HUMOR entre lo típico y el tópico.
Filosofía del relato corto.
¿Qué es el relato corto? ¿Qué la “novela breve”, el “cuento extenso”? ¿Es
que esta distinción se debe a que en cierto modo el relato ha de ser extenso
para ser tal, y extensa la novela, breve el cuento? Llaman mucho la atención
estos adjetivos: “corto”, “breve”, “extenso”. En el fondo, acaso en el
trasfondo, lo que late es la tiránica Teoría de los géneros literarios. Si por
ella fuera, las novelas habrían de ser grandes
novelas, y el relato no más que una porción minúscula de esa macronarración. Y
el cuento, cuanto más cuento, esto es, cuanto más breve, mejor. A lo mejor,
como en casi todo, la culpa es del romanticismo, que echó cuentas de
gigantescas construcciones sentimentales, sociales, históricas y críticas. Esta
forma de novelar aún persiste, se desarrolla y reproduce, sí. Pero andamos en
tiempos de mestizaje y, además, son los nuestros tiempos algo irrespetuosos.
Añadir, quitar, subvertir es un placer al que el escritor no logra sustraerse. Y,
de otro lado, está el implacable juicio del público lector que posee cierto regusto
por lo intenso y breve.

Así
tenemos un relato, un relato corto, que no es lo contrario de la novela, ni una
novela menor, ni un cuento largo, no; es simplemente otra cosa. Ni es un cuento
recrecido, tampoco. Respecto del cuento se sacude la ejemplaridad, la moraleja,
la fábula fantasiosa e ingenua a veces. Y de la novela se sacude el enorme
parapeto estructural, el montaje arquitectónico denso y circunstancial que
acompaña al argumento. El relato corto flirtea con ambas filosofías, flirtea
con la realidad compungida que el novelista quiere mostrar, con la ficción
paradójica que el pueblo ama del cuento. Y subvierte a ambos, los voltea. El
relato corto tiene eso, intensión, intensifica los tópicos de aquel,
desacraliza las envolturas de esta.
Es
verdad, tiene sus dificultades presentar el carácter original del que llamamos
relato corto, pero será porque empezamos a hacer teoría de los géneros
literarios, así que dejémoslo para otro momento.
El humor constitutivo del
relato corto titulado ¡Ha llegado el
circo!
“¡Ha llegado el Circo!” Se trata, quiérase o
no, de un relato corto. Cuántas veces no habremos oído esta exclamación al
amparo de lo estridente, ridículo y llamativo. “Vaya, ya ha llegado el circo”. Sabemos
que este caprichoso dicho puede resultar injusto. Se trata no más de una
proposición humorística, una humorada que señala lo ridículo, lo que se sale
del común, lo atípico y digno de risa. Pues bien, resulta que el humor es un
constante recurso de esta obrita, un recurso, todo hay que decirlo, que es la
joya en su narración.
Lo
es, desde luego, no por la soltura con la que su autor, Juan Miguel G. S.
Sánchez, usa la ironía, la maneja y la incluye en la trama, en las
descripciones, para gustoso saboreo del lector, sino porque es la parte
sustancial, la argamasa, podríamos decir, que sostiene el talabarte argumental.
Sin este humor, el circo no llega, no nos llega.
Este
humorismo un tanto intelectual a veces, no poco cínico, ligero e intuitivo las
más y si apuran hasta instintivo, es una herencia que Juan Miguel G.S. Sánchez
toma de la literatura de vanguardia, de aquella casi olvidada y poco leída
generación del 17, o del 18, fuente de una narración fresca, ágil, divertida y
no obstante atenta al detalle. De su prima hermana, la bohemia cínica, harta de
risa de los crápulas y literatillos del Madrid prebélico.
La
fresca ironía marca las pautas de la psicología del personaje, de las
circunstancias y del contexto. Más importante aún es que define el lugar que ha
de ocupar quien lee; y esto es esencial. Sin la risa en fin, sin la humorada,
creámoslo, este relato hubiese sido imposible, hubiese sido un relato
desalmado, carente de alma.
Pero ¿cómo se formula este humor? Desde luego,
como casi todo humor, mediante el contraste. Aunque aquí no mediante el
contraste de los acontecimientos narrados con la realidad que vivimos los
lectores, bueno, al menos no del todo. Esto es lo curioso, se consigue más bien
mediante el contraste entre dos mundos, dos ficciones muy distintas que se dan
cita en la misma trama narrada, en la historia. Esto es también una proposición
muy ocurrente de la literatura de vanguardia, aquí imprescindible.
