EL ÚLTIMO RAFAEL, exposición en el MUSEO DEL PRADO.




El costoso ascenso de la renovación clasicista.

¿Quién es Rafael? ¿Qué supone para la historia del arte? ¿Qué aporta? Y más, ¿quién es respecto de Rafael “el último Rafael”? ¿Qué presupone la existencia de este en la valoración del otro, del que no es el último? La crítica ve en Rafael la consagración y confirmación de los valores de la estética renacentista. A lo mejor el asunto no es tan claro y cabe que sobre Rafael aún se ciernan inciertas sombras. Por lo pronto las sombras que, de un tiempo a esta parte sabemos que acompañan a todos los grandes maestros, esas sombras que se conocen como “el taller de”, que inician su actuación cuando el pintor es ya personalidad de relevancia en el mundo artístico y cara a sus contemporáneos. Pero además, las variaciones, los giros, las influencias, (que están presentes por supuesto en este gran pintor) las distintas vicisitudes en fin, siempre estarán abiertas a nueva interpretación, a revisión. La del Prado es un aperitivo del problema. Es más, tengamos en cuenta que, para el caso de Rafael, conviene también separar su producción como muralista, su pintura mural, de otras facetas pictóricas en las que se desenvuelve de muy distinta manera, sea pues la pintura de caballete de pequeño tamaño o el cuadro de gran formato. O en la  temática, sea el asunto religioso, sea el retrato.
Algo más, autores hay, y es el caso de nuestro Rafael, que sufren la violencia de la transformación de los estilos, la diacronía de las resoluciones técnicas, temáticas y del gusto. La exposición nos pone en este sentido en el último, el último Rafael el e la producción, grosso modo de los últimos siete años. Tengamos presente que Rafael colaboró enormemente en este afán renovador que lleva la creatividad del quatrocento al cinquecento. En efecto, del taller de Rafael surgirán las categorías que conformarán los presupuestos, los métodos y vías de la pintura de los siguientes siglos. Pintores como Giulio Romano, del Sarto, Penni, extenderán por Europa un proceder que no podrán soslayar ya ni los pintores de la maniera, ni los del barroco, ni los clasicistas del XVIII, incluso muchos de los románticos.
Este es el interés por lo tanto que una exposición como la del Prado, en colaboración con el Louvre, puede aportar. De ahí que ésta se centre en la pintura de caballete, y en especial en los referidos siete últimos años de creación de Rafael (recordemos que murió joven, en pleno desarrollo de sus propuestas y facultades cuando apenas contaba 38 años). Que se centre, casi como iguales, en los principales colaboradores. Que estudie con detalle algunas de las obras señeras mediante la exposición de dibujos preparatorios, estudios, planteamientos, o el hacer del taller sobre una misma creación; no tanto variaciones sobre el tema como tema con variantes. Es destacable en este sentido el esfuerzo que el Prado ha hecho por evidenciar el contexto en que se generó el inmenso lienzo La Transfiguración, cuya copia, en propiedad del Museo madrileño, es una de las claves en el proceso hermenéutico que en el fondo esta exposición pretende ser.

La transfigurada Sala 49.

