JOSE LUIS SAMPEDRO Y LAS SIRENAS SEXUADAS


CÓMO NO HACER UNA NOVELA DEL TODO.

La vieja sirena, novela de José Luís Sampedro, no es del todo una novela; le sobran o faltan –según se mire- muchos más “del todo”. No es del todo una novela histórica. Ambientada en el decadente Imperio romano oriental del siglo III, entre los exóticos desiertos de Egipto y Palmira; en los márgenes ambiguos y sugerentes de las tierras del Punt o del Imperio persa la narración se baña sugestivamente –por otro lado como casi toda la prosa de Sampedro- en las olas del Mar Mediterráneo, se ilumina, enigmática en su nocturnidad, por el portentoso faro, se envicia en el marginal barrio de Rakhotis. Alejandría, la gran ciudad cosmopolita, es el alma que inspira esta novela, el oxígeno que la alimenta.
Tampoco es del todo, La vieja sirena, una novela fantástica. Por más que se nos cuente la llegada al mundo de los mortales de una sirena, de una hija de Nereo, inmortal criatura de singular belleza, cuyo deseo de vida y sentimiento ha sido recompensado por la diosa Afrodita, o por la Gran Madre, que se ha apiadado de ella haciéndola mortal.
Ni es del todo una novela de intrigas, de aventuras, no. Pese a que acaricie nuestro rostro la brisa marinera en los viajes del navegante, las historias pasadas y por venir de los personajes en la sucesión de espacios y tiempos, el fragor de los desiertos que envuelven las caravanas, la opresión de las legiones romanas. No, la intriga, la aventura, no llenan la novela.
Ni es del todo una novela sentimental, por más que los sentimientos inunden su prosa. Por más que, en vez de personajes tengamos las más de las veces sus reflexiones, sus sensaciones, sus experiencias, sus sentimientos, sus razones. Muchos, son muchos los monólogos interiores que salpican la narración. Monólogos interiores que van hilando la trama, trayendo el presente, anunciando el futuro a través del miedo y la esperanza. Estos monólogos son el apoyo interno sobre el que se sustenta la trama y trabazón de tan extensa novela. Pero no, no es, ni pretende ser psicología, interioridad, sentimentalidad.
Y si no lo es, no es tampoco una historia de amor, la gran historia de amor de Glauka, la hermosa sirena de cabellos indescriptibles y ojos de mar, y el navegante y marinero Ahram, el poderoso sabeo que conspira contra Roma desde la intrigante Alejandría, lleno de odio y rabia, pero pausado y frío en sus proyectos. Un amor grande, aquel, que enlaza con otros amores menores y no menos sugestivos, como el de Krito, el filósofo, por el Marinero, o el de Glauka por Krito, o el del filósofo por la sirena. Triángulo exponencial de las posibilidades del amor, vericueto del laberinto sentimental que es la vida terrena. Y eso que Ahram descubrirá su amor por Krito tardíamente, cuando este ya no esté.
A propósito de este amor, tampoco es del todo esta, una novela erótica, aunque pasajes eróticos paseen sus brillos por las páginas como un natural desusado. A través de las escenas eróticas nos llega el ritmo sugestivo del sexo oriental, alejado, exótico en el tiempo de la decadencia; susurran las pasiones de otras vidas, de otras mentes y corazones. De un sexo profundamente separado del amor o profundamente vinculado a él, pero sexo de excesiva, plena sensualidad, sensibilidad.

