EMPOZARSE EN LA ESCULTURA.
Vayamos más allá de la escultura. Prosigamos,
adelante, su viaje iniciático más allá del siglo XX. Transmutemos en cierto
modo, invirtamos. Desescultorizar la
escultura y no perder el sentido de su lírica emoción. La cosa, el ente, la nota
tangible de la materia; pero al tiempo su reconversión, su transubstanciación.
No perder la esencia escultural que es la contundente presencia ante el
espectador, y la capacidad de disolverse sin embargo. No se trata ahora de
hacer un lindo panegírico de estética albertiana, ni de defender, por encima de
todo, el volumen sobre la representación bidimensional de la pintura, asunto
que salpicó gran parte de la historia de occidente, desde el siglo XVI hasta el
XVIII. ¡Esa dichosa manía del clasicismo! Pero hablar de la obra de Cristina
Iglesias es hablar grosso modo -y no
tan a grosso modo- de la connatural problemática del hacer escultura. Es que la
escultura, tal vez junto con la danza, es la representación menos
representativa de las artes, y en tanto las demás artes luchan en cierto modo
contra la representación para mantenerse vivas, la escultura ha de luchar contra
ella misma para vivir y sobrevivirse. No
sigamos por aquí, sería continuar la senda del vértigo, de la teoría estética
hecha desde la nonada … así que desviemos el camino.
Mejor conformémonos con llevar la escultura un
tanto más allá. Quien conoce la obra de Cristina Iglesias (1956), Premio
nacional de artes plásticas, reconoce qué quiere decirse con eso de que se
mueven sus trabajos entre la forma
escultórica y la funcionalidad
arquitectónica, y que ahí, precisamente en esa dicotomía, radica su ir más
allá. Hay algo más grave en ella si cabe, y es que la escultura se torna
entorno. No es que haya un especial interés en generar interiores, no, no creo
que sea este el sentido de la –digamos- “muralidad arquitectónica” de su obra, eso
que ya pudo estar muy, muy de moda en la España de los 70. Lo que hay es un
especial interés en delimitar exteriores, en poner diques a la realidad, diques
estéticos.
Pero cuidado con estos diques, porque no son
ellos lo distintivo de esta obra. Los diques, celosías, planchas de relieves, los
espacios generados, cuanto hacen, no es segmentar, sino homologar una nueva
lectura de la realidad, del espacio en el que se aposentan.
Serra lo sabe y lo supo, pese a la desmetáfora
que el Museo Guggenheim ha supuesto en la lectura de su obra The matter o time. Y por eso, al hablar
de la escultura de Cristina Iglesias es inevitable referirnos también a Richard
Serra. Porque dentro de las diferencias, no son pocas las concomitancias, y
dentro de estas, sutiles las diferencias, tan sutiles que obligan a otra visión
del mundo, es decir, a otra lectura del espacio. Las de Cristina sí son
esculturas que merecen el encierro, el encierro museístico, porque viven ya el
desapego de la herencia del Land Art, y pese a que juegan con esta sensibilidad
en muchas ocasiones, han perdido ya la prerrogativa del paisaje. Pero dejemos ahora
este asunto de no poca enjundia.
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SERRA: Serpiente. Museo Guggenheim Bilbao//IGLESIAS: Brújula del Mediodía. Vitoria. Parlamento vasco. |
Como bien señala el crítico Javier Maderuelo,
hay en Cristina Iglesias una voluntad de hallar la “cualidad poética del
habitar que situamos por encima del mero acto de vivir. Sus esculturas son
cavidades que cubren y cobijan, que acogen poéticamente al espectador …”
No
sé si convendría decir que tal vez nos hallamos ante la idea de morada como
ser, la morada como estar, el habitáculo como delimitación parcial de la existencia,
como constatación de su posibilidad o como existencia misma. Algo así como el ethos del espacio, como su irreversible
puesta en conciencia, su habitud incluso. La donostiarra pone nombre al
espacio, le da un ser, lo hace singular, lo personaliza en la envoltura, que es
a un tiempo la de nuestra propia existencia, que se ve obligada a dialogar con
él.
Esta
constatación envolvente es sin duda una atribución poética, pero para que esta
poesía ocupe lugar, requiere no solo de la conformación espacial, del
establecimiento de diques y fronteras, requiere también de la decoración,
requiere de la forma caprichosa, de la representatividad, de la referencia, de
la singularidad extasiante que es el relieve, el relieve convertido en el
cierre de la manifestación de la metáfora. Y es que, prosigue en su afirmación
el crítico, estas delimitaciones
poéticas tienen una “cualidad metafórica”. Sí, persisten en una metáfora que se
constituye, según Maderuelo, a partir de elementos diversos que conviven en
afán de mestizaje y mixtura. [MADERUELO, Javier: “Espacio, imágenes y escritura
en la escultura de Cristina Iglesias” en Arte
y parte. Nº 103, pp. 6-23]. A decir del autor, estas singularidades
configuran signos, escrituras, jeroglifos que invitan más que a la lectura
–diremos- a la des-encriptación por parte del espectador, un descifrar que es
no lógico, sino mas bien sentiente.
