Carmen Iglesias: RAZÓN, SENTIMIENTO Y UTOPÍA.






POLÍTICA versus DEMOCRACIA. ¿Pluralidad o uniformidad?
Razón, sentimiento y utopía es una recopilación de artículos diversos, todos, introspección en el entorno de la mentalidad ilustrada. La prosa clara, la exposición precisa de Carmen Iglesias, recobra aquellas ideas, su naturaleza iluminada y por supuesto las contradicciones que las alimentan. Proyección, por lo tanto, que llega hasta nuestros tiempos, hasta las instituciones políticas e ideologías que hoy por hoy nos alimentan; entonces, este libro de escritos asépticos e historiados se transforma en una hermenéutica causal y crítica del momento presente, de nuestra desvaída y mixtificada democracia.
En la presentación a la edición de GalaxiaGutenberg/Círculo de Lectores, Carmen Iglesias nos adelanta sus inquietudes, y es que “ciertos proyectos utópicos acaban transformando unos modelos de sociedad posible en máquinas totalitarias que pretenden parar la historia y que perpetúan en el poder a los grupos o nomenclaturas que logran situarse en su cúspide. “La pesadilla utópica” que ha asolado el siglo XX y que sigue vigente en los fundamentalismos y fanatismos políticos y religiosos del siglo XXI ha supuesto, por lo demás, una justificación ideológica que ha encandilado intelectualmente … a mentes tanto educadas como simples …”
La razón utópica, desde luego, pervive en todo ideario político. Es inevitable su componente proyectual, “futurizadora”. La utopía se ubica, se quiera o no, en un futuro armónico, y si bien tiene sus bases, casi siempre, en un supuesto lugar ideal, en un supuesto tiempo pasado ideal, no evita tener sus miras puestas en el futuro y en la transformación del injusto presente, según unos paradigmas de felicidad.
De lo que nos advierte en realidad Carmen Iglesias es de los monstruosos vínculos que hilvanan la política y la historia, y del carácter justificador de estos vínculos.
Se trata pues de evitar “esa “seducción de Siracusa” que el poder, aliado con la utopía ideológica, ejerce frecuentemente en la mentalidad de nuestras sociedades abiertas”. Estas sociedades henchidas de ideales de democracia y libertad, que se abrogan la posibilidad de la igualdad, del estado de derecho y la ecuanimidad de la justicia y que luchan por la mejora de la vida material y espiritual de los ciudadanos.
Nuestra autora señala que es la Ilustración la que nos ha animado a vivir al margen de la intolerancia sin por ello acatar el relativismo. Aquí radica la ejemplaridad de la Ilustración, de la francesa que es en la que fundamenta toda su obra la autora, y sobre todo en la ilustración de Montesquieu y Rousseau, que ya se ve, son dos ilustraciones distintas, dos paradigmas de la teoría política, dos génesis del proceder democrático no obstante mamar un común espíritu, unas misma inquietudes.
Los artículos que conforman este libro, de hecho, vienen a demostrar que nos cabe abrir una brecha casi incurable en la Ilustración; brecha entre los idearios de estos dos autores. Pero caben también muchas más brechas, porque acaso la empresa ilustrada es una empresa plural y contradictoria.
Según Carmen Iglesias cierta ilustración aboca a un modelo político de sociedad unitaria en la que se darían cita autores como Hobbes, Rousseau o Platón. De otro lado una línea pluralista cuyo más genuino representante sería Montesquieu. La versión unitaria del ideario político descansa sobre la concepción de que existe la buena forma de gobierno, que esta consiste en poner orden y concierto allí donde no lo hay y en evitar el desorden y el desconcierto producto de los intereses egoístas y antisociales. En consecuencia, el diseño político es una reforma de la moral corrupta, y moral y política han de marchar por lo tanto de la mano. La línea plural considera que la sociedad humana es una expresión de su diversidad, y que el buen funcionamiento de ella radica en la competencia permanente y la convivencia de contradicciones. No existe, pues, la mejor forma de gobierno, existe un gobierno bueno o menos malo. La Moral, la Política, son cosas distintas y han de serlo.

Rousseau contra Montesquieu.
Así es. La doctrina política de Montesquieu hace hincapié en la presencia de “los cuerpos intermedios”, los intermediarios entre el poder y la sociedad civil, limitadores y correctores del inevitable abuso de poder (el poder que limita la poder). La división de poderes, de hecho, es una manifestación de esta sagaz visión del Estado. Pero este pragmatismo sociopolítico parte de una peculiar visión del hombre y de lo social. La sociedad, como el individuo, guardan sus zonas oscuras, no hay posibilidad de ciencia para las cuestiones humanas, no hay verdad universal en la que encerrar el comportamiento de los seres racionales. El buen gobierno, pues, nunca puede ser el mejor gobierno, no hay mejor gobierno para la sociedad y para los hombres, a lo sumo, lo que puede hacer ese gobierno es “moderar”.
Aquí, pues, las bases liberales del pensamiento político, la fe en los cuerpos intermedios y la libre proyección de la sociedad civil, el derecho a disentir.
Rousseau, por su parte, se deja inundar por la emoción, por la ética, por el sentir. Acaso su componente romántica lo traiciona. Carmen Iglesias llama a este discurrir “pensamiento desiderativo”, un modo de pensar que acaba por diseñar, o desear, un proyecto, convirtiendo al pensador en un hombre prometeico o fáustico, por no decir sisífeo. Sí, Rousseau desea, quiere una sociedad sin divisiones, sin parcialidades, en la que individuo y sociedad comulguen de pleno en sus intereses; fruto de esa connivencia es la llamada “voluntad general”, en ella se fundamenta la libertad y la felicidad que el hombre perdió con la Edad dorada.
Rousseau, descreído por completo del poder, rechaza entonces todo cuerpo intermedio, rechaza toda posible representación, toda parcialidad de intereses en aras de la unidad, de la voluntad general. La sociedad se convierte en objeto al tiempo que sujeto de la política. Claro, no hay manera de disentir, porque disentir es ya no ser libre, y esa sociedad tiene la obligación de hacer libres a sus individuos, es decir, hacerlos ciudadanos.
Carmen Iglesias no se sorprende de su audacia analítica –por lo demás ha sido la audacia común de los intelectuales críticos con las derivaciones totalitarias del pensamiento político-, “… es importante –dice- no cargar sobre los hombros de Rousseau responsabilidades que, como hombre del XVIII, no son las suyas. Considerarle directamente como “padre de la democracia totalitaria” como ha hecho Talmon y otros ilustres investigadores …”. Sí, pero a reglón seguido dice que es “un temor justificado”. Que las consecuencias históricas del pensamiento de Rousseau son las que son, que la abolición de los cuerpos intermedios, que la unificación de sociedad civil y sociedad política o sociedad y Estado, ha abierto con muy poco al despotismo, a la uniformidad social no poco estabilizadora que confunde libertad con moldura prefijada; que las democracias totalitarias (y todos pensamos en ese cantado fracaso de los regímenes comunistas) son el paradigma de la inviabilidad de dicho pensamiento político.


Popper contra Platón.Tampoco hace falta decir que Carmen Iglesias contrapone de continuo el sistema de Montesquieu al de Rousseau con el fin de valorar aquel y corregir los excesos de este, por más que los excesos roussonianos manen del corazón y se entrecrucen con los del barón y le resulten, a veces, simpáticos.
Todo ello nos pone en la senda del pensamiento político popperiano. La “sociedad abierta”, a la que en varias ocasiones alude la autora, se convierte en paradigma de la democracia, de la libertad, del Estado de derecho, con sus casi insolubles relativismos; paradigma no resultado consecuente del pensamiento de Montesquieu, sino, por el contrario, paradigma que justifica la filosofía política de nuestro buen ilustrado. Y así, esta “sociedad abierta”, tan claramente expresada y exaltada por el filósofo Popper, se convierte en el soporte ideológico y epistemológico de la obra de Carmen Iglesias. En efecto, al menos en su primera parte, pero latiendo como espíritu común de todo él, Razón, sentimiento y utopía toma parte del prejuicio popperiano que acusa a ciertas tradiciones filosóficas de “enemigos de la sociedad abierta”. Platón es, por supuesto, el gran enemigo, el uniformador del pensamiento, el dictador intelectual que pretende cerrar la sociedad a los intereses de una minoría intelectual, hombre de proyecto y utopía que no duda en sacrificar la singularidad, convivencia y relatividad del hecho social. Igual Hegel o Marx.
Desgraciadamente, La sociedad abierta y sus enemigos no es mas que un panegírico cargado de visceralidad, y no muy buena hermenéutica, que ha falsificado gran parte del pensamiento político y filosófico, sea por caso el de Platón. Que nos ha colocado en una coyuntura bipolar, bastante empobrecedora del pensamiento político y que divide la historia en “buenos y malos”.
A Carmen Iglesias no obstante muestra dudas sobre el peso que la intelectualidad del siglo XX ha hecho recaer en las espaldas de Rousseau; en efecto, siempre nos quedará la duda sobre los tiempos pasados, sus vicisitudes y sus deseos. La hermenéutica de la ilustración reposa directamente sobre las vivencias de nuestra actual democracia y de las problemáticas en las que vive, sobre el liberalismo y los exagerados ámbitos a que abre. No más tenemos, al parecer, que demonizar pensamientos del pasado para justificar las pretensiones presentes, esto es lo empobrecedor de las tesis popperianas, porque la única manera de enriquecer la democracia que deseamos es desde los planteamientos de sus críticos, desesperanzados y anhelantes de perfección: sean Platón, Marx o Nietzsche.

Sentimiento contra razón.También hay en el trasfondo de estos artículos un co-sentir las tesis de Montesquieu, claro, en especial a la luz del pensar de Popper. Dicha luz deja entre tinieblas toda ideología política que muestre aprecio por el sentimiento. Es como si la doctrina ilustrada hubiese vivido una suerte de proceso dialéctico por el que la razón sufre la presión antitética del sentimiento, y por la que el resultado de esta presión acaba por justificar la utopía. Montesquieu representaría esa inteligencia sopesada, atenta a la realidad. Rousseau la mistificación del sentimiento. El propio título de la obra de Carmen Iglesias abre a esta vicisitud. Razón, sentimiento y utopía, como desarrollo histórico “in crescendo” transmutador de las tesis ilustradas. La utopía como diseño del ideal buen gobierno y como traición desesperanzada de la libertad. El sentimiento por lo tanto como el instigador del mal. Siempre el sentimiento oscuro, irracional, escatológico. Triste caso el de esta inteligencia, inteligencia de la realidad plural la de Montesquieu, que pretende contar con todo lo humano y que mira sin embargo con cierta sospecha al acto de sentir, ese que siempre escapa a su control.







