RATZINGER. Los fundamentos.




JESÚS DE NAZARET. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Joseph Ratzinger.

Este es uno más de los tres libros que Joseph Ratzinger dedicará a la vida de Jesús, uno más. Es decir, un libro más sobre la vida de Jesús de Nazaret. Es como si la figura y presencia de este hombre se perpetuase por los innumerables espejos de la historia. De hecho, la trilogía papal sobre su figura no es sino eso, la necesidad de esa multiplicación en las fugas de su divinidad, humanidad y anonimato.
En esta fuga, la que se enmarca entre la entrada en Jerusalén y la resurrección, Ratzinger pretende ir a Jesús a través de los Evangelios, para llegar al hombre histórico. El hombre histórico que no puede ser otro que el de los hechos esenciales y el de las palabras sustanciales. El libro da pie, por lo tanto, no al hombre que se llamó Jesús y vivió en Nazaret, sino al hombre que abrió a Dios; o a Dios mismo.
Cuando se ha seguido el discurso que el Papa dirigió a los profesores universitarios con motivo del JMJ en la basílica del Escorial el pasado 19 de Agosto, uno puede sentir latiendo bajo este libro, bajo aquel discurso, algunas ideas sustanciales que acaso reporten lo más granado de su visión del mundo, una visión del mundo abierta a las circusntancias de nuestro absoluto presente y a sus problemas candentes, que serán los que en cierto modo definan el mañana. En este sentido es el amor, la fe, la que compromete a los hechos, y son los acontecimientos de la realidad los que nos llevan, nos dan, nos ofertan el sentido. Ese sentido que es el tener sentido nuestras vidas. Crítica precisa esta de una mentalidad que cree poner orden en el caos, que estima la ignorancia como desconocimiento de la realidad, una sociedad que no atiende por lo tanto ni al sentir, ni al amor, ni a la fe, que están ahí y que son parte insoslayable de nuestra naturaleza. De ahí que, como dijo el Papa, no pueda darse una razón, un conocimiento, sin amor, sin sed de verdad, y que esa sed es una suerte de sentir, de fe, de esperanza en algo, ese algo que realmente nos mueve y nos hace mejores.

Por ello vamos a destacar algunos de los valores singulares y profundos que se dan en la obra de Benedicto XVI sobre la figura histórica de Cristo.

Primero, aceptar que estamos ante una nueva historia, esto es, una obra que pretende ser nueva exégesis y hermenéutica. Puesto que aquí se nos propone que la interpretación de las escrituras ha de hacerse desde la fe, no en un sentido tradicional, esto es, buscando a partir de la la certificación positiva de los acontecimientos en un tiempo y lugar; no, mas bien dando un paso más allá. Este paso rigoroso consiste en emprender nuestro viaje no desde la racionalidad, sino desde el sentir, el sentir en este caso de una fe inconmovible que busca la realización del hecho. Y este es el método empleado para la introspección en la vida de Jesús de Nazaret. “ … es importante para nosotros –dice Ratzinger- determinar si las convicciones de fondo de la fe son históricamente posibles y creíbles, incluso frente a la seriedad de los actuales conocimientos exegéticos.” (p. 127)
De manera que nos encontramos ante el intento de reconstruir la figura divina y divinizante de Cristo sin eximir la historicidad real. La figura de Cristo que es en todo caso una figura de trasposición metahistórica, sobredimensional, que anida en nuestro corazón; y esto es lo primario y fundamental.
Yo creo que esta sobredimensión de la fe en que se ampara el método del Papa Ratzinger, es un sentido incardinado e inevitable de la naturaleza humana. “Sentido” en su rotunda acepción: la de sentir-algo-sentirse-en-algo. En este caso sentir la gran verdad de Cristo en uno mismo como la verdad de la vida, en tanto que en ese sentir reposa la verdad misma. Por eso, ir a la historia, es algo subsecuente, no primario, pero inevitable, porque ese hecho propone nuestro sentir. Es la historia entonces la que se desvela.
La historia, curiosamente, que es la transmisión por tradición y escritura de las palabras de Cristo, ese Cristo Jesús con el que conformamos nuestra fe, la fe, el sentido. En consecuencia el cuerpo real que adquiere el sentido-que-se-siente. Dice Ratzinger: “… partimos del presupuesto de que la transmisión de las palabras de Jesús no existe sin su recepción por parte de la Iglesia naciente, que se sabía rigurosamente comprometida en la fidelidad en lo esencial, pero que también era consciente de que el ámbito de resonancia de las palabras de Jesús, con sus correspondientes alusiones sutiles a textos de la Escritura, permitía algún retoque en los matices …”
Por eso, las palabras de Cristo, la interpretación de las palabras de Cristo, los hechos en la vida de Cristo interpretados a la luz de la palabra, los textos veterotestamentarios interpretados a la luz de los nuevos hechos y de la palabra de Cristo, todo ello, es un cosmos moviente, hermenéutico, en el que las virtudes sentidas, el sentido de la fe va poniendo orden, va poniendo –reiteremos- sentido.
Tomemos como ejemplo, esta incidencia de los hechos y palabras de Jesús de Nazaret sobre el Antiguo testamento. Toda una serie de conexiones hilvanan las viejas escrituras a la vida de Jesús, y en consecuencia a la nueva palabra, al Nuevo Testamento. Se conforma así toda una corriente espiritual de la que se alimenta la fe. Los evangelios, por caso, están impregnados de “alusiones y citas del Antiguo Testamento: la Palabra de Dios y el acontecimiento se compenetran mutuamente. Los hechos, por decirlo así, están repletos de palabra, de sentido; y también viceversa, lo que hasta ahora había sido solo palabra –a veces palabra incomprensible- se hace realidad, y sólo así se abre a la comprensión” (p. 237).
A la luz de Cristo lo viejo cobra nuevo sentido. Y Cristo es sentido como lo nuevo. Es en la figura de Cristo en la que se abre lo anterior, lo posterior y nuestro sentir actual. Ese es pues el sentido: Cristo.

