El
Siglo del Arte Nuevo y el Siglo Crítico.
El Siglo XX pasará a la Historia, al menos en el
largo proceso que pretende relatar la Historia del Arte y de la Cultura, como
el tiempo de las Vanguardias y de la constitución revolucionaria del Arte Nuevo.
En consecuente labor, al XXI le queda poco que hacer y mucho que decir, en estricto porque a él corresponde dar la primera interpretación distanciada del rompimiento que supusieron los "ismos".
Con cierto desgaste, la inercia de los fuegos
vanguardistas, sus conquistas, y también sus problemáticas cenizas estéticas, se mantienen aún de una u otra forma en esta o aquella obra. Y es el desgaste y cansancio de
aquel impulso, el que empuja a la hermenéutica, a la interpretación y
valoración crítica de los acontecimientos. Al XXI por lo tanto le
corresponde ser el siglo hermeneuta, el de la interpretación serena, de
la crítica y de la revisión historiográfica. Y tiene que serlo con respecto al precedente,
es decir, a pesar de las interpretaciones del XX. Analizar
el Siglo XX creativo desde sus creaciones, que son a la postre las que tiranizan el
arte emergente, y probablemente lo “mediocrizan”. Interpretar es, desde luego, una labor inexcusable; va en ello nuestra propia imagen de
la creación que ya no puede ser ni la de los inicios del siglo precedente, ni
la de sus años sesenta, que poco más o menos, han ido subsistiendo en el colectivo
creador. Hay pues que darle un lugar a la llamada Vanguardia, aportarle un
carácter, más allá de lo que ella misma se arrogó.
Recordemos en este sentido que el XX, además, ha
sido el siglo compulsivo de los panfletos, de las proclamas, de los
manifiestos y de las manifestaciones teóricas, de las rectificaciones de lo
heredado también. El siglo que desvirtuó las creaciones del pasado, o que quiso
ponerlas en “su” lugar, el lugar aparte. Rebosante de artistas críticos, de
artistas teóricos, de artistas políticos, de heresiarcas rupturistas y de
provocadores. Claro está de charlatanes, negociantes y aprovechados, ha puesto
al presente en la necesidad de interpretar, de hacer crítica incluso de la
crítica.
Claro, sinérgico tenía que ser el
vanguardismo con otras consagraciones primaverales: la Historia comprensiva o
comprensión histórica, la apertura de la ciencia antropológica, la fijación
exacerbada del formalismo, la eclosión en fin del simulacro. Forma,
primitivismo, aceptación de la pluralidad cultural, del tú de las otras
mentalidades y de la represión de lo clásico y académico, de lo racional, se
unían a la labor del creador individualista, o del grupo transgresor. Esto ha dado mucha fuerza al arte aquel.
En este sentido, no han de ser tan determinantes, puestos a
desarrollar una labor hermenéutica, los escritos críticos o historiográficos.
Será igualmente válida cualquier otra ejemplificación o acción que ayude a la
comprensión, clasificación taxonómica, análisis, puesta en valor, revisión,
juicio o recuperación del arte del Siglo XX. Pongamos un ejemplo muy de moda en
los últimos años, la exposición revisionista, preferentemente de renombrados
creadores, de los definidores de trayectorias, de los mitos de la revolución
estética.
La exposición se ha convertido en el método de
reformulación y relectura favorito del arte del pasado. En ella se proyecta no
ya el gusto o el atractivo público, sino la versión del curator, de las entidades patrocinadoras y de las instituciones
expositivas. La presencia de la obra expuesta, al menos en principio, presupone
la renuncia al peso subjetivo de la interpretación crítica, ofreciendo por el
contrario, el trato vis a vis con la obra. Qué duda cabe de que esto es una
mera formalidad, un método como otro, pero, dicho sea, suficientemente exitoso,
atractivo para la cultura de masas, y de empresa, y por supuesto algo más
alejado de la cargante propensión bibliófila de los especialistas.
Picasso.
Dos exposiciones.
Es uno de estos casos, como no podría ser menos,
Picasso. Dos exposiciones, o en rigor la misma, sólo que en dos sedes distintas
y, posiblemente, con sesgos distintos también. La del Museo Picasso en París, que
se ha desarrollado entre Octubre de 2017 y Febrero de 2018, con el título de Picasso, 1932. El año erótico. En
Londres la segunda, en la Tate Modern, ésta bajo el subtítulo de 1932, amor, fama, tragedia. La
exposición, no cabe duda, pretende revisar la figura creativa de Picasso, y se
lanza para ello sobre un año al que se convierte, por lo que quiera que sea, en
determinante de la interpretación, es 1932.