JOSE LUIS SAMPEDRO Y LAS SIRENAS SEXUADAS


CÓMO NO HACER UNA NOVELA DEL TODO.

La vieja sirena, novela de José Luís Sampedro, no es del todo una novela; le sobran o faltan –según se mire- muchos más “del todo”. No es del todo una novela histórica. Ambientada en el decadente Imperio romano oriental del siglo III, entre los exóticos desiertos de Egipto y Palmira; en los márgenes ambiguos y sugerentes de las tierras del Punt o del Imperio persa la narración se baña sugestivamente –por otro lado como casi toda la prosa de Sampedro- en las olas del Mar Mediterráneo, se ilumina, enigmática en su nocturnidad, por el portentoso faro, se envicia en el marginal barrio de Rakhotis. Alejandría, la gran ciudad cosmopolita, es el alma que inspira esta novela, el oxígeno que la alimenta.
Tampoco es del todo, La vieja sirena, una novela fantástica. Por más que se nos cuente la llegada al mundo de los mortales de una sirena, de una hija de Nereo, inmortal criatura de singular belleza, cuyo deseo de vida y sentimiento ha sido recompensado por la diosa Afrodita, o por la Gran Madre, que se ha apiadado de ella haciéndola mortal.
Ni es del todo una novela de intrigas, de aventuras, no. Pese a que acaricie nuestro rostro la brisa marinera en los viajes del navegante, las historias pasadas y por venir de los personajes en la sucesión de espacios y tiempos, el fragor de los desiertos que envuelven las caravanas, la opresión de las legiones romanas. No, la intriga, la aventura, no llenan la novela.
Ni es del todo una novela sentimental, por más que los sentimientos inunden su prosa. Por más que, en vez de personajes tengamos las más de las veces sus reflexiones, sus sensaciones, sus experiencias, sus sentimientos, sus razones. Muchos, son muchos los monólogos interiores que salpican la narración. Monólogos interiores que van hilando la trama, trayendo el presente, anunciando el futuro a través del miedo y la esperanza. Estos monólogos son el apoyo interno sobre el que se sustenta la trama y trabazón de tan extensa novela. Pero no, no es, ni pretende ser psicología, interioridad, sentimentalidad.
Y si no lo es, no es tampoco una historia de amor, la gran historia de amor de Glauka, la hermosa sirena de cabellos indescriptibles y ojos de mar, y el navegante y marinero Ahram, el poderoso sabeo que conspira contra Roma desde la intrigante Alejandría, lleno de odio y rabia, pero pausado y frío en sus proyectos. Un amor grande, aquel, que enlaza con otros amores menores y no menos sugestivos, como el de Krito, el filósofo, por el Marinero, o el de Glauka por Krito, o el del filósofo por la sirena. Triángulo exponencial de las posibilidades del amor, vericueto del laberinto sentimental que es la vida terrena. Y eso que Ahram descubrirá su amor por Krito tardíamente, cuando este ya no esté.
A propósito de este amor, tampoco es del todo esta, una novela erótica, aunque pasajes eróticos paseen sus brillos por las páginas como un natural desusado. A través de las escenas eróticas nos llega el ritmo sugestivo del sexo oriental, alejado, exótico en el tiempo de la decadencia; susurran las pasiones de otras vidas, de otras mentes y corazones. De un sexo profundamente separado del amor o profundamente vinculado a él, pero sexo de excesiva, plena sensualidad, sensibilidad.

Entonces ¿qué es La vieja sirena? Pues eso, una novela no del todo novela. Por mi parte, me gusta ver en ella una atrevida teoría sobre la condición viril, una teoría sobre la condición del macho que no es del todo una teoría, ya que poco a poco acaba por guiarnos en el dédalo de la metamorfosis y evolución de los personajes; teoría que acaba por atrapar incluso al personaje central en sus reflexiones, a Glauka, la vieja sirena, móvil éste de la virilidad que se convierte, en consecuencia, en el sentido final del gran tocho literario.
Dos paradigmas de la hombría, de la virilidad, de la masculinidad, se debaten aquí, se debaten en el corazón nereido: Ahram el navegante, Krito el filósofo. Ahram representa el hombre activo, el aventurero, el macho pletórico que ama las cosas desde su naturaleza centrípeta. Seguro, anclado en su sexo enervado y poderoso, poseedor orgulloso e irrefrenable, seguro en su condición, amante letal. ¡La acción! Krito es, por contra, la ambigüedad, la inseguridad, la contemplación, la comprensión. Es un amante centrífugo. Si Ahram encarna la potencia sexual capaz de llevar a la sirena al Vértigo, Krito es la impotencia, la precocidad de la eyaculación, pero es el sabio amante de labios y manos, el tierno amante lesbiano que en su biografía sexual recibe igual a muchachos que a mujeres a las que no puede amar, que viste, según el mes lunar, de mujer o de hombre, que se comporta como tales: increíble y a la vez tierna aspiración a la totalidad. De un lado el dominio del mundo por Ahram, el sojuzgarlo, como pretende sojuzgar a Roma con el fin de dominar una nueva era en su alianza con Palmira. De otro lado la comprensión del mundo, el dejarse inundar por él de Krito, “sentiscencia” que rebosa en la palabra, que en la palabra y la poesía tiene su manifestación. Gracias a la palabra Krito salva la vida de Ahram.
“¡Los dos son tan diferentes! –exclama la Sirena- Ahram es el Vértigo, el Instante, mi piel bajo el imperio de la suya, su olor me droga y me intoxica, su mirada me pone húmeda, pero sin comprenderme, tomándome sin acompañarme, dándose sin abrirse, un amor absorbente, no el amor entregado … y ahora este otro amor de Krito … envolviéndome en huellas, en sonidos, recuerdos, fantasías, añadiendo a mi carne la palabra, ¡y tan amando el mundo!, mientras Ahram rechaza lo distinto, lo que no acepta, niega sus tabúes o los destruye, Krito asumiéndolo todo, lo que es y lo que no es, su desventura y su gloria, su doble naturaleza, Ahram tan seguro que da pena, ¡lo que se pierde!, escogiendo como niño el juguete más grande, el más reluciente, el plato más lleno y no el más exquisito”. Y el amante lesbiano se torna recuerdo de un viejo amor de manos femeninas, el de Domicia, la primera amante terrenal de la hija de Nereo.
Sin embargo, en el fondo, ambos son uno, la “completud” en el amor compartido de la hermosa sirena; ambos, así unidos, son la verdadera masculinidad. Por ello, ambos personajes se ven sometidos al giro inusitado de sus personalidades, golpeados por las circunstancias serán obligados a desempeñar la función para la que carecían de sensibilidad. Ahram, náufrago en la Roca, una isla lejana y perdida del Mar Eritreo, traicionado por sus aliados políticos, traicionado, a su suponer por Glauka que se ha echado en brazos del filósofo ambiguo y afeminado. En ese destierro espiritual, que le lleva casi a la muerte antes de ser rescatado, Ahram recompondrá su vida, la hará contemplativa y meditativa. Krito, cuando Alejandría es invadida por las tropas de la traidora reina de Palmira, Zenobia, cubrirá la retirada de los suyos defendiendo la torre del palacio de Ahram con el fuego del dragón, el arma singular inventada por los ingenieros del navegante. Allí perderá la vida. Este sacrificio será suficiente para que Ahram comprenda definitivamente, para que descubra el hecho gratuito del amor, y el divino amor, a su vez, que le profesaba su sirena, que él profesa a la sirena, como el que le profesaba Krito. No hay acción sin pasión, ni pasión sin acción, este ha de ser el drama de la hombría.
En tiempos como estos, en los que hablar de la masculinidad, virilidad y condición de hombre es poco menos que pecado letal, la lectura de La vieja sirena puede convertirse en un ejercicio de ampliación de perspectiva, una visión que ayuda, a comprender, casi del todo, cómo tiene que ser un hombre casi del todo.


EL AUSTER DEL OSCURO CARÁCTER


EL PALACIO DE LA LUNA. (I)

Caracteres.

Novela del carácter. La novela del carácter de Marco Stanley Fogg. Novela de los caracteres que reposan a su vez en su carácter. Marco Stanley Fogg cuenta la historia de la forja de su carácter a través de la historia de la forja de otros caracteres. Pero en realidad, todos son el desmenuzamiento del carácter, su destrucción.
Lo que ocurre con estos caracteres es que su relato es el relato de sus adentros, de sus avatares interiores, porque las acciones, lo que son acciones puras de un personaje de novela de acción, de héroe tradicional, no son mas que pura exterioridad, mero conjunto de relaciones, son sucesión que nos va haciendo presente el mundo, su mundo, el mundo de otros. Pero es el “mundo cáscara”, el mundo superficie; eso, el mundo de las relaciones. Por eso no hay tanto un relato de acontecimientos como un ir pasando de psicología en psicología, de interior en interior, de adentro en adentro.
Miremos pues las relaciones desde el envés, miremos el revés, miremos cómo nuestro personaje, quiero decir nuestro carácter, se va forjando a partir de la presencia sucesiva de caracteres, caracteres otros con sus dramas. Porque los caracteres, lo que tienen, lo que hacen es, valga la redundancia “drama”, o dejarse hacer; consisten no en ir modelándose a sí, sino en fluir, en ir destruyéndose.
Si, no es un hacer cualquiera, en El Palacio de la Luna los caracteres se destruyen, se deshacen, se dejan, su hacer es un no hacer nada por evitar el drama; estamos ante la vida pasiva, la vida desvivida, la vida huera, vacía en la que van quedando vicisitudes, no vamos a decir siquiera vivencias, no, lo que queda es el vacío de lo que no queda, la huella, el drama.
Y así es como se va dejando hacer Fogg, se va dejando en el dejarse de otros: su madre de quien hereda el apellido, su tío Víctor de quien aprende sus enfermizas sensibilidades, sus amistades como Kitty de quien aprende el amor, o Zimmer, de quien aprende la volatilidad de las amistades, del que será su abuelo Effing, del que será su padre, Barber, de quienes aprende su propia desgracia. Fogg no es un hijo, apenas ha tenido tiempo de serlo, no es un sobrino, no es nieto, ni hijo de su padre, ni es amante, ni amigo. Eso son cosas que le ocurren, y ya está. Este es el drama de Fogg porque tampoco él hace nada por remediarlo, ni siquiera cuando tiene la felicidad al alcance de la mano es capaz de extenderla y atraparla.
Y los demás caracteres son caracteres a los que les pasa Fogg, lo que es el drama del propio Fogg, claro, a los que les pasa, en fin, su vaciedad.

