Se ha inaugurado recientemente "El papel de la Movida", Museo ABC
, exposición -indagación en realidad a través de obra sobre papel- que recrea aquella magnífica década, los 80, en Madrid, el movimiento cultural, o contracultural, que persiste en no ser enterrado. Evidentemente asistimos a la dispersión de la creatividad por ámbitos muy distintos de la edición, la plástica, la música, el cine, la moda, la vida social ... expresión sin duda, más que de un cierto programa, de una cierta fiebre que el tiempo, la crítica después, han ido tejiendo.
Entre los modistos, pasa desapercibido, apenas intuído, Manuel Piña. No se trataba desde luego de hacer un monográfico sobre su persona, pero tal deslizamiento vale para reivindicar el carácter fronterizo de su obra, la trascendencia de la misma más allá de las vicisitudes de una movida; el hecho de que tal vez la Movida consista en la posibilidad de ser trascendida por las personalidades más relevantes que en algún momento de su biografía se vieron implicados en ella, sea el caso también de Almodóvar
Con el fin de rehabilitar esta corriente fronteriza y trascendental que deja a la Movida en lo que debería ser, un simple gesto, LAS MIL QUIMERAS recupera un artículo del Crítico Manuel Gallego Arroyo que salió a luz allá por 2007 para dar la bienvenida al MUSEO MANUEL PIÑA, existente en la Ciudad de Manzanares, pueblo natal del diseñador.
INTRODUCCIÓN A LA ESTÉTICA DE MANUEL
PIÑA.
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Manuel Piña (1944-1994) |
EL CONTEXTO: EL
CONTRASTE. (A modo de entrantes).
Algo de “telurismo”.
El
lector podrá imaginar con facilidad ese contraste, con sólo ponerse en la
situación de intuir qué es lo que separaba, en los años sesenta, un poblachón
manchego de la incipiente urbe madrileña. A uno se le tienen que quedar los
ojos como se le quedaron a Antonio López García cuando pintó a Emilio y
Angelines en el entorno del crepitante Madrid.
Justo por las mismas
fechas llegaba Piña a la gran ciudad, como muchos otros manchegos condenados a
vivir el contraste o esperanzados en vivirlo.
Esto del “contraste”
no es una apreciación gratuita, tiene bastante de sentido, un sentido que ayuda
en mucho a explicar las vicisitudes del que llegaría a ser gran diseñador. Es
que Piña no iba sin bagaje, se llevaba impresiones profundas, tremendas, que
rebrotaban una y otra vez cuando paseaba sus raíces, sus recuerdos, sus mozos
años: “...mi pueblo era rudo, crítico, cargante –dirá en 1991- Lo vivían y lo
viven –hablamos, insisto, de 1991- unos hombres que sudan mucho para trabajar
la tierra en verano. Y el frío les cala los huesos y las entrañas en invierno
...”. “Tipismo” indeleble con el que se quiere repiquetear sobre la “dureza de
entrañas” del lugar de que se partió y que nunca se abandonó.
A propósito de las
mujeres dice en el mismo texto: “Mujeres, y mujeres enlutadas siempre, los
lutos por un tío eran de dos años; por los padres, de seis a ocho años, y por
el marido o por un hijo, las mujeres manchegas, fuertes, claras y duras, se
cubrían el rostro con un velo negro de tristeza transparente y el cuerpo con
telas negras y mate como la noche ...”
Lo que revivía en su mente Piña era
el “telurismo”, lo telúrico, esto es, esa misma entraña del paisanaje que un
Alberto o un Palencia ya habían buscado a inicios de siglo en el paisaje como
su máxima expresión y que vertieron en cuadros y esculturas. Un “telurismo” que
irá virando, desviándose y volviéndose del revés en la burla que es el cine
almodovariano.
Lo telúrico también
salpicará la obra de Manuel Piña. Pero para hombres como él, para su
generación, la tradición era una herencia que había que traicionar, en cierto
modo, la única forma de rehabilitarla, o de odiarla. Para ello había que
contrastar, si, contrastar con lo moderno, con lo nuevo, con “lo progre”, con
lo que era y representaba Madrid, con la Moda.
