TERENCI MOIX. La decadencia del absoluto.



El amargo don de la belleza.



Novela de Terenci Moix.
Ganadora del Premio de Novela Fernando Lara 1996.

Hace ya 15 años. Uno se pregunta ¿Y qué queda de aquella literatura? ¿Qué es de aquellas palabras y sensibilidades que un día arañaron en la pátina de nuestro tedio? ¿Son literatura? ¿Son historia? ¿Son historia de la literatura? ¿Humo o escarcha?
La verdad es que 15 años no son nada. Además, parece que nos preocupase más el nombre, esto es el autor, que la obra propiamente dicha. El autor de esta novela es Terenci Moix, hombre popular, reconocido, y sin duda, buen escritor. ¿Pero cabría considerarlo parte de esa nave extraña en que navegan los que son y serán clásicos de la literatura en castellano, o de la literatura española? Porque a fin de cuentas Terenci también tuvo mucho, demasiado de coyuntural, de circunstancial, de hombre del momento.
Entonces, 15 años se vuelven muchos años cuando falta él, la sensibilidad primigenia de la novela, Terenci Moix. La valoración que se haga de una novela en esta tesitura, es una valoración coyuntural que pende de la nada. Y eso es cuanto vamos a hacer, colgarnos de la nada y balancearnos, que es también la forma aproximada de no valorar. Una buena propuesta ésta la de columpiarse para mucha crítica literaria actual, que bizquea con un ojo puesto en el mercado, y el otro en el autor.


La maldición de la amarga decadencia.


En efecto, un halo de decadencia envuelve este entramado de historia y ficción. Es la decadencia de Egipto la que respiran todos sus personajes, y hasta el Nilo mismo, los dioses y las palabras y sentimientos que puedan cruzarse entre aquellos. No es solo que un espléndido ideal se vaya deshaciendo como el tiempo en un reloj de arena, el precioso ideal del nuevo credo de Atón. No, es que desde un inicio, la decadencia está presente como una forma de redención. Atención a una de las primeras reflexiones de nuestro protagonista, Keftén, cuando ha tenido la oportunidad de contrastar la primera escultura monumental del periodo “atónida” con la del antecesor y padre, la de Amenofis III: “Al compararlo con las grotescas estatuas de su hijo Akenatón volví a pensar que algo muy importante había ocurrido en la mentalidad de los artistas egipcios, y que ya nada podría ser igual que antes”.
Nada, nada será ya igual que antes. Es la decadencia. Pero tal decaimiento está presente no solo en los grandes imperios, está presente también en las personas. Es la vida misma.
Claro que vamos descubriendo que esa decadencia es redentora. Por supuesto. Redime de cuanto no es belleza, de cuanto no es perfecto ideal, perfecto amor. Perfecto. Toda esta novela es un perverso juego por el que Terenci pretende redimirnos, un Terenci indiscutiblemente enamorado de Egipto, y de sí mismo, que nos arrastra a las tierras insólitas y a los tiempos insólitos del mundo antiguo, del periodo amárnico, con el firme objeto de comunicarnos sus emociones; emociones decadentes sin duda, pues nos desbrozan de contemporaneidad, de materia, de función, tal vez incluso de progreso.
Pero la realidad nos guarda sorpresas. Este cretense Keftén, de melena oscura y rizada, que sabe que las cosas no volverán a ser iguales, tendrá oportunidad, después de muchos años, de volver a contemplar al amigo de la infancia, el ahora soberano Akenatón:
“… me mostró una imagen muy distinta de la que había mandado reproducir a los primeros artistas de su revolución. Sus rasgos eran finísimos, su piel blanca, sus ojos hundidos en una expresión de extrema abulia. Pero en un detalle no habían mentido los artistas: sus labios eran gruesos y carnosos, tan pronunciados y agresivos que, más que a un místico, parecían corresponder a un hombre extremadamente sensual”. La realidad muestra, sobre la estética áulica, un asomo de la belleza redimida. En la carne real, en lo sensual, trasciende lo bello. Más allá de esa trascendencia, todo es decadencia. Y así, lo místico se arrima a la decadencia, y la carne se hace manifestación grandilocuente de la belleza.
Lo que le pasa a la novela de Terenci es que pretende “remembrar” la belleza desmembrada, la belleza que el tiempo ha querido llevarse falsamente tras de la decadencia. No hay mayor decadencia, ni más delicado objeto de reflexiones y sensibilidad que el periodo de Tell-el- Amarna del Imperio Nuevo del viejo Egipto. Tiene el halo de misterio y el halo de belleza pertinente que los sucesos, los hechos y la ciencia no han podido desvelar; les falta la carne, la sensualidad. En esa indeterminación fundamenta Moix las posibilidades de su novela, cualquier recreación de la belleza, de un amor que fue y no fue, cualquier manifestación de sus emociones. “Remembración” es reencarnación. Eso pretende ser la novela, una reencarnación en la decadencia, un ejercicio de fugacidad.