Fogg es un niño que pierde a su madre, Emily Fogg, es un joven que pierde a su tío, Víctor Fogg. Es un joven a quien encuentra su amor, Kitty para luego perderlo. Un joven al que Zimmer salva su amistad, para perderla. Es un joven al que el señor Effing, a la postre su abuelo, revelará quién es su padre. El señor Barber, su padre, para perder su propia ingenuidad. Todo se le va viniendo encima a nuestro joven. Se le viene, le viene, viene.
Hasta que le venga la luna en la costa de oriente, a donde se ha encaminado atraído, como un satélite que siente el algo que se le va a descubrir. No, porque no es él quien elige el camino a tomar. Así le viene la luna, justo en el momento en que todos los restantes caracteres se han perdido, muerto, desvanecido, acabado, han desaparecido de su propio carácter; la luna, que a lo largo de la novela se le había ido anunciando como el destino último, su nada más nada, acaso el principio de algo que nunca conocerá el lector. Este destino es finalmente, eso, la nada que acaso es ser uno mismo al fin.

Por lo demás, lo que vemos en realidad a lo largo de esta historia contada en primera persona es cómo han ido quedando las cosas en el fondo del carácter, es decir, cómo han ido desapareciendo. Cómo han ido cayendo, cómo el carácter ha ido creciendo a costa de cuantas cosas él no ha elegido ni sentir, ni saber, es decir, cómo se ha quedado vacío. Y entonces la novela es un acto de confesión, es un acto de descarga emocional, es un acto de purificación, una proyección psicoanalítica. Sí, hemos asistido a la muerte de un carácter y al nacimiento de un nuevo hombre: la muerte de Fogg y los caracteres que llevaba dentro, para que renazca, desde la ficción, ¿tal vez Paul Auster?

En fin, “Novela caracteriológica”, novela de adentros que es lo que queda al lector.

En rigor, el retrato verdadero del joven Fogg, la representación más fidedigna de su carácter es la del hombre abandonado a sí mismo en Central Park que vive como el buen y solitario salvaje urbanita, el homo postcivilizado que habita los espacios de ocio de las grandes ciudades, el hombre que ha muerto a la urbe y que vive en el estado seminatural de un parque, alimentándose de los restos de esos ajenos urbanitas. Porque la vida natural, el abandono a la Naturaleza le es imposible a un hombre como Fogg, pues la naturaleza representa el hacer, el sobrevivir. El ser que se deja vivir en Central Park es el más cercano retrato del ser de S M Fogg; yo diría que es su verdadero carácter. Solo que de esa verdad le van a sacar Zimmer y Kitty, la amistad, el amor. Lo sacan, como se saca al pez de su medio, y ya nuestro buen Fogg no podrá evitar los avatares de la vida, y no de la vida, sino de su propia vida, de esa vida que no es, sin embargo, del todo nuestra, pero que llevamos encima: descubrirá a sus padre, a su abuelo, a sí como carácter despojado e infernal de sus vidas, que, como la suya, se suceden en el imprevisto océano de la existencia. La saga maldita. Así que lo que es para el lector un reencuentro con la vida, un rescate sin precio, el sacarlo del parque neoyorquino donde su existencia adquiere tintes animalescos más que de indigencia, se convierte para el propio Fogg en el gran castigo, en el desmenuzamiento de ese carácter, en la gran tragedia, perdón, drama.








ANTONIO GARCÍA DE DIONISIO Y LA ESPERA




TOTALIDAD DE LA ESPERA.
de
Antonio García de Dionisio.



I. El sentido filosófico de la Poesía de Antonio García de Dionisio.

a) Latencia.
Hay en toda la poesía de Antonio García de Dionisio, en toda su palabra, una dimensión filosófica, me atrevería a decir que metafísica, buscadora, cuando no portadora, de lo profundo, esto es, de lo latente. Por eso su poesía, y en especial Totalidad de la Espera, como sus casi parejas Espacios vacíos y Poemas para una voz sin nombre, son poemas de lo latente, de lo profundo, guardan una oscuridad recóndita que el lector tiene que atreverse a paladear, en la que hay que aprender a sumergirse. Aprenderse y atreverse, diría, descorazonando de cerca la espera, tentando los espacios, haciendo suyos los poemas de la voz sin nombre. En los que descorazonar de cerca, tentar y hacer propios los poemas, es hallar la patencia de la poesía.
Pero no es suficiente con esto. Ya los títulos dicen mucho, orientan, alfombran el umbral de la latencia, de lo latente, de lo que está sin estar del todo: “totalidad de la espera”, “espacios vacíos”, “poemas para una voz sin nombre”, no son sino invitaciones a una búsqueda irrefrenable, búsqueda en dirección a lo hondo, a lo imposible, esto es, a lo no patente.


b) La conclusión incisiva.
Podríamos decir que nos encontramos ante una poesía del sentido sentido, una direccionalidad inteligente, porque acaso duplicamos la palabra sentido, de un lado, siguiendo la dirección de la inteligencia lógica que ubica los pensamientos y las cosas de que se piensa en el mundo. De otro lado un sentido del sentir, forma impersonal del participio, que lo es de la sensibilidad, por la que las cosas del mundo, y el mundo mismo, quedan adheridas a la piel del poeta, del poema y del lector sentiente.
De ahí que muchos de los poemas de García de Dionisio tengan el desenlace de los aforismos, rebañen en el cuenco de la poesía sentimental las migajas de la filosofía racional, se comporten como la conclusión inexcusable e irreverente de la conclusión de un silogismo, pero en el mundo del sentimiento.


http://www.manzanares.es/html/ayuntamiento/ampliarnoticia.php?id=10759

II. Latencia y Conclusiones de Totalidad de la Espera.


1. Espera.

Hay, tiene que haber en la espera una absoluta confianza, con-fianza, un fiarse con un fiarse de, es decir, una fe, una especie de fe. La fe de quien confía en el futuro, en el mañana, en el sino al que en cierto modo se encuentra arrojado y que le hace esperar. Porque la espera tiene puesto todo su ser en lo que ha de venir, en lo que viene que es a fin de cuentas su sentido.
Hay un vínculo inextricable entre lo que es la espera y la esperanza. Por lo mismo, el desconfiar, el no fiarse, la pérdida de fe, lleva de la mano a la desesperación, que es la emoción que toma el pulso a quien desespera.
Pero, igual que hay un contrario para la esperanza, la desesperanza, no hay un contrario para la espera, no hay un “la desespera”, sustantivo inexistente pues carece de sentido, de fe, de esperanza y por lo tanto de posibilidad.
Ahora bien, de esa espera, no nos habla el poeta íntegramente, nos habla de su totalidad, “totalidad de la espera” –de ahí el desprendimiento del artículo en el título, la ausencia de determinante en el sintagma-, así como si la totalidad fuese su naturaleza ínsita, la espera un todo, como un cosmos, como un orbe en el que el poeta mismo se halla inmerso y por supuesto perdido. Por eso es “poetizable” la espera, un todo dentro del cual no cabe, y por lo tanto no puede existir, “la desespera”.
Es, pues, como si todo fuese, a fin de cuentas, espera y nada pudiese existir fuera de sus límites, remedo insoluble de la triste esfera de Parménides.

2. Totalidad y parcialidad de la espera.

Y no obstante, dentro de su totalidad, la espera muestra rostros diferentes, plural naturaleza. Es un asomo de su carácter parcial, de su parcialidad, parcialidad de la espera porque no hay en realidad espera, sino esperas, plurales partes de la espera misma, las caretas con las que se asoma a la vida.
¿Y qué partes son estas? ¿De qué están hechas? ¿Cuál es su materia? ¿No son sus pluralidades ejemplos de una esperanza partida y rota?

A.
Totalidad y Muerte es el título que abre al primer bloque de este poemario. La totalidad se asume a la muerte, “totalidad de la espera” es pues la recompensa final de todos los mañanas y futuros posibles: la muerte. Nos lo dice Pasos, poema con el que, llamada inmaterial y tremenda, se inicia el poemario:

Los pasos son preguntas
rostros que nada dicen
inamovibles logros que nos atan
al dolor
(…)
Los pasos
no nos dejan llegar
más allá de la muerte.

Los pasos no son sino las parcialidades de la vida, esas parcialidades que pretenden, esperanzadas, oponerse a la totalidad franca y terrible. En ese panorama, las parcialidades, son los distintos rostros que toma la muerte, las caretas tras de las que se camufla y quiere pasar desapercibida. Y así es, como se nos dice en el poema Hora; que en cierto modo, la espera es


… lo que esperan
los hombres conseguir…

y que hace absurda la realidad de la tristeza. (Tristeza).

O como descorazonadoramente se dice en Madre:

Quizá la madre sea
la que espera más hondo
cruzar entre los miedos

nadie como ella sabe del dolor
del misterio escondido que nombra lo que somos
ese buscar sin ver lo que la vida guarda
detrás de los silencios.

Es la madre intuición de la letal esperanza que se equipara a la muerte, sospecha del mundo, de la vida, sorteado de inexistencias, de todo, en sus inexplicables y enigmáticos silencios. Vacíos de la vida en los que no hay mayor esperanza que la de la madre misma, puestos sus ojos en el horizonte de aquello a que dio el ser, una esperanza rebelde, sin duda, al final fatal que ella misma sabe,

misterio escondido que nombra lo que somos.

Y la esperanza, por qué no, es también huida. En Huida (poema de este Totalidad y Muerte) nos dice el poeta que

Ha escondido la luz
(…)
la esquina disonante de la espera
(…)
Para concluir:

la luz nos distorsiona
el ángulo perfecto de la huida.

La luz, esa luz que puede ser la iluminación, el saber, la racionalidad, distorsiona y oculta el vértice oscuro tras el que se oculta la totalidad, la espera misma ¿Qué es entonces esta luz, sino la antimetáfora de la tradición poética, que nos vuelca sobre la desolación de la espera? La luz es el sinsentido, la clarificación del sinsentido de la espera, el velamiento de su condición trágica, del destino final, la que oculta lo disonante de la espera que sería verdadera angustia y pura desesperación, la luz es la distorsionadora del ángulo perfecto de la huida, un opiáceo nada más. Porque si la luz platónica ha sido siempre la desveladora de la verdad, no hay más verdad que el final de los pasos, la huída, lo que la madre sabe e intuye, la muerte.

