LA FRÍA GUERRA DEL ARTE


ROCKEFELLER, POLLOCK ... Y CIA.




Les invito a movernos por las trastiendas de la crítica, ya de la crítica cultural, ya de la hermenéutica histórica. Porque es evidente que tanto una como otra tienen eso, trastienda. Hallaremos sin duda afirmaciones notables, más cautivadoras y peregrinas si cabe que las que suelen referir los manuales de Arte y de Historia al uso. Es que la trastienda, qué le vamos a hacer, viene muy bien a veces para comprender el arte del escaparatismo. Josep Fontana incluye en su libro Por el bien del Imperio. Historia del mundo desde 1945, una afirmación, por lo demás curiosa, que no sabremos si es del todo trastienda o escaparate, por más que esté manida y pueda resultar sospechosa o tendenciosa. Claro está que en los tiempos de la mercancía, el arte, que supuestamente nace en el momento del divino soplo, se torna objeto de escaparate y propaganda … pero veamos.
En uno de los curiosos análisis sobre los entresijos en que se envolviera la Agencia de Inteligencia de los Estados Unidos durante la posguerra, Fontana afirma: “ … pero la campaña más sorprendente de la CIA es la que se refiere al arte …”. Desde luego, es esta una manera de entrar por la trastienda de la creatividad. “…Entre las grandes operaciones culturales que financió –continúa el historiador- figura el patrocinio de los pintores del expresionismo abstracto, utilizados para luchar contra el realismo socialista de la URSS, donde Stalin había liquidado las vanguardias de los años veinte para instalar por la fuerza un arte académico y adocenado, pero también contra la pintura comprometida de vanguardia, en la tradición del frente popular, como la de Picasso o la de Renato Guttuso …”
La opinión no desmerece, y puede servir de contraste metodológico de las críticas formalistas más consistentes. Nos hallamos ante algo más que historia, que historia del arte, allende cualquier sociología o teoría de la cultura. Más allá de la política del arte incluso, y del desvelamiento del arte político o de la propaganda de un nacionalismo cultural; metidos de lleno quizás en el profundo problema de la creatividad contemporánea como una teoría de la conspiración, echando la mano nada menos que a la mano negra del arte, en la periferia sin duda de lo artístico que acecha y vilipendia el buen nombre de la cándida sensibilidad, el fundamento mismo del espíritu creativo, y de la recepción del mismo. ¡Esto sí que supone la muerte de la estética! ¡Esto sí que es posmodernidad!
Aquí, qué duda cabe, la crítica se hace extrínseca a la obra, y no obstante afecta de forma notoria a la percepción que de dicha obra, del arte, podamos tener, a su núcleo duro, el de la sinceridad. La razón de la creatividad parece estar fuera de lo creado, al margen incluso de la voluntad del artista creador. Extrañaría, si no fuera este un procedimiento habitual en el análisis del arte contemporáneo. Pero resulta que es metodología habitual, propia de gran parte de la hermenéutica, de manera que nos hemos acostumbrado ya a que forme parte de la “comprensión” del propio arte.



El  texto que hemos citado, curiosamente menciona tres agentes estéticos, tres modos o formas subyugadas a tres estatus políticos; como si tres grandes vertientes del arte contemporáneo se abriesen para estremecer la línea temporal unívoca trazada por la historia del arte occidental desde la modernidad, o como si un abrazo redujese el polimorfo panel de los ismos y de la vanguardia a terna de subterfugio ideológico. El expresionismo abstracto americano, la vanguardia plástica europea más aceda, y el realismo soviético.
Claro, siempre tendremos la sospecha de que ese polimorfismo pudiera ser una invención de la crítica y de los desalmados historiadores del arte, como siempre denunció Ángel González, enormísimo crítico. O que la historia del arte monotemática y dividida en periodos fuese al respecto también una consolidación de categorías tan artificiales como sospechosas y que, a fin de cuentas, lo que late bajo la estética y la sensibilidad es en rigor el trasunto del poder y la propaganda política. 
Prosigue Fontana: “ … Rockefeller, presidente del MOMA …, defendía el expresionismo abstracto como el arte de la libre empresa y contaba, además, con una figura carismática como era Jackson Pollock, nacido en Wyoming, un pintor sin influencias europeas (pero sí de los muralistas mexicanos, y muy especialmente de Siqueiros), que no era un señorito del este que hubiese estudiado en Harvard o Princeton”.
Fontana nos mueve así por los entenebrecidos callejones de las ideas preestablecidas, por las apasionantes alcantarillas de la historia del arte, del arte que no es historia, y de las historias que nunca podrán ser del arte pero que le están tan próximas que se confunden con él. Varias cuestiones asaltan entonces nuestra conciencia, y no podemos eludir preguntar, por ejemplo, ¿en qué notas estéticas se justificaba la identificación de la libre empresa, e incluso del capitalismo americano, con el expresionismo abstracto de Jackson Pollock? A fin de cuentas, no era sólo David Rockefeller, el multimillonario heredero, asesor político y emprendedor cultural quien justificase un pensamiento de estos menesteres; aunque sí, era nada menos que la institución del MOMA, el Museo de Arte Moderno que su madre ayudó a fundar. ¿Qué podía oponer Nueva York, con este “robo” de la idea del arte a París, encarnación de la vanguardia desde al menos el XVIII? O lo que es igual, ¿cómo escupía el chorreón y la gota de Pollock al Picasso reconcentrado ya, formalista y revisionista histórico? Era, en efecto, como si de pronto las fundaciones culturales, los museos y galerías estadounidenses hubiesen encontrado en el fresco viento de la posguerra, la justificación precisa de la originalidad del mundo contemporáneo. En efecto, era el robo de la idea del arte moderno como describe Serge Guilbaut. ¿Y en fin, qué era esa vertiente mexicana y muralista y ese acendrado paganismo del Oeste americano?
Se nos antoja que pudiese ser la aventura. La nueva ley. La colonización. La aversión americana a la norma tradicional, siempre y cuando la tradición no fuese americana. El oeste, como la empresa, era la aventura, el lado salvaje del paisaje y paisanaje americano, sociedad que se gestó a sí propia, y el punto elástico y distendido de su romanticismo. Escritores, pintores, cantaban a aquellos lares y a sus gentes inventando nuevas odiseas y nuevos héroes, pistoleros, y cowboys de western que recorrían carreteras, nómadas que transitaban tierras: paganismo cultural y originalidad que portaba no obstante los aromas desérticos, secos, letales y frugales de lo americano, y que acabaría por contrastar con la sonrisa intrascendente del POP americano. Era otra suerte de cartelismo el de Pollock, era el afán verdadero del alma que se hace a sí misma y deja su inaudita huella sobre la tela como un grito en el desierto, o como un disparo.



