PICASSO. 1932





El Siglo del Arte Nuevo y el Siglo Crítico.

El Siglo XX pasará a la Historia, al menos en el largo proceso que pretende relatar la Historia del Arte y de la Cultura, como el tiempo de las Vanguardias y de la constitución revolucionaria del Arte Nuevo. En consecuente labor, al XXI le queda poco que hacer y mucho que decir, en estricto porque a él corresponde dar la primera interpretación distanciada del rompimiento que supusieron los "ismos". 
Con cierto desgaste, la inercia de los fuegos vanguardistas, sus conquistas, y también sus problemáticas cenizas estéticas, se mantienen aún de una u otra forma en esta o aquella obra. Y es el desgaste y cansancio de aquel impulso, el que empuja a la hermenéutica, a la interpretación y valoración crítica de los acontecimientos. Al XXI por lo tanto le corresponde ser el siglo hermeneuta, el de la interpretación serena, de la crítica y de la revisión historiográfica. Y tiene que serlo con respecto al precedente, es decir, a pesar de las interpretaciones del XX. Analizar el Siglo XX creativo desde sus creaciones, que son a la postre las que tiranizan el arte emergente, y probablemente lo “mediocrizan”. Interpretar es, desde luego, una labor inexcusable; va en ello nuestra propia imagen de la creación que ya no puede ser ni la de los inicios del siglo precedente, ni la de sus años sesenta, que poco más o menos, han ido subsistiendo en el colectivo creador. Hay pues que darle un lugar a la llamada Vanguardia, aportarle un carácter, más allá de lo que ella misma se arrogó.
Recordemos en este sentido que el XX, además, ha sido el siglo compulsivo de los panfletos, de las proclamas, de los manifiestos y de las manifestaciones teóricas, de las rectificaciones de lo heredado también. El siglo que desvirtuó las creaciones del pasado, o que quiso ponerlas en “su” lugar, el lugar aparte. Rebosante de artistas críticos, de artistas teóricos, de artistas políticos, de heresiarcas rupturistas y de provocadores. Claro está de charlatanes, negociantes y aprovechados, ha puesto al presente en la necesidad de interpretar, de hacer crítica incluso de la crítica.
            Claro, sinérgico tenía que ser el vanguardismo con otras consagraciones primaverales: la Historia comprensiva o comprensión histórica, la apertura de la ciencia antropológica, la fijación exacerbada del formalismo, la eclosión en fin del simulacro. Forma, primitivismo, aceptación de la pluralidad cultural, del de las otras mentalidades y de la represión de lo clásico y académico, de lo racional, se unían a la labor del creador individualista, o del grupo transgresor. Esto ha dado mucha fuerza al arte aquel.

En este sentido, no han de ser tan determinantes, puestos a desarrollar una labor hermenéutica, los escritos críticos o historiográficos. Será igualmente válida cualquier otra ejemplificación o acción que ayude a la comprensión, clasificación taxonómica, análisis, puesta en valor, revisión, juicio o recuperación del arte del Siglo XX. Pongamos un ejemplo muy de moda en los últimos años, la exposición revisionista, preferentemente de renombrados creadores, de los definidores de trayectorias, de los mitos de la revolución estética.
La exposición se ha convertido en el método de reformulación y relectura favorito del arte del pasado. En ella se proyecta no ya el gusto o el atractivo público, sino la versión del curator, de las entidades patrocinadoras y de las instituciones expositivas. La presencia de la obra expuesta, al menos en principio, presupone la renuncia al peso subjetivo de la interpretación crítica, ofreciendo por el contrario, el trato vis a vis con la obra. Qué duda cabe de que esto es una mera formalidad, un método como otro, pero, dicho sea, suficientemente exitoso, atractivo para la cultura de masas, y de empresa, y por supuesto algo más alejado de la cargante propensión bibliófila de los especialistas.




Picasso. Dos exposiciones.

Es uno de estos casos, como no podría ser menos, Picasso. Dos exposiciones, o en rigor la misma, sólo que en dos sedes distintas y, posiblemente, con sesgos distintos también. La del Museo Picasso en París, que se ha desarrollado entre Octubre de 2017 y Febrero de 2018, con el título de Picasso, 1932. El año erótico. En Londres la segunda, en la Tate Modern, ésta bajo el subtítulo de 1932, amor, fama, tragedia. La exposición, no cabe duda, pretende revisar la figura creativa de Picasso, y se lanza para ello sobre un año al que se convierte, por lo que quiera que sea, en determinante de la interpretación, es 1932.

Como ya rezan los títulos de la exposición, la muestra se encamina en direcciones sutilmente diferenciadas. En París se ha destacado la efervescencia vital de Picasso, no ya por esas fechas tan señaladas, sino en esa capacidad genial que es inherente a su personalidad, de representar lo profundo con el simple trazo. Como si el trabajo de 1932 no fuese, al menos del todo y en exclusivo, el resultado de la situación biográfica y humana de un artista, sino la mixtura de sus percances vitales y de su genialidad. La exposición persigue pues el día a día del pulso creador en esculturas, pinturas, grabados … Así, hasta un año completo de palpitante pintor español, un año de genio enfervorecido. La londinense, pretende poner al espectador cara a cara con múltiples obras, pero preferentemente con algunas, en especial los impresionantes retratos de Maria Thérèse, de manera que el público llegue a la vida personal, por donde se pretende desnudar el mito artístico de Picasso, revelando así al hombre y al artista en su compleja riqueza.
Matices, siquiera bien sabrosos.

DUCHAMP: Caja de 1932
El espejo
Dos artistas para el XX.

            No, no son sólo dos artistas para el XX, es decir, no se trata únicamente de reducir toda la creación de cien años a una genialidad, a una causa-sujeto, a un creador. Tal que sólo un nombre pudiese representar y amalgamar todo lo que el siglo diera de sí en materia de arte, de eso que llamamos arte. En realidad se trata de dos perspectivas distintas sobre la idea de arte, dos perspectivas muy diferentes personalizadas en dos magos de la poesía: Duchamp y Picasso. Tendríamos de un lado el concepto que hace de la materia plástica un elemento prescindible, maleable, permeable. De otro lado la capacidad evocadora, sugestionadora y matérica de la creatividad picassiana. Ambos, Picasso y Duchamp vendrían a disputarse el siglo, el arte. Como si tal cosa fuese con ellos. En verdad, se ha personalizado en los dos artistas dos tendencias ínsitas en el despliegue y pluralidad de la Historia del Arte: aquella que atiende a la forma y a la materia, a la expresión, a la obra, y aquella otra que atiende más al concepto, a la intuición, al calambrazo poético, a la revelación intuida. ¡Qué duda cabe de que ambas son complementarias, necesarias, y, llevadas al extremo, fronteras necesitadas de la creación! Ni habrá conceptos sin soporte, ni tendrá interés el soporte sin un espíritu que lo insufle.
En rigor, lo que ha ocurrido es que dos tendencias hermenéuticas, dos metodologías críticas, han venido a encontrarse, y a enfrentarse, en el siglo de la revolución plástica, en el siglo de los ismos. En herencia queda reflexionar si los distintos movimientos de vanguardia son necesarios para dar expresión particular de un determinado contenido, más valioso y más real, o son independientes del mismo, lenguajes distintos con distintos comunicados, en cuyo caso, el ismo correspondiente no es sino una mera excusa de la creación, de la inteligencia que genera una nueva realidad.
La deriva creativa de los últimos tiempos, entregada a lo efímero, a la acción, al comunicado, a la transparencia del sujeto creador o al concepto, ha revitalizado la figura de Marcel Duchamp y de la poesía inteligente. Las exposiciones sobre la figura de Picasso que ahora cunden, marchan en el otro sentido, tratan de rehabilitar al sujeto apasionado, “circunstancializado”, al hombre que se deja el ser en la materia, al demiurgo sensitivo e irresponsable que metamorfosea lo que toca. De ahí también el éxito de los caminos mixtos, sea Dalí, Warhol o los gerifaltes del expresionismo abstracto.
En el fondo, estamos en las mismas. Picasso y Duchamp vinieron a domesticar los ismos, vinieron a usarlos en favor del arte, en sus dos extremos más valorados y reales, el de la sensibilidad y el de la inteligencia. Difícilmente se puede mostrar de manera más eficiente que el arte es una cuestión de sensibilidad inteligente en la que no sólo se genera realidad, puesto que usa y necesita de esa realidad.



