EL EXPOLIO Y LA RESTAURACIÓN.


Exhibición del Expolio en el Museo del Prado tras su restauración


EL EXPOLIO: Entre la invención del Greco y la restauración del Prado.

No puede haber un cuadro más de moda hoy que el Expolio del Greco, recientemente restaurado, exhibido en el Prado, y desde mediados de Enero, vuelto a su hogar, la Sacristía de la Catedral de Toledo, para su exhibición. El expolio inaugura en cierto modo, junto con las obras para el retablo de Santo Domingo el Antiguo, la versión hispanizada de la pintura del Greco, o lo que es lo mismo, el desprendimiento del italianismo veneciano y romano que trajo consigo. A lo mejor es el cuadro de la madurez y por lo mismo representa como pocos la supuesta comunión espiritual del pintor con la ciudad de Toledo.
Así es que el Expolio puede ser, además, el gran símbolo de este Centenario que conmemora la muerte del Greco, acaecida en 1614, y que la Junta de Comunidades de Castilla- La Mancha pregona a bombo y platillo, con más finalidad turística que cultural, porque la pintura del cretense transmutará en peajes a la capital castellano-manchega.
            Y es verdad que este cuadro ha sido siempre punto señero, obra esencial en el quehacer del cretense, al menos para la historiografía y crítica consabida y consagrada. Cabría la posibilidad de buscar en él las claves de una nueva actitud hacia el arte de la pintura, conflagración de Toledo y el hombre llamado Domenico, el extranjero. O lo que es igual, ser el origen de la pintura española, nada menos que del arte español. Pudiera ser … y sin embargo, puestos a buscar, transcurre la historia del Expolio, sus secretos, con inesperada suavidad; esto es, asistimos a una pintura nada convulsa y de valores bien establecidos, como la restauración reciente ha constatado … El fuego del Expolio queda pues dentro del espíritu de aquel hombre que vino a buscar la vida en las Españas.




Don Manuel Bartolomé Cossio al respecto.

Buscaba don Manuel,  por su parte, la relación entre las últimas creaciones italianas del cretense y las primeras españolas, y la halló en Despojo de las vestiduras de Cristo sobre el Calvario, el conocido Expolio. que el pintor realizó para el altar mayor de la Sacristía de la Catedral de Toledo. En efecto, el cuadro porta, según el historiador, los avatares de la españolidad de la pintura del Greco: “concentración del asunto, intimismo, actualidad acentuada, gama fría, anticipaciones de los problemas de luz y colorido” [Manuel B. COSSIO: El Greco. Cap. V]
En efecto, los elementos representados se concentran “… ya no aparecen mas que un solo apretado montón de rudas cabezas, con pasmosa individualidad, de  rasgos duros y aspecto sombrío que, y que coronada de lanzas y de alabardas, sirven de oscuro e inmediato fondo al claro, piadoso y celestial semblante de Cristo”.  Sea que ve el crítico en este rostro claro e iluminado del Cristo, en su ropaje rojo inmoderado, en su figura en fin, la causa de la tan celebrada unidad del cuadro. La españolidad pictórica llama a la puerta, también según Cossío, en el realismo de las figuras, en la enérgica emoción contenida en esos cuerpos, en el intimismo brutal que pone al Greco lejos, muy lejos del Tintoretto, del “venecianismo” grandilocuente, aireado y cálido. Los tonos fríos, de luna, frente a los dorados, contra el resplandor áureo y solar, ayudan en este proyecto españolizador. La luz es fría, por supuesto, y los colores se bañan en esta frialdad. Actitud que anuncia según Cossío el hacer de Velázquez. Es lo que corresponde al hondo dramatismo de lo hispano que el Greco mama en Toledo, peculiaridad –dirá Don Manuel- del Greco español ¡Qué otra cosa viene a decirnos ahora el crítico de arte Don Francisco Calvo Serraller! [La invención del Arte español. Ed. Debate.] Esto de la pintura española es una invención, una quimera, un poner nación a lo que es tan universal como individual: el arte. Bien está.

El Expolio  tras la restauración.

Lo que no deja duda alguna sin embargo, es que El Greco no dudó, no dudó en absoluto, por lo menos, a la hora de ponerle la mano encima al Espolio; así lo demuestran los estudios pertinentes y la labor restauradora llevada a cabo en el Museo del Prado desde el pasado año.

