PICASSO. 1932





El Siglo del Arte Nuevo y el Siglo Crítico.

El Siglo XX pasará a la Historia, al menos en el largo proceso que pretende relatar la Historia del Arte y de la Cultura, como el tiempo de las Vanguardias y de la constitución revolucionaria del Arte Nuevo. En consecuente labor, al XXI le queda poco que hacer y mucho que decir, en estricto porque a él corresponde dar la primera interpretación distanciada del rompimiento que supusieron los "ismos". 
Con cierto desgaste, la inercia de los fuegos vanguardistas, sus conquistas, y también sus problemáticas cenizas estéticas, se mantienen aún de una u otra forma en esta o aquella obra. Y es el desgaste y cansancio de aquel impulso, el que empuja a la hermenéutica, a la interpretación y valoración crítica de los acontecimientos. Al XXI por lo tanto le corresponde ser el siglo hermeneuta, el de la interpretación serena, de la crítica y de la revisión historiográfica. Y tiene que serlo con respecto al precedente, es decir, a pesar de las interpretaciones del XX. Analizar el Siglo XX creativo desde sus creaciones, que son a la postre las que tiranizan el arte emergente, y probablemente lo “mediocrizan”. Interpretar es, desde luego, una labor inexcusable; va en ello nuestra propia imagen de la creación que ya no puede ser ni la de los inicios del siglo precedente, ni la de sus años sesenta, que poco más o menos, han ido subsistiendo en el colectivo creador. Hay pues que darle un lugar a la llamada Vanguardia, aportarle un carácter, más allá de lo que ella misma se arrogó.
Recordemos en este sentido que el XX, además, ha sido el siglo compulsivo de los panfletos, de las proclamas, de los manifiestos y de las manifestaciones teóricas, de las rectificaciones de lo heredado también. El siglo que desvirtuó las creaciones del pasado, o que quiso ponerlas en “su” lugar, el lugar aparte. Rebosante de artistas críticos, de artistas teóricos, de artistas políticos, de heresiarcas rupturistas y de provocadores. Claro está de charlatanes, negociantes y aprovechados, ha puesto al presente en la necesidad de interpretar, de hacer crítica incluso de la crítica.
            Claro, sinérgico tenía que ser el vanguardismo con otras consagraciones primaverales: la Historia comprensiva o comprensión histórica, la apertura de la ciencia antropológica, la fijación exacerbada del formalismo, la eclosión en fin del simulacro. Forma, primitivismo, aceptación de la pluralidad cultural, del de las otras mentalidades y de la represión de lo clásico y académico, de lo racional, se unían a la labor del creador individualista, o del grupo transgresor. Esto ha dado mucha fuerza al arte aquel.

En este sentido, no han de ser tan determinantes, puestos a desarrollar una labor hermenéutica, los escritos críticos o historiográficos. Será igualmente válida cualquier otra ejemplificación o acción que ayude a la comprensión, clasificación taxonómica, análisis, puesta en valor, revisión, juicio o recuperación del arte del Siglo XX. Pongamos un ejemplo muy de moda en los últimos años, la exposición revisionista, preferentemente de renombrados creadores, de los definidores de trayectorias, de los mitos de la revolución estética.
La exposición se ha convertido en el método de reformulación y relectura favorito del arte del pasado. En ella se proyecta no ya el gusto o el atractivo público, sino la versión del curator, de las entidades patrocinadoras y de las instituciones expositivas. La presencia de la obra expuesta, al menos en principio, presupone la renuncia al peso subjetivo de la interpretación crítica, ofreciendo por el contrario, el trato vis a vis con la obra. Qué duda cabe de que esto es una mera formalidad, un método como otro, pero, dicho sea, suficientemente exitoso, atractivo para la cultura de masas, y de empresa, y por supuesto algo más alejado de la cargante propensión bibliófila de los especialistas.




Picasso. Dos exposiciones.

Es uno de estos casos, como no podría ser menos, Picasso. Dos exposiciones, o en rigor la misma, sólo que en dos sedes distintas y, posiblemente, con sesgos distintos también. La del Museo Picasso en París, que se ha desarrollado entre Octubre de 2017 y Febrero de 2018, con el título de Picasso, 1932. El año erótico. En Londres la segunda, en la Tate Modern, ésta bajo el subtítulo de 1932, amor, fama, tragedia. La exposición, no cabe duda, pretende revisar la figura creativa de Picasso, y se lanza para ello sobre un año al que se convierte, por lo que quiera que sea, en determinante de la interpretación, es 1932.

Como ya rezan los títulos de la exposición, la muestra se encamina en direcciones sutilmente diferenciadas. En París se ha destacado la efervescencia vital de Picasso, no ya por esas fechas tan señaladas, sino en esa capacidad genial que es inherente a su personalidad, de representar lo profundo con el simple trazo. Como si el trabajo de 1932 no fuese, al menos del todo y en exclusivo, el resultado de la situación biográfica y humana de un artista, sino la mixtura de sus percances vitales y de su genialidad. La exposición persigue pues el día a día del pulso creador en esculturas, pinturas, grabados … Así, hasta un año completo de palpitante pintor español, un año de genio enfervorecido. La londinense, pretende poner al espectador cara a cara con múltiples obras, pero preferentemente con algunas, en especial los impresionantes retratos de Maria Thérèse, de manera que el público llegue a la vida personal, por donde se pretende desnudar el mito artístico de Picasso, revelando así al hombre y al artista en su compleja riqueza.
Matices, siquiera bien sabrosos.

DUCHAMP: Caja de 1932
El espejo
Dos artistas para el XX.

            No, no son sólo dos artistas para el XX, es decir, no se trata únicamente de reducir toda la creación de cien años a una genialidad, a una causa-sujeto, a un creador. Tal que sólo un nombre pudiese representar y amalgamar todo lo que el siglo diera de sí en materia de arte, de eso que llamamos arte. En realidad se trata de dos perspectivas distintas sobre la idea de arte, dos perspectivas muy diferentes personalizadas en dos magos de la poesía: Duchamp y Picasso. Tendríamos de un lado el concepto que hace de la materia plástica un elemento prescindible, maleable, permeable. De otro lado la capacidad evocadora, sugestionadora y matérica de la creatividad picassiana. Ambos, Picasso y Duchamp vendrían a disputarse el siglo, el arte. Como si tal cosa fuese con ellos. En verdad, se ha personalizado en los dos artistas dos tendencias ínsitas en el despliegue y pluralidad de la Historia del Arte: aquella que atiende a la forma y a la materia, a la expresión, a la obra, y aquella otra que atiende más al concepto, a la intuición, al calambrazo poético, a la revelación intuida. ¡Qué duda cabe de que ambas son complementarias, necesarias, y, llevadas al extremo, fronteras necesitadas de la creación! Ni habrá conceptos sin soporte, ni tendrá interés el soporte sin un espíritu que lo insufle.
En rigor, lo que ha ocurrido es que dos tendencias hermenéuticas, dos metodologías críticas, han venido a encontrarse, y a enfrentarse, en el siglo de la revolución plástica, en el siglo de los ismos. En herencia queda reflexionar si los distintos movimientos de vanguardia son necesarios para dar expresión particular de un determinado contenido, más valioso y más real, o son independientes del mismo, lenguajes distintos con distintos comunicados, en cuyo caso, el ismo correspondiente no es sino una mera excusa de la creación, de la inteligencia que genera una nueva realidad.
La deriva creativa de los últimos tiempos, entregada a lo efímero, a la acción, al comunicado, a la transparencia del sujeto creador o al concepto, ha revitalizado la figura de Marcel Duchamp y de la poesía inteligente. Las exposiciones sobre la figura de Picasso que ahora cunden, marchan en el otro sentido, tratan de rehabilitar al sujeto apasionado, “circunstancializado”, al hombre que se deja el ser en la materia, al demiurgo sensitivo e irresponsable que metamorfosea lo que toca. De ahí también el éxito de los caminos mixtos, sea Dalí, Warhol o los gerifaltes del expresionismo abstracto.
En el fondo, estamos en las mismas. Picasso y Duchamp vinieron a domesticar los ismos, vinieron a usarlos en favor del arte, en sus dos extremos más valorados y reales, el de la sensibilidad y el de la inteligencia. Difícilmente se puede mostrar de manera más eficiente que el arte es una cuestión de sensibilidad inteligente en la que no sólo se genera realidad, puesto que usa y necesita de esa realidad.