Como ya rezan los títulos de la exposición, la
muestra se encamina en direcciones sutilmente diferenciadas. En París se ha
destacado la efervescencia vital de Picasso, no ya por esas fechas tan
señaladas, sino en esa capacidad genial que es inherente a su personalidad, de
representar lo profundo con el simple trazo. Como si el trabajo de 1932 no
fuese, al menos del todo y en exclusivo, el resultado de la situación
biográfica y humana de un artista, sino la mixtura de sus percances vitales y
de su genialidad. La exposición persigue pues el día a día del pulso creador en
esculturas, pinturas, grabados … Así, hasta un año completo de palpitante
pintor español, un año de genio enfervorecido. La londinense, pretende poner al
espectador cara a cara con múltiples obras, pero preferentemente con algunas, en
especial los impresionantes retratos de Maria Thérèse, de manera que el público
llegue a la vida personal, por donde se pretende desnudar el mito artístico de
Picasso, revelando así al hombre y al artista en su compleja riqueza.
Matices,
siquiera bien sabrosos.
No, no son sólo dos artistas para el
XX, es decir, no se trata únicamente de reducir toda la creación de cien años a
una genialidad, a una causa-sujeto, a un creador. Tal que sólo un nombre
pudiese representar y amalgamar todo lo que el siglo diera de sí en materia de
arte, de eso que llamamos arte. En realidad se trata de dos perspectivas distintas
sobre la idea de arte, dos perspectivas muy diferentes personalizadas en dos
magos de la poesía: Duchamp y Picasso. Tendríamos de un lado el concepto que hace de
la materia plástica un elemento prescindible, maleable, permeable. De otro lado
la capacidad evocadora, sugestionadora y matérica de la creatividad picassiana.
Ambos, Picasso y Duchamp vendrían a disputarse el siglo, el arte. Como si tal
cosa fuese con ellos. En verdad, se ha personalizado en los dos artistas dos
tendencias ínsitas en el despliegue y pluralidad de la Historia del Arte:
aquella que atiende a la forma y a la materia, a la expresión, a la obra, y
aquella otra que atiende más al concepto, a la intuición, al calambrazo
poético, a la revelación intuida. ¡Qué duda cabe de que ambas son
complementarias, necesarias, y, llevadas al extremo, fronteras necesitadas de
la creación! Ni habrá conceptos sin soporte, ni tendrá interés el soporte sin un
espíritu que lo insufle.
En
rigor, lo que ha ocurrido es que dos tendencias hermenéuticas, dos metodologías
críticas, han venido a encontrarse, y a enfrentarse, en el siglo de la
revolución plástica, en el siglo de los ismos. En herencia queda reflexionar si
los distintos movimientos de vanguardia son necesarios para dar expresión particular
de un determinado contenido, más valioso y más real, o son independientes del
mismo, lenguajes distintos con distintos comunicados, en cuyo caso, el ismo
correspondiente no es sino una mera excusa de la creación, de la inteligencia
que genera una nueva realidad.
La
deriva creativa de los últimos tiempos, entregada a lo efímero, a la acción, al
comunicado, a la transparencia del sujeto creador o al concepto, ha
revitalizado la figura de Marcel Duchamp y de la poesía inteligente. Las
exposiciones sobre la figura de Picasso que ahora cunden, marchan en el otro
sentido, tratan de rehabilitar al sujeto apasionado, “circunstancializado”, al
hombre que se deja el ser en la materia, al demiurgo sensitivo e irresponsable
que metamorfosea lo que toca. De ahí también el éxito de los caminos mixtos,
sea Dalí, Warhol o los gerifaltes del expresionismo abstracto.
En
el fondo, estamos en las mismas. Picasso y Duchamp vinieron a domesticar los
ismos, vinieron a usarlos en favor del arte, en sus dos extremos más valorados y reales, el de la sensibilidad y el de la inteligencia. Difícilmente se puede
mostrar de manera más eficiente que el arte es una cuestión de
sensibilidad inteligente en la que no sólo se genera realidad, puesto que usa y
necesita de esa realidad.
1932.
El año.
Picasso tiene 50 años y vive "recluido
creativamente" en el Castillo de Boisgeloup cerca de Gisors. En el desolado
castillo la obra se acumula azarosa e interrogante, envolviendo el mundo de su
creador de la excitación de nuevas necesidades formales. Picasso busca.
