¿PROYECTO DE POSMODERNIDAD? JULIAO SARMENTO




UNA OBRA DE JULIAO SARMENTO.

Another Subjective Dialetic of Prohibition. 2004. Una pared blanca. Un reloj de pared de esfera blanca y anillo de metal sobre la pared blanca. Una silla de madera. Una mujer descalza que en pie sobre la silla apoya sus manos en la pared. La mujer viste falda negra y blusa blanca. No tiene cabeza. La sombra de la mujer sobre la silla se proyecta sobre la pared. Con su mano izquierda, la mujer podría alcanzar el reloj de pared. Pero reloj y mujer permanecen espaciados, ausentes, sin relación. Acaso la única relación sea el tiempo y el espacio porque ambos están en contacto con la pared. Ambos comparten el tiempo.
No hay más en esta “medio escultura” de Juliao Sarmento. Medio escultura porque el resto es instalación. En efecto, hay elementos que le son necesarios e insalvables a la obra: la luz, el espacio. El espacio es suelo y pared. La luz, luz artificial que proyecta un mundo de sombras sobre el blanco del muro. Las sombras son el cuerpo de la mujer y la silla, unidos, fruncidos e hilvanados por el carácter de sombra. En la realidad escultórica, la silla es de madera; la mujer, un maniquí de resina. La silla es marrón, la mujer viste de blanco y negro y sus manos y piernas destacan en contraste con la pared y sus sombras.

Referencias abiertas y volátiles nos toman. ¡Qué le vamos a hacer, si este es nuestro mundo, mundo de citas! Nadie puede, ni debe substraerse al Mito de la Caverna. Nadie puede, ni debe eludir el tiempo huidizo y el aprovecha el momento. Ni podemos evitar relacionar la silla que soporta este cuerpo femenino con la silla de Kosuth. Ni podemos evitar ver en el descabezamiento, una airada protesta de la mujer objeto. Ni nos eludimos nosotros, espectadores, como copartícipes de la escena, metidos en ella, siendo parte de ella, dentro, pero ajenos al acontecer, ajenos incluso a su lógica.
Un largo mundo de imágenes reflejas se proyecta en la “escultoinstalación”. Vemos, observamos, vigilamos. Vemos la imagen proyectante de sombra; esa imagen es una mujer, la mujer que hace su mundo con las manos unidas a la pared, sobre una silla, condenada a formar parte de esa pared, de espaldas a nuestro mundo. Vemos la sombra que es la imagen de la imagen. Nos recreamos en la sombra como en un mundo inerme. Intuimos entonces que tal vez somos observados como espectadores, que alguien observa nuestra misma observación y nos observa en nuestra circunstancias de espectador. Un ojo vigilante denuncia nuestra fruición, la fruición de la observación del mundo ajeno, mundo ajeno con sus propias circunstancias. Las circunstancias son las extrañas asociaciones de espacio-tiempo-cosas que apenas logramos percibir. Porque están fuera nuestra lógica, incluso de toda lógica.
El caleidoscopio de espejos reflejos aumenta y nos saca el sinsentido que la vida tiene en la observación.
Un mundo de sombras viene a evidenciar ese incierto mundo de imágenes reflejas, mundo preñado de muñecas rusas en que una realidad contiene a otra. Son las sombras. La realidad de la sombra es la degradación de la imagen. En la sombra, mujer y silla van unidos y confusos, y no se observa la sombra allí donde se da la unión de manos y pared: las manos no proyectan sombras, falta la sombra de las manos que es el mismo punto de unión entre las dos realidades. El mundo de las sombras es un sucedáneo que más que acercarnos nos aleja de la realidad. La realidad es esta mujer. O eso creemos ya que, en el aserto platónico (ese tópico que ya se ha hecho tan común y por lo tanto tan falso) la obra de arte es, nada más, la sombra de nuestro mundo. Esta mujer de resina, sin cabeza y con falda negra que está sobre una silla de madera es, una sombra de nuestra realidad. ¿Y nosotros, espectadores, de qué somos sombra?
La fuga de la verdad se perpetúa. Estamos ante el problema de la alteridad posmoderna. Nada está al alcance de nuestra mano salvo la sugerencia de infinitos mundos, en las sucesivas proyecciones, copias que revelan la verdad de lo copiado, ¿o es al revés? Lo copiado revela la verdad de las copias. Un mundo en el que la verdad es un pequeño discurso. Un mundo en consecuencia, en el que no hay sino distintas realidades.
He aquí que la silla nos lleva a Kosuth, y Kosuth al concepto de arte. ¿Que es, en este sentido más real: el arte, el concepto de arte, la imagen de arte? Ahí está la silla. Sobre ella la mujer de falda negra que no nos mira, que no nos mirará porque ella es otro cosa. ¿Un objeto tal vez? El objeto de nuestro mirar sin duda.
Descabezada, la mujer es un objeto. Objeto cara a la pared. ¿Qué cara si no tiene rostro? La mujer es una constante en la obra de Sarmento, y si no supiéramos esto, apenas lograríamos percibir nuestro carácter de voyeur, de “objetualizadores” de deseos, de despersonalizadores. Hasta nos sentimos defraudados, porque acaso a esta imagen le sobra ropa. Sé que al pergeñar este razonamiento estoy defraudando las expectativas de un virtual público femenino. Pero creo que Joao Sarmento y yo sabemos muy bien de lo que hablamos, él con imágenes y yo con palabras.
Para eso está el tiempo. El reloj que todo lo preside, por el que todos hemos de pasar. También la obra, esta obra, pese a que las manecillas puedan no moverse. El tiempo pasa por ella, y con el tiempo pasa la verdad del momento, la verdad eterna. La verdad es solo temporal. Muere. Fenece. Hay tiempos, sucesiva sucesión de tiempos en nuestras vidas. En cada mirada posamos uno de estos microtiempos sobre la obra, en ellos la verdad ya se ha mudado. La realidad de la obra se aniquila en el tiempo. El tiempo se aniquila en esta obra en donde mujer y reloj comparten un espacio.