1932. El año.

Picasso tiene 50 años y vive "recluido creativamente" en el Castillo de Boisgeloup cerca de Gisors. En el desolado castillo la obra se acumula azarosa e interrogante, envolviendo el mundo de su creador de la excitación de nuevas necesidades formales. Picasso busca.
De hecho, entre 1930 y 1936 realiza la denominada “Suite Vollard”, serie de grabados en estilos variados que en el fondo guardan la unidad de una personalidad que reúne la creación y la vida; cuanto hace, piensa o siente queda impregnado e indeleble en lo hecho, la obra. La gran preocupación es la realidad y su relación con el lenguaje plástico, sin duda, y Picasso es bien claro que se está planteando cuál es el papel de la figuración en un momento en que la abstracción (o la disolución) parece el reto insalvable a toda plástica. En este papel figurativo, la mujer, la naturaleza, o el propio creador (asociado a la imagen del minotauro) tratan de transubstancializar el papel innovador. La realidad se hace plástica realidad.
Tampoco es que Picasso viviese aislado sobre su propia biografía. Por ejemplo, no podemos decir que no estuviese preocupado por la situación española. En 1931 se había proclamado la República, y si bien Picasso ha sido catalogado como partidario de la democracia, y defensor del estado constituido, hay quienes lo pusieron del lado de la monarquía, o quienes como Kahnweiler señalaron su carácter apolítico o a lo menos, fronterizo en cuestiones políticas.
Para las fechas tampoco podría soslayarse la extraña relación que el pintor malagueño sostiene con el Surrealismo o con algunos de los surrealistas. En el Cabo de Altir, en la Riviera francesa, donde solía pasar algunas temporadas, Picasso había contactado con el grupo de surrealistas que a la postre iban a refrescar la capacidad simbólica, onírica, sugestionadora de sus dibujos, pinturas y esculturas. La obra transgredía más lo formal en busca de lecturas profundas, sugestivas y evocadoras. Y no sería aventurado decir también que la capacidad ensoñadora e imaginativa de Picasso iba de la mano de la degradación de su matrimonio con Olga. 



De hecho, en 1933 las esculturas habían llamado la atención de Breton que, en Minotauro, les dedica un artículo. Las enormes cabezas de mujeres, realizadas en yeso a que se hace referencia, están en relación temática con los grabados del El taller del escultor, y sintonizan no poco con el onirismo y la temática sexual que centraba a gran parte del movimiento surreal. Dichas cabezas están presentes en algunos de los grabados de la época. Julio González afirmaría que todo el misterio que envolvía la obra picassiana residía en ellas, que eran la expresión más acertada del acervo primitivo, en una clara deriva hacia la condición táctil del volumen plástico. Tengamos presente que aquellos años fueron tiempos de estrecha colaboración de Picasso con el escultor Julio González. Esta emergencia de la condición táctil responde al reclamo de una nueva sensibilidad para con la obra, en un impulso de regresión al sentido de los sentidos. Nunca mejor dicho, Picasso estaba a flor de piel. Y en este plantel artístico, en esta efervescencia creativa, dos mujeres. Aquella a quien rehúye, su esposa, Olga, y esta otra que llegaría silente, queda pero apasionadamente a su vida, María Teresa, desde 1927.
No sabremos si acertadamente o no, Pierre Cabanne ha hablado de la doblez destructiva y constructiva de sus pinturas, paralela de su convivencia con ambas mujeres. Como si en su biografía no quedase al crítico otro recurso que hilvanar los dos elementos, el arte y la mujer sometidos al impulso voraz del creador. Un tópico en el que se ha hecho reposar no ya la personalidad, sino la capacidad creadora de Picasso: la capacidad de generar y de destruir. “Si los dibujos y pinturas del año 1932 -dice Cabanne- no ocultan nada de la anatomía eurítmica de Marie Thérèse, también informan, con el tradicional impudor del Ogro, el placer con que se sirve de ella …”. Picasso se iba quedando en la obra al desnudo.
Mucho, mucho de esta reflexión hay en las exposiciones enunciadas, en que los cuadros estrella, la mujer durmiente, la amante, encarnan una sexualidad primitiva. La posesión y la absorción de todas las energías hasta el agotamiento en la plástica y en la vida. Abrimos en canal así al Picasso de una novedosa “época de curvas” que, también, tenemos que poner en conexión con la fuerte competitividad por la primacía pictórica de París, y de la Vanguardia. En efecto, la pasión creadora no sólo le lleva a tomar todo cuanto envuelve su sensibilidad y le hace vivir y dolerse, hay también una competencia larvada y letal con otro gran creador, que viene a ser fundamental, Matisse.