El hombre que se hace a sí mismo, en efecto. El gran magnate del petróleo, el sheriff de la vida política, el vaquero solitario, el hombre sin historia pero con futuro, solo ante el peligro que afronta el riesgo de las masas azucaradas y de los cuadrilleros artísticos de lo trivial, o esas mesnadas feudales moldeadas en el fuego de la tiranía que sólo Europa como tradición y Rusia como innovación encarnaban.
Jackson Pollock era un escupitajo, sí, un chorreón en la historia del Arte, y no únicamente un reclamo político. Era borrón y cuenta nueva; ni la ranciedad de todas las vanguardias y abstracciones europeas, en exceso racionales y constreñidas, en exceso mirando al pasado, en exceso alimentadas de comunismo. Ni el realismo obsoleto y aquietado de la URSS.

“Estos pintores no habían recibido mucha atención hasta entonces –señala Fontana. Pollock expuso por primera vez en Nueva York en 1943 en la galería de Peggy Guggenheim … donde en 1945 se celebró también una exposición de Rothko, sin que ni uno ni otro llamasen la atención de la crítica …”
Aquel expresionismo abstracto, aquella nueva sensibilidad vaciada en lienzos de marginalidad, se convirtió en el reclamo preciso, en la gota que colmaba el vaso de un cierto sueño americano; el más americano de los sueños. El de la libertad expresa, el del gesto, el del desapego de la realidad y el apego a la aventura, la individualidad y la sorpresa. Los cuadros de Pollock son una reversión al azar controlado; los cuadros de Rothko no son tanto una pretensión estética como un resultado. Un enigma, una aversión a la racionalidad late en estas obras; esa aversión que llevó a gran parte de sus pioneros al suicidio. En cierto modo no era ya que el artista impusiese libremente las normas, lejos, fuera de todo uso, de toda regla, de  toda herencia. Era que el cuadro se desprendía del tirano que lo creaba y recobraba una independencia refractaria. Ahí estaba él, el nuevo hombre, pero también la invitación a la nueva aventura que acaso el espectador debería continuar. La empresa, la aventura, la singularidad y la originalidad estaban salvadas. El mundo era un sueño del oeste americano.
De esta manera, “…consiguiendo que los museos, que en su mayoría dependían del patrocinio privado, comprasen sus obras y las exhibiesen por el mundo entero, en exposiciones o con préstamos, todo ello financiado por la CIA, en una operación en que el papel del MOMA resultó esencial para crear un estado de opinión favorable … Un miembro de la CIA llegó a decir, más adelante, que eso del expresionismo abstracto lo habían inventado ellos para que sirviese de contraste con el realismo socialista …”. Y por qué no, con toda la historia del arte. Nacían esas segundas vanguardias que ponían fuego en los museos tradicionales. Fuera, o no, cierto, algo de verdad latía en esa afirmación, una reivindicación estética original fluía de aquellos cuadros elementales, básicos, despojados, directos e intuitivos, descarnadamente francos y despreciativos de la herencia artística. Es lo que Rockefeller supo ver. Europa se había agotado en el sueño surrealista, con ese sueño se desvanecía también la historia. El mundo era ya otro y no era, precisamente, europeo; con la pérdida, Europa perdió también el monopolio del arte.

Al hurgar en los entresijos de esta vicisitud, al traer la decisión política, la política cultural y la geopolítica al fluir creativo, sabemos que recorremos la periferia de la esteticidad. Otra forma de hacer crítica de arte. Sabemos que observamos los escaparates de la ciencia social. Que comerciamos en las trastiendas estéticas. Nos salva que las vidas consagradas a la creación de aquellos hombres están fuera de duda. Pintaban así  antes de que nadie los protegiera; su historia personal fue trágica; ahí las muertes de Gorky, Pollock, Kline… y la rebeldía con o sin causa, en contraste con las amplias sonrisas del cartelismo o respecto del american way of life. Ese mexicanismo rebelde que los ojos avisados de un multimillonario supieron entresacar, el brillo del optimismo americano visto desde el lado del aventurero triunfador, y no del conformista. Asunto que hoy vuelve a estar en el candelero de la política estadounidense. En la decisión de Rockefeller tal vez se alumbre la sombra de la propia América.