CRÍTICA DE ARTE



ENTRE LAS TESIS DE ROSA OLIVARES Y VIVIANNE LORÍA.


            ¿Cabría la posibilidad de un código deontológico que marque las directrices de una buena crítica de arte? Esta es la cuestión de la que parte Rosa Olivares (Crítica de arte: entre la ignorancia y la ética y colaboradora habitual de Babelia) a propósito de las propuestas de alguna corriente crítica en las citas anuales de ARCO. Tal corriente, al parecer, propone el juicio libre e independiente, la argumentación seria y científica, la honestidad, el apoyo a lo emergente y la camaradería entre críticos, como normas esenciales del supuesto código. A todo ello es reticente la autora. En efecto, porque ¿cómo hacerse con el criterio independiente en un contexto mediado, reconocido y cuya severa crítica negativa acabaría en la marginalidad del juicio crítico? ¿Cómo compartir entre colegas unos mismos horizontes o presupuestos cuando el propio contexto exige la competencia casi siempre desleal?
¿No será que Rosa Olivares escribe en medios, que tiene compañeros, que es crítica reconocida y que debe comportarse como tal?
Es normal que la autora concluya que “ … no hay nunca crítica seria …” que la crítica está mediada, matizada, absorbida por el contexto, que es parte de la nave de locos del arte y que no queda más remedio que compartir dicha nave si lo que uno quiere es navegar.
Por lo mismo, resulta imposible impedir que exista una crítica no-seria.
            Así las cosas, a la crítica de arte le queda un ámbito de actuación que oscila entre la crítica ética, esto es, la serena crítica científica, honesta, comunicativa e independiente, y la crítica ignorante y zafia, acientífica, deshonesta, interesada y sofística. Los dos extremos se excluyen del proceso crítico, marginan su propio procedimiento.
La crítica de arte Rosa Olivares

La Crítica ética por su carácter excluyente, pues las verdades se toman como ofensas más que contribución al enriquecimiento. Porque imaginar una crítica puramente desinteresada y de puro honesta, en extremo comunicativa y científica, es poco menos que imposible. Acaso porque la ciencia crítica y los apoyos en que se fundamenta nunca estarán claros, son difusos y variados y tienen a su vez su propio contexto de difusos límites. Porque la pura honestidad no puede suponerse en el animal político, siempre apasionado. Porque, en fin, la comunicación también depende de la capacidad receptiva, asunto que es, a todas luces incontrolable para el mismo crítico, que, además, es una más de las perspectivas, por muy rica y conocedora que sea.
La Crítica zafia por pobre, por auto excluyente, por carencia de realidad, por sectaria y apartada. Suponemos que será el tiempo el que acaba por demolerla. Pero cuántas crítica hechas con buen criterio no habrá demolido también el tiempo. Parece pues que el carácter de la crítica es mas bien efímero.

          Bien, concedamos  que la buena crítica es posible, que existe pues un código deontológico por el que reconducirla,  o que este puede constituirse, o que es aquel al que todo crítico debe aspirar. Que existen unos espacios abiertos para ella y para desarrollarla, en cuyo caso habremos de pensar que esta es la línea real de su labor, y que esta línea real se abre en contraposición a otras corrientes heterodoxas y poco representativas. Ahora bien, debemos tener presente que esta crítica que tiene la tentación de denominarse científica, no puede ser absoluta, entre otras cosas porque su objeto, que es la obra de arte, no participa de un conjunto de relaciones acotado y determinado. Así es, la labor del crítico de arte permanece siempre abierta, centrífuga, en busca de toda suerte de interrelaciones.
Es lo que afirma Vivianne Loría, alma mater de la labor crítica de la revista Lápiz, cuando justifica la imposibilidad que tiene el crítico de ajustarse en exclusivo a una mera reflexión sobre el arte.
El exceso de celo, en efecto,  puede quedar en una abstracción alejada de la realidad, hierática, artificiosa, puede angostar por lo tanto las interrelaciones mismas de la obra de arte con el contexto que la enriquece y explicita. Como la obra de arte,  también la crítica está obligada a abrirse a esa plural influencia. No hay, no puede haber por lo tanto un método de estudio o de análisis. La obra exige un enfoque plural de perspectivas a partir cual enriquecerse.