¿Qué mundos son los que contrastan? Son el de
las costumbres que tan bien retrataran los novelistas de lo real. Llamémoslo
por el momento el mundo de lo típico. Y de otro lado el de la novela negra, la gótica,
la oscura y romántica, cuyos modos de narrar han quedado fosilizados en un
conjunto de tópicos; el mundo, pues, del tópico. Bien, de la fricción de ambos,
de su roce, del contraste de estos dos mundos, es de donde mana la algarada,
bien conducida por la visión personalista, no ya de la realidad sino también de
la fantasía a que Juan Miguel apunta. Dos mundos que son a su vez dos modos de
novelar, de relatar, de narrar y que ahora contrastan y avecinan, que el autor
ha de congeniar, combinar, labor no del todo sencilla. Veámoslo.
Lo típico o el costumbrismo de
un pueblo manchego.
Identificaba Don Juan Chabás, crítico insigne,
la existencia de una novela “costumbrista regional”, un tanto localista y
provinciana a la que pertenecían autores, siempre según nuestro crítico, como
Pereda, Clarín, la Bazán, o Blasco Ibáñez. Otra pequeño burguesa y
costumbrista, con toque de romanticismo, de autores de menor enjundia, como
Picón, Coloma o Palacio Valdés. Bien. Cabía subvertir ambos costumbrismos con
un tanto de la ironía de las vanguardias que vendrían después, sea el caso de
Gómez de la Serna, escritor de vida circense que apreció el circo como materia
de escritura, o sea el caso de Carrere Moreno, exitoso escritor de principios
de siglo que perseguía sombras por los cafés y las traducía a literatura.
Nuestra
historia, en efecto tanto más cercana al humor de la vanguardia, transcurre en
Torremaestre, típico –y recalco lo de típico- “villorrio manchego”, villa,
pueblo venido a menos, ficticio en efecto, pero en el que el lector adivinará el
sabor de viejas fotografías alguna vez vistas. Vamos, un retrato costumbrista
de lugar sin ahorrar en desfachatez.
Y
no hay típico pueblo manchego, ni costumbre, sin los tipos de pueblo, los “despreocupados habitantes de Torremaestre”
que dice el autor. Tipos y pueblo conforman una psicología, acaso la de la
despreocupación mencionada, que es la del tipismo, la de las costumbres.
Tenemos a Sebastián, el antiguo jefe de estación del ferrocarril, estación ahora
venida a menos y que añora viejos tiempos. Don Próspero o el abúlico maestro
que lee a Lord Byron en sus ratos de taberna. Martín Nogales, el alumno
predilecto, hijo de la viuda Amanda de quien anda enamorado el viudo Samuel. No
ha de faltar el Señor Alcalde, don Mateo, cuya avidez se ve amparada por el
régimen preconstitucional. O la moza tras la cual se van los ojos, Lucía, que
acabaría por abandonar el pueblo. Ni puede faltar el Currito, Manuel Contreras, amigo de lo ajeno, o Amancio quien ha
de perseguirlo. El padre Agustín, aficionado al tinto de Valdepeñas. Mercedes,
la soltera domada por las circunstancias que después de larga y pecadora vida
regresa a su pueblo … Y más. En fin, venimos a conocer de esta manera los
entresijos de la historia local, y nos hacemos comidilla de acontecimientos
pasados y aún presentes del pueblo, en tanto se sugieren los venideros.
Mas dejemos a Torremaestre dormir la siesta de
su despreocupación, porque la vida típica acabará cuando el circo llegue a
revolcar lo anodino, lo que en cierto modo carece de interés y nervio. La
subversión es dar la vuelta a las cosas, ponerla patas arriba. Hacer
vanguardia.
Los tópicos o lo gótico con un
tanto de romántico.
La ficción siempre llega en tren. En especial
si la estación a que llega es la de un típico pueblo manchego. Con el tren, el
circo. Con el circo, el extraño, enigmático Lucrecius Astyanax, su
representante, su vocero, personaje que es la encarnación del diablo. Tenemos por
lo tanto en Lucrecius al primer tópico
de lo oscuro, de lo gótico, de lo romántico. Porque en nuestra breve narración,
lo gótico, lo oscuro, el poco de terror, se disfraza de tópicos y vive de los
tópicos. Con ellos, se nos abre en plena Mancha otro mundo, el de lo infernal,
el de la novela gotizante. ¡Extraña mezcla!
Tópicos
en el ambiente de lo oscuro, en los seres infernales que acompañan al señor
Astyanax, tópicos en las palabras, en los diálogos, en los acontecimientos.
Tópicos en fin que son del común de una historia negra: Ataúdes, echadoras de
cartas, espejos mágicos, criaturas infernales, almas en pena, cuerpos sin alma,
espacios inverosímiles, lecturas en lo más hondo del sentir humano, hombres y
mujeres pusilánimes absorbidos por el mal.