Y así concluye esta primera parte del poemario, con los versos de “Espera”. En que esta se ofrece como una clausura y fin, como el presagio y desvelamiento de su totalidad:

(…)
El rito de la espera clausurando
Los miedos invencibles
(…)
Totalidad y muerte
Espera decisiva entre agostos sin sueño


B.
El segundo de los bloques del poemario aparece bajo el epígrafe Cuando el amor se cruza. Como si en la espera de la muerte, que es la totalidad, hubiese al fin una esperanza. Mas ¡ay! Es una esperanza que se cruza. En ese fluir de los relojes, del tiempo -metáfora archipresente en la poética de Antonio- el amor muestra su naturaleza tangente, y si bien eterna, incompatible con los relojes y sus esencias. El amor se cruza en la vida como una tormenta, como una pasión. Pero su carácter tangencial ni mucho menos salva del preciso destino, si acaso le da un toque de divinidad, de belleza, de haber merecido la pena el haber sido vivido.
En el poema VII, dice el poeta

La espera es un dolor interminable
que el tiempo no comprende
(…)
un proyecto sin luz que nos violenta
el ritmo de las cosas

ese desnudo amor que no queremos
permitir que nos hable.

La espera es un proyecto sin luz, (porque luz y espera son incompatibles) un amor desnudo al que no dejamos decir palabra porque nos transportaría al mañana, al futuro, al no-hoy, es decir, a la imposibilidad de amar. Ese mañana –y he aquí que aparece de nuevo la antimetáfora- está iluminado por la luz que es “la nada necesaria”, tal cual se dice en el Poema II. La luz, esa luz no hace sino iluminar

Todo lo que soñamos cuando el sueño
renombra los futuros entre signos
que el ayer desmorona

El tiempo siembra las ruinas de la desesperanza. Un campo de pasados se abre ante nuestra espera, en el que hemos sembrado, precisamente eso, ruina. De ahí que sea el amor el presente presente, la cierta evidencia, el otro lado de la espera con su monstruosa totalidad; el amor, que al cruzarse, abre un cabo de sentido en el sinsentido. Y así puede decir el poeta, dichoso de haberle sido revelado este sentido:


Me dijiste “amor te espero aquí”. (IV)

Y ese “aquí” que es el aquí presente, retumba como un hecho flagrante, el hecho del presente, un presente casi eterno. Ese esperar aquí es la única esperanza real, la verdadera, una esperanza que no se funda en futuros.
Y esta es la gran paradoja, que es la espera-esperanza que no debe callar.
Pero con todos sus goces, pese a su eterno aquí, el amor no acaba sino por ser fanal de vida, y entonces se revela la esencia lumínica que deforma, que oculta la gran verdad, porque calla, el amor calla, lo hacemos callar en la esperanza vana de que no pase.
De ahí la disidencia.

C.
Disidencia y espera es la tercera parte de Totalidad de la Espera.

En el amor, concluíamos, silenciamos que todo es espera. Aunque el poeta lo sabe, lo desnuda y lo dice. Bien nos gustaría sospechar que el amor es de otra naturaleza, de la naturaleza de lo eterno que no pasa, de cuanto no pertenece a la familia del tiempo, que él y el transcurrir resultan incompatibles; nos quedaríamos entonces arropados bajo sus abrazos, y esto no es posible. Sería espera: otro de los rostros de esa ufana totalidad. Al poeta no le queda sino disentir, tomar el “contracamino” y anunciar en Esclavos sin precio que

El tiempo es como un miedo que nos tiene atrapados
nos mide y nos transforma en esclavos sin precio
forjadores del sueño que nos falta
intentamos librarnos del mito que creamos

Intentamos tal vez librarnos del mito haciéndolo eterno, como ocurre con el amor. Todo, en el acontecer, se convierte en una terquedad infructuosa, en una descorazonadora recreación de mitos, de sueños imposibles condenados a ruina: humo y sueño son las cosas que el ser humano proyecta, siente y desea. Pero el hombre es terco, su naturaleza es la terquedad. Y Terquedad es poema confesión en el que García de Dionisio se desviste de esa humanidad, se hace consciente de la fatuidad de todos los proyectos; allí dice

Escribo mientras sueño lo que escribo
(…)
giro las manecillas del reloj
contrarias a la hora

me reduzco a poema
y soy la terquedad que se resguarda
del hombre que la piensa

Reducirse pues a poema, persistir en el poema, desvestirse de la humanidad, resguardarse de ella y retar al tiempo en forma de poesía, terquedad infructuosa en que el poeta quisiera quedar eterno, inmóvil, infranqueable a la totalidad … pero es necedad:

Ante la necedad quede la prueba
del rostro y la paciencia del que espera
cansadamente solo

La necia espera de la nada. ¡A qué triste sino nos condena el poeta! Claro que con él nos hacemos verso, necio verso, irónica vivencia del destino en que la totalidad nos retiene atrapados. De los últimos versos de este libro, mana esta humana tragicomedia desvelada cuando dicen, (Tras la puerta cerrada):

Detrás queda la muerte con sus ritos sagrados
haciendo de la vida una parodia
sensual y atractiva
Algo que nos demora
el rostro incognoscible tras la puerta cerrada.

Frente a esa puerta estamos.


EPÍLOGO.

Totalidad de la espera subsume la tradición literaria del tempus fugit; de la meditatio mortis, del in hac lachrymorum valle. Los trae al mundo de la vida, sin hacer partícipe directa a la muerte de la aventura de su poesía. Sin querer darle tampoco signos de protagonismo. La muerte no es protagonista, sino que está latente. Esta es la radicación de su originalidad, una originalidad acaso muy en sintonía con la poesía de Angel Crespo con quien coincide además en otra constante, la perplejidad que siente el poeta ante la luz, el miedo a su naturaleza “desvelante”, a su tradición divina, a su sentido eterno, que aquí se muestran rotundamente travestidos.
De todas formas, espera y luz quedan subsumidas en la gran vertiente del río creativo de García de Dionisio: el tiempo, y en esa tarea que es el discurrir, nos deja, casi abierta, la puerta que creemos que estará siempre cerrada.

¿CRISIS? Las tesis de Jeffry A. Frieden.


CRISIS, GLOBALIZACIÓN Y ECONOMÍA. Un tiempo a dos aguas.
Para empezar.
Estas son las últimas líneas de la “Conclusión” que Jeffry A. Frieden, especialista en Relaciones políticas internacionales y economía financiera, da a su libro Capitalismo Global. El trasfondo económico de la historia del siglo XX:
“La historia de la economía mundial moderna ilustra dos cuestiones: primera, las economías funcionan mejor cuando están abiertas al mundo. Segunda, las economías abiertas funcionan mejor cuando sus gobiernos atienden a las fuentes de insatisfacción con el capitalismo global.
El reto del capitalismo global en el siglo XXI es combinar la integración internacional con un gobierno políticamente receptivo y socialmente responsable. Los ideólogos actuales con muchos galones –ya sea pro o antiglobalización, progresistas o conservadores-, arguyen que esa combinación es imposible o indeseable; pero la teoría y la historia indican que es posible que la globalización coexista con políticas comprometidas con el progreso social, y corresponde a los gobiernos y a los pueblos poner en práctica lo posible”.
Esta es, pues, la lección de la Historia económica del siglo pasado, según Frieden, de la que de forma inevitable somos herederos. Y no simplemente herederos, porque su componente bipolar, ese su mirar bifronte, hace responsable al siglo XXI de la sintonización o de la superación de una aparente contradicción. En efecto, la lección parece ser la siguiente: de un lado, que hay que tener en cuenta las teorías macroeconómicas, especialmente las globalizadoras, trasunto imparable este en la marcha de la economía mundial. De otro lado, que se hace necesario atender en cierto modo a las demandas sociales y a ciertas críticas “antisistema”, como perspectivas correctoras de los abusos del capitalismo.

Sinopsis de la Historia económica del siglo pasado.
La historia del siglo XX es, al parecer, suficiente aleccionadora en este sentido. La globalización, consecuencia de la postindustrialización, o de las revoluciones industriales, puso sobre el tapete del diseño político el liberalismo más radical del “dejar hacer, dejar pasar”. Los gobiernos de los países desarrollados se echaron en manos del “Patrón oro” y se abrieron al mundo en una frenética carrera por la conquista del goloso comercio internacional. Pero este capitalismo no sirvió sino para estimular intereses particulares y afrontar el colonialismo como otra carrera más. Los beneficiarios fueron pocos, los roces y conflictos muchos. Además, partidos socialistas, sindicatos, por no olvidar los perjudicados agricultores norteamericanos o los industriales ingleses que veían volar el capital inglés al extranjero, tampoco consideraban con buenos ojos estos usos globalizadores y su patrón monetario.
El ajuste de las monedas al patrón oro, impedía cualquier manipulación monetaria para vadear las crisis, los valles de la economía. Los perjudicados: obreros en el círculo de los bajos salarios y malas condiciones de trabajo, algunos industriales que no podían hacer frente a la dura competencia externa, los dueños de minas y los agricultores, que vendían sus productos a bajos precios o que sufrían el abaratamiento globalizador. Todos ellos desconfiaban, protestaban. La crisis económica general, que tomó cuerpo definitivo en el 29, dio con la ruptura del primer paso globalizador, estaba claro que a la economía no se la podía dejar hacer, que los gobiernos se veían en la necesidad de intervenir.

Varias fueron entonces las alternativas al liberalismo económico, masajeadas tal vez por las violencias de la Gran Guerra, del ambiente de preguerra y de la Segunda Guerra Mundial: la autarquía fascista, el modelo centralizado de la planificación socialista, el Estado del Bienestar de la Democracia social.
Las dos primeras, economías de carácter estrictamente nacional, demostrarían su inviabilidad a largo plazo por más que sus éxitos iniciales sirvieran de modelo a muchos. Otra cosa sería la alternativa que hallaron las democracias, reactivadas esta vez por los partidos de izquierda y con vocación obrera. El liberalismo se dejaba reconducir por una política monetaria que evitaba la caída de precios y una política fiscal diseñada para mantener la actividad económica. Se corregía, así, los efectos más perniciosos del capitalismo. Es el momento del deslumbrante brillo de la teoría keynesiana: el endeudamiento del Estado es fundamental si se desea reactivar la economía; esta es la forma más eficiente de estimular al capital para crear puestos de empleo y riqueza.
Gracias pues a la socialdemocracia, podemos decir, la globalización no perdería del todo su horizonte. Estas democracias progresistas estaban dispuestas, y preparadas, para cooperar y mantener el comercio internacional. De hecho, el fin de la Segunda Guerra Mundial traerá los acuerdos de Bretton Woods, momento en que, a decir de Frieden, Estados Unidos, el dólar, se convierte en el director de la orquestación económica del mundo.

