DE LA JAMÁS
CONTADA Y NUNCA VISTA ACTUALIDAD DEL IV CENTENARIO.
¿Cuál sería el mejor homenaje que cabría hacer de
Cervantes, del hombre que fue, escritor enorme de quien conmemoramos el Cuarto Centenario de su muerte? No ha de
ser desde luego el simple reconocimiento, y flaco favor ceñirse al tópico de rememorar
al más grande autor en Lengua Castellana de todos los tiempos. Después de todo,
reconocimiento y "rememoración" son nada más re-iteraciones de efemérides. Y es
que, ¿no hemos de exigir a un Centenario de estas características algo más? Se
siente ya, a la par de cierto empacho de idearios, la necesidad de tomar novedosas
perspectivas desde las que columbrar la colosal figura del homenajeado.
A día de hoy, al menos en el ferviente debate literario e
intelectual, estamos obligados a cuestionar qué supone la obra de Cervantes y
qué retos propone al Siglo que nos ha tocado vivir. En este sentido –sentido en
el que aquí se propone- acaso el mejor homenaje sea el de reintegrar por fin a
don Miguel en la tradición filosófica y estética española, un asunto que, de
Perogrullo, ha quedado incompleto en el limbo de nuestra hermenéutica, o en los
márgenes de una crítica exigente a lo largo de generaciones.
Muchos
grandes de las letras y del pensamiento español intentaron esa reintegración
con más o menos fortuna. Menéndez Pelayo y Varela, Ortega y Gasset y Unamuno,
Américo Castro, Julián Marías y un largo etcétera. Cervantes, la figura extraña
e interrogante, aún resiste, hermético e impermeable a toda interpretación, como
ha señalado García Berrio, en perenne desafío de aquellos intentos y en
perpetua denuncia de lo incompleto de cualquier labor hermenéutica para con su
obra. Es como si el "encasillamiento" del gran escritor resultase
poco menos que imposible, y que esta razón fuese, a fin de cuentas, la que
contribuye al reconocimiento y memoria de su grandeza.
En
efecto, es este un asunto que a todos interesa, el de la ingente, interrogadora
imagen de Cervantes alzándose sobre la planicie del paisaje cultural español, cual
incorregible reducción, indomesticable figura.
¿Estamos preparados para demandar nuevas cosas del genio,
a los grandes críticos y estudiosos, a los centenarios y efemérides
precedentes? Por lo pronto, ¿no tocaría a este nuestro Centenario empequeñecer
la figura del escritor, hacerla más humana para contemplarla en detalle, en
análisis, en deconstrucción? Y no decimos “humana” en el sentido biográfico y
vital, que bien está, sino humana en el sentido literario, de la historia de la
literatura, en su trasfondo estético, así como de la historia del pensamiento escrito
en español. Cervantes tiene que despojarse del sambenito de monstruo
indomesticable e irreductible con que lo revistiera la crítica de época
romántica, ha de arrojar de sí la tesis de la singularidad y especialísima
condición de su escritura, tal cual expresó Julián Marías al afirmar aquello de
su desvinculación de la realidad patria y de la condición extraordinaria de su
biografía. Lo que estas interpretaciones han hecho, no ha sido otra cosa que
dejarnos un Cervantes fuera de contexto, gerifalte en el margen de toda
cultura, al margen, y marginal por lo tanto. Ortega lo vio con cierta claridad
y con no poca inocencia cuando aceptó, no el quijotismo de Cervantes, trasunto
en que pone sus bases gran parte de la crítica actual, sino el
"cervantismo" de su obra como paradigma de un auténtico pensamiento
español, vamos, de una filosofía española, reunión escorzada de razón y de
vida, que habría de continuar hasta la fecha por los derroteros no sólo del
"raciovitalismo" orteguiano,
sino de la "inteligencia sentiente" de Zubiri o de la
"razón poética" de María Zambrano. Esta es la condición del rescate
que ha de acometerse de un “Cervantes filósofo”, o con una filosofía de la vida
que ha pasado de puntillas, tal vez ensombrecida por la superficialidad que
quiso dar a su obra una parte de la crítica desde los tiempos de don Marcelino Menéndez
Pelayo, o que cultivó con su habitual aspereza Unamuno, para quien Cervantes
fue un mediocre escritor conocido únicamente por la grandeza inusitada de su
personaje don Quijote.
En
realidad, todas estas tesis son el resultado de la idea de singularidad de un
autor divorciado de la tradición, aislado en su obra, única y genial, roto de
una época y de un contexto, abducido de la cultura que le dio ser, y a la que
tanto contribuyó sin embargo. Y son, curiosamente, resultado de las conquistas
de otros centenarios, no del nuestro.
Desde
luego que ha habido colosales intentos integradores, el esfuerzo de Américo Castro
en este sentido ha de ser alabado, porque puso a Cervantes en el orbe del
tiempo, en una aspiración total de cultura hispana, por ejemplo al relacionarlo
con el estoicismo, entrañando en el manco a otro grande hispano, Séneca, o
poniendo al autor del Quijote ante la
tesitura de las ideas del erasmismo renacentista. Sin embargo, las tesis de
Américo van encaminadas a lo mismo, esto es, poner a Cervantes en el
"tópos" de lo singular y extraordinario, poner en definitiva océano
en derredor de la isla y demasiada divinidad en el hombre.
El tema del IV Centenario, el tema serio, habría de ser,
pues, dar a Cervantes un lugar, el lugar de la cultura de su tiempo, y su
espacio. Y más incluso que la cultura, la estética, la estética del Siglo de
Oro español.
Estamos obligados a hacer fuerza en dos direcciones. De un lado para traerlo más acá y reconocer el débito y
mérito de su influencia en los grandes pensadores españoles mencionados, por
ejemplo. Pero también, de otro, para ponerlo vis a vis con la estética de solar
hispano que se estaba fraguando desde los inicios del Siglo XVI. Merece la pena
sacar del tópico también, para prestarle más atención, a ese Siglo de Oro
literario y artístico de profundas convicciones, en el que se pergeña la
recreación realista de lo clásico y su transmutación, un asunto que tan bien
retratara el propio Cervantes cuando en el Capítulo 58 de la Segunda Parte del Quijote, describe la "bucólica
contrahecha" en abierta crítica de la nostalgia ingenua de La Galatea. O por otro lado, en la
separación forzada de lo real e ideal que viven aquellos tiempos, brecha que se
abre no sólo en el Quijote, sino,
también, en la convivencia del retrato con el rompimiento de gloria de un
cuadro como el Entierro del Conde de
Orgaz, de Greco. Buscará la sutura el conceptismo y aún el culteranismo,
acontecimientos por los que Las Meninas
o la Fábula de Aracne, de Velázquez
(cuadro dentro del cuadro) son, como el Quijote
en su Segunda Parte (novela dentro de la novela), mero juego de conceptos, de
cruces y fugas, como fuga es la lírica gongorina de Soledades.
Se
hace por lo tanto urgente, necesario, el estudio profundo, magmático, de la
estética del siglo áureo, tanto como la corroboración de lo que Cervantes ha
aportado a la cultura desde entonces hasta nuestros días, y en especial, en el
pensamiento español. Este ha de ser en rigor el asunto de nuestro Centenario.
Tal vez nos llevásemos la sorpresa que España necesita, la de la creencia en sí
misma, en su pensamiento infuso de sólidos valores, al margen y en compleción de
corrientes universales tan valoradas como el idealismo y el empirismo, o la
posmodernidad. Labor aún por hacer y en la que Cervantes se enerva,
efectivamente desde el llano manchego, como una grande interrogación.