Acaso
estas lecturas en las que Lucrecius Astyanas es maestro sean la clave de la
narración, la clave, puesto que convierten a la novelita en un tratado de
moral, de la costumbre y de los vicios humanos. Lucrecius, el mal, ve en el
fondo de las personas el fatal desenlace de su debilidad. El diablo da a los
personajes típicos lo que ellos en realidad quieren, sus ocultos deseos, los desvelos
más inconfesables: el amor, el dinero,
la eterna juventud. Transmuta a los personajes típicos en lo que son, pobres
espíritus vendidos al mejor postor de sus sueños irrealizados o irrealizables.
¿Habrá cosa más “antimanchega”? De parecidos materiales se hizo El Quijote.
Pues
bien, esta novelita es el resultado de la hibridación humorada de Cervantes y
Lord Byron o Poe.
Donde
la realidad costumbrista y la ficción oscura se cruzan.
Efectivamente,
la realidad costumbrista, apocada y anodina, se cruza con el exceso del mundo
infernal, la voluptuosidad del más allá. Y los personajes se transforman,
cambian, mutan. En cierto modo son engañados por Astyanax, mas en realidad ellos
han ganado su condena. Entregan en pago su vida despreocupada, la inmolan ante
el altar diabólico. El altar que es alejarse de lo anodino, de lo manchego.
Mercedes persigue la eterna juventud frente a un falso espejo, en tanto su
cuerpo crece en decrepitud. La apatía de Próspero es asaltada por la presencia
de su antiguo amor. Samuel entrega a las virtudes de un supuesto filtro de amor
su alma, la misma que pierde Don Mateo, el alcalde con su avaricia. Los
personajes son así transmutados. Y la transmutación supone su condena.
Acaso la narración de estas
transmutaciones engrosen los momentos más líricos, más interesantes y
sugestivos, también los más humorísticos de ¡Ha
llegado el circo!
Hallaríamos aquí la moraleja. La historia podría finalizar así.
Pero sería más un cuento de carácter moralizante. Y no, el peso de lo
humorístico, de lo jocoso es demasiado virulento y la trama toma un giro
novelesco, casi cinematográfico, de manera que lo oscuro será subvertido ahora por
lo típico; lo manchego somete a interrogatorio el mundo funambulesco, busca las
debilidades al diablo.
A modo de héroes, los
manchegos acceden al mágico tren, se introducen en la boca de Cerbero,
descienden al mismo infierno con el fin de rescatar lo perdido y poner a salvo
Torremaestre, cubierto por la tiniebla, sometido a la enfermedad e inexplicables
desastres naturales. Es decir, la pasividad recalcitrante, la decadencia, pasa
a la acción, y el pueblo, corajudo cuando le tocan las ganas, se cura de su
fatal anodinia por la tremenda.
Valgan sin embargo estas
palabras reveladoras, pronunciadas por Astyanax cuando nuestros quijotes
consiguen pegarle fuego al tren: “Pobres imbéciles –dice- el fuego es nuestro
elemento natural, la sangre que recorre nuestros cuerpos imperecederos, las
aguas donde se bañan nuestras almas malditas …” Poco después, el tren se perdía
como una estela llameante y en el cielo al fin se adivinaba uno de los claros
atardeceres de Agosto que por unos días Torremaestre, sumergido en tinieblas,
no había podido disfrutar.
Volviendo
sobre el Quijote: abogacía de Byron y
Poe.
El humor del Quijote funciona sobre el doble engranaje de
la realidad y de la ficción, ambas en perpetuo contraste, en continuo diálogo.
Don Quijote encarna los grandes ideales, pero está loco de remate. Sancho, material
como la vida misma, es tonto del capirote. Ambos representan ese doble
engranaje. De la intersección de estos dos modos de apreciar las cosas sale lo
manchego, esto es, la humorada. Pasa algo similar con ¡Ha llegado el Circo! Y si Don Quijote requiere de la excusa de las
novelas de caballerías, que serían algo así como el tópico, Torremaestre
necesita de las historias de Poe, o del diablo de Byron. El maestro de
Torremaestre lee a Byron en sus ociosos ratos de taberna; será por algo. El pueblo,
material, materialmente tonto, esto es, realista en extremo, se pone en las
manos del diablo pese a no renunciar a su realidad. Poco menos que Sancho a
quien tantas veces se lo llevó el diablo y que harto convencido quedó, no
obstante, de que él quería ser escudero de caballero andante, o pastor bucólico
y enamorado, cuando no gobernador de una ínsula.
Es evidente que lo mejor
pegarle fuego al tren, como sobrina y ama pegan fuego a los escrutados libros
de caballerías.
Mas hablar de esto sería
hablar de cómo es el manchego, y esto requiere tiempo y tesón. Juan Miguel lo
ha masticado, ha bebido el dulce y amargo licor del contraste que en cierto
modo somos.
Entre ambos el humor, un humor
que ha de reclamar la tradición narrativa española.
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