MANUEL PIÑA, el diseñador manchego de la Movida.







Se ha inaugurado recientemente "El papel de la Movida", Museo ABC, exposición -indagación en realidad a  través de obra sobre papel- que recrea aquella magnífica década, los 80, en Madrid, el movimiento cultural, o contracultural, que persiste en no ser enterrado. Evidentemente asistimos a la dispersión de la creatividad por ámbitos muy distintos de la edición, la plástica, la música, el cine, la moda, la vida social ... expresión sin duda, más que de un cierto programa, de una cierta fiebre que el tiempo, la crítica después, han ido tejiendo.
Entre los modistos, pasa desapercibido, apenas intuído, Manuel Piña. No se trataba desde luego de hacer un monográfico sobre su persona, pero tal deslizamiento vale para reivindicar el carácter fronterizo de su obra, la trascendencia de la misma más allá de las vicisitudes de una movida; el hecho de que tal vez la Movida consista en la posibilidad de ser trascendida por las personalidades más relevantes que en algún momento de su biografía se vieron implicados en ella, sea el caso también de Almodóvar
Con el fin de rehabilitar esta corriente fronteriza y trascendental que deja a la Movida en lo que debería ser, un simple gesto, LAS MIL QUIMERAS recupera un artículo del Crítico Manuel Gallego Arroyo que salió a luz allá por 2007 para dar la bienvenida al MUSEO MANUEL PIÑA, existente en la Ciudad de Manzanares, pueblo natal del diseñador.


INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA DE MANUEL PIÑA.

Manuel Piña (1944-1994) 

EL CONTEXTO: EL CONTRASTE.  (A modo de entrantes).

Algo de “telurismo”.

El lector podrá imaginar con facilidad ese contraste, con sólo ponerse en la situación de intuir qué es lo que separaba, en los años sesenta, un poblachón manchego de la incipiente urbe madrileña. A uno se le tienen que quedar los ojos como se le quedaron a Antonio López García cuando pintó a Emilio y Angelines en el entorno del crepitante Madrid.
Justo por las mismas fechas llegaba Piña a la gran ciudad, como muchos otros manchegos condenados a vivir el contraste o esperanzados en vivirlo.
Esto del “contraste” no es una apreciación gratuita, tiene bastante de sentido, un sentido que ayuda en mucho a explicar las vicisitudes del que llegaría a ser gran diseñador. Es que Piña no iba sin bagaje, se llevaba impresiones profundas, tremendas, que rebrotaban una y otra vez cuando paseaba sus raíces, sus recuerdos, sus mozos años: “...mi pueblo era rudo, crítico, cargante –dirá en 1991- Lo vivían y lo viven –hablamos, insisto, de 1991- unos hombres que sudan mucho para trabajar la tierra en verano. Y el frío les cala los huesos y las entrañas en invierno ...”. “Tipismo” indeleble con el que se quiere repiquetear sobre la “dureza de entrañas” del lugar de que se partió y que nunca se abandonó.
A propósito de las mujeres dice en el mismo texto: “Mujeres, y mujeres enlutadas siempre, los lutos por un tío eran de dos años; por los padres, de seis a ocho años, y por el marido o por un hijo, las mujeres manchegas, fuertes, claras y duras, se cubrían el rostro con un velo negro de tristeza transparente y el cuerpo con telas negras y mate como la noche ...”[1]
            Lo que revivía en su mente Piña era el “telurismo”, lo telúrico, esto es, esa misma entraña del paisanaje que un Alberto o un Palencia ya habían buscado a inicios de siglo en el paisaje como su máxima expresión y que vertieron en cuadros y esculturas. Un “telurismo” que irá virando, desviándose y volviéndose del revés en la burla que es el cine almodovariano.
Lo telúrico también salpicará la obra de Manuel Piña. Pero para hombres como él, para su generación, la tradición era una herencia que había que traicionar, en cierto modo, la única forma de rehabilitarla, o de odiarla. Para ello había que contrastar, si, contrastar con lo moderno, con lo nuevo, con “lo progre”, con lo que era y representaba Madrid, con la Moda.
Alberto Sánchez: Mujer Castellana. Bronce. (Ejemplo de telurismo)


Vanguardia y diseño aplicado a la tela tradicional manchega. (MUSEO PIÑA)


Entre industria y diseño.

