EL TALLER DE ZURBARÁN, DE JUAN SÁNCHEZ.



Exposición de Pintura, Grabado y Escultura. El taller de Zurbarán de JUAN SÁNCHEZ.
Museo del Queso de Manzanares. Nov-Dic 2016


 Las posibilidades del regreso.

Fugas, ciertamente abandonos, escapatorias, aperturas, indicaciones. Un vis a vis con los grandes del Arte despliega y agranda el abanico de la creación: fugas, posibilidades. La línea  de la sucesión temporal no supone, en efecto, la certificación evolutiva, progresiva, ni de las formas, ni de los contenidos, ni de las mentalidades. Esa línea del tiempo, esa sucesión de estilos de que habla la Historia del Arte, las categorías históricas y estéticas que le son pertinentes y con las que se domestica la actualización creativa, no son sino una oportunidad de revertir, de volver sobre el pasado, de interpretar, reinterpretar, y por supuesto, de subvertir, transmutar cuanto ha quedado en la memoria cultural. Es el presente, con sus inquietudes y necesidades el que marcha sobre el pasado para reconfigurar el reto de la creación, acto que es al tiempo un homenaje y una provocación.
¿Dónde radica pues el poder creador, hermeneuta y transformador, transmutador del regreso a las propuestas estéticas de Zurbarán? Ha sido esta la gran aventura en los tres últimos años del artista plástico Juan Sánchez. Hombre del ahora, sugestionado por la obra del pintor extremeño, descubre que volver a Zurbarán es volver sobre las propuestas artísticas del Siglo XVII, y por abundar en las categorías, del Barroco, y del Siglo de Oro español, no sin problemas y sin cuestionamientos. ¿Qué hay, qué esconden estos desfiles de santos y santas, de monjes reconcentrados, de Cristos harto humanos, de bodegones taimados y trampantojos? ¿Qué hay tras de la luz? Tras de la composición, las calidades y texturas, tras del gesto, tras de la intencionada expresión del sentimiento. En esta suerte de preguntas, más allá de cuanto pueda decir la Historia, o la Estética, quedan nada más el pintor frente al pintor, el hombre frente al hombre, el sentiente frente al sentiente, con sus cegueras y prejuicios, determinaciones y voluntades.
Al convertir Juan Sánchez su taller en el taller de Zurbarán, lima, come, expurga las cerrazones de las categorías histórico artísticas, como si fuesen postizos que ayudan nada más a escalar una realidad refractaria e incompleta, la de la obra de este hombre singular que vivió durante gran parte del Siglo XVII. Pretendemos ir a la caza del enigma de Zurbarán, ese enigma que nos sugestiona, y caemos en un extraño pozo, carente de escala del que sólo queda fugarse, salirse por la tangente; se supone que por la tangente de nuestra propia necesidad. Al fin y al cabo, uno viene a Zurbarán para conocerse a sí mismo –ha  tenido que pensar el artista manchego-, y en esta presuposición, intuimos cuánto le queda por aprender al crítico y al historiador.


Pero la capacidad sugestionadora del Barroco, del estilo barroco es algo relativamente reciente. El gran fogonazo se dio a fines del Siglo XIX, cuando la herramienta de la comprensión histórica, personalizada en algunos críticos, cayó sobre aquel arte considerado de mal gusto por la Ilustración, aquel descomedido desastre de irracionalidades del que apenas se salvaban contados maestros. Ocurre sin embargo que este barroquismo, en su explayarse en la forma, en su exagerado formalismo (al menos así se quiso ver), demostraba ser más un arte por el arte, un ejercicio de salud creativa allende la norma limitante. En esa corriente de expresión del estilo, de la línea, de la formalidad, Wölfflin sacó adelante el análisis de la disparidad entre Renacimiento y Barroco, buscando un sentido a este último en la terna de luz,  masa y movimiento, o lo que es igual, oponiéndolo al equilibrio que buscara el arte de los inicios del XVI. Los conceptos fundamentales del Arte, obra esencial del historiador, vendría a corroborar, desde el punto de vista del pensamiento histórico y estético, esa sugestiva ley del cambio, de la evolución de las formas y de las necesidades expresivas. Más impertinente y más conciso si cabe iba a ser Eugenio d´Ors, el filósofo y crítico español que certificaría la constante de “lo barroco” como una exageración de tendencia irracional necesaria a toda obra, a todo estilo, a todo movimiento artístico. Al Arte en general, que necesita vivir de esta dicotomía, apolínea al tiempo que dionisíaca, actitud bifronte imposible de arrancar del hombre creador. Estaríamos no tanto ante una categoría  o un momento histórico, como ante un “eón”, un trascendental y absoluto insalvable a toda manifestación de la cultura humana, “lo barroco”.
Era evidente que tenía que coincidir el reclamo del Barroco, con la expresión de la libertad creativa de la Vanguardia y la crisis de la Academia, esto es, con la subversión, con la búsqueda, con la fuga.
Y después de aquella fiebre, después de la transmutación supuesta, después del abracadabra del estilo barroco ya no como una degradación, sino como una expresión sustancial de las necesidades humanas, ¿qué lleva a un artista a sumergirse en el barroquismo formal? Después de la deconstrucción, de la inspiración, ¿qué guía los ojos de Juan Sánchez, que lo ha probado todo o casi todo, para obsesionarse con Zurbarán, la imaginería, el Barroco? No es ya la expresión de la pura creatividad, como desearan los alocados vanguardistas que reclamaron la naturaleza proteica de Góngora, no es la liberada expresión que hechizara a los surrealistas, no es el arte por el arte, no es la forma… no es …
Ni tampoco es una expresión más de las últimas tendencias de neobarroquismos, banales, superficiales, retóricos sin retórica.


