Carmen Iglesias: RAZÓN, SENTIMIENTO Y UTOPÍA.






POLÍTICA versus DEMOCRACIA. ¿Pluralidad o uniformidad?
Razón, sentimiento y utopía es una recopilación de artículos diversos, todos, introspección en el entorno de la mentalidad ilustrada. La prosa clara, la exposición precisa de Carmen Iglesias, recobra aquellas ideas, su naturaleza iluminada y por supuesto las contradicciones que las alimentan. Proyección, por lo tanto, que llega hasta nuestros tiempos, hasta las instituciones políticas e ideologías que hoy por hoy nos alimentan; entonces, este libro de escritos asépticos e historiados se transforma en una hermenéutica causal y crítica del momento presente, de nuestra desvaída y mixtificada democracia.
En la presentación a la edición de GalaxiaGutenberg/Círculo de Lectores, Carmen Iglesias nos adelanta sus inquietudes, y es que “ciertos proyectos utópicos acaban transformando unos modelos de sociedad posible en máquinas totalitarias que pretenden parar la historia y que perpetúan en el poder a los grupos o nomenclaturas que logran situarse en su cúspide. “La pesadilla utópica” que ha asolado el siglo XX y que sigue vigente en los fundamentalismos y fanatismos políticos y religiosos del siglo XXI ha supuesto, por lo demás, una justificación ideológica que ha encandilado intelectualmente … a mentes tanto educadas como simples …”
La razón utópica, desde luego, pervive en todo ideario político. Es inevitable su componente proyectual, “futurizadora”. La utopía se ubica, se quiera o no, en un futuro armónico, y si bien tiene sus bases, casi siempre, en un supuesto lugar ideal, en un supuesto tiempo pasado ideal, no evita tener sus miras puestas en el futuro y en la transformación del injusto presente, según unos paradigmas de felicidad.
De lo que nos advierte en realidad Carmen Iglesias es de los monstruosos vínculos que hilvanan la política y la historia, y del carácter justificador de estos vínculos.
Se trata pues de evitar “esa “seducción de Siracusa” que el poder, aliado con la utopía ideológica, ejerce frecuentemente en la mentalidad de nuestras sociedades abiertas”. Estas sociedades henchidas de ideales de democracia y libertad, que se abrogan la posibilidad de la igualdad, del estado de derecho y la ecuanimidad de la justicia y que luchan por la mejora de la vida material y espiritual de los ciudadanos.
Nuestra autora señala que es la Ilustración la que nos ha animado a vivir al margen de la intolerancia sin por ello acatar el relativismo. Aquí radica la ejemplaridad de la Ilustración, de la francesa que es en la que fundamenta toda su obra la autora, y sobre todo en la ilustración de Montesquieu y Rousseau, que ya se ve, son dos ilustraciones distintas, dos paradigmas de la teoría política, dos génesis del proceder democrático no obstante mamar un común espíritu, unas misma inquietudes.
Los artículos que conforman este libro, de hecho, vienen a demostrar que nos cabe abrir una brecha casi incurable en la Ilustración; brecha entre los idearios de estos dos autores. Pero caben también muchas más brechas, porque acaso la empresa ilustrada es una empresa plural y contradictoria.
Según Carmen Iglesias cierta ilustración aboca a un modelo político de sociedad unitaria en la que se darían cita autores como Hobbes, Rousseau o Platón. De otro lado una línea pluralista cuyo más genuino representante sería Montesquieu. La versión unitaria del ideario político descansa sobre la concepción de que existe la buena forma de gobierno, que esta consiste en poner orden y concierto allí donde no lo hay y en evitar el desorden y el desconcierto producto de los intereses egoístas y antisociales. En consecuencia, el diseño político es una reforma de la moral corrupta, y moral y política han de marchar por lo tanto de la mano. La línea plural considera que la sociedad humana es una expresión de su diversidad, y que el buen funcionamiento de ella radica en la competencia permanente y la convivencia de contradicciones. No existe, pues, la mejor forma de gobierno, existe un gobierno bueno o menos malo. La Moral, la Política, son cosas distintas y han de serlo.