            Pero el salto a la moda no es fácil, que es largo camino. Antes que diseñador, Manuel Piña es un industrial, o mejor que industrial, un artesano. Durante los 70 es dueño de un pequeño taller de punto; acontecimiento éste que será crucial. Primero porque le obligaría a ponerse en la órbita de lo posible en cuanto a confección, innovando. Después, porque  buscando esa innovación, esa modernidad, tendría que tensar las posibilidades del punto como penda. Y por último, porque al tensar las posibilidades de manufactura tan tradicional, el punto como prenda de vestir femenina, descubrirá el cuerpo de la mujer como un soporte expresivo, como excusa creadora. Desde este momento, la mujer queda vinculada al acontecer de los nuevos tiempos, a la modernidad. No había que dar mas que un paso para acabar demandando una mujer moderna, y esto ya no es cualquier cosa, esto es nada menos que hacer diseño. Se columbraba así, al llegar los ochenta, al Manuel Piña diseñador.
Esta vocación de “crear” modernidad le impulsó a buscar, vehemente, por los desfiles de moda más afamados de Europa, en una descompuesta actitud autodidacta. Cuando al fin consiguió vivir desde dentro el espectáculo de la pasarela, el camino se reveló expedito. “...Vi su fondo, el fondo que quería transmitir. Equilibrio, una agresividad tranquila y transparente como el agua en calma, pero tal fuerza en sus movimientos que aquellas mujeres me parecieron sirenas blancas del Olimpo”[2].
El equilibrio, la agresividad tranquila, las nuevas sirenas blancas del Olimpo, hasta entonces reservado sólo para dioses. Lo que Piña quería era diseño. Diseño, si, pero una relación ambigua con ese diseño. Piña no era un buen dibujante, aunque llevaba sobre sí la experiencia del industrial, del modisto (palabra de la que gustaba muy poco) y sobretodo del innovador, del hombre que quería hacer la modernidad; diseño, para él, no era dibujo, era, eso, ideación.
No está de más, llegados aquí, allanar el monte para ver qué se cocía en el Madrid de aquellas fechas.

Colección septiembre 90. (MUSEO PIÑA)


La Movida.

            Los ochenta suponen un punto de inflexión en la cultura española. De un lado la tierna democracia, después de alguna crisis, iniciaba su proceso de normalización política y el Partido Socialista llegaba al poder. De otro emergía la joven creatividad española en una suerte de revitalización que tendrá su eco allende las fronteras incluso. Son buenos tiempos, muy buenos, para la creación. Y Madrid lo vive con desmesura, convulsa, sin límites. Era el resultado de un bienestar generado por la confluencia de intereses entre cultura, medios, aparato estatal y empresa. Ese volcán creativo ha sido conocido como “la movida madrileña”, la Movida que más que nada fue sacudida nerviosa del lastre del pasado, estremecimiento vital y festivo, no exento muchas veces de mal gusto, y cuyo imperio, paradójicamente, sirve de muestra aún hoy: música, plástica, cine, literatura, moda y sus híbridos. Empezó a barajarse el concepto de “posmodernidad”, ciertamente sin saber muy bien a qué se hacía referencia. (De esas tintas ha quedado por ejemplo la idea de que Piña vistió a la mujer posmoderna de los ochenta: solemne tontería), y bajo ese concepto iba toda una baraúnda heteróclita de entes, creadores, patrocinadores e ideas: Alaska o Pérez Villalta, Almodóvar o Rock Ola; la Cascorro factory, Pérez Mínguez o Radio Futura; Ouka Lele, Mariscal o el Chochonismo ilustrado. La Galería Sen. Toni Alvarado. No fue otra cosa que una explosión de cultura, cierto, e incultura urbana que encumbró a Madrid. Era la ola de la modernidad, esa que aún espejea. En esa ola iba Piña de la mano de la moda.
A Manuel Piña le llegó el hambre de diseño, pues, justo cuando la política cultural lo demandaba. Y como a él, a otros. Así es como surgió esa agrupación de nombres dedicados a la Moda que lucharon por dar a conocer y darse a conocer en un diseño “Made in Spain”, diseño que se pregonará bajo el epígrafe “Moda de España” y al que la propia administración dio viento: Toni Miró, Francis Montesinos, Jesús del Pozo, Pepe Reblet, o Adolfo Domínguez bogaban en ella.
Es también el momento de la internacionalización. Algunas de sus colecciones se dan a conocer en EEUU, Japón, Francia, Italia o Alemania. Gustaba esa suerte de innovación y modernidad de los entretejidos de punto (que eran el historial Piña, la carta de presentación de aquel taller artesanal del que partió), de las mallas de algodón, de los cueros trenzados, que despertaron el sopor de pases y revistas, no menos que su mezcla con lo racial y lo castizo, el turbante a lo bandolero, “el faralae”, o la capa española.
Es verdad que su primera colección se había dado a conocer en el Liceo de Barcelona en 1979, pero fue a partir de 1982, cuando su famosa presentación en Madrid, en la carpa del Circo de los muchachos, lo ponga en lo alto del diseño de ropa, allí donde siempre había querido estar. En este sentido, la Pasarela Cibeles se convertiría en su mejor escaparate.
            Así salió adelante, ciertamente entre bandazos, el sueño de un diseño “made in Spain” en el que Manuel Piña puso “la pasión” y en el que, es cierto, aquella movida madrileña jugó una papel interesante, al menos desde un punto de vista contextual. A este respecto citemos algunas consonancias.
No era extraño que los artistas plásticos trajeran a colación lo castizo, lo folklórico para darle no poco de POP, no poco de Kistch y a veces no poco de Punk. Con traer esto traían dos cosas, de un lado sometían a vejación cierta “España cañí”, al tiempo que la realzaban: la serie del Chochonismo ilustrado, del Grupo COSTUS; o Pepi, Luci, Bon y otras chicas del montón, película de Almodóvar, abundaban en ello. En el trasfondo se trataba de una reflexión sobre las convivencias de tradición y modernidad, como demuestra que los barrocos faralaes de las pinturas de COSTUS fueran versiones de las flamencas muñequitas gitanas de Marín, como lo fueron los remates de esos deslumbrantes vestidos de Piña en macramé.
De otro lado se oponían a cuanto podría haberse consagrado como bello estético y como modelo de elegancia en las generaciones precedentes. Así, no puede entenderse el nuevo diseño de Piña sin, por ejemplo, la oposición a cuanto Balenciaga había consagrado.