Radiografía
Reflectografía infrarroja

Breve sobre el estudio y la restauración del Expolio en los talleres del Prado.

La intervención de Rafael Alonso, restaurador del Museo del Prado, ha consistido en la consolidación de los pequeños levantamientos en la parte inferior de la tela, así como en la rehabilitación cromática que ha deparado un mayor contraste en el juego de luces y sombras. En rigor, la intervención, y los estudios previos, la radiografía y la espectrografía infrarroja realizadas, no han arrojado sorpresas llamativas sobre el resultado final de la obra que conocemos. Bien es verdad que hay asuntos que podrían causar asombro, sea el exceso de brillo, en especial en los negros de sombra, que contrasta con la impresión que el espectador habitual tenía de la tela. El negro es ahora resbaladizo, más visual que táctil, más interviniente, menos discreto. Se nos hace difícil compartir por lo tanto esa visión un tanto beatífica de la intervención del Prado que redunda en el beneficio conseguido, la recuperación del equilibrio de luces y sombras, o en la mejora de las relaciones cromáticas y espaciales, en fin, en lo que denominan “visión global” de la obra, acaso concepto heredado del propio Cossío. Es verdad que el contraste, la limpieza, inciden más sobre lo que ya venía llamando la atención, el manto púrpura del Cristo en el centro, acusado por la carga de brillos y la riqueza de sus matices. Digamos que es muy meritoria la limpieza de los fondos, eso sí.

La radiografía revela la existencia y la importancia de la tela de rombos, tejido de mantelillos para ropa de mesa que fue muy común entre los pintores venecianos, tal vez porque permite el untado de la materia en su forma más táctil, sentiente, que va del pincel a la mano: un sentir más la tela que contrasta con la manera de proceder en la restauración, donde estos matices táctiles pierden. Por lo demás, dicho estudio muestra que no hubo cambios sustanciales respecto de la materializada idea primigenia. A lo sumo, algunas rectificaciones entorno a la figura de Cristo, en el brazo izquierdo, o en la largura de su túnica. Igualmente en el brazo derecho del sayón que lo lleva atado se denotan correcciones, así como un pequeño acortamiento del madero.
Está claro que uno de los intereses del Greco, en el avance de la obra, era aligerar y airear espacios en los apoyos del Cristo, darle aire, flotabilidad, ligereza y evitarle así la opresión en su base: toque de tierra y proporcionalidad respecto del cuello y el rostro.

La reflectografía por su parte visualiza el procedimiento del dibujo, entre otras cosas porque permite el seguimiento de las capas de pintura más superficiales. Y  es que la construcción de las figuras se lleva a cabo a partir de manchas de esbozado. Un esbozo general hecho con el pincel y pigmento muy diluido, al que se suman y superponen, limitan toques posteriores, precisando, concretando, moldeando y rectificando de manera sutil el trazo originario. Tal predisposición, insistimos, indica una técnica táctil, de intervenciones breves, y sobre seguro, cuya pretensión es perfilar. Es verdad que el esbozado se mantiene en los personajes del fondo y que un especial esmero se detecta en las aplicaciones sobre la cabeza de Cristo. No menos que en el meticuloso hacer del drapeado, del rojo intenso, auténtico dinamizador plástico de la obra que se resuelve como una voraz insistencia, delicada insistencia eso sí, sobre transparencias y brillos, apliques de claros y oscuros.
Pero no todo es remarque sensible, es decir, no todo es esbozado. A veces las pinceladas se entrecruzan, y otras se difuminan explícitamente “con atrevidos golpes de color” –rezaban los paneles informativos que acompañaron la exhibición del Expolio en el Museo del Prado- y que concluían de esta manera la nota sobre la reflectografía de infrarrojos: “la contundencia de los toques de pincel muestra a un artista que funde en cada movimiento el dominio del dibujo y del color”. No cabe duda, pero no debemos dejarnos engañar por la técnica de la reflectografía, los toques son de color, de puro color, que sólo en el rostro central no eluden el “dibujismo”. Es evidente que estos toques están pensando también en la expresión, en la extroversión de semblantes y gestos.
De ahí que los infrarrojos muestren una mayor calidad en el tratamiento singularizador de caras que no se hallan luego en el resultado final: el color, la complementariedad y el contraste de luz y sombra buscan la expresión. Demuestra la elisión del dibujo, perdido entre sombras y tierras.
No es de menor interés la “parte oscura” acusada por la radiografía, en una suerte de óvalo que toma el tercio superior del cuadro, como un negro aura entorno de la cabeza de Cristo; proceso de descongestión del gesto del apresado, elidido así de competidores espaciales y cromáticos, sin necesidad de renunciar al carácter opresivo general del espacio, la claridad del rostro de Cristo, pues, como aventuró Cossío, no es tanto la expresión de la claridad como la desertización de su entorno luminiscente.