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Alberto Sánchez: Mujer Castellana. Bronce. (Ejemplo de telurismo) |
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Vanguardia y diseño aplicado a la tela tradicional manchega. (MUSEO PIÑA) |
Entre industria y diseño.
Pero el salto a la moda no es
fácil, que es largo camino. Antes que diseñador, Manuel Piña es un industrial,
o mejor que industrial, un artesano. Durante los 70 es dueño de un pequeño
taller de punto; acontecimiento éste que será crucial. Primero porque le
obligaría a ponerse en la órbita de lo posible en cuanto a confección,
innovando. Después, porque buscando esa
innovación, esa modernidad, tendría que tensar las posibilidades del punto como
penda. Y por último, porque al tensar las posibilidades de manufactura tan
tradicional, el punto como prenda de vestir femenina, descubrirá el cuerpo de
la mujer como un soporte expresivo, como excusa creadora. Desde este momento,
la mujer queda vinculada al acontecer de los nuevos tiempos, a la modernidad.
No había que dar mas que un paso para acabar demandando una mujer moderna, y
esto ya no es cualquier cosa, esto es nada menos que hacer diseño. Se
columbraba así, al llegar los ochenta, al Manuel Piña diseñador.
Esta vocación de
“crear” modernidad le impulsó a buscar, vehemente, por los desfiles de moda más
afamados de Europa, en una descompuesta actitud autodidacta. Cuando al fin
consiguió vivir desde dentro el espectáculo de la pasarela, el camino se reveló
expedito. “...Vi su fondo, el fondo que quería transmitir. Equilibrio, una
agresividad tranquila y transparente como el agua en calma, pero tal fuerza en
sus movimientos que aquellas mujeres me parecieron sirenas blancas del Olimpo”.
El equilibrio, la
agresividad tranquila, las nuevas sirenas blancas del Olimpo, hasta entonces
reservado sólo para dioses. Lo que Piña quería era diseño. Diseño, si, pero una
relación ambigua con ese diseño. Piña no era un buen dibujante, aunque llevaba
sobre sí la experiencia del industrial, del modisto (palabra de la que gustaba
muy poco) y sobretodo del innovador, del hombre que quería hacer la modernidad;
diseño, para él, no era dibujo, era, eso, ideación.
No está de más,
llegados aquí, allanar el monte para ver qué se cocía en el Madrid de aquellas
fechas.
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Colección septiembre 90. (MUSEO PIÑA) |
La Movida.
Los ochenta suponen un punto de
inflexión en la cultura española. De un lado la tierna democracia, después de
alguna crisis, iniciaba su proceso de normalización política y el Partido
Socialista llegaba al poder. De otro emergía la joven creatividad española en
una suerte de revitalización que tendrá su eco allende las fronteras incluso.
Son buenos tiempos, muy buenos, para la creación. Y Madrid lo vive con
desmesura, convulsa, sin límites. Era el resultado de un bienestar generado por
la confluencia de intereses entre cultura, medios, aparato estatal y empresa.
Ese volcán creativo ha sido conocido como “la movida madrileña”, la Movida que más que nada fue
sacudida nerviosa del lastre del pasado, estremecimiento vital y festivo, no
exento muchas veces de mal gusto, y cuyo imperio, paradójicamente, sirve de
muestra aún hoy: música, plástica, cine, literatura, moda y sus híbridos.
Empezó a barajarse el concepto de “posmodernidad”, ciertamente sin saber muy
bien a qué se hacía referencia. (De esas tintas ha quedado por ejemplo la idea
de que Piña vistió a la mujer posmoderna de los ochenta: solemne tontería), y
bajo ese concepto iba toda una baraúnda heteróclita de entes, creadores,
patrocinadores e ideas: Alaska o Pérez Villalta, Almodóvar o Rock Ola; la Cascorro factory, Pérez
Mínguez o Radio Futura; Ouka Lele, Mariscal o el Chochonismo ilustrado. La Galería Sen. Toni
Alvarado. No fue otra cosa que una explosión de cultura, cierto, e incultura
urbana que encumbró a Madrid. Era la ola de la modernidad, esa que aún espejea.
