ISRAEL GALVÁN. Escultura probablemente viva.




LAS OTRAS ESCULTURAS. 
LA OTRA PLÁSTICA O LA PLÁSTICA DEL VIENTO. 

En contraposición a otras materializaciones de la danza contemporánea, la proyección de Israel Galván es de una bipolaridad desasosegante. Desasosiega porque se hace refractaria a cualquier justificación precisa. Más allá de los movimientos con pretensiones narrativas, es decir, la loca carrera romántica que aún manifiestan gran parte de las artes, dichosa intención de trascender lo meramente artístico; o por el contrario, más allá también de lo puramente dinámico, de la loca estupefacción por el modo, reducción lingüística de las vanguardias. Más allá incluso de las posibles conexiones existentes entre ambas. Allende incluso de los enriquecimientos aportados por lo digital, inmersos en la fluencia de la danza contemporánea. Lo que el baile de Israel Galván propone es la radicación absoluta en el cuerpo. En el cuerpo que baila, en el cuerpo de Galván. No es, al menos no lo es del todo, personalismo, sino más bien un ejercicio de libre expresión, en figuras y actitudes, una liberación en el movimiento, un, en fin, lenguaje expresivo propio en el baile. Esta es la "bipolaridad radicante" de que hablábamos. El personalismo y, al tiempo, el no personalismo del "bailaor". Es como si cualquier baile, cualquier danza, sometido y sometida al “test Galván”, mostrase que porta sobre sí algo de enajenación del cuerpo o de enajenación del espíritu.


Ahora que Israel muestra el proceder de esta doble enajenación en un sentir que tiene su inspiración en el exterminio del pueblo gitano, anotamos el carácter centrífugo, denunciador, expresivo, al tiempo que el centrípeto de taumaturgia y catarsis del espíritu. Rebeldía de vida hecha de baile para vivir. La bipolaridad radica, la bipolaridad encarna en él mismo. Encarna como el drama que encarnaron aquellos gitanos que andaban hacia la muerte entre palmas, baile y cante. La vida es baile. Radicación en cuerpo.

Radicación sí, radicación dramática, esto es, radicación que hay que hacer. Ambas enajenaciones aspiran a la amputación del otro valor bipolar. Sea para nosotros, uno, el “paradigma ménade” en que una locura toma el cuerpo y lo hace danzar del otro lado de toda norma, en un patrón dionisíaco sin patrón. Sea, otro, el “paradigma del cisne”, que acoge las formas, posiciones preestablecidas y la gramática lógica de la expresión en danza.
Hablamos así, grosso modo, de las dos fugas que han coartado los movimientos y la filosofía de la danza, acaso desde el principio de los tiempos. Pues bien, en cierto modo Israel Galván se las ingenia para reunir ambas. Es tal vez la singularidad que lo ha hecho destacar como intérprete, la expresión de este drama bipolar que es la permisiva convivencia de la danza flamenca y española con todo tipo de gestos y recreaciones, con todo tipo de rupturas vanguardistas, con todo tipo de citas exógenas, no ya a la danza, sino al movimiento mismo; traerse al aire la pintura y la escultura, y la tragedia del verso.

            


¿Cómo  traer tanto, tantas cosas? Las palabras de Galván son reveladoras al respecto, que hay que meterse en otros cuerpos. Cuerpos de los desvalidos y llenos de vida gitanos del genocidio. Tener la sensación, y no la sensación sino la certeza, de habitarlos, de tomarlos, de imponer la voluntad proyectiva del movimiento en ellos, esto es, de la expresión en ellos, de profanarlos. Así, los pies descalzos “hollan” un umbral sagrado, lo violan. Al tiempo, es el cuerpo un dejarse  tomar por los dioses del lugar, un dejarse habitar, un dejarse profanar por la divinidad, por otros espíritus. Y así puede el cuerpo ser al girarse en muecas imprevistas, en gestos adolescentes, o en la pintura de Rubens. Claro que el cuerpo es un lienzo, lo es en este sentido, un lienzo en blanco abandonado, imprevisible y visible. Y el lienzo es aire, aire, aire de libertad.
Que hay que romper, o que hay que romperlo. Someterse a catarsis, la que Israel Galván denomina catarsis del público. Liberarse de su presencia. Liberar-se. Esta gran paradoja que es la acción del espectáculo hecha creación mediante la catarsis no del público asistente, sino del bailaor, “catartizado” su cuerpo en una absoluta enajenación de las formas. La catarsis posibilita la ruptura. El amor a la expresión del baile, el acto de amor a la coreografía: ambos se unen y se sumergen en síntesis.
Que la historia del arte venga a socorrer los gestos y acciones de Israel Galván no debe extrañarnos en absoluto. Él rescata y trae al movimiento toda quietud, dinamiza espíritus encerrados, por lo mismo los encierra, ahorma, su expansión libérrima. Esta debe de ser la magia de su baile.

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