Juan Sánchez mantiene en cierto modo esta conexión con la Vanguardia, de hecho se inauguró como un furibundo vanguardista entregado a la no figuración, a la abstracción, a la “esencialización” formal de la obra pictórica y escultórica. Sus primeros grandes cuadros serios, sus estelas escultóricas por caso, demuestran, rebelan la huida figurativa, o en su caso la difícil y luego armónica convivencia de ambas tendencias. Y sin embargo, con el tiempo, Juan ha ido reabsorbiendo la figuración y el dramatismo de lo real; no lo real por sí mismo, sino lo que de dramático tiene, de tal manera que ha caído rendido ante la figura, el dibujo, la línea. Si en su juventud hubiese tomado el quehacer de Zurbarán para enfrentarse con él, hubiese sido para sacarle tintes formales, conquistas de pintura pura, abstracta, formas sustanciales y constructivas. Si a Zurbarán ha ido ahora ha sido para regodearse en ese dramatismo que sólo  los grandes pueden hacer real, así como en el rico perfil insinuante de sus figuras. Sánchez ha ido a buscarse a sí mismo en la pintura de Zurbarán y se ha sentido anonadado al asomarse a su propio abismo. Ahora más figurativo, ataca el barroco desde las técnicas que más le inquietan, la pintura, la escultura y el grabado. Analiza, disecciona, y halla en Zurbarán, desde tres perspectivas distintas y no siempre concomitantes. Juan se ha desdoblado, triplicado para dialogar con la intensidad monumental de la pintura de Zurbarán. Este es el hecho bruto, fundamental del supuesto taller de Zurbarán  y de su existencia. 





Una teoría para Zurbarán.

Zurbarán es el pintor de la intensión, de la reconcentración. Cada una de sus obras es un monumento, un soliloquio, un perpetuo zozobrar en la experiencia sentimental. La fuerza y densidad de sus figuras es tal que el personaje representado se hunde y abisma en sí mismo. En esta monumentalidad reconcentrada hay ya mucho de la búsqueda escultórica de Juan Sánchez. El santo, la santa, la divinidad representada, ha sido despojado de cuanto podríamos considerar superfluo y se ha quedado en el monumento que es, en el icono, el icono dramático de lo real que pretende ser, no un icono mayestático y trascendente, sino en el acicate tangible de una experiencia profunda, al tiempo que incompleta. En efecto, la expresión reconcentrada de la imagen se ofrece como una alteridad que nunca logrará completar el espectador, evita la figura, elide cualquier comprensión, cualquier empatía, y deja en el contemplador, acaso orante o persona que busca el modelo de su actitud vital, una extraña  sensación de imposibilidad, de necesidad de hallarse pendiente del icono, buscándole un último sentido que nunca llega.
Si acaso, esto es lo barroco de Zurbarán, y no el manierismo, ni la formalidad. Ni mucho menos el uso de luces y sombras por más que las fuentes tenebristas y claroscuristas estén probadas. Zurbarán usa la luz para aislar e individualizar el elemento. El dramatismo no está en el ejercicio lumínico, sino en la expresión que la luz puede encubrir o descubrir. Por lo mismo no necesita Zurbarán el paisaje, ni el entorno, ni el espacio, ni una buena anatomía. Le basta la figura en su materialidad neta. Aquí radica la supresión de cualquier paralelismo místico entre El Greco y Zurbarán, como señala Dalí en su preferencia, Zurbarán es el solar hispano, la materia tangible, vecina, respirada. O lo que es aún más radical, la experiencia cercana, frente a la evanescencia espiritual del cretense, de un alteridad, de un icono que hace resistencia y en cuya resistencia descansa toda la magia y sugestión.
Puestos en estas “probatinas”, sólo este “artificio natural” aproxima Zurbarán a lo barroco, por lo demás, ¿hasta qué extremo, diremos que Zurbarán se ajusta a las categorías del Barroco?