La Transfiguración precisamente, es el motivo de estudio y el objeto de exposición en la Sala 49, dentro del edificio de Villanueva, exento pues del resto del montaje, en un alarde algo aventurado de integración de la colección permanente del Prado en la dinámica de la exposición temporal, cuyo grueso estructural se desarrolla en las salas A y B de los Jerónimos.
La 49 prologa con una serie de obras de contemporáneos de Rafael, relacionados, o menos relacionados con él, pero que comparten unas pautas estilísticas y temáticas evidentes. Del Sarto, Ricciarelli, Parmigianino, Salviati, Bronzino. La parte central de la sala se dedica al avatar del cuadro llamado La Transfiguración, inmenso y de aventurada composición, arriesgado e inventivo en la presentación de la historia, alejado respecto de las resoluciones temáticas y compositivas de la época. La Transfiguración exhibida es la cuarteada copia de difícil autoría que alberga el Museo del Prado, realizada poco después de la muerte del maestro. Rústica, elusiva del paisaje y de alguna que otra complicada cabeza, meliflua en el tratamiento del color, aunque impresionante por esa longitud de más de 4 metros de altura, por la técnica del estarcido que incorpora respecto de su madre, la de los Museo Vaticanos. Eso sí, está acompañada en este caso de dibujos pormenorizados de figuras, de los distintos diseños generales, de las ideas previas del propio Rafael, que fueron variando y no poco, a lo largo del largo proceso, pequeña obra con residencia en el Louvre, Rijksmuseum, o el British Museum entre otros.
Una curiosidad a este respecto, es la relevancia que en estos dibujos, en carbón o en sanguina, va cobrando la gestualidad de las figuras. Un hecho que ya será inseparable de la pintura rafaelesca. El drama, las pasiones, incluso el clásico equilibrio de la historia, reposan sin duda ya en este gesto, estudiado, meditado por el maestro e incardinado, no solo en la historia, también en la apuesta estética. Por supuesto que la exaltación de la gestualidad degenerará en exageración, yendo más allá de lo propiamente pictórico, esto es, en cierto modo la maniera que el maestro Rafael consagra.
Y otra curiosidad, la influencia que el modo de dibujar de Miguel Ángel, que la contundencia de sus figuras, y sus musculosos desnudos, ejercerán sobre Rafael, algo que la exposición no explota sin embargo.
La Transfiguración, no podría ser menos, se acompaña de estudios de reflectografía y radiografías que evidencian la complejidad de la composición y las dificultades habidas en la resolución de la misma, a través de correcciones y rectificados, que permiten el estudio de los procedimientos técnicos, y si apuramos, de los modos de pintar de las distintas manos.
Todo este aparato, con una finalidad, poner en valor  la copia que el Prado guarda.
Antes de abandonar la sala, puede uno hacerse idea de los quehaceres de su gran antagonista, Sebastiano del Piombo, con dos magníficas obras de Cristo portando la cruz, o comparar con los sugestionados pero algo elusivos del “modo Rafael”, Campi y Barocci.

RAFAEL: La Transfiguración. Museos Vaticanos
¿?    La Transfiguración. Museo del Prado.




















Las Salas A y B.

En la nueva edificación de los Jerónimos hallamos el grueso de la exposición, los llamados “Cuadros de altar”, así como otras obras devocionales de gran factura. Obras devocionales de pequeño formato, en especial las Sagradas Familias y Vírgenes con niño. Los retratos, y por supuesto, una representación nutrida de la obra del discípulo predilecto, Giulio Romano.
Los cuadros de altar, y las grandes obras devocionales, ponen la pintura de Rafael en la dirección de la teatralidad, a medio camino entre el cuadro de caballete y la gran composición mural. La Virgen del Pez acaso sea la composición más simplificada, no por ello menos intensa. Es este el cuadro que más motivos ha dado a la estética de corte clasicista, el puro equilibrio de formas, de colores, de luz. Su composición piramidal, serena, ensalza la presencia de la belleza ideal y el gesto mesurado. Por el contrario, desmesura es lo que en cierto modo viven los otros grandes cuadros perfectamente ensalzados en los testeros de la cruciforme primera sala: El conocido como “El Pasmo de Sicilia” (Museo del Prado), de escorzos exagerados, de bestiales musculaturas, de composición abigarrada e historia compleja, majestuoso no obstante la algarabía que encierra. Aquí el grandilocuente gesto, libérrimo y estudiado, desafiante. Un gesto, el de las figuras, que pone fuera y dentro al espectador, que va más allá de lo puramente pictórico. Dichoso en la resolución de sombras a partir de aguadas grises,  técnica que tantos y hermosos resultados daría a  las obras de gran formato. Frente a El Pasmo, en muy distinta tesitura, comedido, equilibrado, clásico en factura, Santa Cecilia, de la Pinacoteca Nacional de Bolonia. El secreto, probablemente se halle en el ritmo y contorsión de las figuras, inducidos sin duda para esta “sagrada conversación” por la estatuaria clásica. El deslumbrante San Miguel Arcángel, (Louvre) de radical y atrevida perspectiva, se halla en consonancia con los procedimientos técnicos de las anteriores obras.
Todos ellos, acompañados de dibujos para cartones, de preparatorios y otra obra menor de dignísimo interés que permiten la ambientación del diseño de estas grandes obras. La Visitación, el llamado La familia de Francisco I, o Visión de Ezequiel, estudios diversos a partir de las realizaciones del maestro por parte de Giulio Romano o Giamfrancesco Penni.