1932. El año.

Picasso tiene 50 años y vive "recluido creativamente" en el Castillo de Boisgeloup cerca de Gisors. En el desolado castillo la obra se acumula azarosa e interrogante, envolviendo el mundo de su creador de la excitación de nuevas necesidades formales. Picasso busca.
De hecho, entre 1930 y 1936 realiza la denominada “Suite Vollard”, serie de grabados en estilos variados que en el fondo guardan la unidad de una personalidad que reúne la creación y la vida; cuanto hace, piensa o siente queda impregnado e indeleble en lo hecho, la obra. La gran preocupación es la realidad y su relación con el lenguaje plástico, sin duda, y Picasso es bien claro que se está planteando cuál es el papel de la figuración en un momento en que la abstracción (o la disolución) parece el reto insalvable a toda plástica. En este papel figurativo, la mujer, la naturaleza, o el propio creador (asociado a la imagen del minotauro) tratan de transubstancializar el papel innovador. La realidad se hace plástica realidad.
Tampoco es que Picasso viviese aislado sobre su propia biografía. Por ejemplo, no podemos decir que no estuviese preocupado por la situación española. En 1931 se había proclamado la República, y si bien Picasso ha sido catalogado como partidario de la democracia, y defensor del estado constituido, hay quienes lo pusieron del lado de la monarquía, o quienes como Kahnweiler señalaron su carácter apolítico o a lo menos, fronterizo en cuestiones políticas.
Para las fechas tampoco podría soslayarse la extraña relación que el pintor malagueño sostiene con el Surrealismo o con algunos de los surrealistas. En el Cabo de Altir, en la Riviera francesa, donde solía pasar algunas temporadas, Picasso había contactado con el grupo de surrealistas que a la postre iban a refrescar la capacidad simbólica, onírica, sugestionadora de sus dibujos, pinturas y esculturas. La obra transgredía más lo formal en busca de lecturas profundas, sugestivas y evocadoras. Y no sería aventurado decir también que la capacidad ensoñadora e imaginativa de Picasso iba de la mano de la degradación de su matrimonio con Olga. 



De hecho, en 1933 las esculturas habían llamado la atención de Breton que, en Minotauro, les dedica un artículo. Las enormes cabezas de mujeres, realizadas en yeso a que se hace referencia, están en relación temática con los grabados del El taller del escultor, y sintonizan no poco con el onirismo y la temática sexual que centraba a gran parte del movimiento surreal. Dichas cabezas están presentes en algunos de los grabados de la época. Julio González afirmaría que todo el misterio que envolvía la obra picassiana residía en ellas, que eran la expresión más acertada del acervo primitivo, en una clara deriva hacia la condición táctil del volumen plástico. Tengamos presente que aquellos años fueron tiempos de estrecha colaboración de Picasso con el escultor Julio González. Esta emergencia de la condición táctil responde al reclamo de una nueva sensibilidad para con la obra, en un impulso de regresión al sentido de los sentidos. Nunca mejor dicho, Picasso estaba a flor de piel. Y en este plantel artístico, en esta efervescencia creativa, dos mujeres. Aquella a quien rehúye, su esposa, Olga, y esta otra que llegaría silente, queda pero apasionadamente a su vida, María Teresa, desde 1927.
No sabremos si acertadamente o no, Pierre Cabanne ha hablado de la doblez destructiva y constructiva de sus pinturas, paralela de su convivencia con ambas mujeres. Como si en su biografía no quedase al crítico otro recurso que hilvanar los dos elementos, el arte y la mujer sometidos al impulso voraz del creador. Un tópico en el que se ha hecho reposar no ya la personalidad, sino la capacidad creadora de Picasso: la capacidad de generar y de destruir. “Si los dibujos y pinturas del año 1932 -dice Cabanne- no ocultan nada de la anatomía eurítmica de Marie Thérèse, también informan, con el tradicional impudor del Ogro, el placer con que se sirve de ella …”. Picasso se iba quedando en la obra al desnudo.
Mucho, mucho de esta reflexión hay en las exposiciones enunciadas, en que los cuadros estrella, la mujer durmiente, la amante, encarnan una sexualidad primitiva. La posesión y la absorción de todas las energías hasta el agotamiento en la plástica y en la vida. Abrimos en canal así al Picasso de una novedosa “época de curvas” que, también, tenemos que poner en conexión con la fuerte competitividad por la primacía pictórica de París, y de la Vanguardia. En efecto, la pasión creadora no sólo le lleva a tomar todo cuanto envuelve su sensibilidad y le hace vivir y dolerse, hay también una competencia larvada y letal con otro gran creador, que viene a ser fundamental, Matisse.


Desnudo en sillón rojo
MATISSE: Mujer persa con una cruz




















Matisse. 1932

La tendencia de Matisse, desde la década de los años 20, es la de un proceso de simplificación de su obra pictórica y escultórica, en el impudor de la línea lírica y de la morbidez curvada. El color, la curva, la mujer como tema, se convierten en constantes de su trabajo y de sus experimentaciones. La rotundidad de las formas, la elementalidad de las mismas, la sensualidad buscada, confirman un proceso que atañe a una sensibilidad primordial pero refinada. Las esculturas, igualmente se entregan a las formas esféricas, a los añadidos en una plástica aditiva con concesiones al simbólico subterfugio sexual. Frente a la planitud que caracteriza su pintura, en esa explotación de la elementalidad sensitiva, las esculturas manifiestan mayor interés por el volumen y la tactilidad, sea el caso de sus desnudos echados o algunas de sus denominadas “Venus de la concha”, obras cercanas al año 30. En pintura es la época de los grandes desnudos, o de la danza, de la sensualidad curvada en las creaciones posteriores al 28.
Picasso visitaba sin duda el estudio de Matisse y frecuentaba las tertulias con el pintor. A la par de la admiración nacía en él una sana competitividad. Creo que gran parte de este lirismo sensitivo de Matisse está digerido y personificado en las obras pictóricas del Picasso de 1932.
Si observamos el retrato de Marie Thérèse, de 1932, hallaremos fuertes concomitancias, no ya la curva, ni la erótica, también el cromatismo o los fondos geométricos, el enfrentamiento de la mujer al espectador. En 1931 se hizo una retrospectiva de Matisse en las Galerías Georges Petit. Como iba a ocurrir con Picasso, se le presentaba como un imprescindible de la escuela parisina (las galerías no se rebajaban a cualquier cosa, iban precisamente a los consagrados. Como Matisse, Picasso hacía reconocimientos también en Nueva York, “Las abstracciones de Picasso en el Museo de Arte Moderno”. De otro lado, manifestación del valor consagrado, se vendían con facilidad las obras de la etapa rosa y del cubismo. Tal éxito contrastaba no obstante con la crítica negativa, por ejemplo de Blanche en L´Art Vivant, en un extenso y desmitificador artículo.



Inventarse otra vez o vivir de nuevo.

Asumidos los éxitos y vertidas las primeras críticas a la trayectoria estética de Picasso, o a cuanto ésta podría significar de cara a la contemporaneidad, llega el momento de formularnos la pregunta incisiva, la razón de ser del año 1932, la cuestión esencial. ¿Qué hay en Picasso antes de 1930? Porque a lo mejor, 1930 es el primer después, un primer punto de inflexión en la biografía artística del Ogro que se hace notar en el 32. Un pliegue radical de su vida que podría marcar un antes y un después, porque tal vez se trate del pliegue, de una arruga demasiado consciente, muy vívida. ¿Qué hay en realidad en la turgencia vital de Picasso?
Hay sin duda lo de antes, reconocido y valorado, que ya está más allá de ser una razón plástica meramente destructiva y revolucionaria bajo la firma del heterodoxo español. Antes de 1930 puede ocurrir que Picasso se haya destruido a sí mismo, en una suerte de febril inconsciencia creativa. Es otra cosa después. Como si el artista hubiese de recoger todo ese pasado. Y efectivamente, da la impresión de que nos encontremos ante el autorreconocimiento de un artista proteico, inventor, de un transmutador del horizonte del arte que paradójicamente empieza a buscarse. En 1926 ha trabajado con obras de grafismo decorativo, como en El taller de la modista, un lenguaje que también había llamado la atención de Matisse. Pero Picasso además, prolonga sus experimentos tridimensionales y no abandona la escultura, aplicándose sobre el volumen, al mismo tiempo que ensaya pinturas derivadas del cubismo sintético, como Estudio con cabeza de Yeso, de 1925. La pintura, y la escultura, pueden en su caso asumir experiencias surrealistas, sin entregarse plenamente a la sobrerrealidad, como si fuese movimiento de excusa al que tomar unas cuantas notas. Puede que, por el contrario, sus creaciones convulsionen en una fuerza abstractiva, como ocurre en El beso, de 1925. No es esto todo Picasso, tenemos la tendencia realista, o el clasicismo formal de Paulo como arlequín, del 24. O en esa línea clásica pero ya monumental Gran bañista y Dos mujeres corriendo en la Playa o La flauta de Pan, de 1922. Una concesión al poderoso músculo miguelangelesco, un fruto de su estancia en Roma, un voto de confianza al absoluto clasicismo.
La veleta de Picasso se había movido según la necesidad y el capricho; como una excusa mecánica e instantánea. Un poso largo iba quedando en el fondo de su actitud vital de niño creador. Picasso estaba preparado para el reto.

HILDEBRAND a propósito de la ESCULTURA: el paradigma MIGUEL ÁNGEL


HILDEBRAND. Marsias.



No es solo el procedimiento lo que distingue el trabajo de la escultura en piedra, según Hildebrand, del trabajo de modelado por agregación, en el caso de la arcilla. Distinción a tal extremo, que bien podríamos aventurar de ambas técnicas que son en rigor dos tipos muy distintos de arte plástico, y aún de arte visual. El fin, lo conseguido por lo tanto, es muy distinto en una y en otra, y esto es lo fundamental. Qué duda cabe de que, para Hildebrand, en esculpir la piedra, o en cincelar el bloque monolítico reside la autenticidad de toda labor escultórica, pero ¿por qué?

Sobre Hildebrand.
Adolf von Hildebrand aprendió la escultura en los moldes de su tiempo, desgastado entre los debates de clasicismo y barroquismo, monumentalismo escultural independiente y escultura arquitectónica dependiente del edificio. De hecho fue, aunque por poco tiempo, discípulo de von Zumbusch, que en Viena llegaría a ser reconocido como un excelente escultor y diseñador de monumentos en el lenguaje neobarroco. Con él viajó a Italia, viaje que, como siempre ocurre en las biografías artísticas, resultaría iniciático. En este caso, no tanto por la impresión que habría de producirle la claridad mediterránea y la presencia del equilibrio clásico y renacentista, equilibrio más bien supuesto, sino porque allí haría amistad con el pintor von Mares y el escritor y crítico de arte Konrad Fiedler. Este último, clave en la interpretación que de la escultura vendría a hacerse Hildebrand. De manera que la obra teórica, la de Hildebrand, que también escribió (El problema de la forma en la obra de arte) expresa en un aspecto funcional y práctico, el sistema teórico más elaborado de Fiedler. En efecto, el crítico alemán defendía la autonomía de la obra artística, y por lo tanto la interpretación de la misma alejada de entresijos metafísicos, de nociones éticas o estéticas, o de planteamientos que fueran contra el placer verdaderamente desinteresado de la obra de arte. Evidente que mamaba de las ubres del kantismo. Así llegó a plantearse el criterio formal como un elemento producto de la historia y de la psicología, y en consecuencia el criterio insoslayable y definitivo de toda manifestación artística, y de toda teorización sobre la misma. Albor del formalismo que daría su de sí más relevante en historiadores y críticos como Riegl o Wölfflin.

HILDEBRAND: Humanos, fauno e hipopótamo

MIGUEL ÁNGEL: Batalla de centauros


La forma y la visión.                  
Pero en un meneo de positivismo, o de cientificismo, o llámesele como se quiera, la visión se erigió en protagonista de aquel mismo criterio formal. La forma vino a expresarse en la patencia visual del objeto, y vino a ser el lazarillo de los otros vericuetos del arte. Porque, claro, el arte tenía que seguir entre vericuetos y latencias, indicaciones, aperturas, salidas y escapatorias al mero cosismo, era, precisamente la forma  expresa de un comunicado inmanente o trascendente.
Y esto es lo curioso, la forma es un resultado. Es un salir al paso del procedimiento. Es la técnica quisquillosa y puntillosa que va configurando el albor de una distinción, de una representación espacial en la que a su vez quedan petrificados los impulsos de vida, y la vida incoada, presta a darse, ofrecerse en el espectador, o en el itinerario del espectador. Ya Lessing en el renombrado Sobre los límites de la pintura y de la poesía barruntaba los hechos anti-narrativos de que habría de adolecer la escultura, su continencia formal en la fuerza espiritual incoada. Y el mismo Winckelmann, en su extrema loa de la calmada superficie acuática sobre el ímpetu de lo profundo, venía a las mismas solo que con una pulsión clásica extremada. Hildebrand no obstante ha vivido el feliz encuentro con el neobarroquismo y con la escultura monumental. Ha revisado la deuda extrema del neoclasicismo con el lenguaje de otros tiempos. Ha observado el desliz alegórico de Cánova en la resolución del monumento funerario de María Cristina de Austria. Hildebrand se extrema en el despojamiento y desbroza estéticas e ideas. Y sobre todo ha dado con un redomado purista de la crítica, Fiedler, quien personaliza en la teoría su método práctico.
Y aquí está el meollo de la cuestión. Igual que Winckelmann amó el periodo clásico de la escultura griega, o al dichoso Apolo de Bellvedere, y Lessing la grandeza moral del Laocoonte, Hildebrand ama la piedra, el pedrusco puro y duro, el monolito, el cubo, la cosa, el objeto que no es “en sí” por muy poco, lo suficiente aún para que sea fenómeno. Que con sus límites precisos se opone al sujeto contemplador; este sujeto que extrema, regenera y rehace lo percibido en el mundo de la lógica (es que el fenómeno es ya lo humanizado), aunque sea, por lo tanto, en una lógica sentiente.
El proceso formal de la escultura, prima ya, definitivamente sobre la alegoría o la precisión del tema o contenido.

MIGUEL ÁNGEL: San Mateo


La praxis escultórica.
Así procede entonces el escultor, según Hildebrand:  graba la imagen en la piedra, elimina lo que queda fuera de los contornos, gradúa la forma interior y atiende a la medida de profundidad que hace la figura. Favorece la sensación ocular sobre las formas liberadas de la piedra, controla la dimensión de profundidad como un acontecimiento sumativo de distintas dimensiones del plano (por supuesto que sin perder la absoluta sensación de unidad). El ojo ha cobrado la importancia que a lo mejor nunca tuvo, el ojo físico, la visión pura, sin más. Se respira aquí ya la febril escabechina de Husserl, la fenomenología liberadora, la epojé disidente. “Lo importante para el proceso -dice Hildebrand-, y no debemos perderlo de vista, es que siempre he de representar y a la vez esculpir en piedra aquello que simultáneamente le aparece al ojo en un plano”. El escultor talla por niveles sin perder de vista -sea dicho en toda su rigurosa ambigüedad- la unidad que va saliendo, emergiendo del bloque unigénito.
Entonces, nos recuerda lo que decía Miguel Ángel, el florentino, el escultor por antonomasia. Es que Hidebrand también tiene sus debilidades modélicas en la praxis: “Miguel Ángel describe gráficamente este proceso del trabajo que avanza en el mármol cuando afirma que sería preciso imaginar la imagen, inmersa en el agua, que se va saliendo más y más, de tal modo que la figura emerge cada vez más a la superficie hasta que está totalmente libre”. ¡Y como vuelve esto a traer a mi memoria la divina y alegórica emersión del artistazo Bill Viola!
Nada, en efecto, más alejado del modelado, que consiste en construir un armazón, o lo que es igual, hacer el bloque que no había para recubrirlo de barro, hasta que coincida con la imagen. La arcilla, el barro primigenio en la mano de Dios, no consiste mas que en un desarrollo hacia afuera de la obra, y frente al ejecutor. Es como si dijéramos que este demiurgo no parte de la representación general del espacio, sino de una concreta. Coge el pegote de materia informe obligándola y va generando, dejando su huella harto fractal en ella, signo, potencialidad, guía, obligándose a su vez a recorrer en torno, alrededor: la manipulación no implica un punto de vista determinado frente al objeto, que es la objetividad real de la imagen. Es como si a Dios, al demiurgo y al escultor del blando, se le privase del tacto, y se le obligase a vivir visualmente la escultura, cuando todos sabemos que la escultura es la más tangible de las artes y a lo mejor hasta la más franca.
Hay por lo tanto que partir de la representación general del espacio, pues, del albergador y apriórico espacio kantiano. En este espacio trascendental, estético-trascendental, la representación se libera, emerge, viene a ser fenómeno: “si tenemos en cuenta que nuestra fantasía se forma en el acto de expresar, es fácil reconocer de qué modo tan diferente actúa sobre la fantasía el libre esculpir en piedra en contraposición al modelado de la arcilla … al modelar se necesita la ilusión mientras que al trabajar en piedra, la representación espacial se coloca realmente ante nosotros”. Importa que la imagen esté pues, siempre, latente en la unidad de la piedra, en la masa de que mana, “con esto se proporciona a la fantasía el sentimiento de la persistencia de la forma”. Es curioso observar hasta qué extremos se llega, cuando lo que se busca es la detención del revolar de la loca de la casa, la cabalgante fantasía. Conviene domesticar este caballo azul. La masa no ha de anteponerse por lo tanto a la fantasía: el bloque de arcilla aún no finalizado se antepone a la fantasía … no ocurre así en el monolito o el cubo de piedra. Y esto es lo interesante, porque de esta manera se desarrolla la unidad artística al margen de la naturaleza, se consolida el mundo humano que se inicia en la estética trascendental kantiana, sin apelaciones a la creatividad pasional e instintiva Hay que eludir el impulso bajo el rigoroso procedimiento del limado por niveles, del proceso escultórico ejemplar, el limado de la excrecencia, de lo que está ya ahí, como acontece en la Fenomenología de Husserl. El escultor requiere impresiones que estimulen y guíen el descubrimiento de su propia sensibilidad, no el vuelo fatal e impulsivo; requiere de la impresión visual que es pura concomitancia con el movimiento ínsito. No se inventa el procedimiento escultórico Hildebrand, pero sí que deflagra cualquier otro que no sea el del puntero, la gradina y el cincel.

MIGUEL ÁNGEL. Virgen de la Escalera
HILDEBRAND: Schillerdenkmal

El paradigma miguelangelesco.
            O amor y pasión por la grandeza del florentino, cuya escultura vino a descubrir el atribulado Hildebrand en su viaje a Italia, además de la teoría seca y formal, histórica y psicológica de Fiedler, como la inoculación del virus de la alteridad, el virus de lo humano: “Miguel Ángel es el artista que junto a los griegos, ha desarrollado de modo más directo y consecuente su forma de representación artística en estrecha relación con su proceso productivo. Imaginar (Vorstellen) y representar (Darstellen) son para él uno y lo mismo, por así decirlo”. En efecto, la unidad espacial lo aleja de la gestualidad corriente, que es lo que luego hicieron sus seguidores: aprender el gesto y no buscarlo en las posibilidades del bloque. La escultura de Miguel Ángel se explica no por el gesto, sino por su propia “necesidad artística”, sometiendo su fantasía corporal a esa obligación moral escultórica, descubriendo en la naturaleza abundancia de movimientos, de posibles, sin dejarse insuflar por la ínfula fantasiosa. Es esta comunión con el espacio trascendental, puro “sentimiento vital infinito”. Por eso en sus figuras domina un único punto de vista. Es claramente una escultura calculada para espacios cerrados, dice Hildebrand huyendo del monumentalismo narrativo al que se entregaría su maestro von Zumbusch. Son estas las “Leyes generales y eternas que definen y definirán la configuración artística”.
Se ve que en sus esculturas Hildebrand quiere ser y no quiere, ese artista florentino del Renacimiento. Y porque quiere obra como él, o dice que Miguel Ángel obra como Hildebrand, al menos en la técnica y en el preciso amor al espacio y al bloque. Pero al tiempo rehúye los contorsionismos, las musculaturas y gigantomaquias, la grandeza y la terribilitá del italiano, dejándose caer en una llamativa decadencia temática.
¿Tendremos que concluir que el sueño de Fiedler, esa pureza visual, fue soñado a su vez por Hildebrand a propósito de Miguel Ángel? ¿O acertó Hildebrand al formular la espacialidad escultórica pura para el caso del escultor florentino, adelantando éste las tesis de Fiedler? Y con esta cuestión habremos de concluir cómo el artista cae en la trampa de hacerse crítico, y el crítico cae en la trampa de configurar su propia teoría como obra artística, forzando y extremando la obra de arte. Y por esto defenderemos que la crítica es el excelso género de arte.