Grupo COSTUS
Colección Primavera-Verano 88, Manuel Piña.




















Mujer.

La Movida tuvo sus versiones humorísticas de la más cutre y chabacana tradición, aunque, cierto es, la rehabilitaba. Al mismo tiempo la exponía en convivencia de las nuevas tendencias de urbanidad. Entre estas nuevas tendencias descollaba como rutilante estrella una liberada mujer, mujer que sin dejar de ser el patrón de una raza, se hacía moderna e innovadora. Sobrevivía así, en cierto modo, lo telúrico en la carne trémula de los nuevos tiempos.
Esto, que es un difícil ejercicio de equilibrio entre extremos, lo ejercitó Piña mediante la armonización de la agresiva curva, por el “ceñimiento” al cuerpo, y la sobriedad arquitectónica de las líneas de diseño; el folklore se entregaba por su parte en pequeños toques, a base de pinceladas.
Bien pueden servirnos de ejemplo de lo que llevamos dicho estas palabras, tan reincidentes en el tópico: “A esta mujer de Piña, curvas raciales y modernidad, en un equilibrismo casi imposible, se la rifaban las revistas femeninas de todo el mundo y hasta dio lugar a muchas tendencias internacionales que chuparon de esa “Carmen” hispana, un poco gitana y un poco reina, misteriosa y castiza, profesional y lúdica, pecadora y santa, hermética y sensual, acariciada por un latigazo de punto al cuerpo”[3].