Por su parte, este periodo de estabilidad e internacionalización, al margen comunismo, posibilitaría el surgimiento de nuevas políticas económicas en los países subdesarrollados, las famosas ISI, políticas de Industrialización sustitutiva de importaciones, especialmente en Latinoamérica. Con base en medidas proteccionistas sobre una industria volcada al mercado interior. Medidas que, en un principio, posibilitaron el desarrollo de las urbes y el surgimiento de una clase media potente, consumidora de bienes manufacturados. Pero que a la larga acabaría por demostrar su insuficiencia endogámica.
Frente a la ISI, que se extendió infructuosamente por Asia y África, algunos países asiáticos optaron por industrializarse con el objeto de exportar sus productos, precisamente, a los países más industrializados; esto las hizo más competitivas, si bien en muchos casos a costa del obrero.

A partir de los años 70, Bretton Woods estaba roto. EEUU no podía soportar con su moneda el tirón de la competencia y la nueva dinámica de la economía mundial. Se entraba en un nuevo periodo de crisis: recesión económica, carestía del petróleo y “estanflación”. El gobierno de Carter subió los tipos de interés con objeto de beneficiar a la comunidad financiera. Se sacrificaba así la producción industrial, los ingresos familiares y aumentaba el desempleo. El resto de países capitalistas imitaban estas medidas, en tanto el Tercer Mundo veía cómo se disparaba su deuda, y las ISI entraban en contradicciones insolubles por falta de capital y caída de sus exportaciones. Poco después, el Comunismo colapsaba.
Sin embargo, el fortalecimiento financiero abría posibilidades a una nueva época de neoliberalismo, este es el origen de nuestra herencia, y la génesis de nuestro problema.

El neoliberalismo. El problema hoy.
Sobretodo, porque el nuevo liberalismo nos ha vuelto a la conciencia de un mundo dividido, de una brecha abierta entre desarrollo y subdesarrollo que persiste al margen de toda proyección ética, como un insulto a la inconmovible base de los derechos humanos. Porque tal vez uno de los aldabonazos a esta conciencia haya sido la irrupción de las economías emergentes que, de repente, se muestran competidoras implacables de aquellos que dominaron el proceso del llamado capitalismo global.
Y más, pese a las vinculaciones de la política económica en diversos regionalismos cooperativos (UE, Mercosur, ALCAN), las nuevas tecnologías y la rapidez de inversión hacen incompetente cualquier forma de control por parte de los Estados. En efecto, ante el poder de inversión de los que se han denominado “especuladores”, incentivados por la velocidad que adquieren sus decisiones, las correcciones de los Estados poco tienen que hacer. Los Estados se han quedado, o se están quedando al margen de la globalización, y grandes economías pueden tambalearse por decisiones especuladoras.
Las gigantescas empresas, con intereses en diversos Estados, se escurren de las manos del control político estatal y dinamizan según antojos y beneficios.
El capitalismo global, en el que estamos embarcados, como señala Frieden, está frecuentado por turbulencias, el capital igual fluye que desaparece, la competencia está al orden del día, lo que para unos es defensa de la diversidad (antiglobalizadores) se traduce para otros en persistencia del subdesarrollo; en fin, es la nuestra una época problemática, época heredera de contradicciones. ¿Será posible la “gobernación”, esto es, la creación de instituciones que permitan el control del mercado global y mundial? ¿No han de ser éstas con el firme objetivo de rendir cuentas, es decir, que justifiquen, beneficien y representen a todos los estados del mundo?
De aquí parece derivarse la tesis del profesor Frieden, ni es posible el capitalismo global dejado a su poder, ni es posible el regreso a una política económica de carácter nacional. Si esa gobernación y esa rendición de cuentas llegase a cuajar a nivel universal, sí podríamos hablar entonces de una nueva época del capital, de una etapa histórica alejada ya del capitalismo fiero con que se iniciara el siglo XX.

Ahora bien, deberíamos tener en cuenta diversas pautas con el fin de saber qué es lo que realmente hemos heredado. Saber por ejemplo que no puede obviarse que la caída del comunismo en los años 90, dio alas al viejo capitalismo neoliberal que poco a poco parece imponerse, pese a las ideas de “refundación del viejo capitalismo” con las que tanto se alardea hoy en día. Es como si al caer el soberbio muro hubiese renacido una vieja época dorada que justifica que solo la economía de empresa, mercado y finanzas, es la economía viable, la economía de la libertad. Vergüenza debería sentirse cuando tan alto porcentaje de semejantes pasa hambre.
Deberíamos aceptar que la socialdemocracia ha sido clave a la hora de mantener el proceso de globalización, que ha sido uno de sus puntos de apoyo y de proyección, motivación persistente de la globalización y apertura al neoconservadurismo de los 90. Y mal puede llamar la atención sobre los intereses del bienestar de la población quien es ya incapaz de ejercer un control sobre la economía. Las vicisitudes económicas de la socialdemocracia terminaron en la crisis de los 70, la inversión en gasto social no siempre vale en un economía de mercado y global. Tarde o temprano hay que beneficiar a la comunidad financiera. La “teoría de la imposibilidad” de Mundell es bien reveladora a este respecto; de la movilidad de capital, del cambio estable de moneda, de la independencia monetaria, de estos tres factores esenciales, el Estado solo podrá regular dos, hay uno que siempre se le escapará, el Estado es pues un elemento más en el control económico, y no el esencial.
Además, esta situación global de la búsqueda del beneficio, vive de una, tan extraña, como densa conspiración, y es que la velocidad y tamaño del sistema financiero que da posibilidades al mercado internacional es al tiempo la primera y más evidente causa de su desestabilización.

Entonces habremos de preguntarnos ¿es la tesis de Frieden una doble tesis, un estar en dos sitios a la vez? ¿O por el contrario debemos decir que son los atisbos de una nueva época en la economía, de una economía global para un mundo global? Y otra cuestión más … ¿realmente el capitalismo ha sido vencedor, nada hay más allá del capitalismo? ¿No será la ciencia económica, la teoría económica y la historia de la economía una justificación del capitalismo?

SÉNDER: ironía e Historia.

Una novela para hoy.


El narrador es la certera expresión de la ironía. Quiero decir que es la misma ironía rediviva, o que hay en él una radical pretensión de ironizar. Carolus Rex es una hermosa sustancia irónica, un gran ejemplo de ironía latente, y patente. Una magnífica novela.
Primero. Toda ella, la novela digo, es ironía, sutil burla de la decadencia del españolísimo imperio, de las mentecateces encarnadas en su augusta casa real, aristocracia y alto clero, de su más que ganada a pulso crisis y extinción. Se presentan así los hechos como acontecieron en realidad, pero por lo bajo huele el tufillo de burla reprensible. Aquellos acontecimientos no son sino para reír, si no fuera porque están presentes los momentos excelsos de la españolidad; entonces dan grima, porque esta novela chorrea hasta el presente más actual, chorrea por la venas de la historia y llega hasta lo que somos y a cómo nos vemos. Un rey estúpido, compulsivo, conscientemente obsesivo que, no obstante, el lector experimenta a veces ser el más lúcido, el más inteligente, el más cuerdo de cuantos personajes lo envuelven: la reina madre, el valido, el nuncio de Su Santidad, altas jerarquías eclesiásticas y tanto noblecillo badulaque y pretencioso que pulula por las páginas, por no descontar la histriónica camarera mayor.
Apenas se salvan María Luisa de Orleans, la reina, que encarna el fresco vitalismo no carente de ingenuidad; el hermano del rey, el bastardo, a quien no le queda más que morir fracasadas sus ansias de poder; Calderón de la Barca, por viejo, por literato, por distante, por posible admiración del camuflado narrador. El enano don Guillén que espanta “los Pepos”, esos fantasmas de la Guinea, que acechan en cualquier rincón de palacio. Y los extranjeros, personajes que entre tanto estridente, bien pueden pasar por normales.
Segundo. Porque hay hechos que son de pura comicidad, señalada sin embargo la seriedad de su momento. La momia de San Isidro en el lecho del agonizante Felipe IV, por cuya repulsiva presencia, Carlos no dio el beso de despedida a su padre. La pretensión del rey de yacer con su “vellocinita” y “gabachita” en le cripta del Escorial, para purgar ese supuesto maleficio que le impedía engendrar. El exorcismo de Carolus, en el que la estupidez general contrasta con los momentos de lucidez del exorcizado; retrato de la imbecilidad subyacente a toda una corte de personajes cortos, y la cortedad de un rey que ganaría fama de imbécil.
Tercero. Porque los recursos de la trama son empleados con soltura y sorpresa para crearle espacio al humor. Van y vienen de improviso, acechan, se barruntan, se les desea, envueltos en un halo de incomprensión y sinsentido. Ejemplos como la constancia del catalejo que, en sus manos el rey pliega y despliega, acercando lo deseado (Maria Luisa) y alejando lo odiado (a su madre); el pudridero de la cripta del Escorial con el que desasosiega a la reina; la “fiera afeminada” en que considera el rey su naturaleza; el hecho de si el rey “cría o no cría”, piojos se entiende, lo que le sirve el sobrenombre de “rey piojoso”; el trasunto de la virginidad de la reina; el destierro de los hombres que por ayudar a la reina en la caída de un caballo, vieron sus partes pudendas y el obsesivo recuerdo que queda de ello en la mente del rey; la insaciable enemiga contra el embajador francés; el hecho de que Luís XIV sea rey bailarín, vencedor en el lecho y en las batallas. Es incluso la misma ironía la que mata a don Juan de Austria, el príncipe bastardo, hijo de la Calderona.
Cuarto. Porque el uso del lenguaje es magistral. Veamos el caso de algunas inocentes muestras:


“Pidió el rey al delegado apostólico que convocara los espíritus de los gloriosos tataradeudos para asistirle en la fecundación de la princesa de Orleáns, que él por su parte invocaría una vez más a los profetas más celebrados en materia de fecundidad”.

“Al llegar la marquesa el enano negro don Guillén, que andaba por allí, acercó su tercer taburete, olió el aire y dijo:
-Está bien.
-¿Qué es lo que está bien?
-Que no hay Pepos …”

O este otro:
- (…) los terranovas tienen dientes y son leales a su señor, pero no hay que usarlos ¿oyes?
Soltó a reír él mismo de su ocurrencia y mirando a la duquesa de reojo le dijo aún:
- ¿Tiene chispa, eh?
Ella no se reía nunca. La gente había olvidado la última vez que vio reír a la duquesa de Terranova.

En fin, porque en Ramón J. Sender se deja ver la risa y el amargor a partes iguales. La risa por la España que fue. El amargor por la España que no pudo ser; y esta, la que no puede ser, es la España repetida por la historia, es, parece, la sustancia de España, la sustancia que aún respiramos.




