CHAGALL. Exposición en el Museo Thyssen-Bornemisza y en la Fundación Caja Madrid.




COMO TORMENTA DE PRIMAVERA: Chagall en Madrid.


Esta curiosa manía de partirle el corazón a las exposiciones. Partir porque al final la obra de un artista, con todo su sentido biográfico, con todo su porte o evolución estilística, con todo el vínculo de su existencia continuada y dedicada a la musa, se rompe en dos, se parte. Allá va parte de la obra a la Fundación Caja Madrid. Allá que va parte al Museo Thyssen. Quiérase o no, son dos ámbitos, dos filosofías expositivas, dos iluminaciones distintas. Dos maneras de la manera en que se quiere presentar a Chagall, el pintor ruso, el inclasificable, el más él mismo. Quedan pues dos exposiciones, y no una. ¿Considera usted que quedan dos Chagall? Pues sí, sí en cierto modo, porque hasta las categorías clasificatorias de la exposición, o del recorrido, no renuncian a tal posibilidad. Analizaremos una, la que nos pareció más interesante.


El recorrido expositivo de la Thyssen,  bajo el título genérico de El camino de la poesía, engloba categorías -a veces hasta dos por sala- como “Rusia: fuentes y tradiciones”. “Tradición y ruptura”. “Lo sagrado y la poesía”. “Sueño y realidad”. “La luz del color”. “Cuentos y fábulas”. “La Biblia y Palestina”. “Lo sobrenatural”. “La Guerra y el éxodo”. El recorrido de la Fundación se engloba bajo el título de El gran juego del Color, para abrazar la obra plástica francesa del último Chagall. Tal a través de las siguientes categorías: “Regreso a Francia”. “Cerámica y escultura”. “El negro es un color”. “Luces del Mediterráneo”. “Destellos de la obra última”. “Libros”. “El circo”.
A todas luces nomenclatura excesiva. ¡Qué le vamos a hacer! Se nos ofrece así un caleidoscopio vasto y variado de un artista de notable personalidad y amplia biografía. Un caleidoscopio que se enfrenta en cierto modo a la imagen monolítica de ese personalismo que es Chagall. Esta apuesta, tal vez sí resulta atrevida. No obstante, la riqueza del aparataje que pueda acompañar a la comprensión de Chagall es lo de menos. Es lo de menos sus temáticas reiteradas, las clasificaciones sobre el distinto uso del color, la pluralidad escindida de sus trabajos como ilustrador. ¡Nada menos que cuatro categorías se le dedican en este sentido! Y después de todo, Chagall metido en su vitrina, aislado, en la burbuja de su estilo, de su personalismo. Apenas una prueba redentora de influencia o enfrentamiento con los contemporáneos o las corrientes.
Por lo demás, el eje vertebrador de la muestra es diacrónico, desde sus primeras obras hasta las últimas. Tampoco esto justifica demasiado, al menos, la división extrema en categorías y temas. Claro que ¡algo había que hacer! Así se nos presenta un Cahgall polimorfo, rico, de pluarales fugas. Es curioso en este sentido –ya que hablar del color en la obra de Chagall es de Perogrullo- que se esgrima la interesante tesis de que el negro es un color rescatado y vigorizado por el último Chagall. A ello se le dedica un apartado. Ni hay porqué tomar demasiado en serio esta aventurada tesis, si bien, anima a contemplar la obra de manera distinta, sea en el caso de “Los tejados rojos”, obra de 1953. Pero ¿por qué repudiar el uso del negro en las primeras obras? Tampoco es cuestión de realizar crítica del desmán clasificador que preside hoy en día las grandes exposiciones.

