GILBERT DURAND. El Arte y el Símbolo.




CORRECCIONES A GILBERT DURAND. La imaginación simbólica.




“El artista, como el icono, ya no tiene lugar en una sociedad que poco a poco ha exiliado la función esencial de la imagen simbólica. Así también, después de las vastas y ambiciosas alegorías del Renacimiento, se ve que en su conjunto el arte de los siglos XVII y XVIII se empequeñece hasta convertirse en una simple “diversión”, en un mero “ornamento” (…) ya no procura evocar” -dice Gilbert Durand-. Hay pues un afán de evocación, o mejor aún, de trascendencia, que el antropólogo, pensador y crítico de arte francés -al menos en su ensayo La imaginación simbólica- estima esencial en el proceso artístico, creativo y receptivo. La trascendencia se manifiesta en la imagen simbólica, en el símbolo, y en él reside casi en exclusivo. Por lo tanto, si la creación artística quiere ser portadora de un sentido profundo, si quiere alejarse de la expresión banal, de la mera floritura y ornamento, habrá de afiliarse a lo icónico, tendrá que asimilarse a las cualidades de la “imagen simbólica”. Si nos alejamos de dichas cualidades, tendremos que hablar de algo así como un pseudo-arte, de los divertimentos y frivolidades, por caso, de los Siglos XVII y XVIII.
El icono, tal y como ejemplifica Durand en la estética bizantina, o en las manifestaciones del románico, posee este poder evocativo que empuja al espectador, de la realidad trivial a esa otra realidad inaprensible, separada, la realidad real que permanece latente y alejada del trato directo. El símbolo, aquí expreso de forma contundente en el icono, anda como mediador paráclito y posibilitador de vida auténtica, o de humana vida verdadera; como si la tal autenticidad sólo pudiera darse en la trascendencia. Esto es sustancial si deseamos comprender el carácter evocativo, trascendente del arte, al que el artista posrenacentista ha renunciado atrapado por el vacuo “decorativismo”, o lo que es igual, en connivencia con la actitud iconoclasta.




Tengamos presente que la iconoclastia, de la que amargamente se queja el crítico, es enemiga del espíritu; que el espíritu es la excelsa gratitud del hombre para con la Naturaleza, la disposición más loable, y por lo tanto la que da elevado sentido a la vida. Ese sentido es trascendental, refractario, difícil y requiere de la expresión simbólica, de las formas simbólicas, de la imaginación simbólica.
Ni pretendemos, ni podemos llamar a la valoración decorativa “formalismo”. ¡Así como si el icono románico estuviese exento de formalidad o de forma! El propio Durand expresa este carácter contradictorio y dicotómico de todo símbolo. La imagen simbólica lo pretenderá, pero no logar arrancarse este trazo, esta existencia material-formal. Ya sabemos de las complicaciones que se derivan del empleo del concepto de “forma”. Por eso conviene ajustarle los machos antes de proseguir con la hermenéutica del señalado antropólogo. El formalismo gratuito, el puro gusto en la forma, lo que Ortega veía como una valiosa expresión deshumanizadora del arte, ejemplo de expresión vital desinteresada, de liberación de la anonadante carga de humanidad, o de realidad a fin de cuentas, es sin embargo asumido por el “filosimbolismo” estético francés, como una actitud desmitificadora, triunfo de los iconoclastas, como un peligro letal en la era de la super tecnificación, como el riesgo verdaderamente deshumanizador que renuncia, curiosamente diremos nosotros, a la realidad verdadera.
Al margen de cualquier turbadora comparación, lo cierto es que la forma para el simbolismo icónico, carece de especial relevancia, porque tarde o temprano estará al albur del comunicado de lo trascendente, que pretende abrirse, darse y evadirse al tiempo, a través de él (esta es la condición problemática del símbolo y del icono).
Pero confesemos; no nos interesa aquí tanto el problema del simbolismo, cuanto el uso que del arte se hace en defensa del simbolismo. Es decir, nos interesa más la crítica de arte, justificada o no, que Durand pueda hacer de las obras artísticas del Siglo XVI y XVII, y por extenso de todas aquellas acusables de iconoclastia (las deshumanizadas de Ortega), que el problema de la imaginación simbólica.




