LOS CAMINOS DE LA NEUROCIENCIA Y DE LA LIBERTAD





Apostillas a los experimentos de Benjamin Libet.

El nº 356 de Revista de Occidente, correspondiente al mes de Enero, guarda una serie de interesantes artículos bajo el epígrafe de “Libertad y cerebro”. Ya sabemos, a estas alturas que fisiología, neurobiología, son las proyecciones de la ciencia que exploran los laberintos del cerebro, y al tiempo, acosan los tradicionales caminos de la ética, la noología y gnoseología, del sentido común y de las acendradas ideas de otros tiempos. Parece que con la neurociencia hubiese regresado con todo su ardor combativo el materialismo. Ya que siendo el cerebro materia, y siendo esta materia de entresijos complicados la responsable de nuestro comportamiento y actos, no es de extrañar que los actos y el comportamiento se tomen como iniciativas de la materia. Claro que, ¿supone esto aceptar, así sin más, la tiranía indiscriminada de las partículas, de las mónadas vitales? Desde luego que difícilmente lograremos suponer una fuente de energía exógena al cerebro que se responsabilice de su funcionamiento. Pero tampoco debemos caer en la trampa de suponer que la física de partículas es lo último y primero. No extraña, no, por lo tanto, que el monográfico de la revista se titulase “Libertad y cerebro”, ni extraña que en todos o casi todos los artículos que lo componen se encuentre alguna interesante referencia a los experimentos de Benjamin Libet.
Atención, porque nuestra supuesta libertad se halla en cuestión, ahora, precisamente ahora, cuando parecía más incuestionable que nunca.

El experimento de Benjamin Libet.

Usted sitúese frente a un reloj, a ser posible provisto de segundero. En cualquier momento –pero conserve en su memoria qué momento, es decir, la posición del segundero- usted debe de mover un dedo. Antes de moverlo, no faltaba más, Usted habrá decidido moverlo. Para usted la decisión es previa al acto de mover su dedo. Bien, pues esta es para Libet la impresión subjetiva de la acción, pero no es la verdad.
Extraños cables le tenían conectado al maquinucho del Señor Libet, a fin de compaginar su impresión subjetiva con otras objetivas, vamos, de observación científica. Y así, la máquina ha detectado la actividad eléctrica implicada en el movimiento de su dedo. Otra ha cartografiado el readiness potential de la corteza cerebral previo al movimiento voluntario.
En fin. Su percepción subjetiva es la que es. Pero el señor Libet le dirá lo siguiente: en efecto, el deseo de mover su dedo precede al movimiento en unas décimas de segundo. Pero su readiness potential le precede en cinco. Esto es, precede a su deseo. Esta extraña y previa fuerza, auténtica instigadora, y no usted en el ejercicio de su libertad estricta, es la causa del movimiento del dedo. Ya, uno se queda aplanado.
El propio Libet usó su experimento para demostrar la incompatibilidad de lo que llamamos libertad con el funcionamiento del cerebro. Al margen de la naturaleza de los maquinuchos utilizados, al margen de la interpretación, método y planteamiento del experimento, lo cierto es que Libet ha despertado enconadas posiciones un tanto periclitas a propósito del problema del libre albedrío. Hasta el propio Libet ha tenido tiempo para corregirse. Los artículos que componen este monográfico de Revista de Occidente, desde luego, tampoco han podido escapar, como gran parte de la neurociencia actual, al ensayo de Libet, son, en el fondo, plurales respuestas a su experimento.



El emérito de Fisiología Don Francisco J. Rubia, en el artículo que titula “El controvertido tema de la libertad”, señala que tales experimentos son poco determinantes, pero sí que han abierto un amplio campo de polémica; entre deterministas y no deterministas; incompatibilistas y compatibilistas. Estos últimos son los más acertadamente críticos con la tesis de Libet; Wegner, por caso, la resume con cierto laconismo: las causas de una acción y la sensación subjetiva de voluntad libre no coinciden en el tiempo, simplemente.
Desde luego, lo que sí queda claro, a decir del autor, es que los fenómenos exógenos a la propia actividad cerebral se alejan de los presupuestos científicos, Ya sea el alma, ya sea el tan usado “Yo”, triste homúnculo viviente en el cerebro. Es tesis descartada ya por la neurociencia. La libertad, faltaba más, sería otra de las quimeras.
Sin embargo, es curiosa la afirmación del profesor Rubia cuando señala que el experimento de Libet demuestra cómo el yo consciente antedata la impresión subjetiva convirtiéndola en causa de la actividad cerebral. Aunque no sea así, la impresión (me refiero a la falsa sensación subjetiva de iniciativa) es primada, como si el cerebro quisiese responsabilizar a algo así como el individuo, o el sujeto. Evidentemente la voluntad queda muy mal parada. Queda malparada la libertad y queda malparado nuestro dominio de la inteligencia, o los conceptos “persona”, “moral” o simplemente “delito”. Los pilares de nuestro mundo se conmueven y tambalean. ¿Responsabilizaremos a la materia de nuestros actos? Bueno, esta pregunta está hecha desde el extremo marginal de los acontecimientos, y a mala uva.