¿POLÉMICA EN ARCO?




SANTIAGO SIERRA Y LA OBRA DE ARTE TOTAL


Día 21 de Febrero, ya, y los medios de comunicación dan la noticia, casi al unísono. En la recién inaugurada Feria de Arte Contemporáneo, ARCOmadrid, la obra del artista y fotógrafo Santiago Sierra (Madrid, 1966), titulada “Presos políticos”, es retirada de los muros reservados a la galería de Helga de Alvear, una clásica de la conciencia emergente. Es que algunos de los retratos allí expuestos herían susceptibilidades políticas, o podían herirlas. El Ministerio de Cultura, por su parte, eludía cualquier compromiso y responsabilidad al respecto.
Ifema no; por medio de su director, Eduardo López-Puertas, solicitaba la retirada de la serie, “desde el máximo respeto a la libertad de expresión”, al considerar que la polémica que había despertado en los medios, perjudicaría el visionado del resto de obra expuesta. La galería, esto es, Helga de Alvear, accedía, pese a tratarse de una de sus apuestas estéticas más sólidas, porque no se encuentra en su casa. Y el Señor Urroz, director de ARCO, se lava las manos, ya que es este un asunto que no le corresponde en decisión, aunque afirme desconocer los “motivos reales” por los que, por primera vez, una obra es retirada de la Feria. El autor, Santiago Sierra, qué va a decir, denuncia la censura y la persecución, y lo hace a través de Facebook.




¿Quién osará ahora decir que no se trata de un problema de calado político, que gira en torno a la libre opinión de ideas? Si existen o no presos de conciencia en España, o lo que es igual, sobre si España es en realidad un Estado de derecho. Asunto al que en su libre opinión se ha sumado el artista, con una sencilla metáfora, una galería de imágenes y retratos bidimensionales, “Presos políticos” la titula, “tasada” en ochenta mil euros (ya comprada por un particular para ser expuesta, probablemente, en Lleida). Nos movemos, más que en los entresijos políticos, en un momento de hornada creativa en caliente. Aún huele el bizcocho y se preparan más, cuando el arte viene a plantear propuestas en otro sitio de por sí caliente, al amparo del arco del horno, o del horno de Arco. De paso nos metemos en el campo de la lógica, es decir, en si esto es o no es verdad. Si lo que expresa el material expuesto no es verdad, será porque España es un Estado democrático donde todas las opiniones son respetadas. Si es verdad, entonces deberemos aceptar el poder abusivo y represivo de los tres poderes y la consecuente sordina social. El artista además juega con la ventaja conceptual -así es el arte de concepto- porque si su obra levanta polémica, no es sino porque en cierto modo acecha la sombra de la censura de ideas. Si pasa desapercibida, entonces el calado del que hablábamos será mínimo, y el concepto degenerará nada más en imagen.
El problema interesante es, no obstante, y al menos para una crítica consecuente, el estético, el problema poético y del que lo político es nada más una extensión o bucle. No es la única vez que política y verdad marchan detrás de la estética. Esto nos hace pensar mucho en el descaro duchampiano. Claro está que este bucle ha cobrado una especial relevancia en tan escaso tiempo, primero, porque toca órganos muy sensibles de la sociedad actual, y segundo, por los últimos acontecimientos vividos en la Comunidad de Catalunya, y aún no superados. Así que lo expuesto -y eso pese a su conceptualismo, su intrusismo en la realidad o en la lógica (extremos que el Arte no puede evitar, pero sí exagerar)- tiene que ver más con la expresión metafórica, y así debemos de verlo. El título hace la parte de precisión de la metáfora, de método o vía de interpretación que, a la postre, ha sido el determinante que la ha llevado a su desinstalación. Estos personajes aquí representados y pixelados, difuminados o borrados, son personas que están presas por sus ideas y que, en consecuencia, han sido silenciadas, borradas, difuminadas por los poderes o el software. La aplicación puede ser tomada como si se tratase del Estado, o simplemente como si se tratase de una herramienta del Estado, en su ardua facultad de “pixelación”. Esto es acaso lo que denuncia Sierra.



Pero observemos el secreto callado, silencioso e ineludible de la metáfora, su funcionamiento interno, que necesita tanto de lo real como de lo irreal, y que ha de mezclar la verdad y la ficción para sobrevivir. Mezclarla y disimularla. En esto, reconozcamos la maestría de Sierra, y el sutil y acertado “ojeamiento” de la Alvear. Lo último que importa en “Presos políticos” es su carácter de verdad, pero es al que, desgraciadamente, más importancia se le ha dado. Obraba en ello la conciencia del artista, o tal vez el azar (más si cabe esto último). Y quien dice del artista, también dice de los posibles beneficiarios, no los pixelados y sus ideas, sino la galerista, y la propia feria. Y respecto de los pixeladores, que no está claro quiénes son, aunque todos los agentes mencionados contribuyan en autoría, tiene ya el rancio olor del Foucault de la vigilancia y del castigo. Y es que la vida es una feria. Era evidente que la obra triunfaba más con su desalojo. Y así ha ocurrido. Lo único que tratamos de decir es que el desalojo era parte de la metáfora; la parte esencial que se ha cumplido.

GILBERT DURAND. El Arte y el Símbolo.




CORRECCIONES A GILBERT DURAND. La imaginación simbólica.




“El artista, como el icono, ya no tiene lugar en una sociedad que poco a poco ha exiliado la función esencial de la imagen simbólica. Así también, después de las vastas y ambiciosas alegorías del Renacimiento, se ve que en su conjunto el arte de los siglos XVII y XVIII se empequeñece hasta convertirse en una simple “diversión”, en un mero “ornamento” (…) ya no procura evocar” -dice Gilbert Durand-. Hay pues un afán de evocación, o mejor aún, de trascendencia, que el antropólogo, pensador y crítico de arte francés -al menos en su ensayo La imaginación simbólica- estima esencial en el proceso artístico, creativo y receptivo. La trascendencia se manifiesta en la imagen simbólica, en el símbolo, y en él reside casi en exclusivo. Por lo tanto, si la creación artística quiere ser portadora de un sentido profundo, si quiere alejarse de la expresión banal, de la mera floritura y ornamento, habrá de afiliarse a lo icónico, tendrá que asimilarse a las cualidades de la “imagen simbólica”. Si nos alejamos de dichas cualidades, tendremos que hablar de algo así como un pseudo-arte, de los divertimentos y frivolidades, por caso, de los Siglos XVII y XVIII.
El icono, tal y como ejemplifica Durand en la estética bizantina, o en las manifestaciones del románico, posee este poder evocativo que empuja al espectador, de la realidad trivial a esa otra realidad inaprensible, separada, la realidad real que permanece latente y alejada del trato directo. El símbolo, aquí expreso de forma contundente en el icono, anda como mediador paráclito y posibilitador de vida auténtica, o de humana vida verdadera; como si la tal autenticidad sólo pudiera darse en la trascendencia. Esto es sustancial si deseamos comprender el carácter evocativo, trascendente del arte, al que el artista posrenacentista ha renunciado atrapado por el vacuo “decorativismo”, o lo que es igual, en connivencia con la actitud iconoclasta.