La tesitura del arte actual es esta. Un caleidoscopio roto, Una sucesión de imáganes. Un cosmos de sombras. Una mirada mirada, vigilada. Un no saber qué saber.
Lo que le pasa a cierto arte actual es que resulta incapaz de sacudirse la filosofía. Triste sino, pues se despeluzna como una loco, se alborota. Pero está bien, eso está bien: estira el concepto de arte, lo agranda, explaya la sensibilidad, explora y elude fronteras, se difumina, agota las posibilidades de la tradicional exposición espacial, no circunscribe la verdad. Eso sí, mata la posibilidad de la contemplación. ¿Y no es la contemplación la base substancial de todo arte? Sea esta la gran paradoja que intuyo en la obra del portugués Juliao Sarmento.

http://www.juliaosarmento.com/

EL AUSTER DEL OSCURO CARÁCTER



El Palacio de la Luna II


Dramas.

Con una presentación así, no podemos decir que esta caracterización novelada sea una aproximación a los héroes clásicos enfrentados a la fatalidad del hado. Héroes de vida escrita que hiciesen lo que hiciesen tenían cumplida su desgracia. No hay desgracia fatal en Fogg porque él mismo es la desgracia. Nadie, ningún dios le ha forjado su destino porque no tienen, él, y los demás caracteres de que está preñado, camino en el que encaminarse. Paul Auster mariposea sobre ellos, saca de ellos, los succiona, los extirpa a veces como fatales rebeldías contra la cordialidad de su prosa, de su historia, nos da retrato de carácter porque nos quiere preñar de nada. Es peligroso, muy peligroso Paul Auster.
Pero vayamos a los dramas:

La saga Fogg: Emily Fogg y y tío Victor.