En esa ola iba Piña de la mano de la moda.
A
Manuel Piña le llegó el hambre de diseño, pues, justo cuando la política
cultural lo demandaba. Y como a él, a otros. Así es como surgió esa agrupación
de nombres dedicados a la Moda
que lucharon por dar a conocer y darse a conocer en un diseño “Made in Spain”,
diseño que se pregonará bajo el epígrafe “Moda de España” y al que la propia
administración dio viento: Toni Miró, Francis Montesinos, Jesús del Pozo, Pepe
Reblet, o Adolfo Domínguez bogaban en ella.
Es
también el momento de la internacionalización. Algunas de sus colecciones se
dan a conocer en EEUU, Japón, Francia, Italia o Alemania. Gustaba esa suerte de
innovación y modernidad de los entretejidos de punto (que eran el historial
Piña, la carta de presentación de aquel taller artesanal del que partió), de
las mallas de algodón, de los cueros trenzados, que despertaron el sopor de
pases y revistas, no menos que su mezcla con lo racial y lo castizo, el
turbante a lo bandolero, “el faralae”, o la capa española.
Es verdad que su
primera colección se había dado a conocer en el Liceo de Barcelona en 1979,
pero fue a partir de 1982, cuando su famosa presentación en Madrid, en la carpa
del Circo de los muchachos, lo ponga en lo alto del diseño de ropa, allí donde
siempre había querido estar. En este sentido, la Pasarela Cibeles
se convertiría en su mejor escaparate.
Así salió adelante, ciertamente
entre bandazos, el sueño de un diseño “made in Spain” en el que Manuel Piña
puso “la pasión” y en el que, es cierto, aquella movida madrileña jugó una
papel interesante, al menos desde un punto de vista contextual. A este respecto
citemos algunas consonancias.
No era extraño que
los artistas plásticos trajeran a colación lo castizo, lo folklórico para darle
no poco de POP, no poco de Kistch y a veces no poco de Punk. Con traer esto
traían dos cosas, de un lado sometían a vejación cierta “España cañí”, al
tiempo que la realzaban: la serie del Chochonismo
ilustrado, del Grupo COSTUS; o Pepi,
Luci, Bon y otras chicas del montón, película de Almodóvar, abundaban en
ello. En el trasfondo se trataba de una reflexión sobre las convivencias de
tradición y modernidad, como demuestra que los barrocos faralaes de las
pinturas de COSTUS fueran versiones de las flamencas muñequitas gitanas de
Marín, como lo fueron los remates de esos deslumbrantes vestidos de Piña en
macramé.
De otro lado se oponían
a cuanto podría haberse consagrado como bello estético y como modelo de
elegancia en las generaciones precedentes. Así, no puede entenderse el nuevo
diseño de Piña sin, por ejemplo, la oposición a cuanto Balenciaga había
consagrado.
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Grupo COSTUS |
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Colección Primavera-Verano 88, Manuel Piña. |
Mujer.
La Movida
tuvo sus versiones humorísticas de la más cutre y chabacana tradición, aunque,
cierto es, la rehabilitaba. Al mismo tiempo la exponía en convivencia de las
nuevas tendencias de urbanidad. Entre estas nuevas tendencias descollaba como
rutilante estrella una liberada mujer, mujer que sin dejar de ser el patrón de
una raza, se hacía moderna e innovadora. Sobrevivía así, en cierto modo, lo
telúrico en la carne trémula de los nuevos tiempos.
Esto, que es un
difícil ejercicio de equilibrio entre extremos, lo ejercitó Piña mediante la
armonización de la agresiva curva, por el “ceñimiento” al cuerpo, y la
sobriedad arquitectónica de las líneas de diseño; el folklore se entregaba por
su parte en pequeños toques, a base de pinceladas.
