NARRAR
SIN SALIR DE LAS CUATRO PAREDES.
Mr. Blank ha escapado. Desconocemos si debido a
negligencia de alguno de sus visitantes, el último por caso, Mr. Quinn, el
abogado, quien probablemente dejó la puerta abierta sin querer. Aunque también
sospechamos que la fuga se deba a un acto de misericordia, como cualquier otro
de los muchos realizados por la encariñada Anna, Anna Blume, sospechosa máxima en
este sentido. Aunque podría ser que el viejo, el viejo y olvidadizo Mr. Blank,
ni fuera en realidad tan chocho, ni estuviera tan ignorante de que una cámara
le vigilase, que al fin tomase nota de dónde se encontraba la puerta y en qué
condiciones, y que, en un pispás, tras colocar una cinta blanca en la que ponía
CÁMARA cegando el obturador de la máquina capaz de realizar ochenta y seis mil
cuatrocientas instantáneas con cada rotación de la tierra, saliese por la
puerta tan campante, calzado con sus zapatillas blancas, sin arrastrar los pies
y más ligero que un gamo, eso sí, con su pijama de rayas amarillas y azules en
busca del parque cercano donde un pájaro canta …
Esta es la gran noticia sin duda, que el viejo
Mr Blank ha escapado, ha burlado incluso a su autor, a sus lectores, a las
editoriales, a la ficción misma, a la realidad.
A
Paul Auster, inesperadamente, se le ha fugado un personaje. El viejo Mr. Blank
se va y deja un terrible hueco, un agujero atroz en su narrativa, en esta
magistral narrativa que hila hechos intrascendentes a veces, que hace de la
existencia anodina y pobre, algo digno de ser contado. Porque hemos de
reconocer la intrascendencia que habita en muchas de las novelas de Paul
Auster, esto es, en los hechos, acontecimientos que relata. Otra cosa es el
conjunto, el total, la esfera plena de lo contado, que a lo mejor sí
trasciende, invita a la fuga, a la reflexión, se niega a morir de apatía sobre
las propias líneas.
Desde
luego, esto es algo muy apropiado a la hora de referirnos a Viajes por el Scriptorium. Una novela en
la que no hay nada. Simplemente un cuarto casi vacío, un baño aledaño donde
mear, vomitar y lavarse, una cámara y un micrófono ocultos, una cama, una
ventana siempre cerrada, unas etiquetas que recuerdan el nombre de las cosas. Un
hombre anciano que no conoce su pasado y una serie de personajes que entran y
salen, algunos de ellos, seres del vademécum de la narrativa austeriana. Nada
hay pues sino fragmentos inconexos, como los recuerdos del anciano. Pero hay un
escritorio con una silla giratoria, y sobre este, unos manuscritos. En los
manuscritos unas historias. En la historias Viaje
por el Scriptorium. Y vuelta a empezar. El ciclo de la ficción se perpetúa.
Porque el viejo Mr Blank, tal vez personaje protagonista, personaje entre la
demencia y la vejez, el sufrimiento y la biografía, el delirio y la realidad,
lee estos manuscritos (no todos) y fabula sobre ellos. Fabular es constituir,
más que construir, una realidad. Y es así como constituye, o reconstituye la
historia del espía, el agente Graf en su misión a Ultima, y constituye los
entresijos de la Confederación, y la voluptuosidad rabiosa de los pueblos
salvajes como los djiin. Pero también tiene la oportunidad, o no, de
reconstituir su propia historia, el viaje por el escritorio …
La
constitución es un fundamento de la creatividad de Paul Auster. Muchos temas se repiten, se multiplican en
perspectivas, se desdoblan hasta el infinito o se rompen en un caleidoscopio de
posibilidades. En esa pluralidad de manifestaciones del tema austeriano radica
el secreto de su cosmos ficcional. La reiteración va forjando un mundo con derecho
a la realidad. El mundo de los Estados Unidos, el mundo de los personajes de
Auster. De ahí que algunos de ellos repliquen en novelas que no les pertenecen.
De ahí que, a veces, roben la historia a personajes que ya la vivieron. De ahí
que muchos personajes de Auster adquieran la categoría de fantasmas que se
niegan a desaparecer y que transitan por la vida de los nuevos personajes.
Mr.
Blank fabula, constituye historias ya hechas, les da el carácter de sí, de
personaje ficcional con derecho a personalizar. Un trabajo de vejez sin duda,
de quien no deja en paz a sus muertos, sus miedos y fantasmas, como le ocurre a
Mr. Blank, que bien pudiera ser la vejez de Auster, propensa a gestar a pesar
del riesgo de quedar sumida en el olvido. Fabula el fabulado pues. La fabulación
es un ejercicio de escritorio sobre silla giratoria que, en variado ángulo de
arriba abajo, o en trescientos sesenta grados, permite poner patas arriba
historias conocidas, historias mamadas, historias asimiladas, oídas, intuidas.
Y así se puede rehacer la historia de Estados Unidos convirtiéndolo en una
sospechosa Confederación, y en una vil historia de espionaje y conspiraciones.
Y uno, el escritor que escribe en el escritorio, puede traer historias
fallidas, historias faltas, historias de juventud y meterlas dentro de la
historia de Mr. Blank.
Por
eso Mr. Blank no es un personaje austeriano, al menos no lo es del todo, porque
como hemos noticiado, ha conseguido escapar del anodino mundo que lo envuelve. Alguien
ha tratado a toda costa de convertirlo en personaje de Auster, pues una vez ha
leído estas historias secundarias dentro de la historia, una vez que se ha
atrevido a fabular con ellas, ha mamado, se ha dejado raptar por el poder de la
fabulación, se ha alimentado de “austerismo”, pero de un austerismo fallón,
joven, imberbe. Los informes que lee Mr. Blank, no son sino fallidas novelas de
Auster, son eso, novela nonata. Mr. Blank, acaso Auster, trata de redimir este
mal. Por eso escapa. Por eso no hay final para su novela y el final ha de
ponerlo el lector … ¿El lector? No, el propio personaje, Mr. Blank.
Cuidado entonces, porque tal escritorio no es
simplemente un escritorio. Es el Scriptorium. Allí donde en labor cuasi
religiosa se generan singulares riquezas, obras únicas, fructuosas joyas y códices
codicilios. El mágico latinajo pone la obra de Auster en la órbita de la
autenticidad, de lo primigenio. Del creador de literatura que el propio Auster
siente ser, sobre todo, por encima de todo. Pero también se genera lo
replicable. Porque la labor de copia es connatural al monje que usa del
scriptorium. Alguien puede copiar, literalmente copiar, el anodino manuscrito
de Auster, y legarlo así al supuesto heredero. Esta historia que no cuenta
nada, que se recrea en la narratividad pura, en el hecho de contar, de fluir en
el tiempo con la excusa de la acción de otros, los inventados, por destino. Pero
al copiarlo se puede sentir la fuerza atroz de vulnerarlo, cambiarlo, matarlo,
es decir, sacar el manuscrito, la obra, del escritorio en el que yace. Así,
legar entonces el derecho a mutar la obra narrativa.
Esto es lo que en el fondo, muy en el fondo
late en la obra de Auster, el derecho a constituir de nuevo su propia obra. Una
verdad connatural al ombligo del escritor Paul Auster.
Y
aún llaman meta-literatura a lo que es auto-referencia.
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