De
hecho, entre 1930 y 1936 realiza la denominada “Suite Vollard”, serie de
grabados en estilos variados que en el fondo guardan la unidad de una
personalidad que reúne la creación y la vida; cuanto hace,
piensa o siente queda impregnado e indeleble en lo hecho, la obra. La gran preocupación
es la realidad y su relación con el lenguaje plástico, sin duda, y Picasso es
bien claro que se está planteando cuál es el papel de la figuración en un
momento en que la abstracción (o la disolución) parece el reto insalvable a toda plástica. En este
papel figurativo, la mujer, la naturaleza, o el propio creador (asociado a la
imagen del minotauro) tratan de transubstancializar el papel innovador. La
realidad se hace plástica realidad.
Tampoco es que Picasso viviese aislado sobre su
propia biografía. Por ejemplo, no podemos decir que no estuviese preocupado por
la situación española. En 1931 se había proclamado la República, y si bien
Picasso ha sido catalogado como partidario de la democracia, y defensor del estado
constituido, hay quienes lo pusieron del lado de la monarquía, o quienes como Kahnweiler
señalaron su carácter apolítico o a lo menos, fronterizo en cuestiones
políticas.
Para las fechas tampoco podría soslayarse la
extraña relación que el pintor malagueño sostiene con el Surrealismo o con
algunos de los surrealistas. En el Cabo de Altir, en la Riviera francesa, donde
solía pasar algunas temporadas, Picasso había contactado con el grupo de
surrealistas que a la postre iban a refrescar la capacidad simbólica, onírica,
sugestionadora de sus dibujos, pinturas y esculturas. La obra transgredía más
lo formal en busca de lecturas profundas, sugestivas y evocadoras. Y no sería
aventurado decir también que la capacidad ensoñadora e imaginativa de Picasso
iba de la mano de la degradación de su matrimonio con Olga.
De hecho, en 1933 las esculturas habían llamado la atención
de Breton que, en Minotauro, les dedica
un artículo. Las enormes cabezas de mujeres, realizadas en yeso a que se hace
referencia, están en relación temática con los grabados del El taller del escultor, y sintonizan no
poco con el onirismo y la temática sexual que centraba a gran parte del
movimiento surreal. Dichas cabezas están presentes en algunos de los grabados
de la época. Julio González afirmaría que todo el misterio que envolvía la obra
picassiana residía en ellas, que eran la expresión más acertada del acervo primitivo,
en una clara deriva hacia la condición táctil del volumen plástico. Tengamos
presente que aquellos años fueron tiempos de estrecha colaboración de Picasso con
el escultor Julio González. Esta emergencia de la condición táctil responde al
reclamo de una nueva sensibilidad para con la obra, en un impulso de regresión al
sentido de los sentidos. Nunca mejor dicho, Picasso estaba a flor de piel. Y en
este plantel artístico, en esta efervescencia creativa, dos mujeres. Aquella a quien
rehúye, su esposa, Olga, y esta otra que llegaría silente, queda pero
apasionadamente a su vida, María Teresa, desde 1927.
No sabremos si acertadamente o no, Pierre Cabanne
ha hablado de la doblez destructiva y constructiva de sus pinturas, paralela de
su convivencia con ambas mujeres. Como si en su biografía no quedase al crítico
otro recurso que hilvanar los dos elementos, el arte y la mujer sometidos al impulso
voraz del creador. Un tópico en el que se ha hecho reposar no ya la
personalidad, sino la capacidad creadora de Picasso: la capacidad de generar y
de destruir. “Si los dibujos y pinturas del año 1932 -dice Cabanne- no ocultan
nada de la anatomía eurítmica de Marie Thérèse, también informan, con el
tradicional impudor del Ogro, el placer con que se sirve de ella …”. Picasso se
iba quedando en la obra al desnudo.
Mucho, mucho de esta reflexión hay en las
exposiciones enunciadas, en que los cuadros estrella, la mujer durmiente, la
amante, encarnan una sexualidad primitiva. La posesión y la absorción de todas
las energías hasta el agotamiento en la plástica y en la vida. Abrimos en canal
así al Picasso de una novedosa “época de curvas” que, también, tenemos que poner
en conexión con la fuerte competitividad por la primacía pictórica de París, y de
la Vanguardia. En efecto, la pasión creadora no sólo le lleva a tomar todo
cuanto envuelve su sensibilidad y le hace vivir y dolerse, hay también una
competencia larvada y letal con otro gran creador, que viene a ser fundamental,
Matisse.