Bien pueden servirnos
de ejemplo de lo que llevamos dicho estas palabras, tan reincidentes en el
tópico: “A esta mujer de Piña, curvas raciales y modernidad, en un equilibrismo
casi imposible, se la rifaban las revistas femeninas de todo el mundo y hasta
dio lugar a muchas tendencias internacionales que chuparon de esa “Carmen”
hispana, un poco gitana y un poco reina, misteriosa y castiza, profesional y
lúdica, pecadora y santa, hermética y sensual, acariciada por un latigazo de
punto al cuerpo”.
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Fotografía de Vallhornat, para presentar la Colección Otoño-Invierno 86-87 |
En fin, que Piña
descubrió a la mujer allá por los 70, y descubrió luego, ahondándola –lo que le
hizo más adivinador que propiamente diseñador- lo que aquella mujer quería ser.
Acaso su gran virtud, fue esa, ser adivinador.
En su afamada Carta a la mujer
española del año 90 confiesa Piña: “... Y comenzó mi misión y mi gran amor. Me
hice cómplice de la mujer y jugué a su ritmo y a su pausa, la desnudé y la hice
fuerte, soberbia y superior. Pero cuando casi estaba conseguido me pidieron que
les hiciese distintas. Que esa “igualdad” con el hombre no les interesaba
demasiado. Y como un piropo siempre fue un piropo, la mujer me habló de cambiar
su estética ... y comenzó a ser sensual, insinuante y sutil ... Mi mujer quería
seducir al hombre nuevo. Y yo tuve que hacer a la “nueva mujer española”. Arraigada
a su tierra, sus costumbres y a sus hijos, pero consciente de que el siglo XXI
estaba cerca y había que estar preparados para abrir nuevos caminos. Pasaron
los años y mi mujer ha madurado por dentro y se ha endurecido por fuera. Ahora
ya conoce la estética de las pasiones altas y bajas. Sabe que la ropa apenas
cuenta. Que lo importante de la imagen es la pasión y el equilibrio que una
mujer desprende ...”
La carta es en
efecto, una carta confesión. En sinergia con el sentir de la mujer, distingue
tres momentos en los que podría dividirse su actividad diseñadora a lo largo de
los años 80: la mujer fuerte que conquista la igualdad; la mujer que se
enriquece con la sensualidad sin renunciar por ello a la tradición; la mujer
endurecida, madura que ya puede prescindir del diseño de ropa, del diseñador.
Atroz confesión que es también la confesión de su paso por la historia de la Moda, desde la desatada
euforia creativa cuando la administración se volcó en el proceso del diseño y
todo fueron facilidades, hasta el desasosegante momento de la desilusión y el
tedio, cuando esa misma administración se desentendió del asunto. Aunque la
mujer ya había madurado, y esta maduración suponía, en fin, el final del diseño
de Piña: en el fondo una exhaustiva vivencia, y es que su contexto vital fue el
contraste en la evolución de una mujer.
LA ESTÉTICA DE
PIÑA. (Plato único).
Los elementos. El
principio.
No, no son conceptos sobre los que
soportar una matemática o una física. Son los elementos, elementos físicos, eso
sí, notas tangibles de su diseño, de sus vestidos. Son el principio. A veces
son la molécula primera a partir de la cual crecer la prenda como una
reiteración, y si no, el elemento distintivo, el elemento detalle, el elemento
poético; puntos, vértices, ondas, redes, nudos, cuerdas: son la física, lo
físico sobre que ir elaborando, el principio desde el que elaborar, lo físico
del proceder en el diseño de Manuel Piña. No mediante el dibujo, sino por
constitución a partir de elementos, de estos elementos, es como surgía la
indisoluble mística: unidad del tono general de la prenda redefinidora del
cuerpo, y del carácter distintivo y constituyente del tejido; lo táctil de la
prenda.
Diseño es, pues, ir
construyendo, ir dando de sí el tejido, la prenda, la materia prima con el fin
de recubrir, de crear una arquitectura. Esto ocurre, cuando al diseñar, falta
el dibujo, cuando sobra la idea, cuando no todo es arquitectónico.