José Manuel Delgado García no parece prestar una especial atención a estos experimentos “libetianos”. No por nada, sino porque la propia estructura de la materia, su continuada renovación hace imprevisible el funcionamiento del cerebro. Es decir, ¿a qué materia vamos a responsabilizar si estamos, está en continua mudanza? Es precisamente el cerebro el que aporta la continuidad necesaria para la función motora, intelectual, sentimental del individuo, del sujeto, esto es, beneficia la subjetividad. Algo hace del cerebro una unidad Delgado García adelanta que bien podría tratarse de la actividad neuronal rítmica de los centros talámicos, por el que se agrupan y armonizan en breve tiempo todas las acciones o trabajos sectoriales del cerebro, dicho así, burdamente, como si se pasase un rápido escáner.
Si elegimos, dice el autor, es porque tenemos deseos contrapuestos. Llegados aquí, no es extraño que el autor cite al filósofo Zubiri y a su inteligencia sentiente: no elegimos desde la absoluta libertad, desde luego, sino desde cierta sentiscencia por la que estamos en el mundo y somos parte del mundo.
A fin de cuentas, el cerebro es igual al comportamiento –dice-. Gloriosa y resumida ecuación, y en efecto, habrá de serlo si consideramos que después de todo escribir un poema es un ejercicio del sistema neuromuscular. No puede, no debe haber una voluntad al margen y por encima de la materia, es obvio … pero ¿es este el problema de la libertad?

A lo mejor es que el cerebro en ese su ir haciéndose, va haciendo nuestra libertad, esto es “su” libertad. Terrible esto, porque tal vez en el ir haciéndose participan pues más cosas que la materia bruta y brutalmente física. Juan Vicente Sánchez Andrés, pone su atención en la teoría de los circuitos sinápticos, heredera de la doctrina de Cajal. Presta así su atención al mecanismo transmisor y receptor de los circuitos cerebrales, eludiendo el dique con el que se estrella la neurociencia, incapaz ya de abarcar una explicación del funcionamiento del cerebro desde sus componentes físicos elementales. La genética, la experiencia del –digamos- individuo, son ahora fundamentales a la hora de explicitar la actividad cerebral, y en consecuencia la capacidad de elegir.
Claro, enuncia también a Zubiri, porque el hombre se proyecta en diversas dimensiones, sea la social, la histórica por caso, inevitables, insoslayables, partes de su sustantividad, y sobre las que fundamenta su conducta. Menciona también a Goleman o Damasio, ya que el mundo emocional también cuenta, ¡y cómo cuenta! Los parámetros de la actividad cerebral se disparan, y si bien se puede esperar una determinación de la conducta, la predicción es poco menos que imposible. Es como si el ser humano hubiese labrado sus caminos de actuación a base de ahondar en esa red de circuitos sinápticos, como si en ellos pudiese residir ya su libertad o no.
No es extraño que Sánchez Andrés parta de la idea de cómo el propio Libet corrigió la lectura de sus primeros experimentos, pensando que el sujeto podría inhibir o vetar la ejecución de una acción de los circuitos cerebrales.

No sé si a esto lo llamaremos libertad o simplemente a priori de la moral, vamos, moralidad. Por eso, el catedrático de Psiquiatría Demetrio Barcia señala que el problema de la libertad, debiera abordarse desde fundamentos antropológicos. Parece que el “sentido moral” es algo innato en el hombre, como ya avanzara F.J. Gall, siempre en relación a la vida en manada. La neurofisiología apenas puede explicar la realidad humana, su comportamiento. Hay un elemento insoslayable, esa persistencia del sujeto, ese acontecer de la responsabilidad.
Que exista una conexión entre responsabilidad y función-estructura cerebral es indiscutible, muestra de ello son las distintas “amputaciones conductuales” producidas por lesiones en los lóbulos temporo-límbicos, lóbulos centrales y estructuras centroencefálicas. Pero la lesión, insiste Barcia apoyándose en las tesis de Jackson, Luria o Goldberg, implica un síntoma que no es una disfunción, sino una organización cerebral o vital en un nivel distinto o inferior.
Si en efecto, son los lóbulos frontales los encargados de recopilar la información de las restantes estructuras y de coordinarlas, habremos de suponer que existe una ejecutividad, un cerebro ejecutivo que es algo muy parecido a nuestra subjetividad. He ahí el origen de la responsabilidad.

Es posible que nuestro conocimiento sobre el cerebro haya avanzado muchísimo. Mas sigue siendo una incógnita. Seguimos sin conocer los microelementos que apoyan su funcionamiento y lo hacen posible. Vamos de bruces al concepto de materia que no es mas que un argumento metafísico, precisamente del que la neurociencia pretende huir. Pero así es, y nuestro cerebro se regenera en tanto persiste la impresión del yo, de la subjetividad, en tanto digo que estos recuerdos y deseos son los míos y en tanto decido con ellos y sobre ellos, o eso creo. Si nuestro cerebro actúa como un escáner unitario, si los circuitos sinápticos y las conexiones van labrando nuestra personalidad, si en algún sitio ha de residir la responsabilidad, habremos de concluir o bien que la subjetividad es necesaria o beneficiosa, que es inevitable, aunque sea falso, o bien que no existe otra posibilidad de organizarnos en la realidad, que es esta nuestra naturaleza, y si cambia, que habrá sido y que el cerebro nos adapta a nuevas situaciones, nos recrea. Si esto es Kant, pues bien venido. El hombre, o su cerebro, es demasiado, demasiado incluso para la ciencia más ambiciosa: intelige, pero también “siente”. Es individual, pero tiene una dimensión social, una dimensión histórica. Abarca la experiencia, y es filético. Sabida la herencia material, el carácter material del cerebro, la antropología es una salida airosa, pero no más allá de una explicación posible amparada en la observación y el contraste. La libertad siempre estará sometida a la presión de la determinación … ¿qué sería si no entonces? Baste decir que no hay dos cerebros iguales.

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