FREUD Y WATTEAU. La turbación y la aparente amenidad.
No hace falta decir que hay algo perturbador en
las pinturas de Lucien Freud (1922-2011). Lo que nos turba, sí. Eso que turba en
sus cuadros lo retrotraemos al autor, al artífice, señor Freud. Lo llevamos al
sujeto representado (porque Freud ante todo pinta sujetos) o lo indagamos y sentimos
en nosotros mismos, espectadores de su obra. Por lo primero, es evidente que
Freud era un pintor peculiar, algo obseso con la carne, con lo carnal, con la
hondura, la suya y la de los otros, esto es, de quienes pinta, pero también de
aquellos que la apreciarán o despreciarán, nosotros los espectadores. Hallamos
así en Lucian Freud cierta psicosis, cierta obsesión por la pintura como una
manifestación interpersonal, intersubjetiva, como una acto de comunicación
descarnado, casi impropio del pintor de la carne. Por lo segundo, es que
llevamos lo perturbador al sujeto retratado, y damos así fe de esa voluntad
selectiva que presidía su obra, pues al parecer siempre fue Freud quien elegía
a sus retratados. Nos queda el consuelo de saber que Freud no decidía sobre quién
habría de contemplar sus obras, sus pinturas, ni las condiciones en que tenía
que hacerlo, por lo menos hasta cierto límite. Pero es evidente que a este
espectador le resulta complicado sustraerse a su peculiar visión del mundo, de
la individualidad, del sujeto retratado, de su manera de comunicar, de la forma
en que procedía en pintura el realista inglés.
Algo de esto es lo que hay en Miradas Cruzadas 4. Algo o mucho, más bien demasiado, porque esta entrega, esta cuarta exposición, con la que se clausura el ciclo, es un girar entorno de la creación de Freud. Vademécum de estas vicisitudes es su Autorretrato Reflejo con dos niños (1965). Expresión precisa de lo inquietante, de la definitiva refracción al control que hay en toda realidad, de la comunicación del desasosiego, en fin, de la hondura, que al parecer, para ser tal, ha de ser siempre desasosegante.
Pero la excusa es presentar dos retratos realizados por Lucian Freud del Barón Thyssen, uno de principios de los 80, de la colección permanente, y otro de finales de la década, también de la colección y conocido como Hombre en una silla. Homenaje pues de la institución a quien la hizo posible. Así que a Watteau (1648-1721), el alter de Lucian en esta entrega, le ha tocado el papel de consorte, de excusa; eso sí, aceptemos, de peculiar excusa consorte. Porque todo él, toda su proceder pictórico va a quedar enmarcado en un gesto o pose, en un personaje determinado, en una cita referida, en una insinuación apenas, esto es, en nada preciso, un Pierrot acaso.
En efecto, el primero de los retratos del barón tiene como fondo este cuadro de Watteau, Pierrot contento (1712), de la colección Thyssen. Freud estableció de esta manera el inextricable vínculo de su retratado con un objeto artístico de su colección. El primer plano (el coleccionista) con el fondo (el decadente cuadro). Lo lógico, lo que explota el texto que acompaña al manual de exposición, es considerar que existe una identificación entre Pierrot y el propio Barón Thyssen, vínculo que tal vez conocerían el pintor y el retratado, pero difusa e inquietante realidad para quien observa la obra hoy.
Ocurre
que este supuesto parangón es lo que nos turba y lo que obliga a buscar paralelos,
tangentes y otros posibles, a establecer diálogo y lucha entre la obra de uno y
otro, entre el retratado y el objeto, entre el pintor y el retratado … fugas.
De
otro lado, el texto de Paloma Alarcó, insinúa la imitación de la pose del
segundo de los retratos del Barón Thyssen, con la pose y el gesto de Pierrot en
el cuadro de Watteau. El exasperante por dinámico-quieto hombre sentado en la
silla es asimilado así a la pacífica serenidad de Pierrot, el triste
afrancesado de la Comedia del Arte, rodeado del galanteo necesario para dibujar
el atisbo de sonrisa en su rostro.
Es
curioso el afán perturbador de esta comparación. Porque no hay nada más
distante que la bullente psicología no visible de los sujetos retratados por
Freud y la natural y sosegada elegancia de las figuras representadas por el magnífico
pintor rococó. Nada hay tan al margen de la carnalidad material de los retratados de Freud como las mal disimuladas carnes de los personajes de la corriente galante.
Algo
incontrolable agita las conciencias, agita la carne, un mundo oculto que lucha
por salir a flote, por romper en la realidad que aparece ordenada a los
sentidos, racionalizada ante el observador. La serenidad y elegancia del pintor
francés ha de contrastar por fuerza, porque Pierrot y aquellos que le acompañan
parecen hablar del perdido edén, o bien del disimulado desenfreno de una
sociedad terriblemente hipócrita que consigue disimular sus más descarnados
vicios bajo la capa de la serenidad.
En su caso, es curioso que este hombre agitado, cuyas ropas parecen bailar en tanto él permanece prisionero en la silla, fuese el amante de ese otro cuadro, de esa sociedad abiertamente beatífica u ocultamente demoníaca. Pierrot es una paradoja que observa desde el fondo del retrato la contemporaneidad, ese tiempo que el abuelo de Lucian, el señor Sigmundo Freud, se dedicó a escarbar. En efecto, el inquietante realismo de la pintura de Freud, no está en la pintura, sino en el interior de los retratados. Véase sino El gran interior W11, también de principios de los 80, del que Miradas cruzadas 4 cuelga un dibujo preparatorio. El paralelo con la composición del Pierrot es aquí evidente, altisonante. Los retratados, sacados ahora de la madre naturaleza, posan en el estudio del pintor. Intuimos que es la turbación lo que busca quien retrata, y es lo que pretende comunicar al espectador. Watteau viene a ocupar el lugar de lo inquietantemente otro, de la alteridad, de lo que no comunica turbación y por lo mismo inquieta doblemente, porque en su apariencia no es sino mansa corriente y extraña amenidad. Sólo hay que respirar el locus amoenus en que los personajes se galantean, el lugar ameno que ya la contemporaneidad ha perdido.
Luego
de intuido el paralelo, no queda sino corroborar que, en efecto, algo hay de
perturbador en las pinturas de Watteau. Pero, ojo, sólo al amparo de un retrato
del Señor Thyssen. Que conste.
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