Tengamos presente que la iconoclastia, de la que amargamente se queja el crítico, es enemiga del espíritu; que el espíritu es la excelsa gratitud del hombre para con la Naturaleza, la disposición más loable, y por lo tanto la que da elevado sentido a la vida. Ese sentido es trascendental, refractario, difícil y requiere de la expresión simbólica, de las formas simbólicas, de la imaginación simbólica.
Ni pretendemos, ni podemos llamar a la valoración decorativa “formalismo”. ¡Así como si el icono románico estuviese exento de formalidad o de forma! El propio Durand expresa este carácter contradictorio y dicotómico de todo símbolo. La imagen simbólica lo pretenderá, pero no logar arrancarse este trazo, esta existencia material-formal. Ya sabemos de las complicaciones que se derivan del empleo del concepto de “forma”. Por eso conviene ajustarle los machos antes de proseguir con la hermenéutica del señalado antropólogo. El formalismo gratuito, el puro gusto en la forma, lo que Ortega veía como una valiosa expresión deshumanizadora del arte, ejemplo de expresión vital desinteresada, de liberación de la anonadante carga de humanidad, o de realidad a fin de cuentas, es sin embargo asumido por el “filosimbolismo” estético francés, como una actitud desmitificadora, triunfo de los iconoclastas, como un peligro letal en la era de la super tecnificación, como el riesgo verdaderamente deshumanizador que renuncia, curiosamente diremos nosotros, a la realidad verdadera.
Al margen de cualquier turbadora comparación, lo cierto es que la forma para el simbolismo icónico, carece de especial relevancia, porque tarde o temprano estará al albur del comunicado de lo trascendente, que pretende abrirse, darse y evadirse al tiempo, a través de él (esta es la condición problemática del símbolo y del icono).
Pero confesemos; no nos interesa aquí tanto el problema del simbolismo, cuanto el uso que del arte se hace en defensa del simbolismo. Es decir, nos interesa más la crítica de arte, justificada o no, que Durand pueda hacer de las obras artísticas del Siglo XVI y XVII, y por extenso de todas aquellas acusables de iconoclastia (las deshumanizadas de Ortega), que el problema de la imaginación simbólica.




El argumento del “exceso ornamental”, de esta vaciedad espiritual, de este estilismo meramente formal que respiran dichas manifestaciones, tiene desde luego resonancias ilustradas, y aun vanguardistas. Recordemos cuando la novedosa sensibilidad del neoclasiscismo reclamó una belleza formal, equilibrada, basada en unos principios morales, estética purista soportada en el ethos de la Antigüedad clásica, inventado, claro, al modo de Winckelmann, para huir la exageración formal, la sospechosa irracionalidad. Estética ilustrada o cuasi-ilustrada que expresa sin ambages la necesidad de eludir el recargamiento barroco, el artificio caprichoso y exclusivamente decorativo al parecer, si no falso moral, que había tomado gran parte de arte. No decimos nada muy distinto si apurando la historia del arte, o de las teorías estéticas, nos trasladamos a la época de los “ismos”, y atinamos a ver tanto en el funcionalismo racionalista como en el  esencialismo finisecular (a lo Le Corbusier o Loos), una lucha contra los postizos y recargamientos a que se había visto impelida la arquitectura post-ilustrada e historicista.
Aunque para Gilbert Durand estaríamos en las mismas: una huida hacia adelante, una evitación fatal del poder simbólico. Si el barroco degenera en un mero iconismo intrascendente que, descarado, se aleja del espíritu, el neoclasicismo, y el racionalismo o funcionalismo, en su amparo moralizante, no serían sino expresiones racionales, objetivas, intrascendentes pues, iconoclastia conceptual.
 No resultan extrañas entonces las afirmaciones del crítico francés: “… De este rechazo de la evocación nace el ornamentalismo académico que, desde los epígonos de Rafael hasta Fernand Léger, pasando por David y los epígonos de Ingres, reduce el icono a la función de decorado …” Ni siquiera el romanticismo consiguió retornar el prestigio del símbolo, se apresta a recordar. Si estimamos el icono como una de las más acertadas expresiones de la imagen simbólica, bien podríamos decir, en contigüidad con estas ideas, que la mentalidad occidental ha huido toda forma de iconodulia y ha hecho del conocimiento, y lo que es peor, del arte, un iconoclasta desierto cientificista.
Ciertamente Gilbert Durand expone con pasmoso criterio los perjuicios que las diversas corrientes del pensamiento han infligido al icono y el símbolo. De un lado el racionalismo cartesianismo, o el aristotélico. De otro, el reduccionismo freudiano y el funcional-estructuralista de la etnología y sociología (Malinowski o Lévi Struss), y de otro, las hermenéuticas instaurativas, a lo Cassirer. Todas estas hermenéuticas, a su modo, renuncian a lo más valioso del símbolo: la trascendencia, el carácter místico y epifánico del mismo, su irreductibilidad, su ser indescifrable e intraducible que, grosso modo, nuestro crítico encuentra ya expuesto en la obra de Bachelard. En efecto, esta apuesta por la hierofanía en la forma o en la materia del arte (que para el caso tanto da), se ve mermada cuando se confirma la contundencia del concepto, de la captación directa e intelectual de la realidad o de su traducción a conocimiento. La captura de la verdad por la inteligencia elude la infinitud, la inconclusión de la forma simbólica, su apertura. Cualquier análisis freudiano del símbolo, por su parte, viene a desquiciar la trascendencia del mismo en favor de una cura postraumática. Al final, el psicoanálisis racionaliza el sueño. Por su parte, las hermenéuticas instaurativas valoran los elementos progresivos, instauradores de la cultura, superativos acrecientes del conocimiento. Todas pues eluden o evitan la trascendencia mística a la que finalmente parece entregarse Durand, vía Jung, Bachelard y Ricoeur. De ahí su reclamo del arte simbólico o de lo simbólico en el arte.
En efecto, una pintura que quiera cumplir estos principios sólo puede ser icónica. Tendrá que entregarse al símbolo, al poder evocador, huidor de la trivialidad. El icono es pues una salvación cultural, civilizatoria, tal cual pedía Ortega en la década de los 20. No es extraño que para el caso sólo sirvan las manifestaciones del arte bizantino y románico, o de ciertas pinturas chinas. Parece que sólo ellas, rebozadas de simbolismo e iconismo, vestidas de trascendencia, lograsen atraer lo eterno al mundo de lo corruptible, o descubrir tras de lo corruptible la ilusión y la esperanza del misterio. Desgraciadamente aquí late el prejuicio. El icono románico no es sólo simbólico. Las componendas estéticas están fuera de toda duda, el icono, el símbolo no es un mero símbolo y mero icono; lo único que nos cabe preguntar es si toda experiencia del gozo, del disfrute artístico ha de pasar por tal inquisición. Pero dado que el símbolo mismo es material, cualquier hermenéutica que a él se enfrente habrá de ser formal, o material si se quiere, atenta a su materialidad. De otro lado, la capacidad trascendente del símbolo puede asociarse a otras manifestaciones, no solo al arte, también a la fontanería por caso. La hierofanía no requiere en exclusivo de su manifestación artística, cualquier evento, cosa y elemento del universo, puede tornarse símbolo y desvelar lo trascendente. Nada queda al margen de la posibilidad de evocación. El arte no tiene la necesidad de pagar el peaje exclusivo de este misticismo. La imaginación simbólica lo explana: se inicia con una crítica severa de las manifestaciones del arte occidental tras del Renacimiento. Pero su deriva muestra que el arte es mera excusa para introducir al autor en lo que realmente le interesa: el rescate del simbolismo y la descripción de su naturaleza en unos términos que deben mucho al pensamiento posmoderno francés y a sus fuentes filosóficas fundamentales.