            Indistintamente, la obra de peso, la obra más dura, la que invierte en matices y gana la presencia del verdadero Chagall, estaba, para mi gusto, en el Thyssen. Está bien, demos cierta relevancia también a la cerámica y la escultura que sí se encontraba en la Fundación.
Pero quitada la obra de bulto redondo y de relieve, ¿qué hacía tan interesante la primera tirada cronológica de Chagall? ¿Qué latía en esa muestra?
Evidentemente, que se siente aún la obra en ciernes, no la obra hecha. A partir de los años 50, en efecto, hay cuadros de una maravillosa estética, de una madurez primorosa, pero son ya puros Chagall, a veces maniera (esto no quiere decir que uno pueda buscarle cuantas referencias le vengan en gana). Quiero decir, lo que hacía más interesante la primera parte era la duda, lo en ciernes, lo que se hace, el diálogo solapado con las circunstancias vitales e históricas,  y con otros artistas. Eso está, desde luego, en el primer gran periodo, y la muestra lo revelaba, lo hacía latir.
La duda: Vea si no el espectador, el curioso rectificado en la parte superior izquierda de “A Rusia, los asnos y a los demás”, de 1911, rectificado de un sol un tanto pulpo que el negro tapa dando protagonismo al vacío, un negro que, en efecto es un tratamiento del color, pero no un tratamiento consciente, sino un encuentro casual a posteriori, que no le desmerecería en el correspondiente apartado que se le dedicaba a este color en la Fundación Caja Madrid. Este rectificado, otras dudas, hablan de la configuración espacial en que Chagall va sumiendo a los elementos.
Lo en ciernes: Vea el lector en este caso cómo lo que no es aún consagrado Chagall, pues las imprimaciones de su estilística están nada más latentes, puede ser sin embargo gran obra, meritoria obra sólo por sí misma: “Desnudo rojo levantado”. De 1909.

Gólgota
Bien podría decirse que para 1912, Chagall está ya hecho, definitivamente es él: “Gólgota”, en el que la “narrativa extraordinaria”, esa gran virtud del pintor, adquiere tintes absolutos. Desde este momento la crítica dispone ya de las referencias categoriales precisas: el color y sus matices, la esencialidad, el simbolismo, la narración. El planismo, el silueteo, el brillo translúcido (que muchas veces se confunde con la luz) … Esto es, el peculiar tratamiento del espacio o la capacidad de hacer convivir más de una historia, o la historia con el sentimiento, o más de un sentimiento, o más de una realidad (sea la ficción y el hecho, el sueño y la vigilia, lo celeste y lo  terrenal …) En este sentido, “Maternidad”, de 1913, puede dar que pensar al espectador, sí, pero no menos habrá de asombrarle cuadros impactantes, lejos del imaginario chagalliano como “Vista de la ventana de Zaolchíe”, óleo y gouche sobre cartón y montado sobre lienzo, de 1915. (Expreso la técnica no de forma gratuita, pues si algo define a Chagall, es también su capacidad de combinar distintas y aún antagónicas técnicas, con resultados asombrosos, evidentemente singulares). Las ilustraciones de libros, sea por caso las Fábulas de La Fontaine o los cuentos de Gogol, son inusitadas interpretaciones del dibujo, pero también experimentos técnicos de curiosa libertad. ¡Qué extraordinario “El Gallo”, de 1929! De acercamiento impetuoso al simbolismo más rabioso.
No le pasará desapercibido al espectador el diálogo y posterior aprovechamiento del cubismo. Fundamental si queremos hallarle explicación al misterioso espacio chagalliano, un proceso diluyente de la geometría.

Vista de la ventana de Zoalchíe
Todavía, sin ánimo de menoscabar la personalidad pictórica de Chagall –que puede verse con más facilidad en el contenido- podríamos someter a contraste la el comportamiento de la línea en algún Matisse y en algún Chagall.

La Virgen de la Aldea.
Pero si hubiera de quedarme con algo, me quedaría con lo intuido. Esto es, la extraordinaria semejanza y vinculación entre nuestro Greco y el ruso. La espacialidad aniquilada. El color translúcido, simbólico e inmaterial a veces. La ingravidez de la figuras en el espacio aniquilado. La mística y espiritualidad. La convivencia del color vital con el apagado, sean pardos y negros, o la convivencia con el blanco. A este respecto no está de más interrogar críticamente a “La Virgen de la Aldea”, de finales del 30.

Pasear la exposición de Chagall tiene, sin duda, un carácter evocativo. Para esto ha de ir preparado el espectador, abandonando por caso, tanta nomenclatura y clasificación. Ándese quedo de espíritu, y a ser posible, entre las dos exposiciones, tómese un vinito.



Como tormenta de primavera...

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