Matisse. 1932
La tendencia de Matisse, desde la década de los
años 20, es la de un proceso de simplificación de su obra pictórica y escultórica,
en el impudor de la línea lírica y de la morbidez curvada. El color, la curva,
la mujer como tema, se convierten en constantes de su trabajo y de sus
experimentaciones. La rotundidad de las formas, la elementalidad de las mismas,
la sensualidad buscada, confirman un proceso que atañe a una
sensibilidad primordial pero refinada. Las esculturas, igualmente se entregan a
las formas esféricas, a los añadidos en una plástica aditiva con concesiones al simbólico subterfugio sexual. Frente a la
planitud que caracteriza su pintura, en esa explotación de la elementalidad
sensitiva, las esculturas manifiestan mayor interés por el volumen y la
tactilidad, sea el caso de sus desnudos echados o algunas de sus denominadas “Venus
de la concha”, obras cercanas al año 30. En pintura es la época de los grandes
desnudos, o de la danza, de la sensualidad curvada en las creaciones posteriores
al 28.
Picasso
visitaba sin duda el estudio de Matisse y frecuentaba las tertulias con el pintor. A la
par de la admiración nacía en él una sana competitividad. Creo que gran parte
de este lirismo sensitivo de Matisse está digerido y personificado en las obras
pictóricas del Picasso de 1932.
Si
observamos el retrato de Marie Thérèse, de 1932, hallaremos fuertes concomitancias,
no ya la curva, ni la erótica, también el cromatismo o los fondos geométricos,
el enfrentamiento de la mujer al espectador. En 1931 se hizo una retrospectiva
de Matisse en las Galerías Georges Petit. Como iba a ocurrir con Picasso, se le
presentaba como un imprescindible de la escuela parisina (las galerías no se rebajaban
a cualquier cosa, iban precisamente a los consagrados. Como Matisse, Picasso hacía
reconocimientos también en Nueva York, “Las abstracciones de Picasso en el Museo
de Arte Moderno”. De otro lado, manifestación del valor consagrado, se vendían
con facilidad las obras de la etapa rosa y del cubismo. Tal éxito contrastaba
no obstante con la crítica negativa, por ejemplo de Blanche en L´Art Vivant, en un extenso y desmitificador
artículo.
Inventarse
otra vez o vivir de nuevo.
Asumidos los éxitos y vertidas las primeras
críticas a la trayectoria estética de Picasso, o a cuanto ésta podría significar
de cara a la contemporaneidad, llega el momento de formularnos la pregunta incisiva,
la razón de ser del año 1932, la cuestión esencial. ¿Qué hay en Picasso antes
de 1930? Porque a lo mejor, 1930 es el primer después, un primer punto de
inflexión en la biografía artística del Ogro que se hace notar en el 32. Un
pliegue radical de su vida que podría marcar un antes y un después, porque tal
vez se trate del pliegue, de una arruga demasiado consciente, muy vívida. ¿Qué
hay en realidad en la turgencia vital de Picasso?
Hay
sin duda lo de antes, reconocido y valorado, que ya está más allá de ser una
razón plástica meramente destructiva y revolucionaria bajo la firma del
heterodoxo español. Antes de 1930 puede ocurrir que Picasso se haya destruido a
sí mismo, en una suerte de febril inconsciencia creativa. Es otra cosa después.
Como si el artista hubiese de recoger todo ese pasado. Y efectivamente, da la
impresión de que nos encontremos ante el autorreconocimiento de un artista
proteico, inventor, de un transmutador del horizonte del arte que paradójicamente
empieza a buscarse. En 1926 ha trabajado con obras de grafismo decorativo, como
en El taller de la modista, un
lenguaje que también había llamado la atención de Matisse. Pero Picasso además,
prolonga sus experimentos tridimensionales y no abandona la escultura,
aplicándose sobre el volumen, al mismo tiempo que ensaya pinturas derivadas del
cubismo sintético, como Estudio con
cabeza de Yeso, de 1925. La pintura, y la escultura, pueden en su caso
asumir experiencias surrealistas, sin entregarse plenamente a la sobrerrealidad,
como si fuese movimiento de excusa al que tomar unas cuantas notas. Puede que,
por el contrario, sus creaciones convulsionen en una fuerza abstractiva, como ocurre
en El beso, de 1925. No es esto todo
Picasso, tenemos la tendencia realista, o el clasicismo formal de Paulo como arlequín, del 24. O en esa
línea clásica pero ya monumental Gran
bañista y Dos mujeres corriendo en la
Playa o La flauta de Pan, de
1922. Una concesión al poderoso músculo miguelangelesco, un fruto de su
estancia en Roma, un voto de confianza al absoluto clasicismo.
La
veleta de Picasso se había movido según la necesidad y el capricho; como una
excusa mecánica e instantánea. Un poso largo iba quedando en el fondo de su
actitud vital de niño creador. Picasso estaba preparado para el reto.