Fotografía de Vallhornat, para presentar la Colección  Otoño-Invierno 86-87

En fin, que Piña descubrió a la mujer allá por los 70, y descubrió luego, ahondándola –lo que le hizo más adivinador que propiamente diseñador- lo que aquella mujer quería ser. Acaso su gran virtud, fue esa, ser adivinador.
            En su afamada Carta a la mujer española del año 90 confiesa Piña: “... Y comenzó mi misión y mi gran amor. Me hice cómplice de la mujer y jugué a su ritmo y a su pausa, la desnudé y la hice fuerte, soberbia y superior. Pero cuando casi estaba conseguido me pidieron que les hiciese distintas. Que esa “igualdad” con el hombre no les interesaba demasiado. Y como un piropo siempre fue un piropo, la mujer me habló de cambiar su estética ... y comenzó a ser sensual, insinuante y sutil ... Mi mujer quería seducir al hombre nuevo. Y yo tuve que hacer a la “nueva mujer española”. Arraigada a su tierra, sus costumbres y a sus hijos, pero consciente de que el siglo XXI estaba cerca y había que estar preparados para abrir nuevos caminos. Pasaron los años y mi mujer ha madurado por dentro y se ha endurecido por fuera. Ahora ya conoce la estética de las pasiones altas y bajas. Sabe que la ropa apenas cuenta. Que lo importante de la imagen es la pasión y el equilibrio que una mujer desprende ...”[4]
La carta es en efecto, una carta confesión. En sinergia con el sentir de la mujer, distingue tres momentos en los que podría dividirse su actividad diseñadora a lo largo de los años 80: la mujer fuerte que conquista la igualdad; la mujer que se enriquece con la sensualidad sin renunciar por ello a la tradición; la mujer endurecida, madura que ya puede prescindir del diseño de ropa, del diseñador. Atroz confesión que es también la confesión de su paso por la historia de la Moda, desde la desatada euforia creativa cuando la administración se volcó en el proceso del diseño y todo fueron facilidades, hasta el desasosegante momento de la desilusión y el tedio, cuando esa misma administración se desentendió del asunto. Aunque la mujer ya había madurado, y esta maduración suponía, en fin, el final del diseño de Piña: en el fondo una exhaustiva vivencia, y es que su contexto vital fue el contraste en la evolución de una mujer.


LA ESTÉTICA DE PIÑA. (Plato único).

Los elementos. El principio.

            No, no son conceptos sobre los que soportar una matemática o una física. Son los elementos, elementos físicos, eso sí, notas tangibles de su diseño, de sus vestidos. Son el principio. A veces son la molécula primera a partir de la cual crecer la prenda como una reiteración, y si no, el elemento distintivo, el elemento detalle, el elemento poético; puntos, vértices, ondas, redes, nudos, cuerdas: son la física, lo físico sobre que ir elaborando, el principio desde el que elaborar, lo físico del proceder en el diseño de Manuel Piña. No mediante el dibujo, sino por constitución a partir de elementos, de estos elementos, es como surgía la indisoluble mística: unidad del tono general de la prenda redefinidora del cuerpo, y del carácter distintivo y constituyente del tejido; lo táctil de la prenda.
Diseño es, pues, ir construyendo, ir dando de sí el tejido, la prenda, la materia prima con el fin de recubrir, de crear una arquitectura. Esto ocurre, cuando al diseñar, falta el dibujo, cuando sobra la idea, cuando no todo es arquitectónico.
Ya se dijo que Piña nunca basó su proceder en el dibujo; si lo hizo, fue a modo de excusa, de una ocurrencia precedente, más táctil; su diseño era, en efecto, sensual, epidérmico, matérico ... a roce de piel, era por lo tanto y la más de las veces tacto, o contraste entre lo visual arquitectónico (la idea general) y lo netamente sensible, su capacidad de impresionar la vista, de dar videncia a la materia. El de Piña era un “diseño sentiente”.

Un diseño sentiente.

            Al hallar esos elementos físicos, al trabajar desde ellos, se eliminan dos extremos de la Moda. De un lado el “disegno” puro, el diseño que se genera desde la línea; el dibujo que se convierte en proyecto pero que es desnudo, vacío, frío ... desapasionado. Del otro, la idea de Moda como recubrimiento, vestimenta nada más. Concepción del vestir que afianza la industria. Es la ropa como material, como inercia que acaba por caer, bruta, sobre el cuerpo, también sin alma, sin pasión.
Insistimos, Piña fue el “diseñador sentiente”, el hombre del “diseño sentiente” que como nada trató de expresar su célebre corolario “La moda se lleva, el diseño se siente”. Ahí reside precisamente su fuerza, en que ese sentir es táctil, requiere de unos elementos sustantes, físicos que se extienden sobre le cuerpo de mujer como una segunda carne, como una segunda piel sin renuncia a ser vestimenta, tejido, materia (recuérdese ese vestido de tubos de plástico rellenos de lana de la colección de Septiembre del 90); que otras veces buscan la impresión visual del detalle ... En el primer caso, punto, redes, nudos ... en el segundo vértices, cuerdas, ondas. En efecto, el diseño se siente, no es proyección, es sensación, no es un hecho mental, es un hecho pasional, y este es su principio.
Los vestidos cortos o largos de macramé. Los de retor crudo. Los trajes de blonda, la lana mohair, todos hablan al tacto, hablan de epidermis, de sensaciones a la piel, su principio es la construcción a partir de la reiteración del detalle que se extiende, que crece como escama sobre el cuerpo.
Esas mismas blondas acaracoladas, los puntos de seda, pasan por el impacto visual, un impacto visual no arquitectural, sino matérico, más sentiente, más de impresión: una visualidad, paradójicamente táctil, que acaba por llevarle al charol y a las pieles de serpiente, y nunca con la exclusividad de la impronta visual pura.
En los más de los diseños, Piña no vistió a la mujer, la acarició y levantó entorno de ella la pasión de las caricias.
Colección otoño invierno.90


El color.