Otras opiniones:




JULIAN OPIE: La ambigüedad.






OPIE. ¿Frivolidad o compromiso?

La crítica, indistintamente podrá tomar la obra de Opie como una obra frívola, o como una obra comprometida.
Julian Opie, visto desde la perspectiva jovial y alegre, despreocupada, parecerá al tiempo un artista muy contemporáneo y muy extemporáneo. Facetas contradictorias, no cabe duda, pero que coinciden sin embargo en mantenerse ambas al margen del compromiso no solo con el arte de hoy, sino con el Arte, con el “gran arte”.
Julian Opie, visto desde la perspectiva seria, profunda, implicada y radicalmente contemporánea, sería el ejemplar artista que busca una salida al vicioso círculo del arte contemporáneo, esa inapetente esfera del reloj por la que van pasando las horas de la creación, de la exposición, del mercado, de la expectación, de los medios, de la crítica, y que vuelve a empezar incansable sin aportar nada más que giros y giros, y de vez en vez, el sonido de una peculiar alarma.
Claro que, podría ser que por frívolo, nuestro artista señalase una salida al nuevo arte, un resquicio por el que abrirse a nuevos horizontes, rompiendo las cadenas del conceptualismo que apresa y atenaza casi todas las obras postvanguardistas, que las agarrota en ese “complejo de Consolación de la filosofía” que tiene gran parte del arte que se exhibe y crea hoy. Por lo mismo, cabe que una excesiva implicación en romper esas cadenas, le hiciese dar vueltas y giros en el laberinto, en persecución de algo que no es sino la danza a que invita la música de los tiempos.
El caso es que la obra de Opie posee unos distintivos que son por igual vicio y virtud, no por su propia naturaleza, sino según la perspectiva que sobre ella se desee tomar. Esta es sin duda, la peculiaridad enriquecedora, yo creo que la gran peculiaridad, no de Opie probablemente, sino de su obra.
Pues bien, en busca de esta peculiaridad, voy a referirme ahora a esas grandes esculturas que se plantan en el espacio, esculturas que no lo son del todo, porque acusan una desusada “bidimensionalidad”; esculturas que no obstante, están ahí, ocupando ese espacio y definiéndolo, soltando cuatro frescas al corsé tradicional de las disciplinas pictórica y escultórica, pero también a la novedosa performance, o a la instalación; generando pues otra suerte de relaciones con el ambiente y con el espectador.

Son pintura. La pintura de Opie no es una tendencia a la abstracción. Es más bien una asunción de la elementalidad, un desprendimiento de todo cuanto puede ser confuso en la lectura de la obra. No hay un sentimiento, hay gesto. No hay una formalidad, hay una reducción de notas. Pocas cosas son necesarias para asumir la elementalidad del comunicado al tiempo que la reducción de notas: la línea, el color. La gruesa línea negra que enmarca colores que se acusan y complementan. Ahora bien, para que la línea y el color configuren un comunicado suficiente, la obra ha de estar en connivencia profunda con el espectador. Las pinturas de Opie no son solo POP porque recurran a temáticas populares, de la cultura popular, ni porque acusen los colores de los que el POP abusó, tampoco porque recuerden el mundo del comic; lo son precisamente por esta estrecha connivencia, por la que el gesto del guitarrista es ese gesto expresado en la elementalidad de la linea, porque ese es el pañuelo que suele vestir el guitarrista, porque no hay posible ambigüedad en el comunicado, ni posible interferencia, sea sentimiento o sombra. La elementalidad de Opie es POP, y no es minimalismo, porque la voluntad reductiva y exclusivamente formal de lo mínimo no tiene mucho que ver con la capacidad evocadora de los elementos mínimos en la gestualidad. La reducción de notas del minimalista es una operación intelectual, noética. La reducción para configurar el gesto, es entrañablemente intersubjetiva y cultural.

Son escultura. Porque no son solo interrelación con el espectador en el nivel de la cultura popular, de masas. También porque salen al espacio y establecen una nueva concepción de la escultura, alejada del monumento. Ahí están, sin mantener un diálogo preciso con el espacio. Simplemente buscan establecer su relación con quien pretenda contemplarlas, exigiéndole cierta frontalidad, recortándose contra un fondo, contra un horizonte, como si fuesen nada más que paréntesis en la realidad. Porque no son recortes de dos dimensiones acusados en un espacio tradicional, son algo más, son un gesto al margen del espacio. A veces, estas esculturas se crean su propio horizonte, contraponen la línea de su dibujo a otra línea, geométrica o no, que las envuelve o delimita, como si cargasen con la pesada carga de su contraste espacial. Desde luego, esto otorga un papel sobresaliente a la línea (allí donde reposa el gesto, la connivencia) y la hace elemento indisoluble donde darse cita autor, obra y espectador.

Son collage. Ready made en la misma costura de lo real. En la calle, en el espacio compartido. Y esto es lo singular también, porque no es collage sobre el espacio estético, porque no es solo un objeto hipostasiado que cobra sustancia artística, que se revaloriza espiritualmente al ser descontextualizado. No, se trata de una expresión artística sobredimensionada en la realidad. Y digo por qué. En “expresión sobredimensionada”, porque todas las citas del arte que porta, ese guiño al POP, los trasuntos del comic, esas apreciaciones reductivas de la abstracción, del minimalismo, el ser propiamente pintura, escultura, salen a la dimensión real de la calle, al espacio vital del transeúnte (de ahí que sea la itinerancia, el transeúnte, el ciudadano, el nómada urbano, el urbanita, parte de su obsesión). Ahora se invierte la torna del collage, y el arte sale a la realidad, se hace realidad. Opie demuestra de esta manera que lo estético no es una sobredimensión de la realidad, sino que cabe hacer de lo estético una “infradimensión” que en cualquier momento puede hacerse realidad.

Por ello son también instalación y performance. Porque mueven toda una suerte de nuevas interrelaciones entre autor, obra y espectador, en especial entre estos dos últimos (acaso sea este el gran secreto de Opie), y entre ellos y el contexto en que se encuentran, demostrando al tiempo que cualquier intervención no ha de ser en exclusivo dinámica, teatrera y ruidosa, provocativa y demencial, que la dinámica está ya puesta en la realidad, y por la realidad, y que ésta es la realidad del espectador.


Opie en el IVAM.

Por eso hemos de seguir preguntándonos si son estas obras maravillosos eventos de la ingenuidad creativa o son creaciones inteligentemente ingenuas. No es extraño que el crítico Vicente Jarque haya dicho de Julian Opie que representa el arte de la ambigüedad.

De "Invisible" y espectros.



Tópicos: Fantasmas y Teoría de la novela. Además, una visión de Enrique Vila-Matas.


Castillo con fantasmas.

Los fantasmas de Paul Auster merodean, impertinentes, por sus novelas. Arrastran sus pesadas cadenas una y otra vez. Aparecen insólitos cuando menos se espera. Acechan en trasteros, corredores, galerías, escaleras. Y si no, su presencia se siente, se los siente atisbar, vigilar, y de vez en cuando hasta castigar en las ciudades de cristal, en las habitaciones cerradas, en Riverside.
Son los tópicos de su castillo novelado, los típicos fantasmas para turistas lectores. El escritor un tanto maldito, la literatura, la Universidad o el profesor de universidad, el intelectual marginado, el joven que recorre Estados Unidos, el anónimo ser de la Ciudad de Nueva York.
Walker, el de Invisible, puede ser Benjamin el de Leviatán o Fogg, del Palacio de la Luna. Un Stillman padre, de la Trilogía en Nueva York, puede ser el Born de Invisible. Los fantasmas se pasean con su pesada carga de jóvenes sobradamente intelectuales, de amantes de la literatura universal que son reducidos a mendicantes en una sociedad materialista y hecha a marginar lo improductivo. Seres estos personajes, también, automarginados, que no encuentran su nicho, porque entre otras cosas es como si la literatura no tuviese nicho. Todos lectores, escritores, nómadas de espíritu que no saben bien a qué aferrarse. Personajes veteranos cargados de enigmáticos pecados, terribles pecados que solitarios rumian su propia esencia, que más que comprendidos necesitan ser leídos, como el inverosímil Effing. Manuscritos exquisitos que viajan de acá para allá y recalan en manos de profesores de literatura, de escritores afamados, de pendencieros que pueden darle edición. Literatura y tipos típicos hacen el castillo fantasma de Paul Auster. Reiterada, pesadamente, una tras otra, las novelas guardan tras sus puertas alguno de estos fantasmas. Son los espectros que acompañan la singularidad capacidad creadora de Paul Auster, los fantasmas de su vida, de su alma, de su castillo interior, de él mismo: estudiante con ganas de maldito y marginado, insatisfecho, insumiso de la sociedad que le rodea … repite el tópico de su vida, el joven estudiante, la literatura, la escritura, la novela de fama, el viaje por Estados Unidos, los antiguos indígenas, algún viaje a París, y el escritor reconocido que rumia sus propios tópicos, es lo que le ocurre a Jim, el que conocemos en la Segunda parte de Invisible, que no es sino el alter ego de Adam Walker, el protagonista de la historia.

Una teoría del novelar en Invisible.

Adam Walker es el maldito. El maldecido por los elementos, por las circunstancias, por el sino, el azar, por la sociedad, sus padres, su hermana. Maldito por el hecho crucial de la novela, el impune y terrible asesinato de Williams. Jim es el afamado, el establecido, el reconocido afortunado hombre de literaturas, el escritor con cierto renombre. Es Jim quien definitivamente se encargará de dar forma a las memorias de Walker, el nómada Walker, para entregarlas al lector, al amante de los recorridos turísticos por las filigranas austerianas.
Jim el establecido, y Walker el andarín, nómada, son el Jano Auster. El escritor que circunda geografías y el escritor de silla, estufa y paredes. Son dos de los tópicos del atlas austeriano, dos espectros que novela a novela suelen aparecer, difuminados, entre las sobras, con distintas figuras, que están, que se los siente.
Entre estos dos personajes se enreda la madeja de la Universidad, de la ciudad, de Estados Unidos, de París, la literatura, la escritura, la publicación … El castillo, el terrible castillo fantasma. Paul Auster gira insistente entorno de él.