Entonces ¿qué es La vieja sirena? Pues eso, una novela no del todo novela. Por mi parte, me gusta ver en ella una atrevida teoría sobre la condición viril, una teoría sobre la condición del macho que no es del todo una teoría, ya que poco a poco acaba por guiarnos en el dédalo de la metamorfosis y evolución de los personajes; teoría que acaba por atrapar incluso al personaje central en sus reflexiones, a Glauka, la vieja sirena, móvil éste de la virilidad que se convierte, en consecuencia, en el sentido final del gran tocho literario.
Dos paradigmas de la hombría, de la virilidad, de la masculinidad, se debaten aquí, se debaten en el corazón nereido: Ahram el navegante, Krito el filósofo. Ahram representa el hombre activo, el aventurero, el macho pletórico que ama las cosas desde su naturaleza centrípeta. Seguro, anclado en su sexo enervado y poderoso, poseedor orgulloso e irrefrenable, seguro en su condición, amante letal. ¡La acción! Krito es, por contra, la ambigüedad, la inseguridad, la contemplación, la comprensión. Es un amante centrífugo. Si Ahram encarna la potencia sexual capaz de llevar a la sirena al Vértigo, Krito es la impotencia, la precocidad de la eyaculación, pero es el sabio amante de labios y manos, el tierno amante lesbiano que en su biografía sexual recibe igual a muchachos que a mujeres a las que no puede amar, que viste, según el mes lunar, de mujer o de hombre, que se comporta como tales: increíble y a la vez tierna aspiración a la totalidad. De un lado el dominio del mundo por Ahram, el sojuzgarlo, como pretende sojuzgar a Roma con el fin de dominar una nueva era en su alianza con Palmira. De otro lado la comprensión del mundo, el dejarse inundar por él de Krito, “sentiscencia” que rebosa en la palabra, que en la palabra y la poesía tiene su manifestación. Gracias a la palabra Krito salva la vida de Ahram.
“¡Los dos son tan diferentes! –exclama la Sirena- Ahram es el Vértigo, el Instante, mi piel bajo el imperio de la suya, su olor me droga y me intoxica, su mirada me pone húmeda, pero sin comprenderme, tomándome sin acompañarme, dándose sin abrirse, un amor absorbente, no el amor entregado … y ahora este otro amor de Krito … envolviéndome en huellas, en sonidos, recuerdos, fantasías, añadiendo a mi carne la palabra, ¡y tan amando el mundo!, mientras Ahram rechaza lo distinto, lo que no acepta, niega sus tabúes o los destruye, Krito asumiéndolo todo, lo que es y lo que no es, su desventura y su gloria, su doble naturaleza, Ahram tan seguro que da pena, ¡lo que se pierde!, escogiendo como niño el juguete más grande, el más reluciente, el plato más lleno y no el más exquisito”. Y el amante lesbiano se torna recuerdo de un viejo amor de manos femeninas, el de Domicia, la primera amante terrenal de la hija de Nereo.
Sin embargo, en el fondo, ambos son uno, la “completud” en el amor compartido de la hermosa sirena; ambos, así unidos, son la verdadera masculinidad. Por ello, ambos personajes se ven sometidos al giro inusitado de sus personalidades, golpeados por las circunstancias serán obligados a desempeñar la función para la que carecían de sensibilidad. Ahram, náufrago en la Roca, una isla lejana y perdida del Mar Eritreo, traicionado por sus aliados políticos, traicionado, a su suponer por Glauka que se ha echado en brazos del filósofo ambiguo y afeminado. En ese destierro espiritual, que le lleva casi a la muerte antes de ser rescatado, Ahram recompondrá su vida, la hará contemplativa y meditativa. Krito, cuando Alejandría es invadida por las tropas de la traidora reina de Palmira, Zenobia, cubrirá la retirada de los suyos defendiendo la torre del palacio de Ahram con el fuego del dragón, el arma singular inventada por los ingenieros del navegante. Allí perderá la vida. Este sacrificio será suficiente para que Ahram comprenda definitivamente, para que descubra el hecho gratuito del amor, y el divino amor, a su vez, que le profesaba su sirena, que él profesa a la sirena, como el que le profesaba Krito. No hay acción sin pasión, ni pasión sin acción, este ha de ser el drama de la hombría.
En tiempos como estos, en los que hablar de la masculinidad, virilidad y condición de hombre es poco menos que pecado letal, la lectura de La vieja sirena puede convertirse en un ejercicio de ampliación de perspectiva, una visión que ayuda, a comprender, casi del todo, cómo tiene que ser un hombre casi del todo.


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