Hay sobre todos los colores uno poderoso, enigmático. Es el color hermético, el color de la expresión del rostro que es la del alma, el color de la elegancia, el color que tenía que ser la ausencia de color, el no hay color de los colores. El negro. Con él, se sustrajo Piña también a lo evidente; con él, en esa mujer ya madurada de finales de los ochenta, reabsorbió la elegancia tradicional y modeló todo un mundo de insinuaciones novedosas. En ese sentido el diseñador podría pasar por un nuevo romántico y un tradicionalista –si quieren un racial- pues retornó al pasado, retomó lo castizo, retomó, si, ciertamente el negro de la elegante historia española para crear algo más que sombras.
No es extraño que algunos hayan enfocado así el asunto: “Aunque manchego, Manuel Piña tenía ese sentido festivo de la tragedia que airean los pueblos del sur ...”[5] Pudiera ser; lo que ocurre es que cuanto pretenden esos diseños que absorben el negro, es no ser sólo lo que se ve, ni resultar pasionales a lo Merimé, a lo folklórico procesional, no. Como romántico es incorporar tocados tradicionales, o la capa española, o la sumisión íntegra de la vestimenta al negro, con una finalidad, recrear en la feminidad a la heroína marginal que rodeada de la calma chicha se ve obligada a remar. “Romanticismo”, es decir, esa veta romántica que muchos llamaron racial se transforma en un romanticismo vital.



Romanticismo.

Otra vez el triunfo sobre cuanto está a la vista: hay que decir más de lo que se ve, pero no insinuando, sino yendo al alma, al baluarte de la pasión, a lo profundo.
Esa veta descolló especialmente en la Colección Otoño-Invierno del 86-87. En efecto, en colaboración con el fotógrafo Vallhonrat, descubrimos aquí otro modo de expresar la “pasión” que el tan cacareado y destacado por los críticos (el racial, el folklórico) Sentir éste que nunca se dio solo ni aislado, que siempre portó mucho de la fina sensibilidad de lo romántico, de lo exótico. Difícil es entender a Piña, también, sin el exotismo; de ahí esa solvente y extrema colaboración de complemento tradicional, de negro y de romanticismo. Las prendas de Piña se ven a medias porque trasladan, llevan a un lugar otro, eluden la vestimenta misma. Y quien quiera que siga la trayectoria de Vallhonrat –Premio nacional de fotografía- descubrirá que, resulta curioso, lo que menos le ha interesado ha sido “retratar”, precisamente, la Moda; interesa eso, el poso, lo último, lo otro que la vestimenta, lo que se viste en realidad ... llamémoslo alma o llamémoslo pasión, pero no se confunda ni con lo folklórico, ni con lo castizo, ni con la pasión de Carmen. Es la pasión por hacerse, esto es, un cierto romanticismo vital.
El reconocido fotógrafo realizó una serie de improntas en blanco y negro que como afirma Ana Gavín multiplican las notas de “calidez, sensualidad y romanticismo para crear diseños llenos de “fuerza y refinamiento”[6].

Arte para ponerse.

