LA CASA VACÍA DE TEO SERNA.



LA CASA VACÍA de Teo Serna, nuevo poemario del escritor y artista manzanareño. Publicado en la editorial Alfonsípolis de Cuenca. Fue presentado en Manzanares el Miércoles pasado, día 18 de Febrero, por el también poeta manzanareño Cristóbal López de la Manzanara. Con videos de Jesús López Mozos y la voz lectora de Tomás Fernández Arroyo.





SOBRE LA CASA VACÍA.

La casa llena. El lugar.

La casa no está vacía, no. Está llena. Tiene una verja oxidada que la separa del mundo, del camino, del atardecer incluso. Tiene un sendero lleno de hojas. Un jardín con rosales. Una puerta que pese a estar cerrada se deja abrir. Un salón. Polvo, como todas las casas viejas. Una copa. Un jarrón con una flor seca también de porcelana. Un reloj. Una fotografía. Un espejo en la sala. Una vela. La carta desangrada de tinta azul. La ceniza en la chimenea. Una moneda oxidada. Un pequeño piano. El armario cerrado de los secretos. El gramófono. El diván … ¡Tantas cosas!
Y sin embargo, en el óxido de la verja se esconde una verdad, y en el sendero, las hojas son jeroglíficos viejos, muertos signos. Los rosales son rosales de otro tiempo. La puerta que se deja abrir guarda un aliento de antes. El salón huele “a alga seca, a paseo de carcoma, a plegaria de reloj”. En la copa quedó el recuerdo del agua, el residuo. La flor seca es fósil. En el reloj solo late la noche. Un quién vaga en la fotografía, un quién que no es sino resultado ocre del olvido. El espejo de la sala está muerto y la vela consumida. En la carta, recuerdo, deseo, instante, signos en el tiempo. La ceniza dejó fuego muerto. La moneda oxidada no tiene ni cara ni cruz. En el piano juega a ser Chopin un escarabajo en su soledad. El armario calla sus secretos “con la insistencia propia de la muerte”. El gramófono detenido es un impotente laberinto. En el diván queda la voz sin boca y la palabra ausente.
Las cosas de que la casa está llena son vaciedad. Remiten a otro tiempo, a otro lugar. La casa vacía es casi una heterotopía, una alteridad casi radical. Porque la plenitud de ellas no es de este tiempo, es decir, del tiempo que vive el poeta que es un melancólico atardecer de paseo. Las cosas, con ser, están sin embargo más allá, son lejanía. Y si bien las cosas y el poeta parecen compartir el espacio, en realidad el poeta se halla envuelto en un espacio otro, en un lugar otro. La alteridad obliga a pasado. Y las cosas así se convierten en huella de lo que fueron en realidad cuando el tiempo fue el suyo y el espacio fue el que fue. Son cosas-huella, cosas en negativo de las que el poeta no puede impregnarse; o mejor, puede impregnarse pero solo de ausencia. Y por eso, la casa plena está vacía.

Un Injerto: La experiencia de Rachel Whiteread: House.
Hogar victoriano, 193 Grove Road. Hogar impenetrable. Densa masa de hormigón que invierte el espacio: lo de dentro a fuera, como si fuese un relieve, un friso. Una barrera inhabitable. Antes que el espacio, sin duda es el lugar. Es esa una casa imposible, es una casa inhabitable. Sí, casa de otro tiempo, casa alterada radicalmente.
La de Teo Serna es, como la de Rachel Whiteread, saltadas las obvias diferencias que van de la poesía a la escultura, la misma experiencia. Solo que la de la escultura sí que es una experiencia espacial, puramente espacial, y más que espacial, local. El tiempo se queda a vista, desnudado en sus vísceras.
Teo Serna, el poeta, nuestro trascendental y a priori poeta, siente en esa espacialidad, que no hay espacio, sino lugar –o eso a mí me parece- y la pesadez del tiempo, por lo tanto, es la de un tiempo que no es breve; no se trata aquí de la fugitiva naturaleza del tiempo, sino de su enfermiza persistencia, una persistencia devaluada, decaída, parásita. Esa persistencia hace como el hormigón macizo de la escultura de Whiteread: ¡es impenetrable!