Rousseau contra Montesquieu.
Así es. La doctrina política de Montesquieu hace hincapié en la presencia de “los cuerpos intermedios”, los intermediarios entre el poder y la sociedad civil, limitadores y correctores del inevitable abuso de poder (el poder que limita la poder). La división de poderes, de hecho, es una manifestación de esta sagaz visión del Estado. Pero este pragmatismo sociopolítico parte de una peculiar visión del hombre y de lo social. La sociedad, como el individuo, guardan sus zonas oscuras, no hay posibilidad de ciencia para las cuestiones humanas, no hay verdad universal en la que encerrar el comportamiento de los seres racionales. El buen gobierno, pues, nunca puede ser el mejor gobierno, no hay mejor gobierno para la sociedad y para los hombres, a lo sumo, lo que puede hacer ese gobierno es “moderar”.
Aquí, pues, las bases liberales del pensamiento político, la fe en los cuerpos intermedios y la libre proyección de la sociedad civil, el derecho a disentir.
Rousseau, por su parte, se deja inundar por la emoción, por la ética, por el sentir. Acaso su componente romántica lo traiciona. Carmen Iglesias llama a este discurrir “pensamiento desiderativo”, un modo de pensar que acaba por diseñar, o desear, un proyecto, convirtiendo al pensador en un hombre prometeico o fáustico, por no decir sisífeo. Sí, Rousseau desea, quiere una sociedad sin divisiones, sin parcialidades, en la que individuo y sociedad comulguen de pleno en sus intereses; fruto de esa connivencia es la llamada “voluntad general”, en ella se fundamenta la libertad y la felicidad que el hombre perdió con la Edad dorada.
Rousseau, descreído por completo del poder, rechaza entonces todo cuerpo intermedio, rechaza toda posible representación, toda parcialidad de intereses en aras de la unidad, de la voluntad general. La sociedad se convierte en objeto al tiempo que sujeto de la política. Claro, no hay manera de disentir, porque disentir es ya no ser libre, y esa sociedad tiene la obligación de hacer libres a sus individuos, es decir, hacerlos ciudadanos.
Carmen Iglesias no se sorprende de su audacia analítica –por lo demás ha sido la audacia común de los intelectuales críticos con las derivaciones totalitarias del pensamiento político-, “… es importante –dice- no cargar sobre los hombros de Rousseau responsabilidades que, como hombre del XVIII, no son las suyas. Considerarle directamente como “padre de la democracia totalitaria” como ha hecho Talmon y otros ilustres investigadores …”. Sí, pero a reglón seguido dice que es “un temor justificado”. Que las consecuencias históricas del pensamiento de Rousseau son las que son, que la abolición de los cuerpos intermedios, que la unificación de sociedad civil y sociedad política o sociedad y Estado, ha abierto con muy poco al despotismo, a la uniformidad social no poco estabilizadora que confunde libertad con moldura prefijada; que las democracias totalitarias (y todos pensamos en ese cantado fracaso de los regímenes comunistas) son el paradigma de la inviabilidad de dicho pensamiento político.


Popper contra Platón.Tampoco hace falta decir que Carmen Iglesias contrapone de continuo el sistema de Montesquieu al de Rousseau con el fin de valorar aquel y corregir los excesos de este, por más que los excesos roussonianos manen del corazón y se entrecrucen con los del barón y le resulten, a veces, simpáticos.
Todo ello nos pone en la senda del pensamiento político popperiano. La “sociedad abierta”, a la que en varias ocasiones alude la autora, se convierte en paradigma de la democracia, de la libertad, del Estado de derecho, con sus casi insolubles relativismos; paradigma no resultado consecuente del pensamiento de Montesquieu, sino, por el contrario, paradigma que justifica la filosofía política de nuestro buen ilustrado. Y así, esta “sociedad abierta”, tan claramente expresada y exaltada por el filósofo Popper, se convierte en el soporte ideológico y epistemológico de la obra de Carmen Iglesias. En efecto, al menos en su primera parte, pero latiendo como espíritu común de todo él, Razón, sentimiento y utopía toma parte del prejuicio popperiano que acusa a ciertas tradiciones filosóficas de “enemigos de la sociedad abierta”. Platón es, por supuesto, el gran enemigo, el uniformador del pensamiento, el dictador intelectual que pretende cerrar la sociedad a los intereses de una minoría intelectual, hombre de proyecto y utopía que no duda en sacrificar la singularidad, convivencia y relatividad del hecho social. Igual Hegel o Marx.
Desgraciadamente, La sociedad abierta y sus enemigos no es mas que un panegírico cargado de visceralidad, y no muy buena hermenéutica, que ha falsificado gran parte del pensamiento político y filosófico, sea por caso el de Platón. Que nos ha colocado en una coyuntura bipolar, bastante empobrecedora del pensamiento político y que divide la historia en “buenos y malos”.
A Carmen Iglesias no obstante muestra dudas sobre el peso que la intelectualidad del siglo XX ha hecho recaer en las espaldas de Rousseau; en efecto, siempre nos quedará la duda sobre los tiempos pasados, sus vicisitudes y sus deseos. La hermenéutica de la ilustración reposa directamente sobre las vivencias de nuestra actual democracia y de las problemáticas en las que vive, sobre el liberalismo y los exagerados ámbitos a que abre. No más tenemos, al parecer, que demonizar pensamientos del pasado para justificar las pretensiones presentes, esto es lo empobrecedor de las tesis popperianas, porque la única manera de enriquecer la democracia que deseamos es desde los planteamientos de sus críticos, desesperanzados y anhelantes de perfección: sean Platón, Marx o Nietzsche.

Sentimiento contra razón.También hay en el trasfondo de estos artículos un co-sentir las tesis de Montesquieu, claro, en especial a la luz del pensar de Popper. Dicha luz deja entre tinieblas toda ideología política que muestre aprecio por el sentimiento. Es como si la doctrina ilustrada hubiese vivido una suerte de proceso dialéctico por el que la razón sufre la presión antitética del sentimiento, y por la que el resultado de esta presión acaba por justificar la utopía. Montesquieu representaría esa inteligencia sopesada, atenta a la realidad. Rousseau la mistificación del sentimiento. El propio título de la obra de Carmen Iglesias abre a esta vicisitud. Razón, sentimiento y utopía, como desarrollo histórico “in crescendo” transmutador de las tesis ilustradas. La utopía como diseño del ideal buen gobierno y como traición desesperanzada de la libertad. El sentimiento por lo tanto como el instigador del mal. Siempre el sentimiento oscuro, irracional, escatológico. Triste caso el de esta inteligencia, inteligencia de la realidad plural la de Montesquieu, que pretende contar con todo lo humano y que mira sin embargo con cierta sospecha al acto de sentir, ese que siempre escapa a su control.







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