SCHÜTTE: La Deformidad humana


HOMBRES Y ENEMIGOS: LAS ESCULTURAS MÁS RADICALES DE THOMAS SCHÜTTE


Para el Griego, el cuerpo humano revela la idealidad del hombre. Y así, el ver del griego es un ver plástico, un ver las cosas no en su singularidad, sino en lo que su singularidad tiene de logos, de eternidad, de verdad, de belleza, es decir, lo que tiene de forma. En la forma halla el escultor la verdad del hombre, y eso es cuanto hay que representar. Cuando el ojo griego contempla el desnudo que se ejercita en la palestra lo que ve es ya en cierto modo una escultura; solo queda esculpirla, liberarla de la movilidad, de la costra moviente y frágil que es su individualidad.

¿Qué ve Thomas Schütte en los hombres y mujeres que se ejercitan en la palestra de la vida? Desde luego Schütte (1954, Oldenburg, Alemania) no es un griego, ni tiene sus ojos acostumbrados al logos, ni en su mirar hay tendencia a rescatar la forma, ni la verdad eterna. Los ojos de Schütte son desveladores de otras cosas, ha mamado la tendencia del espíritu, eso que es tan alemán, y ya no tiene un mirar plástico, tiene un mirar más conceptual, un mirar creativo. Además ha mamado de las soberbias críticas sociales de la escuela de arte de Düsseldorf, allá por los 80; hay veneno social por lo tanto en su procedimiento escultórico, y sus ojos desmenuzan el interior del hombre, ese interior sucio que tampoco se ve a primera vista pero que está latente, tan latente como la forma; lo que ocurre es que él pretende sacar al exterior no lo que permanece oculto, sino lo que se oculta conscientemente. Por eso hay cierta concomitancia entre la escultura griega y la escultura de Schütte; aunque parezca mentira, ambos desnudan al hombre singular, y le sacan su verdad. Lo que ocurre es que la verdad que el griego extrae es muy distinta de la que extrae el escultor alemán.


Por lo pronto, los seres humanos de Schütte, esos muñecotes de goma que abren la década de los 90, que ahora han podido verse en la retrospectiva del MNCARS, esos Enemigos, Enemigos unidos, son deformidades humanas, rigurosamente, adefesios, adefesios por feos, por informes, por su vestimenta claro está. Son la ironía misma de la vida humana, la antípoda de la belleza griega, la antípoda de aquella forma ideal. No obstante el procedimiento creativo es casi el mismo: el desvelamiento escultórico.
De ahí tal vez la radical diferencia: el griego no puede permitirse cubrir el desnudo, la forma bella se revela, viene a la luz. Las figuras de Schutte están cubiertas con una ridícula capa, con una fea tela, con un raso acolchado y vulgar, monócromo, con apuntes de pañuelos, de fajines, de corbatas. Ocultan su condición de seres humanos, o mejor, pretenden ocultarla, dejando ver nada más la vulgaridad inminente de su sustancia. El adefesio de Schütte es un ostentoso ridículo que ha perdido su desnudo, su forma ideal, su belleza, su cuerpo griego. Esos gorros, esos pañuelos, esos cinturones, son elementos que rememoran que estamos ante seres sociales, ante vacuos roles, ante convenciones superficiales. Y esta es la otra gran distinción con el mundo griego.
Las esculturas a que nos referimos son en realidad grupos. Grupos de hombres, parejas de hombres que permanecen inexpresivos, unos junto a otros, vecinos en el espacio, formando grupo, vinculados de cualquier manera, unas veces los ata una cuerda, otras conforman un círculo o aprietan sus cuerpos. Pero no dialogan, no se tocan. Son almas inertes, carentes de expresión, ausentes de toda intención dialógica.
Cuando el griego representa un cuerpo en su “arquitectural vivencia”, no necesita establecer un diálogo, ni una comunicación. Ya de por sí la escultura comunica y dialoga, es un decir: decir lo que hay. El cuerpo vivo dice la escultura que esculpe el escultor, lo va proclamando, de hecho es el logos lo que se esculpe. Schütte aísla, mata la dialógica, no quiere el logos, no quiere decir, quiere doler. Sus esculturas duelen, sin ser expresivas son dolorosas, una expresión del dolor de humanidad.


Estas obras, por lo tanto, pueden resultar, o son, una reflexión sobre la intersubjetividad, sobre el vínculo que ata a los humanos (he aquí las parejas atadas), un vínculo indisoluble que los hace dicotómicos y opuestos. La incomunicación es el castigo de la semejanza –parece decirnos el escultor-.

Esta es la idea por la que se ha traído aquí esta obra de Thomas Schütte, porque es la representación fehaciente del hombre que ha perdido la forma, que ha perdido la identidad, que ha perdido la belleza, que ha perdido el “en sí”, su logos, es el hombre antisocrático que ya no ejerce el cuidado de su alma. Este es el retrato del hombre concomido por lo social, por el rol, por el juego de las ideas superficiales que no acaba de encontrar la semejanza más allá de lo social y de lo establecido por el prejuicio. Este es el hombre superficial de nuestra época, la costra dura que ha perdido su cuerpo, su alma en favor de un espíritu socialmente envenenado.
Falta hace preguntar a Schütte, dónde ha sentido él esta revelación, cuál ha sido el lugar desde el que pudo columbrar tal teatro de la vida. No creo que sea desde el promontorio de lo griego. Preguntemos a Beuys y a la filosofía contemporánea.

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