Es evidente que en una filosofía del espacio
tal, la mirada se dirige hacia la periferia. Se mueve por esta; es la causa de
que el espectador tenga que orbitar, y leer. Esto siempre ha ocurrido en
escultura, no lo olvidemos, si bien ahora la mirada se expande, se torna
recorrido, evita la concentración. Si estimamos que la escultura, al menos la
escultura tradicional es concentración del mirar, a pesar del espectador
satélite, sí diremos que las esculturas de Cristina invitan a mirar entorno,
pero en el límite, pues el entorno ha sido limitado … ¿o no? Tal vez no del
todo, porque a veces invitan a mirar a lo hondo, y es, precisamente en lo hondo
en donde su escultura vive más de la ruptura, es más visceralmente
antiescultórica. Veamos sino el caso de esas Variaciones sobre Pozos.
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Espectador ante Pozo, Variación V. de IGLESIAS//BILL VIOLA: Emergencia. Video. |
El espectador mira hacia el fondo, ve perderse
el agua, borbotear en la superficie de la amenazante sima, y perderse el
líquido luego por el sumidero. Qué extraña sensación si comparamos estos pozos
con las imágenes de la emergencia líquida, de los pálidos y fríos cuerpos que
emanan en los videos de Bill Viola. Quizás nos hallamos en las antípodas de su
expresión estética, formal, al tiempo que en una sustancial coincidencia a
nivel semántico, de contenido. En efecto, emerge del sarcófago lo que está
oculto, se sumerge el agua hacia lo oculto. ¡Lo oculto!
Esta
es la condición del nuevo arte, ese ocultismo, que rompe con la ahíta
formalidad y postmformalidad de las vanguardias y de la posmodernidad, un
avance hacia el sentimiento, hacia la sensibilidad radicada en el cuerpo.
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Pozo. Variación V |
Como en los diques envolventes, los pozos
incorporan también la textura que exalta su materialidad. En efecto, las
cualidades adquieren una singular configuración aquí, especie de relieve de
huella del pasar erosivo, del sumirse el agua en lo hondo. Pozo no del renacer,
sino del transcurrir y del morir, del ocultarse.
El
mestizaje no obstante está presente, porque el pozo es forma. Al exterior un
cubo, cubo mínimo que guarda el sumidero. Dentro, sobre él, una sima, un ojo de
oscuridad que invita a escudriñar y a perseguir el fondo inaprensible e
intocable, a pesar de su valor háptico. Rugosidad, conformación, petrificación,
fosilización de elementos vegetales en la pasta escultórica o en el bronce.
Representación fósil, casi de tirbas, que ocupan los espacios como la
decoración vegetal ocupaba los espacios de la pureza estructural del gótico.
Nos
hallamos pues ante elementos iconográficos, curioso, en el sumidero, en el
pozo, en el desarrollo del viaje emprendido por el agua en el momento de
perderse, en su correr hacia la nada; representación en fin de la erosión y del
movimiento y de la huella que el movimiento puede dejar en el bronce, por caso,
en la vegetación que es su débito.
Sí,
algo de la técnica del bajorrelieve queda aquí, no hay duda. Pero es un
bajorrelieve decorativo, singular, arquitectónico más que escultural. De ahí
nuestra referencia al gótico, a la decoración de frisos y capiteles que ahora
se vuelven configuraciones murales.
Esta es la gran diferencia con la
escultura monumental de Richard Serra. En efecto, las grandes y trabajadas
planchas de acero corten, no se substraen al gozo de las texturas, la superficie
rugosa e irregular del acero, ni evita los juegos monocromos de los óxidos,
como elementos decorativos. No obstante se sostienen estos sobre un soporte
mínimo, mínimo aunque inmenso, casi diría tendente al sublime, que es casi
exclusivamente formal. Tamaña diferencia con nuestra escultora se aminora
cuando comprendemos la nominalización que del espacio hacen ambos creadores.
Establecen la morada. Diseñan incluso las sensaciones del espectador que
subyugado se obliga a recorrer, no ya con la vista –más en Cristina- sino con
el cuerpo, ese espacio. En el caso de Cristina invitando a tocar, a configurar en
una relación táctil con el entorno que, acaso, hace a su escultura más humana.
De ahí, tal vez la importancia de la luz, la incidencia de estas en las formas
decorativas. Una luz que en sus pozos es, precisamente, privación de luz.
Privación de recorrido. Separación fraudulenta del espectador, precisa marcha
hacia lo oscuro, no sé si hacia la raíz, pues raíces conforman el pozo.
Cristina Iglesias, en las Variaciones
sobre Pozos se torna más antiescultórica, somete a tensión extrema la
escultura, la sume en depresión y nos deja nada más un incierto relieve
petrificado que es su simple huella decorativa.