La contundencia clásica de "lo barroco".

            No está de más, por lo tanto, sacarle a lo barroco, ciertos colores de clasicismo. En la expresión de esa locura que todos portamos, cabe  encontrar la racionalidad que también nos constituye. En ese peso, en ese poso, todo es clásico.
Por eso, o por esto quizás, atisbo un principio de clasicismo en las últimas obras en que Juan parafrasea a Zurbarán. Juan reduce el supuesto barroquismo de Zurbarán y le extrae sus últimas esencias. Juan ama la voluptuosidad de lo profundo, es a lo que aspira su fina sensibilidad; y en este sentido su aspiración recuerda mucho a la definición de "clásico" aventurada por el padre de la Historia del Arte, Winckelmann, quien también regresó al pasado en busca de la esencia del Arte: “Así como las profundidades del mar permanecen siempre en calma, por muy furiosa que la superficie pueda estar …”. La noble sencillez, la serena grandeza, ha sido encontrada de nuevo. Como aquel insigne alemán, Juan Sánchez ha ido a buscar su propia sensibilidad en el barroco, y más acá del barroco, en Zurbarán. Se ha revelado entonces un clásico.



            De otro lado, el gran misterio de Zurbarán queda irredento, en espera, aún bajo el manto soberano de las categorías del Barroco y de la Historia del Arte.

CERVANTES. EL PRESENTE INTELECTUAL Y OTRO CENTENARIO.





DE LA JAMÁS CONTADA Y NUNCA VISTA ACTUALIDAD DEL IV CENTENARIO.


¿Cuál sería el mejor homenaje que cabría hacer de Cervantes, del hombre que fue, escritor enorme de quien conmemoramos el Cuarto Centenario de su muerte? No ha de ser desde luego el simple reconocimiento, y flaco favor ceñirse al tópico de rememorar al más grande autor en Lengua Castellana de todos los tiempos. Después de todo, reconocimiento y "rememoración" son nada más re-iteraciones de efemérides. Y es que, ¿no hemos de exigir a un Centenario de estas características algo más? Se siente ya, a la par de cierto empacho de idearios, la necesidad de tomar novedosas perspectivas desde las que columbrar la colosal figura del homenajeado.



A día de hoy, al menos en el ferviente debate literario e intelectual, estamos obligados a cuestionar qué supone la obra de Cervantes y qué retos propone al Siglo que nos ha tocado vivir. En este sentido –sentido en el que aquí se propone- acaso el mejor homenaje sea el de reintegrar por fin a don Miguel en la tradición filosófica y estética española, un asunto que, de Perogrullo, ha quedado incompleto en el limbo de nuestra hermenéutica, o en los márgenes de una crítica exigente a lo largo de generaciones. 
Muchos grandes de las letras y del pensamiento español intentaron esa reintegración con más o menos fortuna. Menéndez Pelayo y Varela, Ortega y Gasset y Unamuno, Américo Castro, Julián Marías y un largo etcétera. Cervantes, la figura extraña e interrogante, aún resiste, hermético e impermeable a toda interpretación, como ha señalado García Berrio, en perenne desafío de aquellos intentos y en perpetua denuncia de lo incompleto de cualquier labor hermenéutica para con su obra. Es como si el "encasillamiento" del gran escritor resultase poco menos que imposible, y que esta razón fuese, a fin de cuentas, la que contribuye al reconocimiento y memoria de su grandeza.
En efecto, es este un asunto que a todos interesa, el de la ingente, interrogadora imagen de Cervantes alzándose sobre la planicie del paisaje cultural español, cual incorregible reducción, indomesticable figura.