Teoría de la belleza.


La belleza está obligada, entonces, a tener una carne precisa, una realidad presente. Es Nefertiti la realidad, la carne, de quien Keftén está enamorado y acaba perdidamente enamorado. A Keftén, el cretense, no le basta la capacidad de crear belleza con sus pinceles (él es pintor, sus servicios han sido demandados por la pareja real para embellecer la nueva ciudad de Atón). No es la creación lo que busca el protagonista, la creación de la belleza, se entiende. En una lectura cuasi-platónica, el amor del cretense es ansia de engendrar en la belleza. Ansia del cuerpo amado, de fundirse en ese cuerpo, de desaparecer en él. Pero la belleza, ese amargo don está tocada de la finitud. Dice Nefertiti a Keftén, diálogo que es el través de la trama, la justificación y la filosofía que mueve la novela en su decadente pesimismo:“… los astros han decretado desde antiguo que tuvieses tú razón cuando hablabas de la fugacidad de la belleza. Es cierto que debe de ser el más amargo de los dones porque conlleva la semilla de su propia destrucción y su ausencia mortifica más que ninguna. Acatemos este fatal decreto y que Dios nos ayude a soportar el momento en que debamos enfrentarnos al final”.
Es verdad. Y este que sigue era el diálogo que en mejores circunstancias, antes de presentir la soberana decadencia, mantenían Keftén y Nefertiti:
- Es imposible la destrucción donde reina la belleza –era la creencia de Nefertiti-.
- Por el contrario –contesta Keftén-: es inevitable, ninguna belleza sobrevive después de alcanzar el esplendor.
- ¡Y lo dices tú que estás habituado a crearla!
- Por lo mismo soy capaz de destruirla. Así ocurrió siempre en el pasado. Yo lo sé muy bien porque llego de una tierra cuya incomparable belleza fue destruida en otro tiempo por un gigantesco cataclismo.
- ¿Y eso qué relación guarda con la Ciudad del Sol? ¿Qué cataclismo puede acabar con un mundo tan perfecto? – pregunta ingenuamente Nefertiti y prosigue- Cuando nuestra ciudad esté terminada, su esplendor se proyectará sobre todas las naciones de la tierra para toda la eternidad.
- ¡La eternidad! Los egipcios tenéis demasiada confianza en esta creencia; …
Y se confirma entonces que es la eternidad el humo que nos imposibilita el disfrute del don que se torna amargo.
Nefertiti ha puesto sus ojos en lo eterno. Allá no hay carne. Keftén por contra pone los suyos en la carne, cultura sensual y vital –según Terenci- la suya, la cretense. Keftén es consciente de la decadencia y su drama consiste en no poder gozar de ese amor, y en consecuencia de la vida. Nefertiti tendrá que hacerse idea de la decadencia, y ese será el drama de su vida, la toma de conciencia de la desaparición del mundo en el que fundamentó la eternidad.
Nefertiti, encarnación de la belleza es al tiempo y paradójicamente, la renuencia a la belleza. Su voluntad es firme, a pesar de todo, necesita entregarse a la eternidad, aunque esta sea ficticia. Nadie la verá derrotada, y nadie podrá profanar su tumba –confiesa al final cuando anuncie su muerte-. Keftén verá este empeño como un querer sepultar la belleza en la nada absoluta, un encerrar el amor en el vientre de una montaña desconocida.
Entonces, proféticamente, Nefertiti anima a Keftén: “Cuenta que existió la Ciudad del Sol y de este modo, me habrás rendido un servicio más fuerte que el amor y aún más útil que la vida”. Entra en juego aquí la pluma del Keftén-Terenci, y El amargo don de la belleza transmuta de escrito, en manifestación de la decadencia. La novela es la manifestación de un esplendor vivido y no consumado en el momento posterior a su clímax, el momento del deslumbramiento por Egipto y por la Antigüedad.


