GIACOMETTI, el hombre que camina.




POR QUÉ MARCHA EL HOMBRE QUE MARCHA DE GIACOMETTI.

Hombre que camina, en su primera versión, es un bronce del año 1960, un bronce de un escultor ya para entonces consagrado que se llamaba Giacometti, que había contribuido al surrealismo y que había hecho amistad con grandes artistas y con grandes filósofos. Un suizo casi italiano de una formación casi académica, pero artista de no pocas rarezas y manías, obsesionado por representar lo que sus ojos no veían e incapacitado para representar lo que veían. Obsesionado por el dibujo, amarrado a él en un intento de perpetuar la experiencia vívida que es a un tiempo la experiencia primordial de la obra de arte. Ahí es todo.
Por lo demás, espectadores de este bronce escultural, sentimos cómo los dedos del artista han ido macerando sobre el yeso, lo recorren, pellizcan, retuercen y conforman; lo aprehenden en definitiva en ese dechado que va de la materia a la forma. Se deleitan los dedos, no las manos, los dedos, digo, en la materia informe, en la materia donde es imposible representar lo que los ojos ven y donde se ha de representar lo invisible. ¿Representar, decimos representar? No del todo. Mas bien dar origen, hacer realidad, generar porque en rigor tampoco es crear, no, sin duda no es crear.
Va el hombre caminando, largas sus piernas formando un ángulo vacío, sus pies soportados sobre la plataforma que hace las veces del alter de la cabeza, apenas levantando un talón para indicar el sentido de la marcha, la fuerza, en sintonía con la mirada perdida en el horizonte. El gran ángulo del vacío que esta rigidez de piernas deja equivale al ángulo estrecho de su busto, de su talle, de su tronco. (Nada y ser). Sólo los brazos se flexionan en ese sentido de la marcha y se suman a la fuerza del talón y la mirada.
Todo el ímpetu, toda la desmaterialización, todo el juego de estos contrastes lo son en el sentido de la marcha, en el sentido de que lo que en realidad se quiere destacar es que el hombre marcha. La marcha del hombre.
Ese horizonte desarrapado al que dirige la mirada es en realidad una fuga de horizonte, es la fuga del entorno de la gran plaza de Manhattan a la que la escultura iba destinada. Fija la mirada en un punto, agresiva la mirada, con determinación de su desmateria, este hombre avanza dentro de la plaza, avanza hacia afuera de la plaza. En cierto modo este hombre de bronce dialoga con los viandantes y espectadores que por allí transitan. Dialoga no dialogando, en una continua huida en una perpetua ignorancia en un frenesí existencial, escultural. Marcha. Poco después vendría Serra a poner un gran dique, el Tilted Arc de acero en la misma ciudad de NuevaYork (1981).



Y es esto lo que la distingue de otras manifestaciones del marchador escultórico a lo largo de la historia, sea la confianza casi divina del arcaísmo, sea del optimismo vitalista de los inicios del veinte.




















La existencia es marcha. La vida es un continuo dejar, un mudarse, una nada subsistiendo más que la propia existencia. Marchar para ser. Obcecarse en la supervivencia. He aquí una escultura que se encabezona en pervivir sin ser vida, en existir, en estar presente. Por eso marcha. Pero no marcha en el sentido de la fácil lectura del existencialismo sartreano, Sartre, a la sazón amigo de Giacometti, sino en el sentido de que la existencia requiere de la distinción, del frenesí perpetuador. Oponerse a los viandantes que son de carne y hueso. Y empeñarse en mirar a ese horizonte al que se avanza por la fuerza de un deseo, pobre Bataille, pero al que nunca se llegará. La escultura de Giacometti quiere ser algo más que escultura, quiere escapar de su condición de objeto modelado con el nervio de los dedos de un hombre que veía disolverse la realidad, deshacerse, apagarse y que estaba obligado, empeñado, en detenerla. Esto es el tótem, esto es la primordialidad de la obra de arte, su caso generatriz y radicante. Para detenerla había que representarla, dibujarla obsesivamente, sí, copiarla y recrearla en fin, pero también anatematizarla, como le ocurre a este hombre, sin rodillas flexibles, invirtiendo ángulos, oponiendo al plano sobre el que se soporta, la base, a su cabeza segura, fija y meliflua, la fuga, sustentada sobre un apenas de cuello, frágil ser, que da vida al tótem.

Lo sobrerreal, lo primordial y lo existencial se han dado la mano. El exceso se desvela así. El exceso es acaso la materia real de la escultura. Las manías de Giacometti han vuelto a renacer en este hombre que nos ignora. Este hombre marcha porque se marcha, porque quiere irse, quiere irse de la realidad, e irse de la realidad es en cierto modo la existencia, en su excesiva soberanía, un generar y dejar la cáscara de la nada, o combatir la esencia de la nada con pellizcos en la materia.