No vamos a negar que hay en toda este pensamiento un peso sesgado del “acontecimiento” heideggeriano. Algo de Heidegger, un Heidegger vivificado en el sentido religioso, supura en estas apreciaciones del Papa Benedicto. Acontece la realidad, lo oculto se desvela como un acontecer que ofrece el ser y que obliga a estar atento a esa oferta que nos ofrece la realidad, el acontecimiento mismo. Solo que Cristo es la realidad y el acontecimiento definitivo. En este sentido, cobra un papel fundamental la resurrección de Cristo, pues, “a la luz de la resurrección … se tuvo que aprender a leer el Antiguo Testamento de modo nuevo …” (p 238), al tiempo que los hechos, el acontecimiento, llevaba a una nueva comprensión de la palabra.
Aquí reside, supuestamente, la credibilidad de la Iglesia y su relevancia histórica.

Hay otro soporte interesantísimo en el libro de Su Santidad. Se trata de la concepción de la Universalidad.
Se afirma de manera continua que en Cristo, el Antiguo Testamento adquiere carácter de universalidad. Jesús “asume” y “traspone”. Recoge la tradición y su reto mesiánico, y lo pone en el mañana, un mañana humano. Al asumir y trasponer los viejos escritos en la nueva palabra, Cristo está realizando un ejercicio de fidelidad y de novedad. Cristo es fiel a lo antiguo, al tiempo que es novedoso, esto es, abre lo antiguo a la realidad universal, universaliza lo que carecía de una perspectiva abierta, y en consecuencia estaría condenado. El discurso escatológico de Jesús se abre al tiempo de los paganos. “Él sabía que en su persona se cumplía la misión del siervo de Dios y la del Hijo del hombre …” (p 163). Esta es la meta cósmica de su misión. El “muchos” de que habla Isaías, esos que se salvarán gracias a la labor del Siervo del Señor, será el “todos”, al amparo de los hechos y la palabra de Cristo que hará la interpretación posterior. Esta es labor y papel privilegiado de la Iglesia.

Pero reconozcamos que no puede haber esa Universalidad sin el reconocimiento de una absoluto, nunca relativo, Humanismo. Porque no hay, no puede haber Universalidad sin Humanidad.
No vamos a extendernos en las presentaciones hartamente humanas de Cristo que recorren el libro, sobradamente se conocen los hechos de la pasión, la turbación de Cristo, el Ecce homo… No es este el humanismo en el que Ratzinger quiere hacer hincapié, sino en el humanismo de todos, en la humanidad pues. Tomando como base palabras de San Pablo, aventura la “incompletud” de la persona misma, ser con un lastre inevitable de humanidad. Hay que buscar al hombre en su absoluta universalidad, la que sólo puede encontrarse en Cristo: “… atraer constantemente a cada persona y al mundo dentro del amor de Cristo, de modo que todos lleguen a ser, juntos con Él, una ofrenda “agradable, santificada por el Espíritu Santo”” (pp.277-278). Esa incompletud humana reside en que “nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera correcta” (pág 274), asunto que abre de nuevo al carácter universal de la Iglesia y de su misión. Pero no sólo, porque abre también a una nueva visión de la existencia, del hombre vivo, que entrega su cuerpo a esa realidad primaria, completa, primera, a esa realidad ciertamente inabarcable que es la divina. En la entrega a Cristo, esa su asunción radica la humanidad misma. El hecho privilegiado de que Dios es carne humana, que resucita.
La incompletud mama de la incomprensión de la realidad. Y es que por sobre la lógica humana, esa capacidad racional abarcante y comprensiva, está la lógica de Dios. Igual que Cristo insertó sus palabras en la lógica de Dios, el hombre ha de entregarse, insertarse en ese abismo del acontecer que es la lógica de Dios. De esta manera, la palabra de Cristo, la lógica de Dios, son también la lógica de la historia de la salvación. “En la resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad” (p 284). No es poca cosa, no es únicamente un acontecimiento universal, sino que es una trasmutación de lo humano, que abre así a una nueva dimensión de la realidad humana: si Dios es hombre y Dios resucita … El grano de mostaza que hace posible esa verdadera humanidad universal, es la resurrección de Cristo, ofrecida como hecho a unos pocos privilegiados que dieron fe. Como acontecimiento histórico la resurrección, por lo tanto, no es del mismo carácter que el nacimiento o la crucifixión en la biografía de Jesús. Está por encima de la historia y ha dejado su huella no obstante en la historia. Es más, es la huella que marca el camino de una nueva humanidad, y de una nueva realidad, la eterna.

Por eso estamos obligados a distinguir la verdad funcional (la verdad de la ciencia) de esa otra verdad sentida como verdad eterna. Peor, la verdad funcional, deshumanizada es la que nubla, oculta a esta otra. No nos engañemos, la realidad permanecerá ilegible a la lógica de la Ciencia, la realidad siempre la supera, porque es inconmensurable. La docta erudición ha de ser siempre corregida por el reconocimiento de la profunda ignorancia, porque hemos de aceptar que es, precisamente el saber, ese saber carente de amor, lo que oculta la visión de la simple verdad. Se puede ser sabio y permanecer ciego –dice Ratzinger. Hay pues que estar atentos a la sed de verdad, y esa sed puede saciarse en el hecho difícil, extremo pero histórico, de la resurrección, en esa acontecer de la humanidad universal.

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