Desnudo en sillón rojo
MATISSE: Mujer persa con una cruz




















Matisse. 1932

La tendencia de Matisse, desde la década de los años 20, es la de un proceso de simplificación de su obra pictórica y escultórica, en el impudor de la línea lírica y de la morbidez curvada. El color, la curva, la mujer como tema, se convierten en constantes de su trabajo y de sus experimentaciones. La rotundidad de las formas, la elementalidad de las mismas, la sensualidad buscada, confirman un proceso que atañe a una sensibilidad primordial pero refinada. Las esculturas, igualmente se entregan a las formas esféricas, a los añadidos en una plástica aditiva con concesiones al simbólico subterfugio sexual. Frente a la planitud que caracteriza su pintura, en esa explotación de la elementalidad sensitiva, las esculturas manifiestan mayor interés por el volumen y la tactilidad, sea el caso de sus desnudos echados o algunas de sus denominadas “Venus de la concha”, obras cercanas al año 30. En pintura es la época de los grandes desnudos, o de la danza, de la sensualidad curvada en las creaciones posteriores al 28.
Picasso visitaba sin duda el estudio de Matisse y frecuentaba las tertulias con el pintor. A la par de la admiración nacía en él una sana competitividad. Creo que gran parte de este lirismo sensitivo de Matisse está digerido y personificado en las obras pictóricas del Picasso de 1932.
Si observamos el retrato de Marie Thérèse, de 1932, hallaremos fuertes concomitancias, no ya la curva, ni la erótica, también el cromatismo o los fondos geométricos, el enfrentamiento de la mujer al espectador. En 1931 se hizo una retrospectiva de Matisse en las Galerías Georges Petit. Como iba a ocurrir con Picasso, se le presentaba como un imprescindible de la escuela parisina (las galerías no se rebajaban a cualquier cosa, iban precisamente a los consagrados. Como Matisse, Picasso hacía reconocimientos también en Nueva York, “Las abstracciones de Picasso en el Museo de Arte Moderno”. De otro lado, manifestación del valor consagrado, se vendían con facilidad las obras de la etapa rosa y del cubismo. Tal éxito contrastaba no obstante con la crítica negativa, por ejemplo de Blanche en L´Art Vivant, en un extenso y desmitificador artículo.



Inventarse otra vez o vivir de nuevo.

Asumidos los éxitos y vertidas las primeras críticas a la trayectoria estética de Picasso, o a cuanto ésta podría significar de cara a la contemporaneidad, llega el momento de formularnos la pregunta incisiva, la razón de ser del año 1932, la cuestión esencial. ¿Qué hay en Picasso antes de 1930? Porque a lo mejor, 1930 es el primer después, un primer punto de inflexión en la biografía artística del Ogro que se hace notar en el 32. Un pliegue radical de su vida que podría marcar un antes y un después, porque tal vez se trate del pliegue, de una arruga demasiado consciente, muy vívida. ¿Qué hay en realidad en la turgencia vital de Picasso?
Hay sin duda lo de antes, reconocido y valorado, que ya está más allá de ser una razón plástica meramente destructiva y revolucionaria bajo la firma del heterodoxo español. Antes de 1930 puede ocurrir que Picasso se haya destruido a sí mismo, en una suerte de febril inconsciencia creativa. Es otra cosa después. Como si el artista hubiese de recoger todo ese pasado. Y efectivamente, da la impresión de que nos encontremos ante el autorreconocimiento de un artista proteico, inventor, de un transmutador del horizonte del arte que paradójicamente empieza a buscarse. En 1926 ha trabajado con obras de grafismo decorativo, como en El taller de la modista, un lenguaje que también había llamado la atención de Matisse. Pero Picasso además, prolonga sus experimentos tridimensionales y no abandona la escultura, aplicándose sobre el volumen, al mismo tiempo que ensaya pinturas derivadas del cubismo sintético, como Estudio con cabeza de Yeso, de 1925. La pintura, y la escultura, pueden en su caso asumir experiencias surrealistas, sin entregarse plenamente a la sobrerrealidad, como si fuese movimiento de excusa al que tomar unas cuantas notas. Puede que, por el contrario, sus creaciones convulsionen en una fuerza abstractiva, como ocurre en El beso, de 1925. No es esto todo Picasso, tenemos la tendencia realista, o el clasicismo formal de Paulo como arlequín, del 24. O en esa línea clásica pero ya monumental Gran bañista y Dos mujeres corriendo en la Playa o La flauta de Pan, de 1922. Una concesión al poderoso músculo miguelangelesco, un fruto de su estancia en Roma, un voto de confianza al absoluto clasicismo.
La veleta de Picasso se había movido según la necesidad y el capricho; como una excusa mecánica e instantánea. Un poso largo iba quedando en el fondo de su actitud vital de niño creador. Picasso estaba preparado para el reto.