Narraciones de un mendigo.

Igual que la pintura de Keftén es una pintura de la gracia que reside en las cosas reales, fuera del uso de los formalismos ideales de la eternidad, la literatura de Moix es una presencia, a medio camino de la absoluta eternidad y de la realidad abstrusa. La literatura de Moix es un quedarse en la belleza frugal, en la belleza del momento, en su presentación pasmosa, previa a la decadencia. Es un novelar el sentir de ese momento culminante. Y esto es fundamental porque la “novelación” del sentir es, sin duda, el uso y abuso de la belleza siempre bajo la sombra del amargo don.
No extrañe entonces que Keftén-Terenci quiera ser, como se nos narra en las primeras líneas, el mendigo que cuenta historias a la puerta de los templos; a lo sumo un buen narrador de las historias que otros contaron mucho antes, tiempo entonces, que no es sino sueño que los mendigos narran. La mendicidad, el sueño, el narrar, labores todas decadentes, nos dejan esta novela. Pero lo importante ahora no es saber qué dejan, sino cómo lo dejan, interesa ahora cómo se ha de escribir, o describir, el amargo don de la belleza.

Hacer inseparables la lírica y el sentimiento.
Sí, hasta trasformar ambas en un símbolo, o en un rico cúmulo de simbolismos. Que hacen al cuerpo tumba, al alma noche, al hombre soledad.
“A partir de aquella noche, la soledad del amor insatisfecho se convirtió en mi forma de vida. El enamorado y el ser humano formaron un mismo pelele, un pobre loco envidioso de aquellos que nunca sintieron amor, celoso de las bestias que son invulnerables al sentimiento. Así avancé como un sonámbulo, tragándome mi propio llanto, comiéndome los gemidos, vomitando pedazos enteros de mi alma desecha. El cuerpo se convirtió en un abismo inmenso, la gran noche del tedio cayó sobre el vasto desierto del alma y tuve que asumir la soledad por el solo, lamentable hecho de ser humano …”
Esa soledad, nos dice Keftén, se llama Nefertiti, es decir, no tenerla, estar separado, al margen de la belleza. La desesperación se cobra pasajes líricos. No hay más. La lírica se torna simbólica. El simbolismo acaba en lo mismo, en la decadencia, en la belleza o en su lejanía.
Cuando Keftén aún persevera en su arte, en la ya abandonada y decadente Ciudad del Sol, tiene que confesar: “Así continué embadurnando las paredes, día tras día, noche tras noche, sin apenas pausas … Y era tal mi descuido que me fue creciendo la barba, y así parecía que llevaba luto por todos los muertos de la Ciudad del Sol, cuando en realidad sólo lo llevaba por la belleza de los recuerdos”. Terenci persevera en su obra decadente, su lírica se torna símbolo, símbolo de la belleza soñada, luto por todos los muertos de la ciudad del Amarna.
Smenkaré, otro sacrificio humano a la belleza, lo confiesa amargamente: “No te lo tomes como una indiscreción. A un angustiado se le intenta consolar como se puede, y nada hay mejor que nuestra propia historia porque suele ser espejo de las de otros”. Entonces, ya no sabemos bien en qué espejo estaremos mirándonos, si en el espejo del mendigo que narra a las puertas de los templos, o si en el espejo que baña de angustia a casi todos los personajes de esta novela, asolados realmente por la soledad, condena terrible que envía como una maldición la decadencia tras del clímax.
Ese clímax es, una vez más, una efervescencia del sentir que no puede corresponderse. El amor que Bercos siente por su padre, Keften, que es la indiscreción a que se refería Smenkaré, el joven amante de Akenatón. Hay amores en la decadencia, amores decadentes. Bercos desea el cuerpo de su padre, desea la carne, el amor climácico. Ese amor, monstruoso a nuestros ojos, y al que Keftén no accederá, al menos en tanto el paréntesis temporal que muestra su narración, es sepultado en una lapidaria reflexión que es al tiempo sentimental, lírica y simbólica: “He aquí otro pobre niño que había crecido demasiado de prisa. Sin duda habría también en su vida un lago de aguas doradas cuyos destellos se negaban a abandonar su mente. En el fondo de aquellas aguas que, durante un tiempo, solo le pertenecieron a él quedaban sepultadas para siempre ciudades imaginarias con cientos de edificios que representaban otros tantos sueños perdidos”.
Esta es la forma en que Terenci va labrando la decadencia. No es entrar en el sentimiento, ni siquiera en la psicología. No, lo que interesa es configurar el símbolo a base de sentimientos y los sentimientos, en esta narrativa de lo decadente, están inextricablemente unidos al lenguaje de tendencia poética, abierto a la lírica.
¿Sólo a la lírica?

