Paul Auster durante la presentación de su libro en el Centro de Cultura Contemporáneo de Barcelona, para la editora Anagrama. Joan Puig.
LA
ESPERANZA DEL INVIERNO.
También para el lector de Paul Auster.
Aun teniendo mucho de autobiografía, el nuevo
libro del americano creador de ficciones, no lo es. No es una “autorbiografía”.
Diario de invierno, que así se llama
el libro, es el ejercicio de un autor que no está interesado tanto en su
propia vida como por los entresijos de esa vida, por cómo la vida ha ido
saliendo adelante en alguien que se llama Paul Auster. Una vida que deja
huella. Tal vez ayude a comprender esto el hecho de que esté escrita en el
recreo de la segunda persona. “Piensas que nunca te va a pasar, imposible que
te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán
esas cosas, y entonces, una por una empiezan a pasarte todas, igual que le
sucede a cualquier otro”. Así da inicio Diario de invierno. Es así como Paul Auster interpela a
Paul Auster, un escritor que se sabe observado de muchos ojos. No es poco,
pues, además, lo que Diario de invierno tiene
de diálogo. De diálogo del autor consigo mismo, de diálogo en voz alta en medio
de la plazuela, la plazuela literaria se entiende. Aunque falle la primera persona ¿o la
segunda? Porque aquí sólo habla uno, ese yo que se dirige al tú, o ese tú que
se dirige al yo. A uno de los dos Paul, nada más le queda escuchar y dejarse
convencer. La narración fluye, sin dudas, sin tituberos existenciales, recordando
cuanto aconteció a la primera persona y cómo le aconteció. Es curioso, parece
que el Paul Auster escritor se dirige al Paul viviente para refrescarse en el “memento
hominem”. Entonces descubrimos que esta pirueta narrativa tiene también mucho
de confesión, de estilo y actitud confesional, una confesión en la que ¡paradójico!
el narrador va absolviendo de sus pecados al jovencito atroz, al niño travieso,
al hombre maduro y nómada, al hijo, al padre, al marido, escritor que Paul
Auster fue … y es. ¡Terrible paradoja! ¿Estaremos pues ante la absolución de
sí?
La autobiografía, el diálogo un tanto
monológico, la confesión en fin, vienen a encontrarse en esta obra. Sin esta
mistura, Diario de invierno quedaría
en eso, en un simple diario de ocurrencias de o para la edad madura. Y aquí lo
importante es, precisamente, que sea diario de
invierno. Es decir, consciencia del paso del tiempo, recuerdo de lo pasado, retrato pues de lo que queda, o mejor, esfuerzo por dejar escrito lo que queda y corre el riesgo de que se puede perder. A esto lo
llama el autor “fenomenología de la respiración”. Pero es algo más, es también pura
consciencia de la cercanía de la vejez, al final, único trasfondo dramático del
libro, pues la vejez abre puertas al hacer, el drao en que el cerco de posibilidades se ha estrechado mucho y el bagaje vital toca ya a su cierre.
Cada cual es las huellas de su cuerpo. Las
heridas que lleva aún dibujadas como restos fósiles en la epidermis. Y es la huella de su
espíritu los vicios y debilidades, que también impregnan para siempre nuestra
existencia. Hay cierto ejercicio de existencialismo en la última obra de
Auster, un Auster que se vuelve sobre sí para analizar la vida y sus laberintos,
una vida que sólo puede desarrollarse en la singularidad de cada cual. Sobre la
convivencia del cuerpo y la mente y la interacción de ambos. Claro que la
sustancia de este proceso radica en los recuerdos. Un libro de viaje al
recuerdo, un bucear en la propia historia, una experiencia de arqueología sobre
el propio ser, una genealogía de los males y bienes del presente. Todo esto
late en el libro. Reflexión a fin de cuentas sobre el deterioro del cuerpo, el
avance irrefrenable del frío, de la nieve, del invierno.
