierte en mito, o transmuta en mito. Y entonces es cuando el común tiene derecho de reducir el surrealismo a ocurrencia, incongruencia, estridencia.

Warhol loves Dalí. Fotografía de Cristóbal Makos. 1978. El transgresor beso de la transmisión.

Otro inciso: ¡qué viejo es todo!

Qué viejo es todo, sí. Viejo es el discurso sobre la narratividad, en fin, la acción, en oposición a la espacialidad, esto es, la estética. Rancio como el Ut pictura poesis mismo, con la ranciedad de los tratamientos solventes del tema hechos por G.E. Lessing, ese tremendo ilustrado, en su Laoköon. Laocoonte, la vieja escultura alejandrina como paradigma de la problemática acción-contemplación. El viejo clasicista luchando contra la imitación de la poesía por el arte plástico. La escultura en sus retorcimientos extremos a la búsqueda de un decir, un contar historias como acciones del mármol en el espacio, con la sola pretensión, monstruosa, ciertamente monstruosa, de narrar, de otorgar las sensaciones de la intelectualidad activa. Marina Abramovic pues desvaneciendo los límites entre las artes, las acciones, performances, discursos … pura poesis. O la estética, la clásica actitud que busca la quietud contemplativa del espectador, la “objetualidad” del arte, o el paradigma Picasso, pictura.
Viejo como el debate de la plástica contra el concepto, de la forma contra el contenido, de las acusaciones de pintar con brocha que sufrieron pintores como Tizziano, de la elisión del dibujo por parte de los barrocos, de las animadversiones del Greco contra la pintura de Miguel Ángel. De la liberación de los románticos contra la academia ¿La forma o el color? Debate viejo sin duda que trae los aromas del Vasari en los inicios del arte moderno.
Viejo, como el debate de la construcción a base de elementos sumativos o de la unidad espacio sentimental de la obra. ¿Partes? ¿Conjunto? ¿Construcciones o expresiones unitarias? “Subjetualidad” u “objetualidad”. Sacar de sí el autor el adentro para llevarlo al cuadro o constituir un cuadro, una escultura, una película, una fotografía, un video, una performance en sí y por sí … ¿Leer la biografía del artista u olvidar al artista en la forma pura? Y en fin, tradición y vanguardia, clásicos o salvajes en el sentido que le diera Valeriano Bozal. Viejo, todo muy viejo.
Como vieja es la idea del genio. La idea del artista que fluye y extra verte. La idea del artista que hace de sí, sueño romántico y del romanticismo, su propia obra de arte. En este debate, el debate del artista genial, hemos de reconocer que Dalí también es viejo, muy viejo.

Recepción en la Academia francesa.

Genialidades del genio.

He aquí que con Dalí se rehabilita el genio, o la teoría del genio. Pero nada tiene que ver el genio de estos tiempos dalinianos con el genio del romanticismo. A este le bastaba con Dios, el nuevo necesita de la masa … Y lo que conlleva.
Construir un personaje. Base de la idea ética de la personalidad. Existencia. Cada cual es escultor de su vida. Dalí esculpe su vida de genio. Hace de su vida genio. Labra su genialidad. Dalí es la obra de arte al tiempo que el artista que la metamorfosea, en esa extraña mixtura a veces de Rey Sol y Michel Jackson.
Desbordarse en la sociedad mediática. El artista mediático, el automarketing como necesidad creativa. El genio necesita de la vida pública que es su corte, y de la acción privada que es su razón de ser.
Entregarse a la novedad, la mascarada, lo imprevisible: el arte por el arte elevado al criterio del capricho.
Configurar la autobiografía y el autorretrato. Conformar así el mito Dalí. Ser mito desde niño y confesar haber sido amamantado por la cabra Altea. Y haber sido expulsado del Paraíso burgués, exilio auto obligado por su padre, por la escuela de bellas artes, entre los amigos creadores, del grupo surrealista.
Hacerse del surrealismo un anillo para el dedo genial. Ámbito en que poder ser para finalmente afirmar en cierto modo ego sum surrealismus mundi. El auto espacio y la auto realidad. El método paranoico crítico como defensa de la pulsión, o del porque a mí me da la gana o lo que me viene en gana, siendo yo y la gana lo mismo, en fin, mejor voluntad de poder, héroe nietzschiano que pone al fin de acuerdo el arte con el artista, es decir la pulsión y el sujeto de la pulsión, experiencia de la máxima libertad.
En este sentido, Dalí es sólo –en mi modesto entender- el último de los modernos y la quimera de la posmodernidad, usado fraudulentamente por la crítica. En efecto, un fenómeno de masas.

Colas en la exposición del REINA SOFÍA.