EL AUSTER DEL OSCURO CARÁCTER


EL PALACIO DE LA LUNA. (I)

Caracteres.

Novela del carácter. La novela del carácter de Marco Stanley Fogg. Novela de los caracteres que reposan a su vez en su carácter. Marco Stanley Fogg cuenta la historia de la forja de su carácter a través de la historia de la forja de otros caracteres. Pero en realidad, todos son el desmenuzamiento del carácter, su destrucción.
Lo que ocurre con estos caracteres es que su relato es el relato de sus adentros, de sus avatares interiores, porque las acciones, lo que son acciones puras de un personaje de novela de acción, de héroe tradicional, no son mas que pura exterioridad, mero conjunto de relaciones, son sucesión que nos va haciendo presente el mundo, su mundo, el mundo de otros. Pero es el “mundo cáscara”, el mundo superficie; eso, el mundo de las relaciones. Por eso no hay tanto un relato de acontecimientos como un ir pasando de psicología en psicología, de interior en interior, de adentro en adentro.
Miremos pues las relaciones desde el envés, miremos el revés, miremos cómo nuestro personaje, quiero decir nuestro carácter, se va forjando a partir de la presencia sucesiva de caracteres, caracteres otros con sus dramas. Porque los caracteres, lo que tienen, lo que hacen es, valga la redundancia “drama”, o dejarse hacer; consisten no en ir modelándose a sí, sino en fluir, en ir destruyéndose.
Si, no es un hacer cualquiera, en El Palacio de la Luna los caracteres se destruyen, se deshacen, se dejan, su hacer es un no hacer nada por evitar el drama; estamos ante la vida pasiva, la vida desvivida, la vida huera, vacía en la que van quedando vicisitudes, no vamos a decir siquiera vivencias, no, lo que queda es el vacío de lo que no queda, la huella, el drama.
Y así es como se va dejando hacer Fogg, se va dejando en el dejarse de otros: su madre de quien hereda el apellido, su tío Víctor de quien aprende sus enfermizas sensibilidades, sus amistades como Kitty de quien aprende el amor, o Zimmer, de quien aprende la volatilidad de las amistades, del que será su abuelo Effing, del que será su padre, Barber, de quienes aprende su propia desgracia. Fogg no es un hijo, apenas ha tenido tiempo de serlo, no es un sobrino, no es nieto, ni hijo de su padre, ni es amante, ni amigo. Eso son cosas que le ocurren, y ya está. Este es el drama de Fogg porque tampoco él hace nada por remediarlo, ni siquiera cuando tiene la felicidad al alcance de la mano es capaz de extenderla y atraparla.
Y los demás caracteres son caracteres a los que les pasa Fogg, lo que es el drama del propio Fogg, claro, a los que les pasa, en fin, su vaciedad.

Fogg es un niño que pierde a su madre, Emily Fogg, es un joven que pierde a su tío, Víctor Fogg. Es un joven a quien encuentra su amor, Kitty para luego perderlo. Un joven al que Zimmer salva su amistad, para perderla. Es un joven al que el señor Effing, a la postre su abuelo, revelará quién es su padre. El señor Barber, su padre, para perder su propia ingenuidad. Todo se le va viniendo encima a nuestro joven. Se le viene, le viene, viene.
Hasta que le venga la luna en la costa de oriente, a donde se ha encaminado atraído, como un satélite que siente el algo que se le va a descubrir. No, porque no es él quien elige el camino a tomar. Así le viene la luna, justo en el momento en que todos los restantes caracteres se han perdido, muerto, desvanecido, acabado, han desaparecido de su propio carácter; la luna, que a lo largo de la novela se le había ido anunciando como el destino último, su nada más nada, acaso el principio de algo que nunca conocerá el lector. Este destino es finalmente, eso, la nada que acaso es ser uno mismo al fin.

Por lo demás, lo que vemos en realidad a lo largo de esta historia contada en primera persona es cómo han ido quedando las cosas en el fondo del carácter, es decir, cómo han ido desapareciendo. Cómo han ido cayendo, cómo el carácter ha ido creciendo a costa de cuantas cosas él no ha elegido ni sentir, ni saber, es decir, cómo se ha quedado vacío. Y entonces la novela es un acto de confesión, es un acto de descarga emocional, es un acto de purificación, una proyección psicoanalítica. Sí, hemos asistido a la muerte de un carácter y al nacimiento de un nuevo hombre: la muerte de Fogg y los caracteres que llevaba dentro, para que renazca, desde la ficción, ¿tal vez Paul Auster?

En fin, “Novela caracteriológica”, novela de adentros que es lo que queda al lector.

En rigor, el retrato verdadero del joven Fogg, la representación más fidedigna de su carácter es la del hombre abandonado a sí mismo en Central Park que vive como el buen y solitario salvaje urbanita, el homo postcivilizado que habita los espacios de ocio de las grandes ciudades, el hombre que ha muerto a la urbe y que vive en el estado seminatural de un parque, alimentándose de los restos de esos ajenos urbanitas. Porque la vida natural, el abandono a la Naturaleza le es imposible a un hombre como Fogg, pues la naturaleza representa el hacer, el sobrevivir. El ser que se deja vivir en Central Park es el más cercano retrato del ser de S M Fogg; yo diría que es su verdadero carácter. Solo que de esa verdad le van a sacar Zimmer y Kitty, la amistad, el amor. Lo sacan, como se saca al pez de su medio, y ya nuestro buen Fogg no podrá evitar los avatares de la vida, y no de la vida, sino de su propia vida, de esa vida que no es, sin embargo, del todo nuestra, pero que llevamos encima: descubrirá a sus padre, a su abuelo, a sí como carácter despojado e infernal de sus vidas, que, como la suya, se suceden en el imprevisto océano de la existencia. La saga maldita. Así que lo que es para el lector un reencuentro con la vida, un rescate sin precio, el sacarlo del parque neoyorquino donde su existencia adquiere tintes animalescos más que de indigencia, se convierte para el propio Fogg en el gran castigo, en el desmenuzamiento de ese carácter, en la gran tragedia, perdón, drama.








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