Ironía.
No, no sólo a la lírica. De ser así un halo desesperanzado recorrería toda la novela; esto no acontece. No, porque la decadencia es un don, amargo, cierto, pero el don que la hace, precisamente bella. Y la ironía es un amargor alegre que inunda también estas páginas. De hecho, Keftén es la pura ironía impuesta en Egipto como una alteridad. El punto jocoso de su pelambrera y de sus rizos pone la nota en un país de pelucas, de calvos y depilados. Su pintura pone una nota de frescor en los hogares de los muertos. Su vida es una singularidad que oxigena a veces los corazones entumecidos de los egipcios y los sexos aburridos de las egipcias.
La ironía muerde también sobre cuanto pueda hacer fracasar el clímax de lo bello, muerde directamente sobre la trascendencia, sobre lo espiritual e infinito: “Pero como todo se hacía en nombre de Atón y su paz universal, nadie tuvo ocasión de protestar e incluso los maridos engañados tuvieron a gala hacer ostentación de sus cuernos porque al fin y al cabo se los había mandado Dios”. Así es la entrega al ideal absoluto, a la supuesta belleza inconmovible de lo espiritual, como la auto-entrega de las mujeres egipcias a los visitantes extranjeros durante la paz de Atón. Ridiculización, pues, de esos valores intangibles, de cuantos ponen barreras a la carne, y de los que la carne toma justa y graciosa venganza.
Aunque a veces pueda esgrimirse con saña. Cuando el siervo Cantú deja caer la insinuación a Keftén de que Bercos, su hijo, anda un tanto desmazalado de ánimo y de interés en su formación, pues está absorbido por el amor carnal que profesa a su padre, que además, el propio Cantú considera consumado, lo dice con palabras tan altisonoras como las que siguen: “Con todo esto quiero significar, y cumplo tus deseos de ser breve, que lo único importante es que el joven amo no confunda la escritura sagrada y que cuando tenga que escribir el signo de la cerveza no ponga el del brazo extendido y cuando escriba “Atón es justo” no quede, para el que lo lea, “Me cago en Dios”.

Sea este el punto y final del sentir de Moix en el Egipto de Atón, y más acá, porque toda la novela transmuta en una diatriba contra los valores absolutos, siendo un canto de exaltación a la carne adorable, es decir, a la verdadera belleza con su amargo don.

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