Desde aquí, nace una teoría de la novela. Y tal teoría justifica una novela, justifica Invisible.
Cuando Adam Walker no encuentra perspectivas posibles para sacar adelante sus memorias (es, en cierto modo, lo que le pasa a esta novela) Jim se atreve a escribir en connivencia con el lector:

En cuanto al muro que él había mencionado (se refiere a la imposibilidad de continuar el relato), le aseguré que todos chocamos con alguno, y que la mayoría de las veces la circunstancia de quedarse bloqueado se origina en un erróneo proceso mental: esto es, el escritor no entiende plenamente lo que trata de decir o, dicho de forma más sutil, se ha equivocado al enfocar el asunto. A modo de ejemplo, le hablé de los problemas con que me había enfrentado en un libro anterior mío –también de memorias (en cierto modo)-, estructurado en dos partes. Escribí la primera parte en primera persona, y cuando acometí la segunda (que trataba de mi vida de forma más directa que la anterior), escribiendo también en primera persona, fui quedándome cada vez más insatisfecho con los resultados … y entonces una noche se me ocurrió la solución. Comprendí que me había equivocado de enfoque. El hecho de escribir sobre mí mismo en primera persona había obligado a contenerme, haciéndome invisible, impidiéndome encontrar lo que andaba buscando. Me faltaba distanciarme, dar un paso atrás y crear un espacio entre mí mismo y el tema (que no era sino mi propia persona), así que volví al principio de la segunda parte y empecé a escribirla en tercera persona. Yo se convirtió en Él, y la distancia establecida por aquel pequeño cambio me permitió acabar el libro”.


Es la gran confesión de Invisible, última de Paul Auster, de su invisibilidad. Pero no cuela. Los tópicos cantan como las sirenas. El Paul Auster, Jim, que teje y desteje en la espera, como Penélope, adecenta la trama en que quiere meternos el Odiseo Walker.
Aunque después de todo hay quienes no tapan con cera sus oídos.

A propósito: Una visión de Enrique Vila-Matas.

http://www.enriquevilamatas.com/autobiografia.html

Enrique Vila-Matas escribe en Relecturas de Babelia, número 966, (el especial dedicado a La feria del Libro de Madrid), un artículo titulado Un día hay vida, que reza en entradilla: “No hay lugar más mítico en la obra de Paul Auster que el cuarto del número 6 de la calle Varick: Allí escribió El libro de la memoria, la segunda de las dos partes de La invención de la soledad que se inaugura con una frase que ha vencido al tiempo”. Un día hay vida. Tal descubrimiento de la vida, hace decir a Vila-Matas que Auster es cervantino, solo porque la frase sintoniza con la loa vital del moribundo Cervantes en el Persiles. Crasa diferencia vital ésta. Cervantes está hecho de madera nómada. Nunca está entre paredes, apenas crea fantasmas, si crea, crea vida. Pero fuera de estas pequeñas diferencias, hay en el artículo de Vila-Matas reveladoras vicisitudes intelectuales que pueden mover a reflexión.

- “No hay Auster –dice- sin la invención de un cuarto cerrado y sin la invención de la soledad en ese cuarto, del mismo modo que no hay soledad sin la escritura, ni escritura sin un lugar”.

De ahí la trascendencia del 6 de Varick. Pero no, no se trata únicamente del cuarto de tan singular lugar, sino del castillo, el castillo de Auster que es el topos verdadero del escritor, su tópico crucial, el lugar que verdaderamente habita y rumia.

- “Auster enlaza sutilmente la reflexión acerca de su papel de hijo con su propia paternidad y con la soledad del escritor, y logra así que invención y aislamiento se hermanen en un encuentro doblemente trágico”.

Y tan trágico, que el escritor se desdobla en escritores, sus propios fantasmas. Y el desdoblamiento configura una teoría de la novela. En este sentido, sin duda, el aislamiento de Paul Auster es más que proverbial.

- “…que una habitación es tanto el espacio central del drama humano … Porque no todo lo que ocurre entre las cuatro paredes de la conciencia es tedio, angustia, pesadumbre, desesperación”.

No lo es, porque Auster no puede ser romántico. No vive de sus experiencias sentimentales, ni de sus anhelos. Vive únicamente de sus invenciones. Pero sus invenciones adquieren la naturaleza de fútiles espectros.

- “…certeza que, a decir verdad, se acopla como un guante al ritmo de los trayectos mentales construidos por nuestros propios pasos y termina por acercarnos siempre a la vida”.

Pero el acercarse a la vida de Auster es, al tiempo, un alejarse de la misma. Un obligarse a novelarla. Este es el drama vital y creativo de Paul Auster.

Por qué sea lo aventuramos … pero hay escritores que pueblan sus obras de espectros. Auster es uno. A lo mejor esta es una de las claves de sus éxitos.

SCHÜTTE: La Deformidad humana


HOMBRES Y ENEMIGOS: LAS ESCULTURAS MÁS RADICALES DE THOMAS SCHÜTTE


Para el Griego, el cuerpo humano revela la idealidad del hombre. Y así, el ver del griego es un ver plástico, un ver las cosas no en su singularidad, sino en lo que su singularidad tiene de logos, de eternidad, de verdad, de belleza, es decir, lo que tiene de forma. En la forma halla el escultor la verdad del hombre, y eso es cuanto hay que representar. Cuando el ojo griego contempla el desnudo que se ejercita en la palestra lo que ve es ya en cierto modo una escultura; solo queda esculpirla, liberarla de la movilidad, de la costra moviente y frágil que es su individualidad.

¿Qué ve Thomas Schütte en los hombres y mujeres que se ejercitan en la palestra de la vida? Desde luego Schütte (1954, Oldenburg, Alemania) no es un griego, ni tiene sus ojos acostumbrados al logos, ni en su mirar hay tendencia a rescatar la forma, ni la verdad eterna. Los ojos de Schütte son desveladores de otras cosas, ha mamado la tendencia del espíritu, eso que es tan alemán, y ya no tiene un mirar plástico, tiene un mirar más conceptual, un mirar creativo. Además ha mamado de las soberbias críticas sociales de la escuela de arte de Düsseldorf, allá por los 80; hay veneno social por lo tanto en su procedimiento escultórico, y sus ojos desmenuzan el interior del hombre, ese interior sucio que tampoco se ve a primera vista pero que está latente, tan latente como la forma; lo que ocurre es que él pretende sacar al exterior no lo que permanece oculto, sino lo que se oculta conscientemente. Por eso hay cierta concomitancia entre la escultura griega y la escultura de Schütte; aunque parezca mentira, ambos desnudan al hombre singular, y le sacan su verdad. Lo que ocurre es que la verdad que el griego extrae es muy distinta de la que extrae el escultor alemán.


Por lo pronto, los seres humanos de Schütte, esos muñecotes de goma que abren la década de los 90, que ahora han podido verse en la retrospectiva del MNCARS, esos Enemigos, Enemigos unidos, son deformidades humanas, rigurosamente, adefesios, adefesios por feos, por informes, por su vestimenta claro está. Son la ironía misma de la vida humana, la antípoda de la belleza griega, la antípoda de aquella forma ideal. No obstante el procedimiento creativo es casi el mismo: el desvelamiento escultórico.
De ahí tal vez la radical diferencia: el griego no puede permitirse cubrir el desnudo, la forma bella se revela, viene a la luz. Las figuras de Schutte están cubiertas con una ridícula capa, con una fea tela, con un raso acolchado y vulgar, monócromo, con apuntes de pañuelos, de fajines, de corbatas. Ocultan su condición de seres humanos, o mejor, pretenden ocultarla, dejando ver nada más la vulgaridad inminente de su sustancia. El adefesio de Schütte es un ostentoso ridículo que ha perdido su desnudo, su forma ideal, su belleza, su cuerpo griego. Esos gorros, esos pañuelos, esos cinturones, son elementos que rememoran que estamos ante seres sociales, ante vacuos roles, ante convenciones superficiales. Y esta es la otra gran distinción con el mundo griego.
Las esculturas a que nos referimos son en realidad grupos. Grupos de hombres, parejas de hombres que permanecen inexpresivos, unos junto a otros, vecinos en el espacio, formando grupo, vinculados de cualquier manera, unas veces los ata una cuerda, otras conforman un círculo o aprietan sus cuerpos. Pero no dialogan, no se tocan. Son almas inertes, carentes de expresión, ausentes de toda intención dialógica.
Cuando el griego representa un cuerpo en su “arquitectural vivencia”, no necesita establecer un diálogo, ni una comunicación. Ya de por sí la escultura comunica y dialoga, es un decir: decir lo que hay. El cuerpo vivo dice la escultura que esculpe el escultor, lo va proclamando, de hecho es el logos lo que se esculpe. Schütte aísla, mata la dialógica, no quiere el logos, no quiere decir, quiere doler. Sus esculturas duelen, sin ser expresivas son dolorosas, una expresión del dolor de humanidad.


Estas obras, por lo tanto, pueden resultar, o son, una reflexión sobre la intersubjetividad, sobre el vínculo que ata a los humanos (he aquí las parejas atadas), un vínculo indisoluble que los hace dicotómicos y opuestos. La incomunicación es el castigo de la semejanza –parece decirnos el escultor-.

Esta es la idea por la que se ha traído aquí esta obra de Thomas Schütte, porque es la representación fehaciente del hombre que ha perdido la forma, que ha perdido la identidad, que ha perdido la belleza, que ha perdido el “en sí”, su logos, es el hombre antisocrático que ya no ejerce el cuidado de su alma. Este es el retrato del hombre concomido por lo social, por el rol, por el juego de las ideas superficiales que no acaba de encontrar la semejanza más allá de lo social y de lo establecido por el prejuicio. Este es el hombre superficial de nuestra época, la costra dura que ha perdido su cuerpo, su alma en favor de un espíritu socialmente envenenado.
Falta hace preguntar a Schütte, dónde ha sentido él esta revelación, cuál ha sido el lugar desde el que pudo columbrar tal teatro de la vida. No creo que sea desde el promontorio de lo griego. Preguntemos a Beuys y a la filosofía contemporánea.

RAFAEL CANOGAR versus ANTONIO GARCÍA BERRIO

LOS NUEVOS PROCEDIMIENTOS CRÍTICOS.

Presentación.
He leído, no sé si con gusto o disgusto, un artículo de Antonio García Berrio en Revista de Occidente. Se titula “Rafael Canogar: constancia de la antítesis”. [GARCÍA BERRIO, A. “Rafael Canogar: constancia de la antítesis” en Revista de Occidente. Nº 347. Abril de 2010, pp. 83-115]. Se trata de una exposición crítica arriesgada, diría yo que atrevida. Pretende ser, nada menos, una crítica de arte confeccionada desde el ámbito de la retórica. Y no es que trate de ser una crítica sui generis, no, es que plantea posiciones demoledoras para con los críticos tradicionales del arte, que vacan al margen de los fundamentos retórico-figurales en las artes, asunto que García Berrio estima inexcusable.
Por lo tanto, Canogar es una excusa crítica. Lo que importa en realidad no es tanto el artista de Toledo como presentar la metodología de la retórica figural aplicada a la plástica contemporánea. Y a eso es a lo que vamos, a hacer crítica de la crítica, que es, exactamente lo mismo que ha hecho García Berrio.