El drama de Emily Fogg, es objeto de descubrimiento de su hijo, nuestro protagonista. Por eso, el descenso a los infiernos de este alma cándida, a lo mejor el detonante de todas las desgracias del protagonista, así como el causante de toda la trama novelística, se nos ofrece partido. Al inicio de la novela el narrador muestra las exquisiteces de la madre entremezclados con los recuerdos y la nostalgia. Es lo que M.S. sabe. Al final de la novela descubrimos a la jovencita que mantiene una relación con su profesor de Universidad, el desgraciado Barber, relación de la que M.S. es fruto.
Sí, atropellada por un tranvía, que es el drama real del que partimos a la hora de profundizar en el carácter que queda así cercenado, acto dramático y terrible; pero su verdadero drama es el que nos desvela Barber, el padre de Fogg.
En este drama partido, en la misma falla del carácter de Emily Fogg, crece y se desarrolla el drama vital de M.S. Entorno a estos extremos de un personaje roto, gravita todo el enredo, la trama, el argumento, en fin, todos los dramas. Como si la desaparición desgraciada de una madre cercenara de cuajo los caracteres adyacentes.
Porque el tío de M.S. el sensible Victor Fogg, es otra víctima de la desaparición de su hermana. M.S. nos describe paso a paso sus glorias y su lenta caída en el infierno, el infierno de los caracteres, el infierno que los consume, que los agota y que finalmente los mata. Recordemos que toda la novela podría tildarse de descenso a los infiernos, más que de infierno crematorio que volatiliza todo lo hecho, todo lo dicho, todo lo sentido.
El tío Victor es el alma gemela, el alma comprensiva, el alma del sentido. En tanto existe Víctor, en tanto existen sus libros, en tanto existe incluso su instrumento musical, M.S mantiene un orden en el cosmos, mantiene un sentido. La acción de leer con avidez los libros que tío Victor deja es la acción caníbal de devorarlo, es un ritual de renacimiento y de reincorporación del horizonte de los Fogg, que como todo en los Fogg resultará infructuoso, sin sentido, obra a medias, nefasta, ingrata.
La saga de los Fogg, la desgraciada saga de los Fogg, es la manifestación de la ausencia. Del vacío que en la “novela caracteriológica” tiene la obligación de manifestarse, paradoja cruel. Ahí están las manifestaciones de la madre perdida, del tío perdido y de la perdición definitiva del hijo y sobrino y de cuanto le rodea.

Amistades y amores perdidos: Zimmer y Kitty Wu.

Zimmer es el contraste de Marco Fogg. Paul Auster usa sus servicios como quien usa a un amigo. A lo peor, o a lo mejor, el autor de El palacio de la luna rememora a algún amigo de sus tiempos de universidad, porque Zimmer tiene mucho de trivialidad vulgar, de persona que a ojos de nuestro autor merece escarnio. ¿Porque es persona normal tal vez? Esto es, porque cumple con la norma a rajatabla. Va a clase, estudia, aprende lo suficiente dentro de su mediocridad, se casa, tiene hijos y acaba dando clases en la Universidad y escribiendo un libro de más de cuatrocientas páginas sobre el cine francés ¡el colmo de lo trivial!: patético, Zimmer es un personaje patético. Claro, patético para Auster que late como un obseso bajo la piel de su personaje, para los seres normales, que somos los que leemos las novelas de Auster, nos parece ejemplar. ¡Ay la voluntad! ¡Y qué benditos quebraderos de cabeza trae a los creadores! Es curioso el encuentro que estos dos personajes tienen pasados muchos años, años después de que Zimmer sacara a su amigo, el joven Fogg de la vida de apatheia y cínica que llevaba en Central Park; ese Zimmer que lo alimentó, que le dio cobijo, con el que compartió en un pasado más pasado techo de estudiante… ¡Zimmer! Era la primavera del 1982 en el bajo Manhattan. Ambos amigos se encuentran por casualidad: “había cambiado tanto que apenas lo reconocí” señala Marco Stevenson Fogg; y lo que le llama la atención de su viejo amigo es que ha engordado, que tiene mujer e hijos y que su aspecto es ¡“absolutamente convencional”! Que está panzudo y que tiene una calva incipiente y un aire plácido y distraído, de totius pater familias tradicionalis. ¡Lástima! Una vena bohemia le sale al personaje de Fogg, la misma vena bohemia que transita exageradamente sus acciones, sus gestos, sus ademanes y grosso modo sus pensamientos. De esa bohemia, creo, vive toda la novela. Esa bohemia “anormaloide” es su sentido. Y convendría no confundir la bohemia anormaloide con el acoso a la mímesis y el decoro.
Y la confesión terrible: “No he vuelto a verle ni a saber de él desde entonces pero sospecho que la idea de escribir este libro se me ocurrió por primera vez después de ese encuentro de hace cuatro años, en el preciso momento en que Zimmer desapareció calle abajo y le perdí de visa otra vez”[4]. El libro que hemos leído, el libro que está en las manos del lector tiene un ideólogo que en cierto modo es el vulgar Zimmer.
Acaso por patético y por vulgar es por lo que Zimmer se salva del descenso a los infiernos, o tal vez sea el ejemplo del más terrible descenso a los infiernos: la normalidad.

Kitty Wu es carácter adorable. Modélicamente adorable. A la primera intervención azarosa de M.S. ya es personaje entregado a la causa del protagonista. No es que sea por ello un personaje ya condenado como casi todos los otros. No lo es, su infierno consiste tal vez en que tampoco llega a ser el carácter redentor que podría haber sido. Kitty Wu es un amor oriental. Kitty Wu es una nota exquisita en la amalgama de desfachateces de la novela. Kitty Wu es una muestra de ternura. Enamorada desde que escucha las ocurrencias literarias del “hambrientísimo” Fogg, redentora de sus penurias en Central Park junto con Zimmer. Amante, amada, bailarina; Punto de sensatez en las memorias de Fogg. Centro entorno del cual giran los momentos más medidos y equilibrados de nuestro personaje. Así es Kitty Wu, vamos, así nos la muestra en su escrito el hombre que la amó, o que la ama. La decisión más bien unilateral de Kitty, acaso su única decisión egoísta, la de abortar el hijo que esperan, remarca las diferencias entre ambos, la mutua incomprensión resurge, su distanciamiento se consolida y ya nunca más hará recuperable su amor, aunque el propio M.S. lo intente en un momento de soledad desesperada.
La historia de Kitty Wu es, como lo que no pudo ser, una especie de aborto en la novela, no es lo que debería ser, ni se desarrolla como carácter en sintonía con la trama. Queda un tanto al margen, como lo que no pudo ser. Es un cabo suelto en El palacio de la luna, es una incongruencia, un trasunto forzado. ¿Qué es Kitty Wu si no? A lo mejor un lastre en la propia vida de Paul Auster, como tantos otros lastres biográficos que vienen a poblar sus novelas.

La saga desconocida: Effing y Barber.

Entre los caracteres absurdos, locos, singulares estridentes de de la mitología dramática de Auster tienen un nicho especial el Señor Thomas Effing y el Señor Solomon Barber, abuelo y padre respectivamente del joven Fogg. Singulares en su físico: paralítico el primero, no sabremos leída la novela si de cierto ciego, viejo vil, ladino y asqueroso que lleva tras de sí toda una historia aventurera que ni mucho menos justifica su carácter maniático. Solomon Barber, inmenso, gordo y calvo, alma delicada sin embargo que se pirra por los sombreros de todo tipo y catadura, de natural alegre y por circunstancias anegado de angustias.
Gran parte de la novela es la biografía pormenorizada de estos sujetos. Si lo tomamos como una intención buscada, diremos que se trata de la prehistoria del joven Fogg que se relata a sí mismo en cuanto a sus posibilidades de existencia.
Tampoco Baber conocía la posibilidad de que Effing fuese su padre. Ni siquiera el Señor Effing conocía las posibilidades de que el joven que está a su servicio sea su nieto. Ni el nieto podría sospechar que este fuese su abuelo. La historia de la genética truncada que ha ido sembrando dramas y discordias, calamidades e infelicidad entre padres e hijos.
El señor Effing pasea ahora, metódicamente por las calles de NuevaYork. El señor Barber recorre de un lado a otro Estados Unidos siguiendo el halo de las Universidades en las que da clase.
Effing guarda una historia atroz que nuestro protagonista va a relatar y va a descubrir por primera vez. En realidad Effing es un pintor, Julian Barber que fue dado por muerto en 1917, después de iniciar una aventura exploratoria con fines artísticos por el Oeste americano. Había dejado mujer, y sin saberlo, hijo. Sin embargo, en vez de volver a su hogar en Long Island asume la personalidad de un ermitaño en el desierto de Utah, vive en su cueva, asesina a tres forajidos, los hermanos Gresham, y se queda con su tesoro; lo invierte y juega a bolsa en San Francisco a donde ha llegado después de un penoso viaje y elude su verdadera personalidad. Dilapida entonces parte de su fortuna en vicio y depravación. Consecuencia de esta nueva vida es un accidente extraño y estúpido que le dejará inválido para el resto de sus días. Embarca rumbo a Europa, en 1920, en el Descartes y ya no volverá a Estados Unidos hasta el momento en el que los nazis entran en París.
Su nieto, quien nos relata esta historia, confiesa que la vida del falso señor Thomas Effing pierde consistencia una vez marcha a Europa y se convierte en una mera sucesión de datos. Fruto de esta entrega de su vida por parte del insoportable anciano es “La misteriosa vida de Julian Barber” que escribe el propio Marco.
Acabado así, el viejo muere a consecuencia de una pulmonía. Se inicia el flirteo con la desgraciada vida, también, de Solomon Barber, historiador obsesionado por las historias de indios y del antiguo estado primevo de América. El Obispo Berkeley y los indios, La colonia perdida de Roanoke, Las tierras vírgenes americanas, son algunas de sus obras. Y aquí asoma el filósofo Paul Auster, el hombre preocupado por los orígenes de su patria. Origen en sentido radical, originalidad, originario, origen. Este es ya otro tema.