La casa vacía. El tiempo.

Todo remite a un pasado pletórico, que fue. ¿Que fue o que el poeta imagina que fue? Esto es a resultas del carácter curioso, peculiar y caprichoso de la huella.

Queda en el diván la huella de un cuerpo,
el negativo, el aire de un cuerpo
[XXVII]

Porque este poemario es ante todo un ejercicio de semiótica, de interpretación de huellas, un traer a la mente la plenitud supuesta de las cosas. Y ese traer es un embarcarse en el tiempo. La poesía pues, nace desde el tiempo. No, no se trata de la memoria. La memoria es un almacén de experiencias que acaso reinterpretamos. No, a lo sumo, la poesía es un viaje en el tiempo, en el que el viajero poeta es impulsado por el viento de los recuerdos y arriba al continente extraño, al continente otro; y esto es ya otra cosa.

Todo, entonces, es huella de lo otro. El óxido de la verja es “una cicatriz lenta del tiempo” [I], y esa es la verdad que esconde, la verdad: que todo se oxida. Y es la verdad -reveladora y brutal- de que parte el poeta cuando decide adentrarse en los ámbitos extraños de la vieja casa. “Mis dedos se manchan de ocre y de niebla” [I]; la mancha de óxido en sus manos es la marca iniciática de la ceniza, de las sombras, del polvo, de la huella, del continente por descubrir. Esa verja abre, en efecto, a un cúmulo de cosas oxidadas, a esa verdad abre. No hay constancia precisa de que las cosas hayan muerto, de que no sean, solo es que pasan a ser menos gloriosas, menos dignas de la funcionalidad para la cual nacieron. Pero esa vejez que permanece, esa disfuncionalidad, esa falta de presente es lo que les da poso poético, les da “fantasma”, les da “ultravida”; en fin, les da la posibilidad de la vida poética que es la más digna de las vidas.
Lo que ha hecho Teo con las cosas es lo que hizo Duchamp con su “Fuente”, algo muy similar: cambiarles el lugar, el lugar físico, la casa llena, por el lugar poético: La casa vacía.
Por eso, todas las cosas remiten a un pasado, ellas son testigos de aquel, cuando allí se vivía realmente: la experiencia poética, al final, siempre remite a la vida, aunque sea la otra. ¡Terrible paradoja!, la de la casa vacía.

La intersección espaciotemporal: hic et nunc.
Demostrativos, el adverbio aquí, otros deícticos. Porque todo este viaje es un ir señalando las cosas que fueron y son.
Sí el amor habitó, habitó aquí/ (… )/Y durmió con ella aquí [XXXIII].
Alguien comió aquí, pensaba que el verano incendiaba el campo [XXX].
El tiempo era circular aquí: rozaba la esfera de porcelana [XXVIII].
Mientras, esta luz susurra otras tardes [XX].
Toco la ceniza fría: aquí estuvo en fuego [XV].
Alguien escribió esta carta [XIV].
La luz consumió esta vela, su espacio vertical [XIII].
¿Quién sonrió en esta fotografía? [XI]. Y de esta vamos impulsados por el viento del recuerdo hacia la casa llena, al aquella: ¿A quién amó, a quién besó aquella tarde?
La noche late en este reloj con desesperanza/de planeta muerto [X].
Y nos dice que aquí hubo unas manos, una pureza/ y una mirada [IX].

Y los indefinidos, los interrogativos, los pronombres, borran, difuminan aún más la huella del pasado; lo enajenan, lo despersonalizan y, curioso, lo dramatizan. Porque la despersonalización del presente es el drama del pasado. Y es este sin duda el gran drama.