RAFAEL y taller. Santa Cecilia. Nazionale de Bolonia

La intimidad y la dulzura rafaelesca se acusa en las obras de menor tamaño, o de pequeño formato, ya en la Sala B, con, eso sí, una transición de salas que se centra en el excepcional y poco conocido San Juan Bautista en el desierto, ejemplo de colaboración de taller, aunque sin duda con base en la mano del maestro. Ejercicio de luz, de psicología y de sensualidad a partes iguales, cuadro que se enfrenta sin duda a las creaciones leonardescas sobre el personaje en cuestión y que adelantarán las de Caravaggio.
Pero hablar de pequeño  tamaño es hablar de las Vírgenes con el niño y de las Sagradas Familias, todo un dechado de recursos compositivos en los que la sensibilidad rafaelesca se vuelca sobre la experiencia sentimental. Elusivas de la narratividad. Concentración deleitosa en los rostros y manos. Exquisitas en el tratamiento de la luz, del color, de la prgresión de sombras de gradación infinita. El gesto se constriñe e intensifica, marcha hacia el interior de las figuras que demuestran un especial contacto entre sí, en connivencia con la interiorización del espectador. Tiernas, estas Vírgenes mantienen el matiz de la melancolía que adelanta el sacrificio de la criatura. Son un poso de estudio de las emociones.
RAFAEL: La Sagrada Familia con San Juanito. "La perla". Museo del Prado.
Produce un especial deleite el comparar las obras con carga de Rafael con aquellas que salieron de la mano de Romano o Penni, comparación muy digna de ser detallada porque muestran los distintos intereses en la forma de afrontar una misma composición. La dureza de Romano, las elisiones y concentraciones de Penni, por caso o la extrema sensibilidad de Rafael.
Otra cosa son los retratos en los que se deja ver el concentrado individualismo del humanismo renacentista. La interioridad reside aquí en la presencia manifiesta de la personalidad, más allá de la condición social. Retratos como los de Baltasar de Castiglione, del Louvre,  ponen en la absoluta madurez el afrontamiento de este género. Una manera de abordarlo al que no podrán ya renunciar pintores de tiempos posteriores, caso de Velázquez que competirá con los mejores retratos del maestro. La intensa mirada al espectador, la posición del busto levemente angulado, la pretensión del codo u hombro de escapar de la bidimensionalidad del cuadro hacia la realidad del espectador, la sugestiva presencia de las manos, el fondo neutro, el destacar de la calidad de la prenda vestida, en fin, tan discretas riquezas, ponen los puntos de intensión en la que será recurrente manera de afrontar el retrato durante siglos.
RAFAEL: El cardenal. Museo del Prado

Otros pareceres que vienen menos a cuento.

            El valor de esta exposición es inexcusable. ¿Alguien podría planteárselo? Recuperación de la labor del taller de Rafael, recuperaciones tan del uso en nuestros días. Posibilidad de ver junta tan magna obra. Un excelente catálogo con reseñables estudios críticos. Montaje digno, acompañamiento pertinente de las grandes obras por obras menores y preparatorios. Pero a la par de notables ausencias, en especial de las pinacotecas vaticanas, resulta pertinente señalar algunas fallas en el tratamiento de la exposición, El último Rafael. Al recorrer las salas, muchas ahítas de sus buenos dibujos, no dejará el espectador de preguntarse la relación que vinculaba su creatividad con la presencia del gran Miguel Angel, acaso un tema muy de tratar, a lo mejor complejo, o extenso, pero asunto por el que la exposición pasa en inadvertido silencio, siendo como es brutal su latencia y muy patente la presencia en algunas obras, como podría ocurrir con Leonardo. Por igual, la comparativa y pugna insinuada con Sebastiano del Piombo tampoco queda en exceso esclarecida, apenas unas solapadas referencias en la Sala 49, siendo como es tan vital para conocer los entresijos de La Transfiguración.
Si lo que esta exposición ha pretendido es reivindicar la importancia del taller rafaelesco para comprender los derroteros de gran parte de la pintura posterior a la muerte del maestro,  tampoco se ha hecho un especial hincapié en las vicisitudes de esas trayectorias, de esas posibilidades posrafaelescas que en cierto modo él cultivó. Eso sí, merece la pena el rescate aventurado de la figura de Giulio Romano.
Se ha eludido también la relación con el manierismo, y la posible vinculación de este a algunas de las creaciones de Rafael.
Por último, haciéndonos una precisa idea de lo que fue el obrador de Rafael, no queda tan claro al espectador quién fue ese último Rafael, cuál su intencionalidad plástica, y sus motivaciones. Todo lo contrario, se disuelve Rafael en una pluralidad de fugas, acaso impelidas por la diversidad de los encargos a que se vio obligado en vida,  que necesitará, seguro, de una nueva exposición en que reclamar lo hondamente rafaelesco.


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