HILDEBRAND a propósito de la ESCULTURA: el paradigma MIGUEL ÁNGEL


HILDEBRAND. Marsias.



No es solo el procedimiento lo que distingue el trabajo de la escultura en piedra, según Hildebrand, del trabajo de modelado por agregación, en el caso de la arcilla. Distinción a tal extremo, que bien podríamos aventurar de ambas técnicas que son en rigor dos tipos muy distintos de arte plástico, y aún de arte visual. El fin, lo conseguido por lo tanto, es muy distinto en una y en otra, y esto es lo fundamental. Qué duda cabe de que, para Hildebrand, en esculpir la piedra, o en cincelar el bloque monolítico reside la autenticidad de toda labor escultórica, pero ¿por qué?

Sobre Hildebrand.
Adolf von Hildebrand aprendió la escultura en los moldes de su tiempo, desgastado entre los debates de clasicismo y barroquismo, monumentalismo escultural independiente y escultura arquitectónica dependiente del edificio. De hecho fue, aunque por poco tiempo, discípulo de von Zumbusch, que en Viena llegaría a ser reconocido como un excelente escultor y diseñador de monumentos en el lenguaje neobarroco. Con él viajó a Italia, viaje que, como siempre ocurre en las biografías artísticas, resultaría iniciático. En este caso, no tanto por la impresión que habría de producirle la claridad mediterránea y la presencia del equilibrio clásico y renacentista, equilibrio más bien supuesto, sino porque allí haría amistad con el pintor von Mares y el escritor y crítico de arte Konrad Fiedler. Este último, clave en la interpretación que de la escultura vendría a hacerse Hildebrand. De manera que la obra teórica, la de Hildebrand, que también escribió (El problema de la forma en la obra de arte) expresa en un aspecto funcional y práctico, el sistema teórico más elaborado de Fiedler. En efecto, el crítico alemán defendía la autonomía de la obra artística, y por lo tanto la interpretación de la misma alejada de entresijos metafísicos, de nociones éticas o estéticas, o de planteamientos que fueran contra el placer verdaderamente desinteresado de la obra de arte. Evidente que mamaba de las ubres del kantismo. Así llegó a plantearse el criterio formal como un elemento producto de la historia y de la psicología, y en consecuencia el criterio insoslayable y definitivo de toda manifestación artística, y de toda teorización sobre la misma. Albor del formalismo que daría su de sí más relevante en historiadores y críticos como Riegl o Wölfflin.

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MIGUEL ÁNGEL: Batalla de centauros


La forma y la visión.                  
Pero en un meneo de positivismo, o de cientificismo, o llámesele como se quiera, la visión se erigió en protagonista de aquel mismo criterio formal. La forma vino a expresarse en la patencia visual del objeto, y vino a ser el lazarillo de los otros vericuetos del arte. Porque, claro, el arte tenía que seguir entre vericuetos y latencias, indicaciones, aperturas, salidas y escapatorias al mero cosismo, era, precisamente la forma  expresa de un comunicado inmanente o trascendente.
Y esto es lo curioso, la forma es un resultado. Es un salir al paso del procedimiento. Es la técnica quisquillosa y puntillosa que va configurando el albor de una distinción, de una representación espacial en la que a su vez quedan petrificados los impulsos de vida, y la vida incoada, presta a darse, ofrecerse en el espectador, o en el itinerario del espectador. Ya Lessing en el renombrado Sobre los límites de la pintura y de la poesía barruntaba los hechos anti-narrativos de que habría de adolecer la escultura, su continencia formal en la fuerza espiritual incoada. Y el mismo Winckelmann, en su extrema loa de la calmada superficie acuática sobre el ímpetu de lo profundo, venía a las mismas solo que con una pulsión clásica extremada. Hildebrand no obstante ha vivido el feliz encuentro con el neobarroquismo y con la escultura monumental. Ha revisado la deuda extrema del neoclasicismo con el lenguaje de otros tiempos. Ha observado el desliz alegórico de Cánova en la resolución del monumento funerario de María Cristina de Austria. Hildebrand se extrema en el despojamiento y desbroza estéticas e ideas. Y sobre todo ha dado con un redomado purista de la crítica, Fiedler, quien personaliza en la teoría su método práctico.
Y aquí está el meollo de la cuestión. Igual que Winckelmann amó el periodo clásico de la escultura griega, o al dichoso Apolo de Bellvedere, y Lessing la grandeza moral del Laocoonte, Hildebrand ama la piedra, el pedrusco puro y duro, el monolito, el cubo, la cosa, el objeto que no es “en sí” por muy poco, lo suficiente aún para que sea fenómeno. Que con sus límites precisos se opone al sujeto contemplador; este sujeto que extrema, regenera y rehace lo percibido en el mundo de la lógica (es que el fenómeno es ya lo humanizado), aunque sea, por lo tanto, en una lógica sentiente.
El proceso formal de la escultura, prima ya, definitivamente sobre la alegoría o la precisión del tema o contenido.

MIGUEL ÁNGEL: San Mateo


La praxis escultórica.
Así procede entonces el escultor, según Hildebrand:  graba la imagen en la piedra, elimina lo que queda fuera de los contornos, gradúa la forma interior y atiende a la medida de profundidad que hace la figura. Favorece la sensación ocular sobre las formas liberadas de la piedra, controla la dimensión de profundidad como un acontecimiento sumativo de distintas dimensiones del plano (por supuesto que sin perder la absoluta sensación de unidad). El ojo ha cobrado la importancia que a lo mejor nunca tuvo, el ojo físico, la visión pura, sin más. Se respira aquí ya la febril escabechina de Husserl, la fenomenología liberadora, la epojé disidente. “Lo importante para el proceso -dice Hildebrand-, y no debemos perderlo de vista, es que siempre he de representar y a la vez esculpir en piedra aquello que simultáneamente le aparece al ojo en un plano”. El escultor talla por niveles sin perder de vista -sea dicho en toda su rigurosa ambigüedad- la unidad que va saliendo, emergiendo del bloque unigénito.
Entonces, nos recuerda lo que decía Miguel Ángel, el florentino, el escultor por antonomasia. Es que Hidebrand también tiene sus debilidades modélicas en la praxis: “Miguel Ángel describe gráficamente este proceso del trabajo que avanza en el mármol cuando afirma que sería preciso imaginar la imagen, inmersa en el agua, que se va saliendo más y más, de tal modo que la figura emerge cada vez más a la superficie hasta que está totalmente libre”. ¡Y como vuelve esto a traer a mi memoria la divina y alegórica emersión del artistazo Bill Viola!
Nada, en efecto, más alejado del modelado, que consiste en construir un armazón, o lo que es igual, hacer el bloque que no había para recubrirlo de barro, hasta que coincida con la imagen. La arcilla, el barro primigenio en la mano de Dios, no consiste mas que en un desarrollo hacia afuera de la obra, y frente al ejecutor. Es como si dijéramos que este demiurgo no parte de la representación general del espacio, sino de una concreta. Coge el pegote de materia informe obligándola y va generando, dejando su huella harto fractal en ella, signo, potencialidad, guía, obligándose a su vez a recorrer en torno, alrededor: la manipulación no implica un punto de vista determinado frente al objeto, que es la objetividad real de la imagen. Es como si a Dios, al demiurgo y al escultor del blando, se le privase del tacto, y se le obligase a vivir visualmente la escultura, cuando todos sabemos que la escultura es la más tangible de las artes y a lo mejor hasta la más franca.
Hay por lo tanto que partir de la representación general del espacio, pues, del albergador y apriórico espacio kantiano. En este espacio trascendental, estético-trascendental, la representación se libera, emerge, viene a ser fenómeno: “si tenemos en cuenta que nuestra fantasía se forma en el acto de expresar, es fácil reconocer de qué modo tan diferente actúa sobre la fantasía el libre esculpir en piedra en contraposición al modelado de la arcilla … al modelar se necesita la ilusión mientras que al trabajar en piedra, la representación espacial se coloca realmente ante nosotros”. Importa que la imagen esté pues, siempre, latente en la unidad de la piedra, en la masa de que mana, “con esto se proporciona a la fantasía el sentimiento de la persistencia de la forma”. Es curioso observar hasta qué extremos se llega, cuando lo que se busca es la detención del revolar de la loca de la casa, la cabalgante fantasía. Conviene domesticar este caballo azul. La masa no ha de anteponerse por lo tanto a la fantasía: el bloque de arcilla aún no finalizado se antepone a la fantasía … no ocurre así en el monolito o el cubo de piedra. Y esto es lo interesante, porque de esta manera se desarrolla la unidad artística al margen de la naturaleza, se consolida el mundo humano que se inicia en la estética trascendental kantiana, sin apelaciones a la creatividad pasional e instintiva Hay que eludir el impulso bajo el rigoroso procedimiento del limado por niveles, del proceso escultórico ejemplar, el limado de la excrecencia, de lo que está ya ahí, como acontece en la Fenomenología de Husserl. El escultor requiere impresiones que estimulen y guíen el descubrimiento de su propia sensibilidad, no el vuelo fatal e impulsivo; requiere de la impresión visual que es pura concomitancia con el movimiento ínsito. No se inventa el procedimiento escultórico Hildebrand, pero sí que deflagra cualquier otro que no sea el del puntero, la gradina y el cincel.