El argumento del “exceso ornamental”, de esta vaciedad espiritual, de este estilismo meramente formal que respiran dichas manifestaciones, tiene desde luego resonancias ilustradas, y aun vanguardistas. Recordemos cuando la novedosa sensibilidad del neoclasiscismo reclamó una belleza formal, equilibrada, basada en unos principios morales, estética purista soportada en el ethos de la Antigüedad clásica, inventado, claro, al modo de Winckelmann, para huir la exageración formal, la sospechosa irracionalidad. Estética ilustrada o cuasi-ilustrada que expresa sin ambages la necesidad de eludir el recargamiento barroco, el artificio caprichoso y exclusivamente decorativo al parecer, si no falso moral, que había tomado gran parte de arte. No decimos nada muy distinto si apurando la historia del arte, o de las teorías estéticas, nos trasladamos a la época de los “ismos”, y atinamos a ver tanto en el funcionalismo racionalista como en el  esencialismo finisecular (a lo Le Corbusier o Loos), una lucha contra los postizos y recargamientos a que se había visto impelida la arquitectura post-ilustrada e historicista.
Aunque para Gilbert Durand estaríamos en las mismas: una huida hacia adelante, una evitación fatal del poder simbólico. Si el barroco degenera en un mero iconismo intrascendente que, descarado, se aleja del espíritu, el neoclasicismo, y el racionalismo o funcionalismo, en su amparo moralizante, no serían sino expresiones racionales, objetivas, intrascendentes pues, iconoclastia conceptual.
 No resultan extrañas entonces las afirmaciones del crítico francés: “… De este rechazo de la evocación nace el ornamentalismo académico que, desde los epígonos de Rafael hasta Fernand Léger, pasando por David y los epígonos de Ingres, reduce el icono a la función de decorado …” Ni siquiera el romanticismo consiguió retornar el prestigio del símbolo, se apresta a recordar. Si estimamos el icono como una de las más acertadas expresiones de la imagen simbólica, bien podríamos decir, en contigüidad con estas ideas, que la mentalidad occidental ha huido toda forma de iconodulia y ha hecho del conocimiento, y lo que es peor, del arte, un iconoclasta desierto cientificista.
Ciertamente Gilbert Durand expone con pasmoso criterio los perjuicios que las diversas corrientes del pensamiento han infligido al icono y el símbolo. De un lado el racionalismo cartesianismo, o el aristotélico. De otro, el reduccionismo freudiano y el funcional-estructuralista de la etnología y sociología (Malinowski o Lévi Struss), y de otro, las hermenéuticas instaurativas, a lo Cassirer. Todas estas hermenéuticas, a su modo, renuncian a lo más valioso del símbolo: la trascendencia, el carácter místico y epifánico del mismo, su irreductibilidad, su ser indescifrable e intraducible que, grosso modo, nuestro crítico encuentra ya expuesto en la obra de Bachelard. En efecto, esta apuesta por la hierofanía en la forma o en la materia del arte (que para el caso tanto da), se ve mermada cuando se confirma la contundencia del concepto, de la captación directa e intelectual de la realidad o de su traducción a conocimiento. La captura de la verdad por la inteligencia elude la infinitud, la inconclusión de la forma simbólica, su apertura. Cualquier análisis freudiano del símbolo, por su parte, viene a desquiciar la trascendencia del mismo en favor de una cura postraumática. Al final, el psicoanálisis racionaliza el sueño. Por su parte, las hermenéuticas instaurativas valoran los elementos progresivos, instauradores de la cultura, superativos acrecientes del conocimiento. Todas pues eluden o evitan la trascendencia mística a la que finalmente parece entregarse Durand, vía Jung, Bachelard y Ricoeur. De ahí su reclamo del arte simbólico o de lo simbólico en el arte.
En efecto, una pintura que quiera cumplir estos principios sólo puede ser icónica. Tendrá que entregarse al símbolo, al poder evocador, huidor de la trivialidad. El icono es pues una salvación cultural, civilizatoria, tal cual pedía Ortega en la década de los 20. No es extraño que para el caso sólo sirvan las manifestaciones del arte bizantino y románico, o de ciertas pinturas chinas. Parece que sólo ellas, rebozadas de simbolismo e iconismo, vestidas de trascendencia, lograsen atraer lo eterno al mundo de lo corruptible, o descubrir tras de lo corruptible la ilusión y la esperanza del misterio. Desgraciadamente aquí late el prejuicio. El icono románico no es sólo simbólico. Las componendas estéticas están fuera de toda duda, el icono, el símbolo no es un mero símbolo y mero icono; lo único que nos cabe preguntar es si toda experiencia del gozo, del disfrute artístico ha de pasar por tal inquisición. Pero dado que el símbolo mismo es material, cualquier hermenéutica que a él se enfrente habrá de ser formal, o material si se quiere, atenta a su materialidad. De otro lado, la capacidad trascendente del símbolo puede asociarse a otras manifestaciones, no solo al arte, también a la fontanería por caso. La hierofanía no requiere en exclusivo de su manifestación artística, cualquier evento, cosa y elemento del universo, puede tornarse símbolo y desvelar lo trascendente. Nada queda al margen de la posibilidad de evocación. El arte no tiene la necesidad de pagar el peaje exclusivo de este misticismo. La imaginación simbólica lo explana: se inicia con una crítica severa de las manifestaciones del arte occidental tras del Renacimiento. Pero su deriva muestra que el arte es mera excusa para introducir al autor en lo que realmente le interesa: el rescate del simbolismo y la descripción de su naturaleza en unos términos que deben mucho al pensamiento posmoderno francés y a sus fuentes filosóficas fundamentales.