Sea [VIII]:
En esta copa queda el recuerdo del agua hecho círculo.
De esta copa huyó el agua evaporada
(…)
Aquí quedó el residuo, la cal, el alma,
(…)
Aquí queda, epicéntrica, la promesa de la sed
en la redoma blanca de este hueco
que añora el labio
(…)
El drama en la añoranza de labio. Un labio singular otrora vivo y sediento. Ahora hueco, residuo y alma del que ha huido la vida, el agua. Y todo, todo lo que ya no es, está aquí, aquí. Recuerdo, evaporación, residuo, promesa, hueco, añoranza… todo formas negativas, categorías de no presencia, de incompletud. Es lo cuanto hay aquí y ahora.
Y entonces, el poeta, el yo “experiencial”, se torna intermediario, bisagra de dos mundos paralelos, distantes, apenas conexos. El mundo del fue y el mundo del aquí y ahora. No hay poema más revelador acaso que [XLVI]:

Si rozo una cosa, mi mano estremece
otra mano en alguna parte:
(…)
Si rozo una cosa (un mantel, por ejemplo,
o una cuchara, o el óxido extremo
de una pluma)
otra mano reclama mi calor en la distancia evaporada
que resume a los muertos.
Queda la huella de mi mano
junto a esta huella desgajada de otra mano,
esperando, como un pájaro aterido,
la posible mano que vendrá a rozar
lo que he rozado.
El poeta es el mudo testigo del hilvanado del mundo. Un mundo de espejos reduplicados, casi infinitos, redivivos por el último calor que los acaricia. ¿O son mundos, mundos distintos además de distantes? Por eso, aunque no quisiéramos, aparece la muerte; porque el mundo frío que roza con su piel el poeta, es metáfora y símil del poeta frío que alguna vez será rozado por la mano cálida que venga.
No es extraño, pues, que el poeta se “experiencie” a sí mismo como un ser-no ser en el doblez de la luna rota de un armario, “hombre que mira y animal callado” [XXXV]. Que se propague por los mundos al escribir sobre el polvo, huella, que es letra impresa en la huella: “soy como Cristo/escribiendo en la arena olvidada del tiempo” [XLIV]. El poeta está, en el trance poético, a medio camino entre la casa llena y la casa vacía: ¡Extrema metáfora, después de todo, de lo que es este libro! Y toda creación artística: un medio camino entre la realidad y lo realizado.
Y de ahí, la importancia de silencios, de espacios vacíos, de huellas, sombras … Son los huecos, las bocas por donde entran los poetas, las almas sensibles; por donde el presente entra en el pasado.

Partes.

Grosso modo, pueden distinguirse distintas partes en el poemario. Pudieran ser aleatorias, pero inciden sobre distintas metodologías, esto es, distintas relaciones de las cosas entre sí y del poeta con las cosas. Son las fases por las que ha de pasar todo viaje iniciático. Y digo metodologías porque el poeta hace ciencia, ciencia de lo ausente. No está demás; la ciencia sólo puede hacerse desde lo ausente.
Hay una física de las cosas, en los poemas que van de I a XXVIII. Se trata de una ontología, de ir a la cosa singular como metáfora de tiempo, paso, olvido, decadencia, recuerdo. Luego ciertas acciones (especialmente desde XVII, cuando “el banquete del silencio está servido”) irrumpen en las cosas, sobre las cosas. El momento culminante de este proceso es en XXVIII y sucesivos: fuerzas, potencias actúan sobre las cosas, vienen de lejos, de fuera y ejercen sobre ellas, las cosas, poderosas causas: el mar, el sol, el tiempo, alguien. Y desde XXXI, se evidencia algo que también se nos había adelantado: todo se torna experiencia del poeta; es ya una distancia científica la que media entre las cosas y él, una distancia que la sensibilidad y la poesía habrán de salvar. Irrumpe pues el yo, y Teo es ya capaz de, incluso, dialogar con aquel mundo, el otro, el alter con toda la familiaridad que da el arribaje.

