La isla y los demonios. CARMEN LAFORET



NARRAR CATEDRALES… CATEDRALES DE VIDA INTERIOR.

Carmen Laforet fue una narradora precoz. Sus primeras novelas tienen algo de curiosa catedral de entresijos psico-sentimentales. Se elevan estos hasta las bóvedas, iluminados por discretos ventanales y sostenidos por unos haces de nervios que se entrecruzan allá en lo alto, sin demasiado aspaviento, y que descansan sobre austeros capiteles, acá, en lo más cercano. No hay más. Ocurre con Nada, pero más aún acontece con esta La Isla y los demonios. Toda una experiencia desde el adentro, desde el adentro de los demás, absoluto adentro, clavado, como un pilar ahíto de nervios que se descubren luego en entrelazos y fricciones en lo alto de las crujías sucesivas. Segunda obra de la escritora y ejercicio extremo de profundización en el carácter. Más que ante una novela estamos ante un drama, un teatro de la vida que se desarrolla en el escenario de una isla o en el escenario de unas almas.

La isla.
La isla, en efecto, es el espacio continente de los personajes. La Gran Canaria es como una caldera en que se cuecen las relaciones personales de estas almas. Ella es exilio y madre. A ella llegan huyendo de los rigores de la Guerra Civil la peculiar familia de los Camino que en ella van a adquirir categoría de refugiados. En la isla les esperan sus sobrinos que residen en una casa lejos de Palma, los anfitriones.
Y la isla tiene sus demonios. Como sus paisajes, su clima, sus singularidades. La isla tiene presentes incluso –pero esto hay que saber sentirlo y pocos personajes están para ello- los dioses de la mitología guanche, que tendrían que ser, rigurosamente, los únicos demonios de la novela. Pero no. Los demonios verdaderos son de otra suerte, lo son de espíritu.
Algunos de ellos reposan en los cuadernos de apuntes y poesías de la protagonista, la jovencita Marta, en la que late una escritora en ciernes. Alcorah, dios canario, cuya voz “llena de oro los barrancos, crea nombres y deshace nieblas” subyace a toda pretensión de la niña.
Es difícil sustraerse a la impresión de que, esta Marta, es la Propia Laforet rediviva. Y que estas leyendas que acaban en cenizas y pasado, no son sino escritos menores, suyos, de esa edad difícil que es la adolescencia. Y desde esa adolescencia compartida de Marta-Laforet, los demonios salen y penetran en la novela cuando se habla de las leyendas de gigantes de la isla, como “ … Bandama, la montaña negra, la que Marta tiene delante de sus ojos, … Bandama es el gigante que instaló en los días del caos de la isla la gran caldera, donde hizo hervir el fuego infernal los primeros componentes de la vida de los diablos. Hervor y locura…” Hervor y locura de los que Alcorah se ríe. Porque la caldera acaba por ser un gran nido de pájaros. Y Alcorah dice a Marta que algo así ocurrirá con su corazón.
El corazón de la niña es un revolar de pájaros, sí, pero también un hervidero de demonios, demonios que a veces tomamos de otros, que se contagian como enfermedad; hervidero de demonios que apenas nos deja estar y que de continuo nos invita a huir. La isla acaba también por ser prisión.
La isla está presente como paisaje continente. Pueblos sacados a la roca, de gentes hoscas y un tanto oscuras, vertidas hacia dentro, verdaderos trogloditas. Pueblos de pescadores que se evaporan en los plomizos días y calurosas noches, de gentes reacias que y casas que huelen a pescado seco. Paisajes enigmáticos, únicos, singulares. Cráteres o luna. Playas o puertos. O el olor de los eucaliptos. O el paseo por Las Palmas, con Triana, San Telmo, Ciudad Jardín o el puerto, su olor yodado, su frugal lindeza. El mar, la llamada del mar que es como una llamada a la carne. Por esto puede decirse que la isla se toca, se huele y se ve. Hasta puede saborearse. La isla explota en discretas sensibilidades que van tomando al lector, quien, abrumado, se deja tomar por ella.
La isla es, pues, carácter continente; escena continente. Horizonte entorno sin el que difícilmente cuajaría el drama catedral. Y recuerdo. Recuerdo viviente que viene como un fluido desde dentro a la literatura. La isla es el conjunto de sensaciones que alguna vez vivió Laforet-Marta, la estrechez de la soga, la belleza singular, los demonios y Alcorah, el trogloditismo y las gentes hechas a sobrevivir; conjuro de una tierra madre y muerte. Esta ambivalencia recorre toda la novela y hace de ese horizonte, una línea ambigua en la que es difícil adivinar qué pueda ocurrir.