Aplicación crítica de la retórica.
El autor señala que la pintura de Canogar, en sus posibles y múltiples trayectorias, en sus supuestas variantes, se comprende de forma homogénea al amparo de la que denomina “diferencia antitética”, la antítesis de la retórica. De esta manera, “pretendemos que la evidencia predominante de la neta sistematización antitética de Canogar –dice García Berrio- nos sirva el punto de partida para ajustar la intuición problemática más frecuente planteada en las narraciones críticas y las axiologías sobre el itinerario creativo del pintor”. [(p. 87)] Es así que desde la retórica y con la antítesis como herramienta, García Berrio se permite criticar a la crítica, es decir, completar las opiniones que críticos tan reconocidos como Eduardo Cirlot, Aguilera Cerni, Francisco Calvo Serraller, o Javier Tusell, han vertido a propósito de la pintura de Rafael Canogar.
No es nada nuevo, ni nada revolucionario este procedimiento, a este respecto, y el autor se encarga de recordárnoslo, ya la filosofía francesa posmoderna había dedicado parte de sus más sutiles reflexiones a la diferencia, la expresión letal de la antítesis. Inexcusable por lo tanto que haga referencia a Derrida o a Paul de Man, quienes han aplicado el recurso de la antítesis con vistas a la deconstrucción de extensos discursos; lo que es una evidencia de que la constitución de algunos textos se configura a partir de un esquema, digamos, antitético. Claro que también es inexcusable resaltar la cualidad distintiva de su método, respecto del método posmoderno francés, ya que para este “la aplicación crítico-deconstructiva de la figuralidad retórica es la intencionalidad nihilista de su instrumentación teórica … un dispositivo limitador más del logocentrismo del lenguaje”. [(p 86)]. Nuestro autor, ni denuncia, ni sospecha, ni combate el logocentrismo. Para él, las reducciones de la figura retórica, como hiladoras de discursos, son “… unos canales más, característicos en el proceso humano de la significación…” [ibídem]. Y a decir nuestro, unos canales muy importantes, por no decir los más importantes en el proceso de confección de una crítica, porque presentan el texto, desde una comprensión homogénea y uniforme. Es como si de un golpe de vista, en su aplicación al discurso plástico visual, se tratase de extraer la esencia del proceso creador, el logos implícito en la forma.
Y así, reconoce el autor, igual que para el discurso de la pintura de Canogar sirve la figura de la antítesis, para la de Tapies serviría la paradoja, y para Feito la alegoría, la catacresis para Saura, la metonimia en Campano, … etc. Trasuntos de aplicación, no ya a la pintura, sino a los pintores en su biografía, que el autor despacha bajo el rótulo de “textos de las artes visuales”.

¿No estamos ante una crítica de fina y elegante confianza en la esencia, que encuentra el recurso para su aprehensión en la figura retórica? Ciega fe en ella pues.

Aplicación crítico-retórica a la obra de Canogar.
La sensibilidad antitética la halla García Berrio en el arranque informalista de Canogar en los cincuenta, en un dualismo emergente que ya el crítico Cirlot intuyó al llamar la atención sobre el sistema con que contraponía el toledano la dinamización de la materia y el espacio deformado. “Sin invocar directamente la figura de la antítesis, Cirlot la suponía …” –afirma-[pág. 89].
Igualmente señala la antítesis de las esculto-pinturas del realismo crítico posterior. De hecho, ya Aguilera Cerni “alumbraba” la antítesis en el trasvase del hacer pictórico desde la introversión informalista a la extroversión realista de los años 70. Hela aquí, la antítesis.
Pero no se conforma nuestro crítico con una antítesis sencilla, pues estamos hablando de la biografía plástica de un creador clave en el arte español contemporáneo, de ahí que recurra a exprese este acontecer antitético con palabra como las que siguen: “… continuidad de una dialéctica muy directa y pura fundada en la diferencia …” [pág. 95] En apoyo de esta idea cita a Calvo Serraller (“Lo último de Canogar”, 2002), que ya intuye el progresivo (dialéctico) devenir de síntesis en el devenir biográfico de Canogar. Así, su exitoso informalismo en Nueva York ya habría mantenido contactos con el resurgimiento figurativo del arte americano de los 60, con el que contrastarse, lo que explicaría con más facilidad el proceso de extroversión antitética del realismo crítico en los 70. Y para colmo de esta línea armonizadora con la crítica contemporánea, cita García Berrio a Javier Tussell (“El ente y la obra plástica. Constantes y variaciones en Canogar”, 2001). Hay según Tussel, una constante que recorre y persiste bajos los cambios formales de Canogar, una tensión contradictoria que lo vincula con la tradición pictórica española que se inicia con el Greco, que, obviamente, consiste en la “elemental fórmula de la antítesis” [p 98].
Los “abultamientos” de las pinturas de Canogar, no serían sino la síntesis de la dialéctica de la antítesis. Al tiempo, inclusión en el espacio del espectador (antítesis del espacio bidimensional), y “verosimilitud escultural realista respecto del esquemático objeto pictórico antitético” [p 101]. No hay mejor expresión crítica de la injusticia social y la represión política que vive España en los 70.
Luego, todos sabemos que Canogar retorna a la abstracción, con la llegada de la democracia. Entonces la antítesis se concentra nuevamente en la obra y se eleva a expresiones de dicotomía radical en los trabajos que aparecen bajo el título “deconstrucción-construcción”, con las que se pretende expresar, al parecer, las contradicciones ínsitas de la naturaleza humana. La supuesta antítesis instrumental, se nos torna entonces antítesis antropológica.
Y en este sentido, se apoya García Berrio en los análisis del estudioso de Canogar, Nieto Alcalde (Rafael Canogar: El paso de la pintura). Nieto Alcalde, pone las últimas obras de Canogar en una concreción de clasicismo cultural, que soporta paradójicamente un equilibrio de tensión dialéctica; “… infinita casuística potencial renovable a partir de la constancia abierta por el esquema, antropológicamente raigal, de la antítesis”. [p112]. Según el autor, esto es lo que hace grande la obra de Rafael Canogar.
Pero añadamos para concluir una confesión final harto interesante, muestra del largo alcance a que se proyecta la presente crítica metodológica: “La identificación de Canogar con el esquema constructivo de la antítesis pictórica es mucho más que una opción facultativa, libre y ocasional entre otras posibles; porque el último alcance de nuestra tesis es que los esquemas figurales de la Retórica se corresponden con modalidades diversas, constitutivas, del imaginario antropológico de los artistas, verdaderos “tipos psicológicos” en la divulgada acepción de Carl Jung”. [p 112]
A fin de cuentas, retornamos al hombre, al hombre no tanto singular, como al hombre tipo, al modelo del comportamiento psicológico, a aquello que late bajo el proceder del individuo: la esencia otra vez.

Conclusiones.
Hay en el artículo de García Berrio algunas exageraciones que conviene no pasar por alto.
De un lado, llama la atención su pretensión, más o menos consciente, de reducir la crítica de arte a método. Este método tendría sus bases axiológicas en la Retórica tradicional y en una suerte de psicología antropológica aplicada al creador.
De otro lado, que tal reducción tiene como objeto corregir ciertos desvaríos de la crítica actual, imprecisa y errante. De esta manera el método ha de ofrecer la captación de la esencia unitaria y homogénea de la expresión plástica, como si fuese un discurso unitario carente de ejes de fuga, o si las hubiese, explicables desde el corazón de la metodología. Así, Canogar se reduce al uso de la antítesis, y la antítesis es la explicitación unitaria de su creación.
En fin, por último, que la expansión de este método reductivo posibilita una dialéctica biográfica, y es capaz también de uniformar y reducir la vida creativa del artista, por sobre conceptos tradicionales como estilo, movimiento … etc. En este sentido también la “crítica retoricista” podría ofrecer sus servicios a la clasificación de periodos del arte, o de la historia de la pintura. Así, gran parte de la pintura española podría explicarse por la antítesis, y podríamos darle carta de continuidad, a largo plazo, incardinando la obra de Canogar en la tradición pictórica española, por ejemplo, junto al Greco.


RAFAEL CANOGAR. Un breve sobre el artista.

Rafael Canogar nace en Toledo en 1935.

A decir de gran parte de la crítica será fundamental el contacto discipular con el pseudocubista Daniel Vázquez Díaz, relación que se inicia en el año 1948.

En el año 1957 entra a formar parte del el grupo EL PASO, que conforman entre otros Chirino, Canogar, Feito, Saura, Serrano, Millares, Viola. Canogar se echa en brazos del INFORMALISMO y practica una suerte de, digamos, expresionismo elemental.
- OBRAS: Pintura nº 57/Toledo/Personaje nº 6
o MATERIAL: (Óleos sobre tela)









El abandono del informalismo se produce en 1964, para Canogar carente ya de vitalidad y rebeldía. Al año siguiente es “visiting profesor” en el Mills College de Okland. En EEUU 1965-1966 tiene suficientes motivos, pues, para conocer la nueva figuración y el POP. Se inicia así su etapa de REALISMO CRÍTICO, de evidente contenido social. En el aspecto formal puede destacarse el proceso de elisión de la bidimensionalidad pictórica; surgen las picto-esculturas.

- OBRAS: Retrato de un perro/La parturienta/La familia/El arresto II
o MATERIAL: (hierro, madera, poliéster. Técnica mixta).




Ausente el contexto político que criticar por el surgimiento de la Democracia, Canogar sufre lo que Tusell denomina “RETORNO AL ORDEN”, es 1975. En la línea de la abstracción, busca la esencialidad del comunicado plástico.

- OBRAS: Escena urbana/El pórtico/Berlín/Balmaco.
o (Técnicas mixtas sobre pasta de papel o madera).






ANTONIO GARCÍA BERRIO. Un breve sobre el crítico.

Nacido en 1940, García Berrio es especialista en Teoría de la literatura. Sus investigaciones y publicaciones de mayor interés versan sobre la teoría de la literatura y sobre la retórica. Entre otros temas ha teorizado sobre la modernidad, sobre lingüística, poética y géneros literarios, el formalismo ruso.
Clara su enemistad para con las ideas de la posmodernidad, lo que es fundamental para entender sus exageradas argumentaciones, su pensamiento se sostiene sobre la esperanza de los Universales estéticos y a priori de forma.
http://www.abc.es/abcd/noticia.asp?id=8176&num=819&sec=32



Obras en la red.
http://www.cervantesvirtual.com/FichaAutor.html?Ref=5970