ALEX SERNA


Sobre Copia Única





 “En 1980 Alex Serna hizo la primera exposición en homenaje a su pintor icono Mark Rothko; en ese momento entendió que su estilo estaría por siempre en el camino de lo conceptual cercano al minimalismo …” Así reza un breve texto justificativo de su última exposición, Copia Única, que ahora puede apreciarse en el Museo Comarcal/Museo del Queso manchego en la ciudad de Manzanares. Copia Única es un conjunto de reproducciones digitalizadas a partir de los originales que fueran exhibidos en La Fundación Fernando de Castro de Madrid, con el título KV 62, durante el mes de Abril de 2014. Serie de 21 retratos, libre exégesis de los avatares que llevaron al descubrimiento de la tumba de Tutankhamon en el Valle de Los Reyes (King´s Valley 62), designación topográfica con que la egiptología identifica unos de sus acontecimientos estrella, el descubrimiento por Carter de la tumba del joven faraón del Imperio Nuevo. Bien está, pero estas únicas copias digitalizadas se acompañan de los originales de aquel 2014, cedidos amablemente por sus dueños coleccionistas.












Habría que hacer por lo tanto un análisis “pulsional” de estas “pinturas” o “copias únicas”, de su objeto y de sus motivaciones. Estaríamos obligados entonces a recrear una técnica psicoanalítica de las formas, colores y motivos, en precisa relación con la semántica que las abarca; al menos con el título que las corona: King´s valley. O a profundizar tal vez en  el diálogo pertinente o impertinente con sus respectivos originales, guardados en el sacta-santorum de esta sala temporal del Museo, espacio raptado a la luz, en un escorzo funambulesco de la estética expositiva, como se ocultaban-mostraban los dioses nilóticos en la cella de sus templos.








            No es del todo sorprendente pues este Alex sorprendente, prestidigitador de espacios y montajes, recreador de ámbitos, ambientador de obras de arte. En efecto, como ya se intuyera en los 80, en esa suerte de devoción rothkiana a la que ya aludimos, el pintor juega en sus cuadros con formas, texturas y aparejos abstraídos de la realidad, aunque el tiempo nos haya ido legando otro Alex que flirtea también con lo que no es propiamente la obra, el cuadro, sino el envoltorio, el lugar de albergue, el topos que tiene el poder de transformar o estigmatizar la obra.
En efecto, la exposición se concibe como un preciso avance del espectador hacia el santuario donde reposa el original; o el origen de todo, la evocación de la primera sensibilidad e intuición del artista. Porque lo mundano está en la copia donde, en efecto, y a pesar de su delicada digitalización o deshumanización, se muestra en las salas de luz, desierto prístino, hípetra e hipóstila salas que marcan el camino a seguir. El espectador procede en dirección al vientre prístino del descubrimiento del dios-hombre, como a gatas avanzó el afortunado y desgraciado Howard Carter, o como lo hacía en jubileo la barca del sol. Aunque dada la prerrogativa de propiedad privada de los originales, el espectador asoma a la sensación de ladrón profanador de tumbas.


He aquí de todas formas al Alex de las  texturas y de los fundamentos mínimos de la pintura, el Alex Serna que decidió amar a Rothko y abrazó sin saberlo la rabiosa erótica de Malevic: textura, color, forma geométrica, abstracción –diría casi más sustracción- de la realidad o de lo visible. Fondos de sugerencias sobre los que flotan las intervenciones. Son 21 rostros tachados por los elementos plásticos, son rostros plastificados, hechos plástica, manera de llevar la faz más allá del mero retrato y representación, al otro lado incluso del icono. Porque el icono es transcendental, intocable, simbólico, idea. Nos hallamos ante un ejercicio de iconoclastia lleno de amor al referente, porque Alex entiende, ama y eterniza lo tachado. El ultraje de la realidad, la mancha sobre el retrato, la forma geométrica sobre el rostro individual, la textura granítica, arenosa, luminosa o dorada sobre la piel viva, es la belleza de la creación, es aquello en que consiste y consiente el arte mismo. Ahí están bajo la tiranía de formas sugerentes y evocadoras que abren a plurales significados, que abren a los fondos insobornables del deseo. Ojos, bocas que hacen algo más que mirar y exclamar, que provocan, silenciadas, exaltadas por la mancha roja o blanca, por la geometría, la figura, la textura ...
Pero no todo es este minimalismo formal y un tanto conceptual primario, está también el asunto de la digitalización, de la copia. Devaneo con la imagen, con el origen y la autenticidad, la reproducción y la genética creativa. Trasuntos del concepto y de la posmodernidad, esto es, del segundo conceptualismo, el que está más acá e las segundas vanguardias. No obstante, esta inquietud sigue siendo propia del Alex conocido, el mismo que redujo todo arte y toda sensación al blanco, a la nada deslumbrante de las formas allá por los finales de los noventa, cuando improvisó una serie de cuadros con ese único color. Poco ha de darnos que sea la copia la que crea el original, y no el original a la copia, o que exista como posibilidad la copia única, pues toda unicidad parece originaria. Que sean las copias impresiones, huellas de un primer trabajo. El concepto es irresoluto, y el conceptualismo un bucle de ilimitación romántico en el que Alex nada libre como pez en su medio. (Algún día habría que estudiar el trasunto romántico de la geometría y de la forma mínima).

Tal vez descanse aquí la necesidad de hacer reposados y serios trabajos en serie. Series meditadas en las que se experimenta, en las que se pone en tensión plural una idea originaria. Acaso la serie, como esta serie KV 62, como pudo serlo la serie sobre la batalla de Trafalgar, es copia única de esa idea primigenia que asalta la sensibilidad del artista cuando vaga por el lugar o topos del acontecimiento, ahora el Valle de los Reyes, al penetrar en sus angostos espacios reservados a las momias, envueltas en anonadantes joyas y símbolos de eternidad huídas del latrocinio. Toda manifestación del arte tiene algo de cadáver exquisito profanado, y esta es la base de la dialéctica conceptual de Alex Serna desde los viejos tiempos. El ácido bienintencionado supura de su plástica. Es esto lo que anima a tachar rostros, y por aquí va la peregrina conexión de estos 21 retratos con el título que los alberga.

Estos rostros a fin de cuentas hablan del nuevo Alex, el Alex existencial que yace bajo la costra del Alex conceptual, formal, abstracto y mínimo. Tarde o temprano tenía que caerse el velo. Esto es lo que hay en el proceso de descubrimiento de la gran máscara de oro de Tutankamon. Se nos desvela una especie de Roni Horn desvaído, de retratos de existencia sin acritud, en que no es la vida aciaga, sino el arte aciago el que cubre y bautiza la imagen retratada. Alex lleva al retratado al otro lado del concepto de retrato tradicional, al otro lado del procedimiento de Luc Tuymans. No es traer realidad con el arte, ni hacer de la realidad arte, es simplemente desrealizar, eternizar. Lo eterno no es la momia sino la máscara.

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