Así es, volvamos, dejando a un lado el valor simbólico, sobre las manifestaciones artísticas del pasado, del presente, y tratemos de rescatar, aunque sea en un tanto, su condición de obra de arte. Una pintura, una escultura del XVII, mueven al fervor en otra suerte de iconodulia. Igual no responden estas a las características tópicas del icono, pero, sospechamos, consiguen en cierto modo lo que pretenden. No estamos diciendo que la iconodulia sea nada más fervor simbólico. Estamos más bien diciendo que el símbolo puede adquirir fisonomías muy distintas. Es una triste reducción eliminar otras formas de trascendencia que no sean las de la imaginación simbólica, o las que se arroga cierta definición de la imaginación, o del simbolismo a secas. Y más triste considerar que el arte haya de soportarse sobre ella en exclusivo. Y aún más que sólo exista la viabilidad icónica y que de no ser así el arte degenere en decoración. Es posible que gran parte del arte francés vire en este sentido desde el Siglo XVII, hacia el decorativismo o en la dirección de cierta frivolidad. No lo creemos, basta con observar detenidamente el carácter icónico de algunas pinturas de David. Incluso en una pintura en apariencia aparente como la de Watteau, se esconde todo un trasfondo que, si bien no puede denominarse trascendente, al modo del crítico francés, bien puede sentirse como sospechoso de inmanencia, evocador y, por lo tanto en un sentido más lato, icónico. Saliendo de Francia, es que nos atreveríamos a eliminar el carácter icónico y trascendente de ciertas obras de Caravaggio, de Bernini, Velázquez o Gregorio Fernández.  ¿Realmente Rubens anula la trascendencia o la somete a su mínima expresión? ¿Sirve Rubens por lo tanto de ejemplo decorativo? Mal favor al arte se hace entonces, muy escaso a la trascendencia y a lo mejor hasta equivocado respecto del símbolo. A veces, las categorías empleadas por el crítico fuerzan en demasía lo criticado. Vista desde la posición filo-simbólica y posmoderna, descontextualizada la obra al modo Durand, tiranizamos tal vez la libertad creadora, que, con solo ser sincera, debemos suponer trascendente.
Es normal que cada vez se estime más que la crítica está para reforzar sentidos y no para corregirlos. Esta es la aventura en que se embarca Quimera.

LA FRÍA GUERRA DEL ARTE


ROCKEFELLER, POLLOCK ... Y CIA.




Les invito a movernos por las trastiendas de la crítica, ya de la crítica cultural, ya de la hermenéutica histórica. Porque es evidente que tanto una como otra tienen eso, trastienda. Hallaremos sin duda afirmaciones notables, más cautivadoras y peregrinas si cabe que las que suelen referir los manuales de Arte y de Historia al uso. Es que la trastienda, qué le vamos a hacer, viene muy bien a veces para comprender el arte del escaparatismo. Josep Fontana incluye en su libro Por el bien del Imperio. Historia del mundo desde 1945, una afirmación, por lo demás curiosa, que no sabremos si es del todo trastienda o escaparate, por más que esté manida y pueda resultar sospechosa o tendenciosa. Claro está que en los tiempos de la mercancía, el arte, que supuestamente nace en el momento del divino soplo, se torna objeto de escaparate y propaganda … pero veamos.
En uno de los curiosos análisis sobre los entresijos en que se envolviera la Agencia de Inteligencia de los Estados Unidos durante la posguerra, Fontana afirma: “ … pero la campaña más sorprendente de la CIA es la que se refiere al arte …”. Desde luego, es esta una manera de entrar por la trastienda de la creatividad. “…Entre las grandes operaciones culturales que financió –continúa el historiador- figura el patrocinio de los pintores del expresionismo abstracto, utilizados para luchar contra el realismo socialista de la URSS, donde Stalin había liquidado las vanguardias de los años veinte para instalar por la fuerza un arte académico y adocenado, pero también contra la pintura comprometida de vanguardia, en la tradición del frente popular, como la de Picasso o la de Renato Guttuso …”
La opinión no desmerece, y puede servir de contraste metodológico de las críticas formalistas más consistentes. Nos hallamos ante algo más que historia, que historia del arte, allende cualquier sociología o teoría de la cultura. Más allá de la política del arte incluso, y del desvelamiento del arte político o de la propaganda de un nacionalismo cultural; metidos de lleno quizás en el profundo problema de la creatividad contemporánea como una teoría de la conspiración, echando la mano nada menos que a la mano negra del arte, en la periferia sin duda de lo artístico que acecha y vilipendia el buen nombre de la cándida sensibilidad, el fundamento mismo del espíritu creativo, y de la recepción del mismo. ¡Esto sí que supone la muerte de la estética! ¡Esto sí que es posmodernidad!
Aquí, qué duda cabe, la crítica se hace extrínseca a la obra, y no obstante afecta de forma notoria a la percepción que de dicha obra, del arte, podamos tener, a su núcleo duro, el de la sinceridad. La razón de la creatividad parece estar fuera de lo creado, al margen incluso de la voluntad del artista creador. Extrañaría, si no fuera este un procedimiento habitual en el análisis del arte contemporáneo. Pero resulta que es metodología habitual, propia de gran parte de la hermenéutica, de manera que nos hemos acostumbrado ya a que forme parte de la “comprensión” del propio arte.