La Guerra.
Todos, tanto quienes huyen, como quienes disfrutan del paraíso de las afortunadas, están presos de esta. La guerra, la guerra civil española los tiene también tomados. Están encadenados a su mentira, los pobres caracteres. Por mucho que quieran escapar y huir, la guerra persigue a los personajes; les siembra el alma de cadáveres. En La isla y los demonios, la guerra es como un trasmundo, como un peso en el consciente e inconsciente de los personajes, que da zarpazos en la realidad, que agria, araña y hasta mata. Chano, el cantarín y alegre jardinero es una de sus víctimas. Orgulloso alistado, como quien busca algo serio y trascendental, un mañana tal vez, un salir de la isla, no sé, acaba sus días muerto, cuando ya la guerra estaba a punto de finalizar. No hay fantasma, pero esa sombra de Chano recorrerá ya el jardín y la casa de los Camino, recorrerá toda la novela, como una ausencia, como una constatación, como una especie de sacrificio en aras de los demás. He aquí otra expresión de los demonios: la guerra.

¿Personajes o caracteres?
Pero, más que nada, las víctimas son víctimas de sí mismas. Porque lo que le ocurre a estos seres es que no consiguen escaparse de sí mismos. Para Marta, escapar es alejarse de su hermano y de su cuñada, alejarse de la isla y hasta del dios Alcorah. En esa huída, que bien pudiera ser una huida de sí, de su breve pasado que se nos hace inmenso, sólido, pertinaz, extraño y enigmático; en esa huida –digo- está dispuesta a echarse en brazos de su joven amigo, o novio, Sixto, en cuyos besos apenas encuentra un divertimento o un dulzor de olvido y herejía; o en los del maduro e interesante pintor, Pablo, acercamiento que llega a tomar tintes obsesivos y que dará lugar al radical desengaño, al último, el extremo, al definitivo. De su familia peninsular en la que guarda una mínima esperanza, esa esperanza de volver con ellos al continente. Pero lo que fuera esperanza se va tornando en terrible desesperanza, al paso que en su familia descubre las vergüenzas y debilidades de unos caracteres pusilánimes; nada más lejos del ideario que sobre aquellos había levantado cuando el barco que los traía se aproximaba al Puerto de la Luz. Todo entonces resulta camino inviable, Sixto no supone nada en su vida. Pablo, que parece suponer todo, es una terrible desilusión. La familia una mueca irónica, un esperpento.
Su hermano José también pasea sus demonios; el egoísmo vengativo le supura. Recubierto bajo una costra de tiránica animadversión, de censor de la mediocridad de sus allegados, en el momento de la verdad es un hombre acosado de sus prejuicios y miedos, apegado a lo material, falto de valores. Su mujer, Pino, es un retrato de la histeria permanente; de la infelicidad. Gime, insulta y grita. Daniel Camino es un viejo rijoso, músico falto, falto de carácter, falto de lo que se le supone, sensibilidad. Su esposa, una mujer marcada por la triste decisión de haberse casado con él. Su hermana, Honesta, peca de deshonesta y cojea de las mismas partes que su hermano. Pablo, el pintor, hombre que parece cargar con un drama personal, hombre de cultura, supuesto de profundidad, está en relaciones con Hones. Don Juan, el doctor amigo de la familia, Sixto, el novio, la madre de Pino, amante del doctor … todos guardan el secreto de la suciedad. Y eso es lo que los hace sucios: el guardar. Otra cosa es “la majorera”, Vicenta, mujer de carácter y algo bruja a la que todos temen de alguna forma. O la madre de Marta, la loca Teresa, que guardan en una habitación de la casa, de la que Pino fue enfermera y que la majorera cuida con abnegada devoción. Son distintas porque su dolor ha sido inmenso. Un dolor que se guarda en el pasado y que con grave detenimiento, la narradora acaba por contarnos. Son historias, las de estas mujeres, que adquieren tintes de tragedia, más cerca del drama que de la novela. Es por eso que pueden tomarse como historias dentro de la historia, dentro y en la periferia, como cercando, estrangulando a los restantes personajes en su anodina mediocridad.