Ya se dijo que Piña
nunca basó su proceder en el dibujo; si lo hizo, fue a modo de excusa, de una ocurrencia
precedente, más táctil; su diseño era, en efecto, sensual, epidérmico, matérico
... a roce de piel, era por lo tanto y la más de las veces tacto, o contraste
entre lo visual arquitectónico (la idea general) y lo netamente sensible, su
capacidad de impresionar la vista, de dar videncia a la materia. El de Piña era
un “diseño sentiente”.
Un diseño sentiente.
Al hallar esos elementos físicos, al
trabajar desde ellos, se eliminan dos extremos de la Moda. De un lado el
“disegno” puro, el diseño que se genera desde la línea; el dibujo que se
convierte en proyecto pero que es desnudo, vacío, frío ... desapasionado. Del
otro, la idea de Moda como recubrimiento, vestimenta nada más. Concepción del
vestir que afianza la industria. Es la ropa como material, como inercia que
acaba por caer, bruta, sobre el cuerpo, también sin alma, sin pasión.
Insistimos, Piña fue
el “diseñador sentiente”, el hombre del “diseño sentiente” que como nada trató
de expresar su célebre corolario “La moda se lleva, el diseño se siente”. Ahí
reside precisamente su fuerza, en que ese sentir es táctil, requiere de unos
elementos sustantes, físicos que se extienden sobre le cuerpo de mujer como una
segunda carne, como una segunda piel sin renuncia a ser vestimenta, tejido,
materia (recuérdese ese vestido de tubos de plástico rellenos de lana de la
colección de Septiembre del 90); que otras veces buscan la impresión visual del
detalle ... En el primer caso, punto, redes, nudos ... en el segundo vértices,
cuerdas, ondas. En efecto, el diseño se siente, no es proyección, es sensación,
no es un hecho mental, es un hecho pasional, y este es su principio.
Los vestidos cortos o
largos de macramé. Los de retor crudo. Los trajes de blonda, la lana mohair,
todos hablan al tacto, hablan de epidermis, de sensaciones a la piel, su
principio es la construcción a partir de la reiteración del detalle que se
extiende, que crece como escama sobre el cuerpo.
Esas mismas blondas
acaracoladas, los puntos de seda, pasan por el impacto visual, un impacto visual
no arquitectural, sino matérico, más sentiente, más de impresión: una
visualidad, paradójicamente táctil, que acaba por llevarle al charol y a las
pieles de serpiente, y nunca con la exclusividad de la impronta visual pura.
En los más de los
diseños, Piña no vistió a la mujer, la acarició y levantó entorno de ella la
pasión de las caricias.
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Colección otoño invierno.90 |
El color.
Hay
sobre todos los colores uno poderoso, enigmático. Es el color hermético, el
color de la expresión del rostro que es la del alma, el color de la elegancia,
el color que tenía que ser la ausencia de color, el no hay color de los
colores. El negro. Con él, se sustrajo Piña también a lo evidente; con él, en
esa mujer ya madurada de finales de los ochenta, reabsorbió la elegancia
tradicional y modeló todo un mundo de insinuaciones novedosas. En ese sentido
el diseñador podría pasar por un nuevo romántico y un tradicionalista –si
quieren un racial- pues retornó al pasado, retomó lo castizo, retomó, si,
ciertamente el negro de la elegante historia española para crear algo más que
sombras.
No es extraño que
algunos hayan enfocado así el asunto: “Aunque manchego, Manuel Piña tenía ese
sentido festivo de la tragedia que airean los pueblos del sur ...”
Pudiera ser; lo que ocurre es que cuanto pretenden esos diseños que absorben el
negro, es no ser sólo lo que se ve, ni resultar pasionales a lo Merimé, a lo
folklórico procesional, no. Como romántico es incorporar tocados tradicionales,
o la capa española, o la sumisión íntegra de la vestimenta al negro, con una
finalidad, recrear en la feminidad a la heroína marginal que rodeada de la
calma chicha se ve obligada a remar. “Romanticismo”, es decir, esa veta
romántica que muchos llamaron racial se transforma en un romanticismo vital.
