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Mondrian, De Stijl y la tradición artística holandesa. Museo Thyssen-Bornemisza (7 de Febreo-6 de Mayo).
Se trata de la primera entrega de una aventura de cierta enjundia que, ahora, inaugura el Museo Thyssen Bornemisza con motivo de su veinte aniversario. Pero lo que en rigor inaugura “Miradas cruzadas”, es una nueva actitud en la forma de contemplar las obras de arte. Aquí lo que hay, no es tanto un tema visto desde una perspectiva poco usual, o desde dos perspectivas contrapuestas, cuanto que la mirada del espectador se vuelva activa, inteligente, buscadora por incompleta y sugestionada. La proposición es sin duda estética, y ante ella habremos de desatar nuestras facultades, las propias, y comulgar. Sintonizaremos así, o no, con la propuesta, pero irremediablemente, sea cual sea el resultado, estaremos invitados a una búsqueda, a participar, a elaborar una teoría de la contemplación sobre una determinada mirada. Esto es lo realmente interesante.
Mondrian, De Stijl y la
tradición artística holandesa (ha sido su título) propone
la mirada cruzada de dos grupos de obras pictóricas holandesas, en apariencia
difíciles de relacionar. De un lado creaciones del siglo de oro holandés, representadas
con Philips Koninck, Pieter Hooch, Jacobus Vrel. Vis a vis con otro conjunto de
obras del movimiento neoplasticista holandés, Van Doesburg, Van der Leck y por
supuesto Mondrian.
“El
espectador podrá observar ciertos elementos comunes que comparten estos
artistas, tan lejanos en el tiempo”. En concreto, se proponen como elementos estéticos
irrenunciables en todas ellas, la composición equilibrada y el trabajo de la
superficie como un plano bidimensional de organización geométrica.
Bien miradas, en efecto, todas las
obras dejan traslucir el interés por el equilibrio compositivo, sobrio, claro,
evidente. En este sentido, la geometría se convierte en una herramienta
poderosa, tomando por presupuesto la propia bidimensionalidad de la superficie
pictórica. Geometría, claridad y orden compositivo, parecen pues las propuestas
que subyacen al arte holandés durante algo más de doscientos años, en
movimientos tan en apariencia distantes como son la tradición y la vanguardia.
Esta coincidencia estética se ve refrendada además
por otras coincidencias socio-históricas, como aventura Paloma Alarcó, quien ha
elaborado el texto pertinente
justificativo de esta exposición. Ambos periodos, tan distantes en el tiempo,
tuvieron que vivir momentos de inestabilidad, de crisis tanto en política
exterior como interior, que sin embargo pasan desapercibidos en la estética de
una pintura sencilla y con un notorio carácter cívico. La autora aventura la
hipótesis de que estas vicisitudes históricas, hicieron que los artistas eludieran
cualquier influencia estética proveniente del continente. Sea el caso de la
perspectiva al modo italiano, más narrativa, ejemplar de grandes historias; sea
el caso del tratamiento más analítico y lírico del espacio llevado a cabo por
movimientos como el cubismo u otros “ismos” más universales que el propio
neoplasticismo. El resultado, la pintura holandesa, que se reconcentra sobre la
propia sensibilidad, de manera que podríamos aventurar la tesis de que, en
cierto modo, el neoplasticismo recupera el sentir burgués del XVII, que había
producido una pintura clara, elemental, ordenada y amante de la geometría. No
se trata de una exacerbación del provincianismo. Como señala Paloma Alarcó, en
referencia al grupo de De Stijl, “ el
desafío del nuevo lenguaje, el juego de planos y líneas sobre la superficie
pictórica no supuso una ruptura tan radical con la tradición y cobra un nuevo
sentido al ponerlos en relación con las pinturas de los artistas holandeses del
siglo XVII”. No existe en estas pinturas un punto organizativo, si bien existe
una tendencia geométrica a organizar.
Hemos perdido la unidad, el sentido conciso y resumido de la idea, en aras de
una descripción de la realidad, plural y rica.
Acaso la autora esté pensando en la
focalización que el espacio albertiano inaugura en el arte del quattrocento,
extremado en su dependencia del eje de fuga, por lo tanto ejecutor de un
espacio unificado y ciertamente jerárquico, propenso al control ideológico.