Sobre la restauración del Expolio.

Por lo demás, no cabe duda de que estamos ante una de las grandes obras del arte hecho en España.

A TRAVÉS del Otoño, Isabel Villalta ....





ISABEL VILLALTA.

A través del otoño.

Ediciones Vitrubio. Madrid. 2013.


            La "transversión" del tópico.

El Otoño ha sido sin duda uno de los grandes temas poéticos, un gran tópico a fin de cuentas. Más que metáfora, el lugar de encuentro en la metáfora, continente en que saborear las mieles de las trascendencias e inmanencias, del sujeto y de las cosas. El tópico rezuma ya en las obras poéticas más arcaicas, es metáfora abusiva, exagerada, hipérbole de la vida. Predispuesta siempre al servicio de los poetas que cantan la vejez, el tiempo en que recoger la cosecha, la decadencia y el ocaso, la preparación del invierno frío y letal, del anuncio de la muerte en fin. Hemos hablado del otoño de las civilizaciones, de la vida, de nuestro propio otoño y del otoño de cualquier cosa, como si la estación fuese nada más un vestido con el que se definen las cosas y los sentimientos.
Decadentismos, es decir, todo movimiento consciente de su decadencia que ama el arte por el arte, modernismos, o todos aquellos que salvada la finitud relativa se entregan a la belleza del lenguaje, toda suerte de pesimismos barrocos o no, que se enfrentan con la vida como un mal pasaje, han paladeado de la metáfora, pero también el vitalismo excelso, consciente de la energía finita del ser, ha cantado lo inevitable del otoñarse.  Tras del Otoño poético late ya la idea del universo mudable y en consecuencia de la finitud, y de la muerte. Ha sido el salir a luz del radical temple de la melancolía. El Otoño en este sentido tiene su alteridad, su complemento si acaso; es la primavera, y por esto existe también una primavera poética.
Sin embargo hay algo singular en el Otoño de este A través del Otoño de Isabel Villalta, libro de poemas y de poetisa que se siente radicalmente mujer. Su Otoño es un otoño doméstico, un otoño esperanzado que consciente de un largo pasado, de un acotado futuro, saborea los frutos de la vida, los ensalza, aglutina y convoca ante el presente vívido, el ahora. Hay algo, mucho del horaciano “Carpe diem” en estos versos, en su latencia. Asistimos, sí, a una cosecha de la felicidad, moderada, hecha hogar; se trata de un carpe diem controlado, cuyo protagonista es un temple melancólico que saca a luz el carácter esperanzador y alegre del día a día, la animosa ligereza de lo cotidiano a pesar de lo fatal del tiempo o de las vicisitudes.
A veces resulta inevitable que las metáforas, las grandes metáforas, cobren personalidad, se dejen impregnar del usuario. El Otoño de Isabel Villalta es un otoño blando, doméstico, cargado de sensibilidad, esperanzado y melancólico a un tiempo, pero prieto de acontecimientos con sabor, con olor, con tacto. Todo recuerdo, es, incluso, una posibilidad de futuro. El Otoño de este libro, siguiendo el tópico, huele a estación de cosecha de frutos, de presentes dorados membrillos, de abigarrados mostos: recogida de la juventud de la vida que se manifiesta en el amor maduro, en el amor de madre, de esposa, de poetisa hija del ecúmene más próximo.

El "a través".

¿Qué puede importarnos entonces el Otoño? Es más, es que el Otoño no importa en este poemario, lo que importa en realidad es el “a través”, esta tremenda, hilarante locución preposicional que abre el título del libro. Locución que vive también de su ambigüedad, de los plurales caminos transitables que porta. Podríamos traducir “por donde el otoño”, como diciendo allá por donde éste va. O “atravesando el otoño mismo”, como la luz atraviesa el vidrio, trascendiéndolo. Podría ser también “el través”, el otro lado, la otra perspectiva desde la que contemplar la estación. Podría ser incluso, “el envés” o la dimensión no perceptible del mismo.
El poema “Reflexión”, en la tercera parte del poemario titulada “Serenidad”, es indicativo de lo que decimos. Sus contrastes, las oposiciones presentes, describen un otoño bifronte, como si el “a través de otoño” fuese labor de dicotomía y contradicción con la que conformar la historia o la biografía. Porque al final, aquí late una historia, una biografía.