Romanticismo.
Otra
vez el triunfo sobre cuanto está a la vista: hay que decir más de lo que se ve,
pero no insinuando, sino yendo al alma, al baluarte de la pasión, a lo
profundo.
Esa veta descolló
especialmente en la
Colección Otoño-Invierno del 86-87. En efecto, en
colaboración con el fotógrafo Vallhonrat, descubrimos aquí otro modo de
expresar la “pasión” que el tan cacareado y destacado por los críticos (el
racial, el folklórico) Sentir éste que nunca se dio solo ni aislado, que
siempre portó mucho de la fina sensibilidad de lo romántico, de lo exótico.
Difícil es entender a Piña, también, sin el exotismo; de ahí esa solvente y
extrema colaboración de complemento tradicional, de negro y de romanticismo.
Las prendas de Piña se ven a medias porque trasladan, llevan a un lugar otro,
eluden la vestimenta misma. Y quien quiera que siga la trayectoria de
Vallhonrat –Premio nacional de fotografía- descubrirá que, resulta curioso, lo
que menos le ha interesado ha sido “retratar”, precisamente, la Moda; interesa eso, el poso,
lo último, lo otro que la vestimenta, lo que se viste en realidad ...
llamémoslo alma o llamémoslo pasión, pero no se confunda ni con lo folklórico,
ni con lo castizo, ni con la pasión de Carmen. Es la pasión por hacerse, esto
es, un cierto romanticismo vital.
El reconocido fotógrafo
realizó una serie de improntas en blanco y negro que como afirma Ana Gavín
multiplican las notas de “calidez, sensualidad y romanticismo para crear
diseños llenos de “fuerza y refinamiento”.
Arte para ponerse.
Otra
curiosa intervención de Piña sobre la idea de Diseño es la que hace al vestido
una superficie pictórica: el caso es que la prenda no sea sólo vestido, que sea
sentimiento, que sea símbolo, que sea arte y que no sea exclusivamente diseño,
ni exclusivamente industria.
Nos hallamos ante un fino
juego conceptual en el que la
Moda ofrece vida y movilidad a la pintura, y la pintura
expresión no meramente arquitectónica al tejido. Las rehabilitaciones de
tejidos pobres, como la arpillera, rehabilitaciones que podríamos bien llamar
“povera”, son un guiño a la vanguardia plástica, en una suerte de connivencia
con lo informal, con lo marginado, con lo rupturista.
No es de extrañar que
sus colaboraciones con el pintor Juan Gomila durante los años 1983 y 1984 (unos
trajes de retor), colección experimental que se presentó en Barcelona bajo el
título de “El algodón y el arte” diese la vuelta al mundo representando al
novedoso diseño español, y que fuesen de completo éxito, por ejemplo, en Japón
donde la onda y los “caracoleosos” faralaes despertaron admiración. Tampoco es
extraño que en esa oleada de modernidad y colorismo un tanto entre kistch y POP
que sacudió la movida, colaborase Piña con COSTUS, a la sazón equipo pictórico
del que él gozó sobremanera, especialmente con Juan Carrero, uno de sus componentes,
con quien completó un traje de novia. Ambos colaborarían hasta 1989, fecha del
suicidio del pintor.
No menos interesantes
son, en este sentido, sus colaboraciones con el también manzanareño y artista
plástico Alex Serna.
Con estos
colaboradores, con sus resultados, empujaba Piña la moda hacia el mundo del
arte, al tiempo, empujaba al arte a la calle, a pasearse, a salir, a vivir ...
Hoy en día, apenas nadie se lo puede discutir, Manuel Piña fue vanguardia, y la
de hoy, Moda que ha conquistado el estatus de Arte, le debe mucho.
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Diseño resultado de la colaboración con artistas plásticos. Gomila y Alex Serna. |
LOS DOS MANCHEGOS QUE
SE COMIERON MADRID.