Una recapitulación.
La tercera parte de esta novela es una recapitulación. La trama pone a todos los personajes, a todos los caracteres, ante el cuerpo presente de Teresa. Ante ese cuerpo, que el acaso lo único que finalmente los vincula, todos van supurando las suciedades hasta llegar al extremo. Estamos ya en las bóvedas de la narración y alcanzamos el nivel de la ambigüedad metanarrativa. Ya no solo se cuenta lo que todos llevan por dentro, como se contó lo que hacían. Además se cuenta lo incontable. Y lo incontable viene a través de sugerencias, de nuevas comprensiones que quedan colgadas de interpretación del lector como insinuaciones. Es aquí donde la narrativa de Lafortet alcanza ese sutil nivel digno de la pura sensibilidad, una sensibilidad que se nos antoja fina, muy fina y femenina. Insinuaciones como rumores no confirmados que recorren las páginas, los pensamientos, las acciones, las melancolías y arrepentimientos de estos seres que ahora, turbados se tornan fantasmales y para nuestra protagonista, más muertos que el cuerpo yacente de su madre. La relación de José con su madrastra. Los sentimientos de Marta hacia Pablo. La relación de Pablo con Honesta. La muerte de la madre posiblemente causada por Pino. Las crisis de Pino. El real papel de la majorera que interpela como una pesadilla a los pecadores. Relaciones que son estúpidas superficiales, hechas de decisiones imbéciles.

Mujeres.
Por encima de todo, las mujeres. Desde la tierna juventud hasta la adusta madurez. Desde la desengañada y escéptica hasta la más optimista y despreocupada. Las mujeres que se mueven constreñidas en un mundo de hombres, un mundo ciertamente hostil, duro, agrio, incomprensivo que tiene mucho de responsabilidad en las vivencias de su infelicidad. La riqueza psicológica de las mujeres de esta novela es todo exceso. Vencidas o luchadoras. Abandonadas al azar o luchadoras por su destino. Entre todas ellas se debate como una barquichuela sin rumbo la jovencita Marta, la que tiene aún su camino por hacer, amarrada a la incomprensión de su hermano.
Excesivas ellas porque han de reventar en ese mundo estirado y almidonado, ignorante de sus sentimientos y deseos. Las mujeres son los más ricos personajes. Recios. Profundos. No obstante versátiles y plásticos. Lo son en un espectro plural que va en retahíla del mal al bien, de lo negativo a lo positivo moral. En una suerte, además, de evolución de uno a otro extremo. Los caracteres se entrecruzan, friccionan, interactúan y van enriqueciéndose y envileciéndose ante los ojos de un espectador que ve desde dentro de la carne de mujer, que siente desde ellas. Esta es la gran virtud, la imponderable virtud de la narradora Carmen Laforet, la de meternos, nunca mejor dicho, en la carne de sus personajes, y más, de sus mujeres.

1 comentario:

  1. Veamos la forma de ir aprendiendo más cosas como isladelagraciosa.com ya que así tendremos suficientes aspectos interesantes.

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