         Sensibilidad. Cotidianidad. Alteridad.

          Desde luego, lo que sí nos vale para entender este Otoño, es arroparnos con la piel de Isabel Villalta, la poetisa, arroparnos con su sensibilidad epidérmica, rigurosamente hablando, porque son los sentidos los que sienten este otoño, los sentidos y la sensibilidad, a fin de cuentas verdadera condición del a través. Las notas de sentido, sentimiento, sensibilidad son clave en esta interpretación. En un poema titulado “Lluvia de Octubre”, incluido en la primera parte del libro “Rachas Chasquidos”, habla la poetisa de “tazones humeantes”, de “lecturas más tiernas”, de la imposibilidad ya de “los eróticos excesos”, de “el ardor de ahora mismo”, de la “pureza” o de la “añoranza” como sentires, sentimientos sentidos. El mundo penetra por la piel, por lo sentiente. El mundo se hace chasquidos, señas que arrebatan, que toman el cuerpo, explosiones de fuego que abren el intelecto tras sentirlos y saborearlos.
En esta conexión mundana cobra especial relevancia el contacto con los otros, el contacto humano como una exigencia cuya máxima expresión es la cercanía sentida de la familia, continente de recuerdos y de promesas y frutero en que se almacenan las cosechas que disfrutar ahora-mañana. Los recuerdos son en efecto los frutos dorados, la cosecha, pero al mismo tiempo, y esto es lo peculiar, es semilla promisoria. La conexión humana es promesa. Así acontece en “Inquietud”, poema de la tercera parte, “Fin de otoño”: Qué ilusión el teléfono, corríamos los dos …/(…)/ y esperábamos también/al cartero, pero ya no hay costumbre …/ (…)/Nos acordábamos/del correo electrónico/ y los dos ensayábamos … Muchas veces, esta promesa del contacto, se expresa mediante citas poéticas, sean las de Neruda, que no son extrañas en la primera parte del poemario, transmutando así la poesía en cotidianeidad.
Es verdad, lo cotidiano cobra por lo tanto especial relieve en esta poesía, y da una nueva proyección a la materia poética. Casi todos los poemas están basados en esta aplicación de la sensibilidad sobre lo cotidiano, lo vivido a diario que es a fin de cuentas lo verdaderamente amado. Fruto de frutos, de manera que llega a hacerse símbolo, señal y metáfora. En “tensión”, de “Rachas Chasquidos”, dice: 15 de tensión sigue siendo/una cota de riesgo. /Desayuno con leche desnatada/y tostada integral/con mantequilla baja en calorías/(…) El lenguaje coloquial viene a complementar el lenguaje profundo de los sentimientos y de las sensibilidades, acaso otro secreto de este poemario para domesticar el otoño o hallar su través.
En fin, me atrevería a decir que para capturar este “a través”, existe un ideario elaborado por la poetisa, una filosofía de la acción poética en A través del Otoño que delimita la presencia real de dos otoños conviviendo y oponiéndose, enriqueciéndose mutuamente mediante la dialéctica de amor y guerra: el otoño de la plenitud y el otoño del miedo. Ambos configuran un otoño diacrónico, historiado, como ya hemos señalado, “autobiografiado”, en el que vemos avanzar la vida sentiente de la poetisa desde las agonías estivales hasta las muertes del invierno: “Racha Chasquidos”; “Remanso”; “Serenidad”; “Fin de Otoño”; “Invierno y Caos”; son las partes en que el poemario se divide, avance incólume del tiempo, que es a fin de cuentas lo que queda, colgando de su sino, eso sí, el gozo presente y la promesa de mañanas.
Tenemos pues ese otoño promisorio, de la plenitud, estación de la recogida del fruto, que es, aunque duro, cándido, que posibilita el retorno de la magia, que hace del Otoño primavera.
 Y tenemos su alteridad en ese otro que anuncia la decadencia de los colores o la primavera gris de la noche de niebla. El anunciante del invierno que paraliza las sensaciones o de la ausencia del amado, o la enfermedad.