El  texto que hemos citado, curiosamente menciona tres agentes estéticos, tres modos o formas subyugadas a tres estatus políticos; como si tres grandes vertientes del arte contemporáneo se abriesen para estremecer la línea temporal unívoca trazada por la historia del arte occidental desde la modernidad, o como si un abrazo redujese el polimorfo panel de los ismos y de la vanguardia a terna de subterfugio ideológico. El expresionismo abstracto americano, la vanguardia plástica europea más aceda, y el realismo soviético.
Claro, siempre tendremos la sospecha de que ese polimorfismo pudiera ser una invención de la crítica y de los desalmados historiadores del arte, como siempre denunció Ángel González, enormísimo crítico. O que la historia del arte monotemática y dividida en periodos fuese al respecto también una consolidación de categorías tan artificiales como sospechosas y que, a fin de cuentas, lo que late bajo la estética y la sensibilidad es en rigor el trasunto del poder y la propaganda política. 
Prosigue Fontana: “ … Rockefeller, presidente del MOMA …, defendía el expresionismo abstracto como el arte de la libre empresa y contaba, además, con una figura carismática como era Jackson Pollock, nacido en Wyoming, un pintor sin influencias europeas (pero sí de los muralistas mexicanos, y muy especialmente de Siqueiros), que no era un señorito del este que hubiese estudiado en Harvard o Princeton”.
Fontana nos mueve así por los entenebrecidos callejones de las ideas preestablecidas, por las apasionantes alcantarillas de la historia del arte, del arte que no es historia, y de las historias que nunca podrán ser del arte pero que le están tan próximas que se confunden con él. Varias cuestiones asaltan entonces nuestra conciencia, y no podemos eludir preguntar, por ejemplo, ¿en qué notas estéticas se justificaba la identificación de la libre empresa, e incluso del capitalismo americano, con el expresionismo abstracto de Jackson Pollock? A fin de cuentas, no era sólo David Rockefeller, el multimillonario heredero, asesor político y emprendedor cultural quien justificase un pensamiento de estos menesteres; aunque sí, era nada menos que la institución del MOMA, el Museo de Arte Moderno que su madre ayudó a fundar. ¿Qué podía oponer Nueva York, con este “robo” de la idea del arte a París, encarnación de la vanguardia desde al menos el XVIII? O lo que es igual, ¿cómo escupía el chorreón y la gota de Pollock al Picasso reconcentrado ya, formalista y revisionista histórico? Era, en efecto, como si de pronto las fundaciones culturales, los museos y galerías estadounidenses hubiesen encontrado en el fresco viento de la posguerra, la justificación precisa de la originalidad del mundo contemporáneo. En efecto, era el robo de la idea del arte moderno como describe Serge Guilbaut. ¿Y en fin, qué era esa vertiente mexicana y muralista y ese acendrado paganismo del Oeste americano?
Se nos antoja que pudiese ser la aventura. La nueva ley. La colonización. La aversión americana a la norma tradicional, siempre y cuando la tradición no fuese americana. El oeste, como la empresa, era la aventura, el lado salvaje del paisaje y paisanaje americano, sociedad que se gestó a sí propia, y el punto elástico y distendido de su romanticismo. Escritores, pintores, cantaban a aquellos lares y a sus gentes inventando nuevas odiseas y nuevos héroes, pistoleros, y cowboys de western que recorrían carreteras, nómadas que transitaban tierras: paganismo cultural y originalidad que portaba no obstante los aromas desérticos, secos, letales y frugales de lo americano, y que acabaría por contrastar con la sonrisa intrascendente del POP americano. Era otra suerte de cartelismo el de Pollock, era el afán verdadero del alma que se hace a sí misma y deja su inaudita huella sobre la tela como un grito en el desierto, o como un disparo.



El hombre que se hace a sí mismo, en efecto. El gran magnate del petróleo, el sheriff de la vida política, el vaquero solitario, el hombre sin historia pero con futuro, solo ante el peligro que afronta el riesgo de las masas azucaradas y de los cuadrilleros artísticos de lo trivial, o esas mesnadas feudales moldeadas en el fuego de la tiranía que sólo Europa como tradición y Rusia como innovación encarnaban.
Jackson Pollock era un escupitajo, sí, un chorreón en la historia del Arte, y no únicamente un reclamo político. Era borrón y cuenta nueva; ni la ranciedad de todas las vanguardias y abstracciones europeas, en exceso racionales y constreñidas, en exceso mirando al pasado, en exceso alimentadas de comunismo. Ni el realismo obsoleto y aquietado de la URSS.

“Estos pintores no habían recibido mucha atención hasta entonces –señala Fontana. Pollock expuso por primera vez en Nueva York en 1943 en la galería de Peggy Guggenheim … donde en 1945 se celebró también una exposición de Rothko, sin que ni uno ni otro llamasen la atención de la crítica …”
Aquel expresionismo abstracto, aquella nueva sensibilidad vaciada en lienzos de marginalidad, se convirtió en el reclamo preciso, en la gota que colmaba el vaso de un cierto sueño americano; el más americano de los sueños. El de la libertad expresa, el del gesto, el del desapego de la realidad y el apego a la aventura, la individualidad y la sorpresa. Los cuadros de Pollock son una reversión al azar controlado; los cuadros de Rothko no son tanto una pretensión estética como un resultado. Un enigma, una aversión a la racionalidad late en estas obras; esa aversión que llevó a gran parte de sus pioneros al suicidio. En cierto modo no era ya que el artista impusiese libremente las normas, lejos, fuera de todo uso, de toda regla, de  toda herencia. Era que el cuadro se desprendía del tirano que lo creaba y recobraba una independencia refractaria. Ahí estaba él, el nuevo hombre, pero también la invitación a la nueva aventura que acaso el espectador debería continuar. La empresa, la aventura, la singularidad y la originalidad estaban salvadas. El mundo era un sueño del oeste americano.
De esta manera, “…consiguiendo que los museos, que en su mayoría dependían del patrocinio privado, comprasen sus obras y las exhibiesen por el mundo entero, en exposiciones o con préstamos, todo ello financiado por la CIA, en una operación en que el papel del MOMA resultó esencial para crear un estado de opinión favorable … Un miembro de la CIA llegó a decir, más adelante, que eso del expresionismo abstracto lo habían inventado ellos para que sirviese de contraste con el realismo socialista …”. Y por qué no, con toda la historia del arte. Nacían esas segundas vanguardias que ponían fuego en los museos tradicionales. Fuera, o no, cierto, algo de verdad latía en esa afirmación, una reivindicación estética original fluía de aquellos cuadros elementales, básicos, despojados, directos e intuitivos, descarnadamente francos y despreciativos de la herencia artística. Es lo que Rockefeller supo ver. Europa se había agotado en el sueño surrealista, con ese sueño se desvanecía también la historia. El mundo era ya otro y no era, precisamente, europeo; con la pérdida, Europa perdió también el monopolio del arte.

Al hurgar en los entresijos de esta vicisitud, al traer la decisión política, la política cultural y la geopolítica al fluir creativo, sabemos que recorremos la periferia de la esteticidad. Otra forma de hacer crítica de arte. Sabemos que observamos los escaparates de la ciencia social. Que comerciamos en las trastiendas estéticas. Nos salva que las vidas consagradas a la creación de aquellos hombres están fuera de duda. Pintaban así  antes de que nadie los protegiera; su historia personal fue trágica; ahí las muertes de Gorky, Pollock, Kline… y la rebeldía con o sin causa, en contraste con las amplias sonrisas del cartelismo o respecto del american way of life. Ese mexicanismo rebelde que los ojos avisados de un multimillonario supieron entresacar, el brillo del optimismo americano visto desde el lado del aventurero triunfador, y no del conformista. Asunto que hoy vuelve a estar en el candelero de la política estadounidense. En la decisión de Rockefeller tal vez se alumbre la sombra de la propia América.