A esto habríamos de añadir que la crítica es de por sí dialógica, requiere del diálogo, de la contraposición, del debate, que, en fin, está sometida a la “autoconstitución”, y en este sentido es como si tuviese que alejarse del juicio determinante y censurador. Es decir, la vulgarización de los presupuestos filosóficos y teóricos de alguna parte y de algunos medios de la actual crítica de arte, tal cual justifica Loría, queda descubierta a consecuencia de esta dialógica, de este debate, de este contraste, que es también oponible a una monológica cientificidad, a la que ya de por sí parece preocuparle muy poco las sensibilidades otras.
           
Por lo mismo, podríamos decir con Rosa Olivares que eso de la buena crítica es una utopía, que a lo sumo será una crítica posible, mediada, que comparte la nave de los locos, y que en su caso será ya circunstancial e interesada. Pero ello no supone una renuncia, como muy bien defiende ella misma,  a la buena labor; simplemente resultaría  un compartir el espacio con otras que se lo disputan y cuyas aspiraciones son diferentes, alejadas del rigor histórico, estético o cientificista, que pueden ser poco honestas o asumidas desde el desconocimiento o desde una libertad coartada. Tales elementos resultan inevitables, como son inevitables cuando se hace historia o filosofía. Es que es inevitable bracear en la propia circunstancia.

            En fin, que cualquier posible definición de “crítica de arte” se difumina. No es posible, al parecer, limitar el trabajo del crítico a la reflexión sobre el arte. Y no obstante es este su más ferviente deseo. “Los juicios o análisis del crítico –dice Vivianne Loría (El crítico en su laberinto)- se ven influenciados … por las peculiaridades de su formación, por el papel … según la época …” En este sentido la crítica nunca está sola, flotando en el empíreo de las ideas sobre arte y creación. Cada crítico, por ser hombre de un contexto, de una época, de un arte que precisa de unos canales e inquietudes, que es presa de modas y modos socioeconómicos, trabaja para un tiempo, trabaja para un contexto y es parte y forma parte de las fealdades y limitaciones de ese contexto y de esa época.

Así, La Primera Crítica, la que denomina la autora “época dorada”, vivía del incendio panfletario y de la defensa de la modernidad de las corrientes artísticas. Los años 70 y 80 pusieron al crítico en el espacio de la moderación, solapando a veces con el papel de Curator. Los años 90 hicieron del crítico poco menos que comisario de exposiciones. Las circunstancias engulleron pues la que supuestamente debería ser aséptica recreación de la crítica, la “mera reflexión sobre el arte”, el supuesto imposible.
Hoy ocurre que el crítico interfiere, molesta en las actuaciones del comisario. Por lo mismo su situación es incómoda: no desea afectar al galerista, ni quiere alejarse del gremio o círculo artístico, ni ofender al director de museo o al artista, ni contradecir al colega, ni al político. El resultado es la prostitución de ese empíreo e ideal crítico que por circunstancias está condenado a permanecer indefinido: “… los intereses del crítico contaminan y amenazan la práctica discursiva de la crítica de arte actual, vulgarizando sus presupuestos filosóficos y teóricos…”
Resulta curioso entonces que, después de afirmar la fugacidad de la labor crítica, su indefinición sometida al contexto y las circunstancias, se resalte que el papel esencial del crítico consista en una labor no mediatizada, esto es, en los “presupuestos teóricos y filosóficos” que son ahora el soporte deontológico de la buena crítica, como si los tales presupuestos no estuviesen mediatizados y mediados por la circunstancia.
           
          A lo mejor no es que el crítico esté encerrado en su laberinto y fuese Teseo que tira del hilo, a lo mejor es que el crítico es crítico con su laberinto y no hay vuelta de hoja, que lo lleva como una mochila impositiva al costillar, y en fin, que el problema no es despojarse de ese macuto tanto como saber portarlo, llevarlo y dirigirlo.

Hay algo que se debe exigir a todo proceso crítico -por lo que se desprende de la comparación de ambas críticas, la perspectiva de Loría y la de Olivares- a saber, que toda crítica ha de tener un “ajustamiento” mínimo a la obra que la motiva, y este ajustarse exige un conocimiento sentido. A partir de este ajustamiento, y desde él, hemos de suponer que puede constituirse un código deontológico que tomando la obra en su presencia radical se enriquezca en plurales hermenéuticas, afines o no. 
Dejemos pues en las manos del crítico la elaboración de un posible código deontológico, porque sólo su crítica, la naturaleza de su crítica, podrá justificarlo. No hay mejor código que la elaboración de una buena crítica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario