SOBRE MIGUEL DELIBES O LA SENSIBILIDAD OTRA



DELIBES: “LA PRIMERA Y LA ÚLTIMA”.

La sombra del ciprés es alargada fue Premio Nadal 1947; la primera novela de Miguel Delibes (1920-2010), con la que se dio a conocer como escritor. En 1944 lo había sido Nada, de Carmen Laforet (1921-2004), también narradora novel. De hecho, Nada inauguró la sucesión del largo listado del Eugenio Nadal. Por mi parte no relacionaría ambas novelas si no fuera porque son dos fluencias de entraña, del muy adentro. Ambas posan además sobre un fondo de pesimismo, un horizonte falto y cojo, y sobre una realidad opresiva. Es sencillo para la crítica y para la Historia de la literatura endosar la causa de tal pesimismo al ambiente de posguerra, como si decir ya “posguerra” justificase una tristeza anímica, una desgana, o la amargura intensa de toda actividad creadora. Sí, fue una época de necesidad y “tremendismo”, de opresión sobre las ideas, de medievalismo espiritual. Años 40, hambre y fascismo no pueden sino engendrar tristeza. Y sin embargo, toda creación supone un esfuerzo, un derroche de vitalidad que supura, que desea salir y expandirse, aunque sea en forma de grito: esta es la paradoja de esa literatura de posguerra y de ese pesimismo.
No se trata ahora de revisar estos planteamientos. A día de hoy parece que las apreciaciones de la historia son rotundas y confirmantes, aunque se soporten, después de todo, sobre los prejuicios del presente, algo que ya ha enseñado la hermenéutica, y a lo que ni la hermenéutica misma logra escapar. Así es que deformamos la posguerra a nuestro antojo y hallamos la causa del proceder literario en una depresión posbélica, en un ambiente “fascistoide” de someros bigotitos sobre el labio superior.
A veces ocurre que la historia sabe mucho de hechos y nada de sensibilidades, que son otros hechos, aunque menos visibles, menos documentables. Son los hechos que exigen una intersubjetividad a flor de piel, una comunicabilidad que pocos están dispuestos a ejercitar, porque entre otras cosas, consiste en poner en la epidermis espiritual la facultad de la razón, entrar en el arte despojados de ideas, desnudos de rencor, puros de pasado, presente y futuro.
Con La sombra del ciprés es alargada, con Nada, ocurre lo mismo. Hay que leerlas con la piel, son novelas de tacto, como dijimos antes, del adentro. Miran sobre el entorno tanto como pueden mirar sobre la literatura. Y miran porque es densa, pausada, honda vena pesimista la que las recorre. Grisácea decadencia que está tomada de esa Generación del 98 con la que trasiega y comunica. Azorín y Unamuno por ejemplo, que son grandes pesimistas, que por lo mismo se les podría llamar “desechos de cultura”, pues allí donde abunda el pesimismo, allí la cultura no florece, se aja y desvitaliza. La meditatio mortis, la angustia y el nihilismo campan por las naderías del ciprés, y la sombra por las de la nada.
Por moda, por modos y por modelos podemos entonces relacionar unas y otras, en esa mirada que la generación de Delibes, o de Laforet, echa a su entorno y a la literatura del pasado, se hilvana gran parte de la novela española. Por moda, porque hay modas en el sentir del mundo, y el mundo tras de la guerra había que sentirlo con pesimismo. Así lo hizo la literatura encarnándose en los nuevos narradores que empezaban a perorar, jóvenes sin ningún derecho a la melancolía que miraban hacia las creaciones melancólicas existenciales y nihilistas como quien busca un sentido. Por modos, porque se fue a la primera persona y al intimismo, que se convierten ahora en la base de la sustancia narrativa, lejos de los experimentos del lenguaje, del flirteo juguetón de las vanguardias, apostando por la intensidad sencilla. El mundo fluye desde el yo en una suerte de nuevo romanticismo que es también muy finisecular, muy noventayochista y algo decadente. De modelos, porque supuran por las venas Unamuno y Azorín, secos en el buen Delibes, más líricos en Laforet.
Andrea, protagonista de Nada, se pasa los días mirando a los ojos ajenos y rumiando la propia angustia, disfrutando de los pequeños y lábiles placeres. Pedro busca en derredor la esperanza de escapar de la muerte porque cuanto le rodea es muerte. La vena descriptiva es por ello mayor en el de Valladolid, la vena sensible en la catalana. No se puede entender la realidad sin el afán de interpretarla: eso es la posguerra, una realidad y un sentirla, y los jóvenes aprendieron a sentirla en las páginas de determinada generación.
El Delibes castellano que eludía el misticismo de Ávila, la cicatriz del alma de las parameras, para reconcentrar sus esfuerzos en las gentes que vivían ese misticismo y ese paisaje. Lo íntimo le llevó más allá de donde había llegado la otra gloriosa generación. No es la literatura de Castilla lo que él busca, sino la de los castellanos.

El intimismo, que nunca llega a ser psicología porque el psicologismo en nada interesa a Miguel Delibes, corre por todos sus grandes personajes, los llena, los vitaliza, los hace ser algo más que entorno o que mero carácter. Quienes se empeñan en escrutar el valor de la literatura como reflejo de la sociedad, o como politizada crítica de la sociedad en que vive el creador, pierden los vericuetos de la vitalidad sentimental de estos personajes, siempre más rica, enriquecida y enriquecedora. Es lo que el propio Delibes trató de decir con la historia de Cipriano, “el hereje” de El hereje (1998), su última novela. Cualquier crítico literario, desde luego, puede justificar el discreto pasar de todos estos protagonistas por su entorno social, y puede acusar al autor, pues, de escaso, de falto: hombre católico, provinciano, rural y cazador. Da igual, los personajes como Cipriano están para vivir, no para criticar, y la vida está hecha de resuellos de momento, de época, de injusticia, pero sobretodo de sensibilidad y de sentimiento.
Pues bien, ese sentimiento y esa sensibilidad que acompañaba a Pedro en sus aciagos días de ciprés y sombra, se repite como materia narrativa en Cipriano, el otro huérfano de El hereje. Desde la vida de Cipriano vemos recrearse Valladolid, vemos recrearse todo un siglo XVII, con sus cegueras y prejuicios, y vemos agigantarse un orbe de injusta desconsideración e intolerancia. Cipriano es, en la novela, el héroe "ecce homo" que niega el entorno, que se justifica y reafirma en su sentir, en la duda que le atenaza, en su intimidad, que es, a fin de cuentas, lo más suyo, lo que más le pertenece. De ahí que gran parte de esta conmovedora novela sea, para compensar la peripecia vital y sentimental de un burgués castellano, un retrato pasional, de la pasión de un hombre como otro, castellano, si, pero universal en cualquier sociedad humana, en cualquiera. Otra cosa es aquel Pedro que lucha por salir adelante. A lo mejor, lo que le ocurre a Cipriano Salcedo es lo propio del héroe de una sociedad plenamente democrática. No sé qué opinará José Carlos Mainer al respecto.

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