Otra curiosa intervención de Piña sobre la idea de Diseño es la que hace al vestido una superficie pictórica: el caso es que la prenda no sea sólo vestido, que sea sentimiento, que sea símbolo, que sea arte y que no sea exclusivamente diseño, ni exclusivamente industria[7].
Nos hallamos ante un fino juego conceptual en el que la Moda ofrece vida y movilidad a la pintura, y la pintura expresión no meramente arquitectónica al tejido. Las rehabilitaciones de tejidos pobres, como la arpillera, rehabilitaciones que podríamos bien llamar “povera”, son un guiño a la vanguardia plástica, en una suerte de connivencia con lo informal, con lo marginado, con lo rupturista.
No es de extrañar que sus colaboraciones con el pintor Juan Gomila durante los años 1983 y 1984 (unos trajes de retor), colección experimental que se presentó en Barcelona bajo el título de “El algodón y el arte” diese la vuelta al mundo representando al novedoso diseño español, y que fuesen de completo éxito, por ejemplo, en Japón donde la onda y los “caracoleosos” faralaes despertaron admiración. Tampoco es extraño que en esa oleada de modernidad y colorismo un tanto entre kistch y POP que sacudió la movida, colaborase Piña con COSTUS, a la sazón equipo pictórico del que él gozó sobremanera, especialmente con Juan Carrero, uno de sus componentes, con quien completó un traje de novia. Ambos colaborarían hasta 1989, fecha del suicidio del pintor.
No menos interesantes son, en este sentido, sus colaboraciones con el también manzanareño y artista plástico Alex Serna.
Con estos colaboradores, con sus resultados, empujaba Piña la moda hacia el mundo del arte, al tiempo, empujaba al arte a la calle, a pasearse, a salir, a vivir ... Hoy en día, apenas nadie se lo puede discutir, Manuel Piña fue vanguardia, y la de hoy, Moda que ha conquistado el estatus de Arte, le debe mucho.
Diseño resultado de la colaboración con artistas plásticos. Gomila y Alex Serna.


LOS DOS MANCHEGOS QUE SE COMIERON MADRID. 
(A modo de Postre).

            Resulta curioso que en los ochenta, cuando Madrid empezaba a sacudirse definitivamente esa carcoma de poblachón manchego que lo roía y que siempre había sido, fuese también el momento de la rehabilitación de Antonio López García en las artes plásticas –que culminaría en los 90- y el momento de darse a conocer Pedro Almodóvar y Manuel Piña; los dos genios autodidactas, llegados también del llano.
Una irrupción ruidosa fue la suya sin duda. Pepi, Luci, Bon y otras chicas del montón, Laberinto de pasiones o Entre tinieblas equivalían socioculturalmente a la “Moda de España”, no por la marginalidad, no, sino porque supusieron un bofetón a lo precedente. Igual que Almodóvar se alejaba del cine del último franquismo, incluso de ese hispanismo más novedoso que pudiera representar Berlanga, los nuevos diseñadores de moda, Piña a la cabeza, hacían del vestido muy otra cosa de lo que había representado Balenciaga.
Almodóvar, Piña, contribuyeron a reflotar el deseo, hicieron reverberar la pasión, le pusieron modernidad y un toque urbano y algo kistch. Ambos trabajaron lejos, muy lejos de una visión androcéntrica. Ambos idólatras por redescubrimiento de la madre, perplejos ante sus orígenes, que siempre les hicieron sentirse constreñidos y perplejos. Exaltados por una crítica que no dudó en colgarles el cartelito de “manchego” –por algo sería-. Y fueron de los reyes de la movida más celebrados.
Es así y pese a ello, con tantas similitudes y con tantos paralelos, como ambos conformaron sin embargo estéticas muy distintas, bien distintas. Unas estéticas que hicieron imposible (a pesar de los entrecruzamientos) su colaboración, que los impulsaron a vivir de espaldas aun formando parte del mismo tinglado.
            No es extraño que el vestuario de Kika corriera a cargo de Paul Gaultier, ni que Chand, Armani o Sybilla vistiesen los personajes de Tacones lejanos., y que lo más cercano a Piña fuese en películas precedentes (Matador, Entre tinieblas) diseños de Francis Montesinos. En efecto, la tendencia estética de Almodóvar bien puede resumirse en ese “hacer verosímil lo inverosímil” que tanto se ha pregonado a los cuatro vientos. Hacer verosímil lo ridículo, lo estentóreo, dar la vuelta al drama y ponerlo boca abajo. ¡Tan sanchopancesco ese torear con la comicidad, ese mistificar lo que es distinto e incongeniable! Las heroínas de Almodóvar navegan en el mar de la pasión sin rumbo fijo. Son personajes poseídos de las circunstancias que no logran hacerse con las riendas de sí mismas; son seres del pathos imposible ... son víctimas de la ley del deseo que andan entre tinieblas, que torean no sabiendo bien por qué y que están al borde de un ataque de nervios. A todas, las cosas les pasan; no hay más explicación. Sus mujeres son mónadas vitales llenas de energía, pozos profundos, a los que su sobrecarga energética, su misma profundidad no puede darles límites precisos ... son inverosímiles por supuesto.
Piña es el hombre que apuesta por la mujer que se hace y que se ha hecho. Y es la mujer que se hace porque se siente, no porque siente. De ahí que sus diseños vayan cargados de “diseño sentiente”, de ahí que su mujer sea también una mujer patética, llena de pasión, pero una pasión que se canaliza, que se conduce. La mujer de Piña si es, realmente, una heroína, la heroína que se domina, que domina sus pasiones, que se solidifica, que sabe lo que quiere, que madura, que se gusta ...
            Dos estéticas enfrentadas, dentro, sí, de un mismo orbe cultural, con unos muy similares orígenes y unos componentes paralelos. Dos estéticas que se comieron Madrid, la Madrid ya gran urbe que siempre dijo que eran manchegos.