Así es, volvamos, dejando a un lado el valor simbólico, sobre las manifestaciones artísticas del pasado, del presente, y tratemos de rescatar, aunque sea en un tanto, su condición de obra de arte. Una pintura, una escultura del XVII, mueven al fervor en otra suerte de iconodulia. Igual no responden estas a las características tópicas del icono, pero, sospechamos, consiguen en cierto modo lo que pretenden. No estamos diciendo que la iconodulia sea nada más fervor simbólico. Estamos más bien diciendo que el símbolo puede adquirir fisonomías muy distintas. Es una triste reducción eliminar otras formas de trascendencia que no sean las de la imaginación simbólica, o las que se arroga cierta definición de la imaginación, o del simbolismo a secas. Y más triste considerar que el arte haya de soportarse sobre ella en exclusivo. Y aún más que sólo exista la viabilidad icónica y que de no ser así el arte degenere en decoración. Es posible que gran parte del arte francés vire en este sentido desde el Siglo XVII, hacia el decorativismo o en la dirección de cierta frivolidad. No lo creemos, basta con observar detenidamente el carácter icónico de algunas pinturas de David. Incluso en una pintura en apariencia aparente como la de Watteau, se esconde todo un trasfondo que, si bien no puede denominarse trascendente, al modo del crítico francés, bien puede sentirse como sospechoso de inmanencia, evocador y, por lo tanto en un sentido más lato, icónico. Saliendo de Francia, es que nos atreveríamos a eliminar el carácter icónico y trascendente de ciertas obras de Caravaggio, de Bernini, Velázquez o Gregorio Fernández.  ¿Realmente Rubens anula la trascendencia o la somete a su mínima expresión? ¿Sirve Rubens por lo tanto de ejemplo decorativo? Mal favor al arte se hace entonces, muy escaso a la trascendencia y a lo mejor hasta equivocado respecto del símbolo. A veces, las categorías empleadas por el crítico fuerzan en demasía lo criticado. Vista desde la posición filo-simbólica y posmoderna, descontextualizada la obra al modo Durand, tiranizamos tal vez la libertad creadora, que, con solo ser sincera, debemos suponer trascendente.
Es normal que cada vez se estime más que la crítica está para reforzar sentidos y no para corregirlos. Esta es la aventura en que se embarca Quimera.

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