(A modo de Postre).
Resulta curioso que en los ochenta,
cuando Madrid empezaba a sacudirse definitivamente esa carcoma de poblachón
manchego que lo roía y que siempre había sido, fuese también el momento de la
rehabilitación de Antonio López García en las artes plásticas –que culminaría
en los 90- y el momento de darse a conocer Pedro Almodóvar y Manuel Piña; los
dos genios autodidactas, llegados también del llano.
Una irrupción ruidosa
fue la suya sin duda. Pepi, Luci, Bon y
otras chicas del montón, Laberinto de
pasiones o Entre tinieblas
equivalían socioculturalmente a la “Moda de España”, no por la marginalidad,
no, sino porque supusieron un bofetón a lo precedente. Igual que Almodóvar se
alejaba del cine del último franquismo, incluso de ese hispanismo más novedoso
que pudiera representar Berlanga, los nuevos diseñadores de moda, Piña a la
cabeza, hacían del vestido muy otra cosa de lo que había representado
Balenciaga.
Almodóvar, Piña, contribuyeron
a reflotar el deseo, hicieron reverberar la pasión, le pusieron modernidad y un
toque urbano y algo kistch. Ambos trabajaron lejos, muy lejos de una visión
androcéntrica. Ambos idólatras por redescubrimiento de la madre, perplejos ante
sus orígenes, que siempre les hicieron sentirse constreñidos y perplejos.
Exaltados por una crítica que no dudó en colgarles el cartelito de “manchego”
–por algo sería-. Y fueron de los reyes de la movida más celebrados.
Es así y pese a ello,
con tantas similitudes y con tantos paralelos, como ambos conformaron sin
embargo estéticas muy distintas, bien distintas. Unas estéticas que hicieron
imposible (a pesar de los entrecruzamientos) su colaboración, que los
impulsaron a vivir de espaldas aun formando parte del mismo tinglado.
No es extraño que el vestuario de Kika corriera a cargo de Paul Gaultier,
ni que Chand, Armani o Sybilla vistiesen los personajes de Tacones lejanos., y que lo más cercano a Piña fuese en películas
precedentes (Matador, Entre tinieblas) diseños de Francis
Montesinos. En efecto, la tendencia estética de Almodóvar bien puede resumirse
en ese “hacer verosímil lo inverosímil” que tanto se ha pregonado a los cuatro
vientos. Hacer verosímil lo ridículo, lo estentóreo, dar la vuelta al drama y
ponerlo boca abajo. ¡Tan sanchopancesco ese torear con la comicidad, ese
mistificar lo que es distinto e incongeniable! Las heroínas de Almodóvar
navegan en el mar de la pasión sin rumbo fijo. Son personajes poseídos de las
circunstancias que no logran hacerse con las riendas de sí mismas; son seres
del pathos imposible ... son víctimas de la ley del deseo que andan entre
tinieblas, que torean no sabiendo bien por qué y que están al borde de un
ataque de nervios. A todas, las cosas les pasan; no hay más explicación. Sus
mujeres son mónadas vitales llenas de energía, pozos profundos, a los que su
sobrecarga energética, su misma profundidad no puede darles límites precisos
... son inverosímiles por supuesto.
Piña es el hombre que
apuesta por la mujer que se hace y que se ha hecho. Y es la mujer que se hace
porque se siente, no porque siente. De ahí que sus diseños vayan cargados de
“diseño sentiente”, de ahí que su mujer sea también una mujer patética, llena
de pasión, pero una pasión que se canaliza, que se conduce. La mujer de Piña si
es, realmente, una heroína, la heroína que se domina, que domina sus pasiones,
que se solidifica, que sabe lo que quiere, que madura, que se gusta ...
Dos estéticas enfrentadas, dentro,
sí, de un mismo orbe cultural, con unos muy similares orígenes y unos
componentes paralelos. Dos estéticas que se comieron Madrid, la Madrid ya gran urbe que
siempre dijo que eran manchegos.
Que aproveche.