¿Estamos preparados para demandar nuevas cosas del genio, a los grandes críticos y estudiosos, a los centenarios y efemérides precedentes? Por lo pronto, ¿no tocaría a este nuestro Centenario empequeñecer la figura del escritor, hacerla más humana para contemplarla en detalle, en análisis, en deconstrucción? Y no decimos “humana” en el sentido biográfico y vital, que bien está, sino humana en el sentido literario, de la historia de la literatura, en su trasfondo estético, así como de la historia del pensamiento escrito en español. Cervantes tiene que despojarse del sambenito de monstruo indomesticable e irreductible con que lo revistiera la crítica de época romántica, ha de arrojar de sí la tesis de la singularidad y especialísima condición de su escritura, tal cual expresó Julián Marías al afirmar aquello de su desvinculación de la realidad patria y de la condición extraordinaria de su biografía. Lo que estas interpretaciones han hecho, no ha sido otra cosa que dejarnos un Cervantes fuera de contexto, gerifalte en el margen de toda cultura, al margen, y marginal por lo tanto. Ortega lo vio con cierta claridad y con no poca inocencia cuando aceptó, no el quijotismo de Cervantes, trasunto en que pone sus bases gran parte de la crítica actual, sino el "cervantismo" de su obra como paradigma de un auténtico pensamiento español, vamos, de una filosofía española, reunión escorzada de razón y de vida, que habría de continuar hasta la fecha por los derroteros no sólo del "raciovitalismo" orteguiano,  sino de la "inteligencia sentiente" de Zubiri o de la "razón poética" de María Zambrano. Esta es la condición del rescate que ha de acometerse de un “Cervantes filósofo”, o con una filosofía de la vida que ha pasado de puntillas, tal vez ensombrecida por la superficialidad que quiso dar a su obra una parte de la crítica desde los tiempos de don Marcelino Menéndez Pelayo, o que cultivó con su habitual aspereza Unamuno, para quien Cervantes fue un mediocre escritor conocido únicamente por la grandeza inusitada de su personaje don Quijote.
En realidad, todas estas tesis son el resultado de la idea de singularidad de un autor divorciado de la tradición, aislado en su obra, única y genial, roto de una época y de un contexto, abducido de la cultura que le dio ser, y a la que tanto contribuyó sin embargo. Y son, curiosamente, resultado de las conquistas de otros centenarios, no del nuestro.
Desde luego que ha habido colosales intentos integradores, el esfuerzo de Américo Castro en este sentido ha de ser alabado, porque puso a Cervantes en el orbe del tiempo, en una aspiración total de cultura hispana, por ejemplo al relacionarlo con el estoicismo, entrañando en el manco a otro grande hispano, Séneca, o poniendo al autor del Quijote ante la tesitura de las ideas del erasmismo renacentista. Sin embargo, las tesis de Américo van encaminadas a lo mismo, esto es, poner a Cervantes en el "tópos" de lo singular y extraordinario, poner en definitiva océano en derredor de la isla y demasiada divinidad en el hombre.



El tema del IV Centenario, el tema serio, habría de ser, pues, dar a Cervantes un lugar, el lugar de la cultura de su tiempo, y su espacio. Y más incluso que la cultura, la estética, la estética del Siglo de Oro español.
Estamos obligados a hacer fuerza en dos direcciones. De un lado para traerlo más acá y reconocer el débito y mérito de su influencia en los grandes pensadores españoles mencionados, por ejemplo. Pero también, de otro, para ponerlo vis a vis con la estética de solar hispano que se estaba fraguando desde los inicios del Siglo XVI. Merece la pena sacar del tópico también, para prestarle más atención, a ese Siglo de Oro literario y artístico de profundas convicciones, en el que se pergeña la recreación realista de lo clásico y su transmutación, un asunto que tan bien retratara el propio Cervantes cuando en el Capítulo 58 de la Segunda Parte del Quijote, describe la "bucólica contrahecha" en abierta crítica de la nostalgia ingenua de La Galatea. O por otro lado, en la separación forzada de lo real e ideal que viven aquellos tiempos, brecha que se abre no sólo en el Quijote, sino, también, en la convivencia del retrato con el rompimiento de gloria de un cuadro como el Entierro del Conde de Orgaz, de Greco. Buscará la sutura el conceptismo y aún el culteranismo, acontecimientos por los que Las Meninas o la Fábula de Aracne, de Velázquez (cuadro dentro del cuadro) son, como el Quijote en su Segunda Parte (novela dentro de la novela), mero juego de conceptos, de cruces y fugas, como fuga es la lírica gongorina de Soledades.

            Se hace por lo tanto urgente, necesario, el estudio profundo, magmático, de la estética del siglo áureo, tanto como la corroboración de lo que Cervantes ha aportado a la cultura desde entonces hasta nuestros días, y en especial, en el pensamiento español. Este ha de ser en rigor el asunto de nuestro Centenario. Tal vez nos llevásemos la sorpresa que España necesita, la de la creencia en sí misma, en su pensamiento infuso de sólidos valores, al margen y en compleción de corrientes universales tan valoradas como el idealismo y el empirismo, o la posmodernidad. Labor aún por hacer y en la que Cervantes se enerva, efectivamente desde el llano manchego, como una grande interrogación.