RENOIR en el Museo del Prado.



Pasión por Renoir. Una colección de impresión.

“Impresionante”, será uno de los comentarios que Usted podrá escuchar a propósito de la exposición de Renoir en el Museo del Prado. “Impresionante”, en tanto espera en la larga cola para sacar sus entradas. Lloverá, y como Usted ve que nadie abandona sus posiciones, se dirá “en verdad tiene que ser impresionante” esta curiosa colección de la Sterling and Francine Clark Art Institute. Con razón pueden titularla “Pasión por Renoir”, y con razón podemos decir que el señor Clark nos ha contagiado su pasión antes incluso de conocerla; solo hay que ver el reguero de expectantes espectadores.


Aunque lo realmente impresionante, además de las colas y esperas, es la afición y el gusto que el público, galerías, museos y curators profesan últimamente al impresionismo. Es pasión no solo ya por Renoir, es pasión por todo ese arte finisecular de la pincelada suelta y colores puros. Por ese “modismo” francés un tanto dulce, fácil de degustar, en exceso burgués y, curioso, tan reconocido como tradicional, opuesto a lo contemporáneo, a lo posmoderno, a la vertiente intelectualoide del último arte. Jardines impresionistas, los impresionistas, Monet … Impresiona tanto impresionista. En fin, esto de las modas expositivas es cosa muy curiosa, y no cabe duda de que el impresionismo atrae, que el impresionismo estimula, que el impresionismo vende.
Esta “Pasión por Renoir” que se contemplará en el Prado hasta el mes de Febrero, está dentro de las nuevas vicisitudes expositivas que trajeron, entre otros, a Turner o a Sorolla, gustosa apertura esta de la famosa pinacoteca al mundo; y a las colas. Da para mucho juego, no cabe duda, lo del diálogo con los clásicos. Lo moderno siempre increpa o armoniza con las reconocidas firmas de quienes ya habitan el Museo para la eternidad y que, sin duda, cansan de ser tan vistos y que enfrentados a la impresión, claman por su adusta seriedad. Y todavía tendremos que seguir viendo muchos de estos diálogos, encuentros y desentendimientos. También colas, zigzagueantes colas que hablan de un museo vivo, económicamente vivo, abierto de verdad, como supuestamente ha de ser un museo.
No quepa duda de que algo hay de bueno en ello, y es que se ve arte, se ve pintura. Bueno, ver, lo que se dice ver, con mayor paciencia, con más incomodidades, pero ¡ojala sirviesen estos tumultos para amplificar los gustos! Lo que pasa es que, muchas veces, las expectativas del público superan lo exhibido, y el gusto, si cabe, está antes que su amplificación; porque téngase presente que el gusto sólo se cultiva ampliándolo, no hay más pedagogía estética.

La colección de obra de Renoir que amalgamó el millonario norteamericano Robert Sterling Clark a fines del siglo XIX, no es tan impresionante como cabría esperar. Primero, porque Usted, como muchos de los que han hecho cola estas Navidades y fines de semana, esperaban ver una especie de grande y tumultuosa exposición. No, es pequeñita, apenas más de una veintena de cuadros. Permite, eso sí, el disfrute de uno de los más peculiares artistas del llamado impresionismo. Permite hacerse una idea de lo que es Renoir, al menos del Renoir que gustó al Señor Clark.
¿Y cómo era ese Renoir? Pues como buen americano el coleccionista, con un tanto de inversor, apostó por, o fue fraguando, un Renoir representativo, un pintor que se manifiesta en intereses pictóricos variados según el género y la temática que aborda. Si cabe, un impresionista poco impresionista (esto si es que hubo impresionistas realmente impresionistas).


Retratos y autorretratos, (paisajes como no podía faltar tratándose de impresión), bodegones y flores, desnudos, esa es la gama de sus representaciones que pasan por el impresionismo como de puntillas y casi como sin querer. Sálvense, es verdad, los paisajes, porque la pintura al aire pleno parece demandarlo, y porque en estos son más acusables las directrices científicas de la doctrina impresionista. No ocurre así con otras vertientes, salvadas excepciones. De hecho, los elementos más interesantes de la exposición, que destacan sobremanera del resto de obra, son los retratos, tal vez por su profundidad psicológica (manida pretensión esta de hablar de la psicología del retratado); tal vez por la delicadeza en la representación de lo femenino y de la infancia. O tal vez por esa tremenda austeridad y dicotomía de fondo y figura que recuerda en mucho al retrato hispano y velazqueño. ¿Será la connivencia de las figuras con las gamas cromáticas? Tienen sin duda estos retratos un sugerente atractivo. Y más, en ellos se intuye ya el que será vicio de Renoir, el amor a la carnosidad, el aprecio por las nacaradas epidermis, la atracción por la sensualidad, que derivará en la expresión del desnudo femenino, en hartura de voluptuoso candor, no exento de erótica, una erótica que configura sin duda la erótica de su pintura. Pudiera ser este el Renoir más Renoir, y no sabremos del todo si el Renoir que más gustó a Robert Sterling Clark.

http://www.museodelprado.es/exposiciones/info/en-el-museo/renoir-1841-1919-la-coleccion-del-clark-art-institute/comentarios-del-comisario-video/

EL GRECO EN CIUDAD REAL.



EL GRECO: LOS APÓSTOLES. SANTOS Y LOCOS DE DIOS. Una exposición itinerante al servicio de la Luz.

Una de la grandes virtudes de la exposición que puede contemplarse en Ciudad Real, en el Antiguo Convento de la Merced, es, si no la mayor, la consideración de la luz en la obra pictórica de Doménikos. Claro que los trece cuadros deslumbran, porque esta exposición itinerante que finaliza su andadura en la villa Alfonsina, antes de regresar a Toledo, es sobre todo una apuesta, una reconsideración y un grato descubrimiento. Parece decirnos “¡esto es El Greco!” La luz, esta luz que “desafora” los colores, esta luz que viste de espiritualidad. El montaje lumínico de la muestra, austero, si, es no obstante impactante, apasionante, creo que acertado, muy acertado, pues me parece un acercamiento sustancial a la obra del gran pintor: un rescate de su proceder y de su estética. Y por eso digo que es una apuesta, una gran apuesta. Lástima que solo haya podido verterse sobre el apostolado. Es que sería tremendo poder contemplar toda la obra del cretense a la luz de esta luz, en esta luz; quiero decir, manando esta luz de las telas, porque esta “emanación” que ahora ha sabido rescatarse, es sin duda la gran virtud de la exposición, y el gran secreto griego del Griego. Son las pinturas como iconos, pero a la occidental, a la italiana, a la maniera, al renacer. Pero iconos a fin y al cabo: la luz no ilumina; como en el oro, mana, fluye, sale de él, no está en él solamente.
Por esto, digo, que es también una reconsideración, una exaltación del carácter sinceramente originario del Greco –no digo ya original-, al margen de las castellanizaciones que se hayan querido incorporar a su pintura, al margen de influencias romanas y venecianas (otra suerte de orientalismo taimado y de luminiscencia icónica), al margen del margen. Hay que reconsiderar al Greco. Tal vez el centenario sea buena fecha para hacerlo.
Y un descubrimiento, un descubrimiento físico de nuestros ojos, de nuestra sensibilidad, acostumbrada a disfrutar su pintura en una descontextualización en exceso analítica, parca, vacía, sin carácter, y que descubre ahora que, en efecto, puede contemplar al Greco a la luz del Greco.
Es esta una pintura circunstancial –avisa nuestra sensación-; pintura de iglesia, pintura de ambiente, que es como nunca se ve la pintura. Por aquí puede venir acaso ese gran secreto místico que emana del arte del cuasitoledano, quién sabe si el auténtico secreto de su pintura. Por aquí viene aquella otra información que hacía paradigma a su pintura del arte de las vidrieras, como gustaba mencionar d´Ors.
Loemos esta iluminación que se nos ha revelado en Ciudad Real.


Las otras virtudes de la muestra, que quedan como anuncio, pergeños y atisbos interesantes, son la condición psicológica del apostolado y el acompañamiento de grabados. Efectivamente, esta serie de cuadros imagina o retrata a los elegidos de Cristo, como mimesis, como retrato en estrecha relación con los locos del Hospital Toledano “del Nuncio”, aquel con el que jugara alguna vez Cervantes y retratara certeramente Lope. Tesis ésta que se deja traslucir en algunas páginas del Cossío y en los brillantes estudios del médico historiador, don Gregorio. Apuesta algo “romantizante” que no obstante da que pensar. La exposición de grabados nos informa de los modelos que servirían de estímulo compositivo y creativo al Greco, eficiente muestra del procedimiento de trabajo, las más veces iconográfico, de un pintor y de un taller.