Lo de menos es que este libro nos cuente cosas que fueron o son verdad. ¿Qué sentido puede tener esto? Lo importante es que estamos
ante una, digamos novela, escrita para sí, ante un proceso abierto de
psicoanálisis, de exprimido necesario de consecuencias, de llegar a los
rincones del ser. Por supuesto que también aprovecha Paul Auster para vengarse
de quienes, de un modo u otro, le afectaron en su vida, se la hicieron
difícil en algún momento o en gran parte de ella (incluyéndose a sí mismo). Psicoanálisis
un tanto “sui generis”, desde luego. Como cuando arremete contra el compañero
bobalicón que le abrió la cabeza, o la injusta tía que le hizo sufrir una
horrible crisis existencial, o la familia paterna o … La vida es un almacén de
recuerdos en que caben muchas cosas, muchos sentimientos buenos y malos, que
demuestra al fin que lo malo pervive, en nosotros y fuera de nosotros.
Lo curioso para el lector es que en
estos retazos vitales un tanto psicoanalizados, analizados, recordados,
existencializados, confesados, autobiografiados y relatados, va descubriendo al
escritor en el momento de la creación de su obra, de las muchas novelas
escritas que ha leído. En esos retazos descubrirá ambientes de otras novelas, recuerdos
de personajes, de narraciones, de preocupaciones ideológicas, de tramas.
Descubrimos los entresijos e hilvanes de la vida del autor, del tú-yo que
confiesa que es el autor al que hemos leído.
Esto
le da a la narración un tono de curiosidad sin la que, a lo mejor, carecería de
todo interés. Porque podría decirse que Paul Auster llega incluso a olvidarse
del lector. No sabremos si esto habrá resultado positivo o negativo. Pero, es
precisamente el olvido de la narración lo que le aproxima al diario. Un diario
de las experiencias de su niñez, de su madre (el diario es en cierto modo un
retrato exculpatorio de su madre), de sus matrimonios, de los lugares que
habitó, que llegan aquí a ser sustanciales, como si al escritor que fue, que ha
sido, que es, le fuera inherente y necesario el
topos vital, el lugar en el que vivir y trabajar, como si cada lugar
llevase el ambiente, las posibilidades de la creación. París o Nueva York se
hacen extensiones del confesor, del confesado. Espacios en los que la vida
cobra un sentido, un relieve.
Pero el diario no solo tiene un locus, un
espacio. El diario tiene un tiempo, con su ritmo preciso de ida y vuelta, ida y
vuelta en la que surge el destino preciso del acero del invierno, el
envejecimiento, la fluencia del tiempo.
Y en ese tiempo-espacio, con referencias precisas, la biografía de Paul Auster
se intercala con la del lector. Uno se pregunta dónde estaba y qué hacía ese
día en que Paul Auster estaba y hacía. Se cerciora de que autor y lector
viven los mismos tiempos en unas circunstancias distintas. Viven la madurez, el
acecho del invierno pero en lugares lejanos, o no, bajo el amparo de distintas
perspectivas, o no, en otras analíticas de la existencia.
Todo
para, al final, acabar confesando, pecado capital, que se abre una
nueva etapa en su vida, la de la vejez, la de la decadencia, la del invierno.
Una nueva etapa insoslayable que habrá de vivir insoslayablemente. Y esto es, a
lo mejor, lo mejor de este libro que a veces peca de monótono, insulso e
insustancial, que apunta a un salir al paso de la editorial, o a un no caer en
el abismo de la apatía creacional. Esto es lo mejor, sí, sin duda, saber qué nos va a
contar Paul Auster en el próximo libro.
Siento
decir que la “fenomenología de la respiración” tiene mucho de salir del paso. Es
decir, no es tanto un pararse para ver-se cual fenómeno, como un seguir
adelante en la escritura cueste lo que cueste. Ahora bien, nuevas puertas se
abren, como afirma el autor al final del libro. Esperemos que esto sirva para
que Auster se reinvente, y se abra más allá de la suspensión de juicio a que
nos tiene acostumbrados en sus últimos relatos.
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