LA GEOGRAFÍA SENTIMENTAL DE PAUL AUSTER








¿Le ocurre a Auster con Nueva York lo que a Azorín con Castilla? No se alarme nadie. La comparación es burda, y más que intencionada es malintencionada. Pero sí, en general y en abstracto, Auster podría tomarse como ejemplo paradigmático de un 98 norteamericano. La Geografía sentimental es una fatalidad, un sino, una necesidad. Al menos una fatalidad de la narrativa de Auster, un sino de su escritura, una necesidad del autor.


Descuellan, eso sí, como sublimes recreaciones de ambiente, La trilogía en Nueva York y Brooklyn Follies. No menos es El Palacio de la Luna, o la reciente Sunset Park. Pero es que casi toda obra de Auster es un canto, una alabanza al territorio en el que reposa la vieja y la nueva historia de Estados Unidos. Leviatán, Mr. Vértigo o el mismísimo El Palacio de la Luna, son libros de viaje, algunos de ellos viajes iniciáticos, encubiertos movimientos que van descubriendo la geografía, ya inhóspita, ya enigmática, del mito americano.
Y así es, ¿cuántas veces no vuelve la vieja historia de la América indígena? ¿Cuántos paseos, viajes intentan ser reencuentro del protagonista, consigo mismo, con su pasado? El oeste, los parques, las calles y avenidas, los barrios, la “river side”.
De esos espacios, a veces recreados con un extraño amor, el extraño amor de quien los ha vivido, va conformando el oxígeno, no solo del personaje, sino también de la historia. La trilogía que sucede en Nueva York es una amalgama interconectada de historias que difícilmente podría acontecer en otro lugar. Es el propio Nueva York el que hila las historias y no la mera coincidencia de algún personaje en ellas. Es el ambiente un tanto ácido y deshumanizado de la gran ciudad el que respiramos, pero al tiempo gozamos del amor de la gran ciudad, saboreamos el pecado con un bocado de su sabrosa fruta, tal vez de las gentes, las anónimas gentes que hacen lo mismo, reiteradamente, fantasmalmente, distantemente, en la cercana, muy cercana lejanía.
La trilogía tiene demasiado de jungla en la que los personajes juegan al laberinto. En un determinado momento de sus historias, el enigma de los personajes está registrado en los trazos de los paseos sobre un plano. O la vida se desarrolla como una extraña observación del mundo entorno a través de la ventana, desde el refugio del apartamento o la habitación en donde, casi siempre, el cuerpo y la mente se descansan del alma urbana, cuando no reposa el pasado, el más desconocido de los pasados. En las calles, en las casas, entre las gentes, tal vez anda parte de nuestra biografía, y las vidas se cruzan como finos hilos de nylon que a veces son trampas mortales. Es el nuevo hado del contemporáneo mundo. Contemporáneo mundo en el que Nueva York es la gran manzana, no hay duda. ¿Qué mejor manera para expresarlo que los títulos de la propia trilogía?: "Ciudad de Cristal", "Fantasmas", "La habitación cerrada".


Brooklyn Follies, como me dijo Juan Miguel, “es una novelita, bien, curiosa, entretenida, nada extraordinario”. Sí, es curiosa, entretenida. Un curioso y entretenido retrato del barrio, “descorazón despalpitante” de la grandísima urbe. Sede de románticos y vencidos, sede de viejos vecinos, que por viejos ya son algo distinto del ciudadano anónimo del trilógico Nueva York. Nathan Glass renace en Brooklyn. No es extraña la fascinación de este personaje por las curiosidades paradójicas de la vida, lo que le lleva a escribir “El libro de las locuras de los hombres”, la alter historia de Brooklyn Follies. Las casas, los restaurantes, las bibliotecas, son el perfecto universo del Brooklyn austeriano. Frente a la trilogía, la humanidad, extraña humanidad, supura por estos personajes. Y si la trilogía es un enredo por donde la muerte asoma, Brooklyn rebosa vida y optimismo, pese a sus alocadas vicisitudes.
Lo que ocurre con estas dos obras de Auster, es que recrean ambientes, unos ambientes sentimentales, y cuyo sentimiento descansa en el estrecho vínculo que ata a los personajes con el espacio, un espacio casi desprovisto de historia. Ya sea Nueva York, ya sea el rincón de Brooklyn.
Otra cosa es el sueño americano que se desviste en los grandes y largos viajes. Pero esta es ya otra historia de la que alguna vez trataremos.
Por eso decíamos, malévolamente –cómo me gusta abusar de los adverbios terminados en “mente” una vez que supe de la antipatía que hacia ellos guardaba García Márquez- que hay algo de azorinesco en muchas de las obras de Auster, y es que, en efecto, los personajes no funcionarían las más de las veces sin el espacio que los envuelve, sin el ambiente del que respiran. Que el verdadero protagonista sea, tal vez, ese espacio, esa geografía. Un espacio envolvente que no requiere de grandes descripciones, no, todo lo contrario, breves, concisas y escuetas, soslayadas las más veces, insinuadas. Se las siente porque son objeto del amor, a veces del odio del propio Auster, quien las vive y ha vivido, a través de los personajes. Adivino a nuestro escritor, esta idea de progreso en la narrativa del americano, descubriendo cada día personajes, sintiéndolos en el sentir del lugar que pasea. Pero creo que este sentir tiene más de ensoñación -y vuelve mi malicia- es la ensoñación de un romántico que ve en Brooklyn, en Nueva York, lo que quiere ver; un extraño halo de “schopenhauerismo” y desidia finisecular recorre estos ambientes, como le pasaba a la literatura de Antonio Ruiz. Más que un sentir, es un modo de sentir. El modo personal de sentir de Paul Auster. Este sea acaso uno de los grandes secretos de la literatura austeriana.

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