Que aproveche.



[1] Manuel Piña en Pasarela Cibeles. 1985-1990. Catálogo. Madrid. 2003
[2] Desde 1990, Manuel Piña escribió unas memorias a las que dio el título de Y si no hay viento habrá que remar. En esas memorias relata sus angustiosas vicisitudes por conseguir acceder a alguna de las grandes pasarelas del mundo de la Moda. Conseguirlo fue la revelación de su futuro.
[3] FERNÁNDEZ VENTURA, Lourdes: “La moda de España se queda sin aliento” en EL Mundo. 9-10-1994. Sección Cultura.
[4] “A la nueva mujer española”. La tomo de Siembra, nº 192. Noviembre 1994.
[5] Entre otras cosas dice: “Siempre fue el drama. Manuel Piña abusó en su vida de la muerte ... Todo de alguna manera en los últimos años hacía referencia al principio y al final ... Lo que nunca faltó fue la pasión” ... “...y colores puros, blanco, rojo, y sobre todo negro, como muestra de su fuerza ...” –la de la mujer- en NARVÁEZ, Pedro: “Manuel Piña, Otoño-Invierno”. ABC, 9-10-94. p. 119.
[6] GAVÍN, Ana: Manuel Piña. Colección Otoño-Invierno 86-87; texto presentación de la Carpeta con fotografías de Vallhonrat. (Conste aquí mi agradecimiento a la Biblioteca Municipal Lope de Vega, y especialemente a Paqui, quien me posibilitó el conocimiento y la consulta de esta carpeta, en su día cedida por el diseñador).
[7] GALLEGO, M: “Diseño e Industria en la “vida de Manuel Piña”, en Siembra, citada ya, p. 28.

EL ARTE Y LA BIENAL DE VENECIA.




LARA ALMARCEGUI Y PALOMA POLO... 

en LA BIENAL DE VENECIA.

El arte entreverado con las críticas de una bienal que prosigue su marcha. Muchos sospechan que esta filosofía, este formato, este modo de exhibición, es más lastre que acierto. Pero la Bienal de Venecia, ese hito mostrativo que combina el periclito pabellón nacional con la muestra oficial, sigue dando que hablar, es decir, da y hace realidad. Quién no quiere estar en la ola de la ciudad hundida. Quién no quiere ser polémica, debate, centro. Reconocimiento en fin. Bienal exhibidora de arte, de artistas, de curators, de críticos. Ciudad que se exhibe en el contraste de lo actual y lo pasado decadente. Preciso continente áureo en el que engarzar la joya del arte, teniendo en cuenta que el arte hoy es un problema y que la bienal también lo es.

En el PABELLÓN DE ESPAÑA, la artista Lara  Almarcegui. Obra: Materiales de construcción del Pabellón de España. Montañas de escombros que equivalen al material empleado en la construcción del Pabellón español que los contiene, edificio de 1922, obra de Javier Luque. En el fondo una cuestión matemática, de proporciones. Escombros dentro del mismo y en disposición aleatoria (en las disposiciones aleatorias de montoneras, casi siempre se acaba con la formación de montañas, mezcla de concentración y ley de la gravedad).

Una gran montaña en el espacio central y pequeñas montañas en los espacios laterales, como redes nucleares que se extendiesen sobre el plano, en el mapa, configurando la geografía, en el espacio en fin.
Pero la lógica no es matemática en puridad. Estos materiales proceden de una planta de vaciado de Venecia, lo que nos pone ante la excusa artística de “la urbe” y “el descampado”, asuntos en los que ya se había prodigado la autora aragonesa.
Instalación en el CAC Málaga. 2007

Filosofía del Caos, del amojonamiento: alteridad de la urbe legislada. Crítica de la cultura de montoneras que preside la historia de la civilización, porque la crítica no puede reducirse a la civilización occidental. Desde el neolítico la ciudad ha ido configurando el universo soterrado, el desierto o descampado en el entorno, la escombrera o vertedero. ¿Y no sería esta la condición que define al hombre depredador, a las hordas sociales del homo sapiens?
Hay ciertamente una conexión con “los subterráneos”, esa recogida de imágenes que Almarcegui persiguió en los profundos estratos de la ciudad de Madrid para el Centro de Arte 2 de Mayo, donde queda la arqueología profunda, el estrato, la historia de la urbe, pero también su dinámica interna, su visceral funcionamiento, su yo oculto, su extrañada entraña: el trazado paralelo de la ciudad.