Una teoría de la Ciencia.
Ni lo gótico, ni la memoria. Porque ni hay presencia real y física fuera de la intuición y de la sensibilidad del poeta. Porque nada hay en la mente del poeta que sea experiencia vivida. ¿De qué se trata pues? A lo sumo, de una estética trascendental, de una fría e ilustrada teoría de la experiencia. La estética trascendental kantiana que proclama la imposibilidad de vivir la experiencia más allá del espacio y del tiempo, los a priori de nuestra sensibilidad. Lo que viene después no son sino ejercicios del entendimiento, terribles exposiciones de sus categorías, entre ellas, la de causa, todo cuanto aquí llena, proclama su causa, una causa que retrae al vacío, que lleva a lo que fue; todo remonta y todo vuelve, y cuanto hay aquí, en su naturaleza periclita y gastada, es un allí que ya no es. “Quiero caminar hacia el silencio” -dice en [I]-. La poesía, pues, es como mucho, un ejercicio de experimentación poética. Una predisposición al newtonismo ficticio, un galileísmo de la palabra, un descubrir las causas, las leyes, pero causas y leyes del sentir pasado, del vivir pasado, del sentir de otros en el pasado, del vivir de otros en el pasado. Triste sino, porque “¡Hay tanto misterio en esta caída!” [L], es decir, en la caída del tiempo. A lo sumo, el poeta es médium. Medio transmisor entre lo que hubo, lo que allí hubo, y el lector. En esta actitud de intermediario, es normal que el lenguaje sea mínimo y la sintaxis, despojada …

La sintaxis del despojamiento.
Hay un lenguaje mínimo. Alguna vez dijo Teo Serna que su labor era la de despojar, desprender, purificar. En fin, ir a la esencia. Por eso puede decirse que el lenguaje es mínimo, un minimalismo, que no mínima comunicación. Es claro el lenguaje, es preciso; alejado de toda oscuridad y retorcimiento, brama a veces con la claridad expresiva de los enunciados científicos. Otras, los verbos, retorcimientos de actividad en el lenguaje, son suprimidos, para que las cosas floten en su sustancia: “La puerta cerrada”; “La flor seca en el jarrón de porcelana …” Y cuando aparecen, son rotundos, sin salvedad ni medias caras, francos, directos en la expresión de su acción: “Alguien escribió esta carta”; “Subo despacio la escalera” … exteriorizando su carácter personal, su carácter temporal, su referencia. Reiteraciones y repeticiones, anáforas con pretensión de claridad. Comas. Puntos: precisión. Algún hipérbaton es apenas un niño juguetón, no más, las descolocaciones son colocaciones del interés del poeta, premisas de su sensación, preferencias.
Corolarios de la claridad, a veces, los últimos versos cierran como moraleja; como conclusión circuncidada; es así en X, o en XXIII.


El capricho de los astros.
Y así como empezó todo, todo termina, si bien el poeta, en su experiencia, ya no volverá a ser el mismo. Atrás queda la casa vacía, ahora realmente vacía: “Sé que ya no están las manos que las usaron, /que los ojos que las vieron son ya ojos de la tierra/ (…)/ Sé que ya las voces son latidos mudos/ (…)” Pero abierta, terriblemente abierta a la esperanza de esos mundos hilvanados: “Sé que están aquí. Nada se pierde” [XLIX]. Y el poeta vuelve sabio, con la reveladora verdad de la termodinámica bajo su brazo. Tras de él, capricho del tiempo que nos llena de experiencia y recuerdos, se cierra de nuevo la puerta, se vuelve al sendero de las hojas secas, “la verja gira y dibuja un estertor en el silencio”. Y así, al cerrar aquella verja oxidada, se guarda la casa vacía en la caída última de la tarde. Muere la luz, las sombras se expanden. Se cierra el ciclo con el poeta de regreso y con una experiencia que no es tal en el bolsillo. [L]

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