MIGUEL ÁNGEL. Virgen de la Escalera
HILDEBRAND: Schillerdenkmal

El paradigma miguelangelesco.
            O amor y pasión por la grandeza del florentino, cuya escultura vino a descubrir el atribulado Hildebrand en su viaje a Italia, además de la teoría seca y formal, histórica y psicológica de Fiedler, como la inoculación del virus de la alteridad, el virus de lo humano: “Miguel Ángel es el artista que junto a los griegos, ha desarrollado de modo más directo y consecuente su forma de representación artística en estrecha relación con su proceso productivo. Imaginar (Vorstellen) y representar (Darstellen) son para él uno y lo mismo, por así decirlo”. En efecto, la unidad espacial lo aleja de la gestualidad corriente, que es lo que luego hicieron sus seguidores: aprender el gesto y no buscarlo en las posibilidades del bloque. La escultura de Miguel Ángel se explica no por el gesto, sino por su propia “necesidad artística”, sometiendo su fantasía corporal a esa obligación moral escultórica, descubriendo en la naturaleza abundancia de movimientos, de posibles, sin dejarse insuflar por la ínfula fantasiosa. Es esta comunión con el espacio trascendental, puro “sentimiento vital infinito”. Por eso en sus figuras domina un único punto de vista. Es claramente una escultura calculada para espacios cerrados, dice Hildebrand huyendo del monumentalismo narrativo al que se entregaría su maestro von Zumbusch. Son estas las “Leyes generales y eternas que definen y definirán la configuración artística”.
Se ve que en sus esculturas Hildebrand quiere ser y no quiere, ese artista florentino del Renacimiento. Y porque quiere obra como él, o dice que Miguel Ángel obra como Hildebrand, al menos en la técnica y en el preciso amor al espacio y al bloque. Pero al tiempo rehúye los contorsionismos, las musculaturas y gigantomaquias, la grandeza y la terribilitá del italiano, dejándose caer en una llamativa decadencia temática.
¿Tendremos que concluir que el sueño de Fiedler, esa pureza visual, fue soñado a su vez por Hildebrand a propósito de Miguel Ángel? ¿O acertó Hildebrand al formular la espacialidad escultórica pura para el caso del escultor florentino, adelantando éste las tesis de Fiedler? Y con esta cuestión habremos de concluir cómo el artista cae en la trampa de hacerse crítico, y el crítico cae en la trampa de configurar su propia teoría como obra artística, forzando y extremando la obra de arte. Y por esto defenderemos que la crítica es el excelso género de arte.