La BAM publica Del verbo, la oscuridad, libro fronterizo y curioso. Las mil quimeras da a la luz el inicio del ensayo que el crítico Vetusto Colorión Plata presentará sobre este libro de Manuel Gallego Arroyo en un reconocido medio. Desde aquí agradecemos su buena voluntad y amable disposición.
RAZÓN
DE OSCURIDAD: NOTAS SOBRE DEL VERBO, LA
OSCURIDAD.
Que un libro de poesía glose la metafísica, a
lo mejor pone al lector en una tesitura harto compleja por dislocada, por demasiado
intelectual. Es duro, sí, preguntar por la sustancia de que están hechas las
palabras, y por lo tanto la poesía misma. Si bien la propuesta de este libro puede
resultar en demasía filosófica (las problemáticas del verbo, del poetizar, de
la revelación) son asunto corriente en la lírica de nuestros grandes. Traigamos
el caso de la actividad poética de Bécquer, acaso antípoda de estilo y de
pretensiones respecto de este Del verbo,
la oscuridad, quien en una de sus rimas, la primera, confiesa:
Yo sé un himno gigante y
extraño
Que anuncia en la noche del
alma una aurora
Y estas páginas son de ese
himno
Cadencias que el aire dilata
en las sombras.
Yo quisiera escribirle, del
hombre
Domando el rebelde, mezquino
idioma
Con palabras que fuesen a un
tiempo
Suspiros y risas, colores y
notas …
Pero en vano es luchar; que no
hay cifra
Capaz de encerrarle, y apenas
¡oh hermosa!
Si teniendo en mis manos las
tuyas
Pudiera, al oído, cantártelo a
solas.
Y
es que, a pesar de las diferencias, Del
verbo, la oscuridad, está en lo sustancial de acuerdo con cuanto Bécquer
señala aquí. En efecto, al poeta no se le escapa que hay cierta inefabilidad de
la palabra y en la palabra, en su poesía, porque ambas, poesía y palabra llegan
al sentir de manera deficiente. Ni pueden expresar, ni justificar ese
sentimiento, motor que mueve la lírica. El poeta es un domador de palabras, del
idioma, con ellas quisiera traer lo que verdaderamente importa, el suspiro y la
risa. Aunque también el color y la nota, que es la sentiscencia puramente
estética, el gozo plenario y consciente de la formalidad poética. No resulta
extraño entonces que sean el amor y el tacto la única posibilidad de comunicar,
de transmitir, de con-cordar o acordar los corazones. En el amor y en el tacto
es donde cobra verdadero sentido la lírica, el sentir sentido o el sentido del
sentir, más si cabe que en la palabra, a no ser que en algún momento
justificásemos la palabra como tacto, cosa que aún está por hacer.
No otra cosa es buscar en el verbo
su sombra, la oscuridad, no sé si su origen o su raíz. En la búsqueda comunicar
ese amor, ese tacto de algo cuya naturaleza consiste en ser refractaria a la
claridad, a la luz con la que sin embargo se ha identificado. Comunicar,
concordar con aquello que está más allá de la propia palabra, más allá de la
propia poesía, es tratar de hollar espacios poco hollados o imposibles, con la
herramienta de la palabra y de la poesía. Esta es la curiosa paradoja de Del verbo la oscuridad, posiblemente el
engreimiento de la labor del poeta, ser exánime de todos los tiempos.
Aquí tenemos, otra vez, el asunto que nos devuelve
a la metafísica. Bécquer, es víctima del recurso, víctima en cierto modo de la
palabra y de la poesía, de su trascendencia, esto es, de la metafísica del
verbo, de la poética y de la mística que le son inherentes. (Recordemos que Del verbo, la oscuridad se estructura a
partir de tres bloques: Metafísica, Poética, Mística). Bécquer es atrapado por
las metáforas de la sombra y de la oscuridad. El poeta sabe que el suyo es un
himno que anuncia en la noche la aurora, el despertar de la verdad plenaria, y
por lo mismo canta en la noche y desde la noche. Es su himno, la poesía (la
lírica o el espíritu poético que domeña el cosmos), la que anuncia la aurora,
como si el sentimiento fuese ya la verdad, o el fuego que reside en el pecho
fuese ya la lírica. Y los poemas que fluyen no otra cosa que el sonido del
espíritu poético del mundo, cadencias que en el aire reverberan como sombras entreveradas
de luz, manifestaciones de esa verdad lumínica e hímnica. En medio de ese
universo, el hombre, el poeta, su palabra y la mujer a quien confesarla.
¿Cómo no va a iniciarse el alma,
tocada de la brasa del amor, en una noche oscura?
En una noche escura
con ansias de amores inflamada
O dichosa ventura
Salí sin ser notada
Estando ya mi casa sosegada
Ascuras y segura … a escuras y en celada … va el alma, que
es alma lírica, buscando. Porque la oscuridad de la noche no es sólo ansia de
luz que obliga a ocultarse, es regazo, es cobijo, es seguridad. Por lo mismo la
noche se hace dichosa. Sobran los mediodías serenos y sobran luces, sólo una,
la lumbre erótica que arde y quema, el fuego virginal del deseo de Amado, que
es el fuego del amado o el rescoldo de su luz que pide reavivarse, es la llama
de amor viva que nos guía, que nos lleva allende y que nos hace marineros en la
búsqueda, metáfora esta recurrente en Del
verbo, la oscuridad y que San Juan estima por encima de todo. Ingenuamente
lo han llamado la vía negativa, sólo porque el Santo lo apuntó. Pero es un
gozo, un gozo estético.
En la noche dichosa
en secreto que nadie me veýa
ni yo mirava cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón
ardía.
La
poesía es hontanar que nace de la noche. La noche impele, la noche mueve. ¿Y la
noche? La noche es la noche oscura del alma. No un vacío. No un mundo mundano sin
más del que convendría desasirse, como dicen que hace la vía negativa. ¿Quién
se arrancaría la carne con la que sentir? Es la noche del alma en que sólo
puede darse la comunión más excelsa, el recostarse al fin en el pecho del
amado. (Lo que veremos en nuestro libro en la Tercera Parte, la de la Mística).
Es la noche de la lírica. ¿Tan tremendo es, pues, preguntar por esta noche
tremenda, refractaria, otra? Y preguntar es darle verbo. ¡Paradoja!
No es que al buscarse y defender los derechos
poéticos de la oscuridad del verbo, se descrea de esta metáfora lumínica, se
descrea del alba, del fuego, de la luz y la claridad. No, pero es por eso que
se cae sin remedio sobre los asuntos de la metafísica, pretendiendo hacer de
ellos trasunto lírico, porque en el fondo, y por su nacimiento, el verbo es
oscuro, es sombra y esa es su sustancia. Es que no hay claridad, ni la palabra
debería aspirar a ella, la luz. Por lo pronto, más parecería una impostación
falsaria de algo que pretende ser inefable, y que a lo mejor es inefable porque
no es, ni es claro, sino plural, rico, confuso, diverso, proteico en fin,
sombra.
Se ha vinculado la palabra, como logos, al
saber y la visión clara. El nous del
que nos hablaron los griegos se asimiló a la luz, es cierto. La trampa y el
juego nos los tendieron Parménides y Platón, y el logos, tomado como el sentido
latente de las cosas, pasó a ser la palabra, portadora del secreto, esto es, de
ése mismo sentido latente. La palabra por lo mismo es el nous o su revelación, y pone en las cosas el orden que acaso les
falta en la realidad que ofrecen los sentidos.
Y ocurre que los fragmentos que se consideran
auténticos de Parménides, dedicados a la physis,
están escritos en hexámetros homéricos y pretenden ser verdad, verdad poética
aunque verdad. Una de las primeras vinculaciones que conocemos por lo tanto, si
no es la primera, de luz y saber, está escrita poéticamente:
… cuando con prisa me
condujeron
las doncellas Helíades, tras
abandonar la morada de la Noche,
hacia la luz, quitándose de la
cabeza los velos con las manos.
Allí están las puertas de los
senderos de la Noche y del Día
…
Pues bien, te diré, escucha
con atención mi palabra,
Cuáles son los únicos caminos
de investigación que se puede pensar;
Uno: que es y que no es
posible no ser
…
[Lo que] puede pensarse es lo
mismo que aquello por lo cual existe el pensamiento
…
Pero
aquí no todo termina …
Y ahora aprende las opiniones
de los mortales
Escuchando el engañoso orden
de mis palabras.
Según sus pareceres han
impuesto nombres a dos formas (el etéreo fuego de la llama/noche oscura).
…
Todo está lleno de luz y noche
oscura,
Ambas iguales, ya que nada hay
aparte de ninguna de las dos
Parménides nos legó un drama, el drama del
saber-comprender occidental. La encrucijada entre el saber y la opinión de los
mortales. Obligados a reconocer que sólo puede ser y que no puede no ser.
Pretendió así poner luz en nuestra oscuridad o en nuestras noches. Renunció al
tacto sólo porque el camino del ser es un abandonar la morada de la Noche.
Apenas la noche da ya gusto y gozo, apenas es regazo, nos es refractaria.
Las
hijas del sol conducen al poeta allende, a las puertas de la diosa Diké quien
revelará la verdad; del mismo modo como las doncellas se desprenden de los
velos con sus manos y se muestran, así las cosas, que dejan de ser tales para
convertirse en verdad. Masticó Heidegger aquí la contundente posmodernidad, el
regreso de la metafísica, el desvelamiento como alétheia y el acontecimiento, y es que el no-ser no puede
decirse. Esta es la otra, la otra gran afirmación de Parménides. No es posible
decir la noche. ¿Y si la noche no puede decirse, es por ello que recurrimos a
la poesía, a la mística? ¿Cómo no iba a defender por encima de todas las cosas
Heidegger la poesía?
De seguir el camino trazado por las doncellas
Helíades habríamos de concluir que la poesía, hija de la palabra y la palabra
misma, es el orden, la puesta en orden del fatuo y hasta libidinoso sentir del
pecho poético, pero no, no, con ella aún queda el recurso, la posibilidad de
decir lo que no se puede decir: del
verbo, la oscuridad, pues habremos de aceptar compungidos que si la noche
no puede decirse, tampoco podrá decirse la luz.