Subterráneos. 2012
Pues bien, la montaña es el trazado paralelo del Pabellón de España. Y si el Pabellón resulta el albergue de la obra de arte, la obra de arte es el propio Pabellón, deconstruido (mejor concepto “reducido”), deglutido, asimilado, hecho crítica; puesto por supuesto en la historia de la civilización como un montón más de escombros. Piedras arrancadas a la tierra y puestas con la huella del ser humano al servicio del arte. Solo que esta huella tiene firma: Lara Almarcegui, a más gloria de Venecia.  
El comisariado ha corrido a cargo de Octavio Zaya, curator independiente, escritor y editor. Fue comisario de Documenta Kassel en 2002, y con anterioridad desempeñó similar función en la bienal de Johannesburgo.

En la SECCIÓN OFICIAL, en la que a poco más se olvidan del arte español contemporáneo, Paloma Polo. Obra: The Path of Totality. (2010). 79 imágenes que tienen por motivo las expediciones que las potencias occidentales realizaron a finales del siglo XIX y principios del XX a tierras exóticas, con el fin científico de recopilar datos mediante la observación de eclipses. La muestra de imágenes es más un análisis no exento de crítica de la expansión colonialista occidental.
En el aspecto más estético, estas imágenes rescatan también el carácter escultural y monumental de aquellos observatorios efímeros. Tomados como “arte efímero” hablan y muestran la relación de poder, de subyugación entre colonia e imperio. Ejercicio de apropiación y fuerza para la constitución de la ciencia y el progreso.

Sección oficial. Paloma Polo The path of totality
The path o totality en realidad fue el motivo de Posición aparente, que Paloma Polo presentó en el Museo Reina Sofía, en el proyecto expositivo titulado Fisuras, que abordaba el tema del conocimiento científico y del colonialismo europeo. Sin embargo, como señalaba en su presentación el propio museo: “posición aparente no pretende documentar ni informar, sino que parte más bien de una triple posición: la constatación de un hecho ya conocido, la consciencia de una falta de precisa documentación histórica y la intervención in situ que no desvela una alteración de la realidad, sino una forma de encuadrar nuevas relaciones con el propio entorno y la propia historia”.


El caso es que la obra de Paloma casa bien con las propuestas del comisariado de la bienal, presidido esta vez por Massimiliano Gioni, con el título de “El palacio enciclopédico”. Gioni ha elaborado un proyecto basado en las ideas futuristas que imperaron en los 50 sobre la posibilidad de almacenar el saber de la humanidad en un edificio o espacio singular, en este caso el museo imaginario del artista Marino Auriti.

Abajo: Proyecto de Marino Auriti.
Arriba: Massimiliano Gioni observa el proyecto Auriti.
Experiencias del arte como estas son ya antiguas. Válganos el extraordinario caso de Aby Warburg  y su brutal proyecto del Atlas Mnemosyne. Tremenda pretensión de encerrar toda la creatividad humana en un espacio, en un mastodóntico y útil atlas para los estudiosos de la cultura. Acaso terrible sueño, y monstruoso, que habla más del panteón de la cultura que de su libertad. Es aquí donde acaso casa también la obra de Almarcegui: todo continente de cultura puede reducirse a escombros. O bien, más seriamente, planteemos el hecho de que el arte sea, no solo una relación de poder o el resultado efímero del imperio (¿Bienal de Venecia?), sino  el escombro, como pretende la muestra del Pabellón español.
Ambos discursos artísticos, y la filosofía de la bienal, responden a las pretendidas visiones de los discursos posmodernos. Por eso aún se utiliza el argumentos del colonialismo y neocolonialismo cultural, el imperio de la civilización y el debate de la decosntrucción.

Bienal de Venecia o qué espera el ufano arte cuando se mira al espejo y ve monstruos. Reparto colonial en el que todos quieren estar. Pabellones efímeros. Loor de la ciencia y el arte, compendios del saber humano. Deconstrucción. Miseria. Venecia quiere ser el palacio enciclopédico. ¡Bravo Massimiliano!