Bien, esto podría explicar la tendencia de una
pintura en que el carácter reticular, -“sucesión de retículas” dice la autora-
elude la imposición de límites a los espacios y escenas. Asunto que identifica
con “una representación antinatural y antimimética”, de clara “dignidad
espiritual” o de “ascetismo estético”, nueva concepción ética del “puritanismo
protestante”. Tesis que es en cierto modo la del concepto de “mapping impulse”
de Svetlana Alpers. Los cuadros, en efecto, son pues algo así como un recorrido
cartográfico, del que quedará, en la vanguardia, un cromatismo delimitado, una
composición de colores ideales, sustanciales, esenciales, que expresan claramente
la huída de lo natural y unificado, al tiempo que el regodeo en lo abstracto y
sustancial.
Es acaso exagerado, porque estas pinturas
tienen un especial regusto por el microcosmos. El microcosmos en el
macrocosmos, ocupando un espacio preciso. Pero de ese microcosmos hay un
regusto sensible por el detalle, por la calidad visual, a veces táctil de los
objetos. Esto también da que pensar, sin poner en menoscabo la teoría analítica
y antimimética. Le pone sin duda tensión, la tensión de toda ética pagana que
subsiste entre el ascetismo estético y el puritanismo de la sociedad burguesa.
No obstante concluye así el interesante breve
texto que acompaña a esta primera mirada: “En suma, mientras que el realismo de
la pintura holandesa del siglo XVII puede resultar engañoso ya que, más que
representar el mundo real, se vale de determinadas “abstracciones” para
transmitir ideas morales, la geometría era para los miembros de De Stijl la garantía de una ley natural
espiritual por encima de la diversidad de la naturaleza”. Sí, acaso buscasen
los holandeses el orden latente de la realidad visible. Pero ¿qué ley es la de
este orden? ¿Y qué orden es este? Porque el orden, la ley, no parece a fin de cuentas la misma para el grupo de los contemporáneos y el grupo de los barrocos.
Sin dejar de ser cierta, tampoco se evidencia esta afirmación con plena rotundidad. Existen diferencias en efecto. Es indiscutiblemente que existe, tanto en los pintores holandeses del XVII
como en los del XX una atracción desbordada por la geometría, la composición a partir de la geometría, por la línea como
elemento delimitador en el proceso de composición o como elemento constituyente
de la misma. Pero la tensión es en los primeros una tensión de la profundidad,
una tensión entre profundidad y superficie, que recobra tintes del goticismo;
esa repetición de crujías en la sucesión profunda. La del neoplasticismo, es
una tensión hacia la superficie, una tensión tendente a eludir toda
profundidad, incluso todo carácter bidimensional de la superficie pictórica por
exacerbación de la bidimensionalidad de la mancha sometida al límite. De manera que la naturaleza
es para los primeros un armarito de pequeños cajones estancos en los que se
inscriben las historias de la vida vulgar. Para los segundos, los
contemporáneos, la naturaleza es un elemento reducible a colores
sustanciales y formas, ángulos rectos. Los primeros “pluralizan” porque son
gotizantes (a estos sí que les vale la teoría de la realidad del espejo). Los
segundos reducen el cosmos a ideas básicas y constitutivas. En ambos, sobre la
sensibilidad, impera una lógica. Este es sin duda el substrato común.
En cierto modo, tiene su lógica, y su historia. La tradición holandesa acampa más allá del siglo XVII. Hunde sus raíces en la concepción pictórica de la pintura flamenca y de los Países Bajos desde el siglo XV, tan gotizante él, y es inevitable, en cierto modo, hacer referencia a esta si queremos explicar el concepto de espacio que nos conduce hasta el neoplasticismo vanguardista. La clave de ese espacio, acaso sea el famoso espejo que, microcósmico él, ejerce su fuerza sobre el macrocosmos del cuadro, portento de expresión del espacio inverso a, por ejemplo, Las Meninas, que sería el otro paradigma de la visión unificada de herencia italiana. Este es, si cabe, el sentido radical de la singularidad holandesa, inconcebible sin la oposición a lo otro, lo otro es lo continental de raigambre italo-francesa.
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